El
Equipo, propaganda de guerra
Jorge Carrasco Araizaga
Jorge Carrasco Araizaga
MÉXICO, DF, 15 de mayo (apro).- Las guerras también se ganan con propaganda. Las acciones de fuerza no son suficientes. Hay que difundir información falsa o distorsionada para mantener la confianza de los combatientes propios y ganar el respaldo social.
En la
“guerra al narcotráfico” de Felipe Calderón, ejecutar capos, descabezar
células, detener a miles y presentarlos en la televisión no han servido ni para
convencer a nadie ni para persuadir a los integrantes de las fuerzas del Estado
para que dejen de sumarse al enemigo.
Dentro y
fuera del país, prevalece la idea de que el gobierno de Calderón va perdiendo
la guerra contra los cárteles, por más retórica político diplomática que
reciba. Las pérdidas del Estado mexicano son palpables: control territorial y de
la violencia, sangría en su aparato represivo y extravío del pacto social.
La
información que fluye y predomina es respecto a estas pérdidas. Cada día, el
gobierno de Calderón está sometido a una intensa contrapropaganda por parte de
los cárteles de la droga.
Las
decenas de muertos que cada día se registran en todo el país, los mutilados que
son esparcidos en calles, baldíos, carreteras, los miles de familiares que van
peregrinando en busca de secuestrados y desaparecidos, los exiliados internos y
externos y tantas expresiones más de la violencia demuelen machacona,
implacablemente, cualquier idea de autoridad.
Las
mantas, cartulinas, videos, mensajes de las redes sociales y otras formas de
expresión se han constituido en un poderoso aparato de contrapropaganda de los
cárteles de la droga.
Se usan no
sólo para que los narcotraficantes se manden mensajes y amenazas. Representan
también un diálogo informal con el gobierno, ya para tender puentes, ya
advertir contra algún servidor público por proteger a un enemigo.
El Equipo, la coproducción de la secretaría de la
Seguridad Pública y Televisa, es una respuesta a la ventaja que le lleva la
delincuencia organizada al gobierno de Calderón.
No es
gratuito que sea una acción conjunta de García Luna y Televisa. Se trata del
principal simulador del gobierno de Felipe Calderón y del principal aparato
propagandístico del país.
La
comunión de recursos del gobierno federal y del imperio propagandístico
configura la típica acción de la psychological warfare o guerra psicológica desarrollada por los Estados Unidos
desde la Primera Guerra Mundial para mantener la confianza entre sus tropas e
intimidar a sus enemigos.
El
propósito es mostrar la superioridad, el engrandecimiento sobre el enemigo, con
el fin último de generar opiniones, actitudes y emociones de apoyo. Para ello,
se echa mano de información falsa, la mentira, la simulación, el disimulo.
Hay que
desacreditar y disminuir al enemigo, restarle apoyo. Presentarlo como el
responsable de la desgracia, el único que comete injusticias. Crear ficción.
Es lo que
ha hecho de manera abrumadora el aparato propagandístico estadunidense por más
de 60 años. Las producciones cinematográficas y televisivas se han dedicado a
justificar las acciones bélicas de ese país, a engrandecer el espíritu de sus
combatientes y generar apoyo de sus ciudadanos y de otros en el mundo.
Lo de la
SSP-Televisa es propaganda pura. Como sucedió con el Acuerdo Informativo para
la Cobertura de la Violencia, que era parte de ese afán por dominar los
mensajes, El Equipo está destinado al fracaso.
La gran
paradoja es que su principal saboteador es el propio Calderón debido a su
reiterada negación a lo que él mismo propagó como guerra durante la primera
mitad de su gobierno. Pero en los hechos sigue asumiéndose como un combatiente.
Es un comportamiento esquizofrénico.
La semana
pasada fue a decir a Nueva York que él nunca enarboló la bandera de la guerra
contra el narcotráfico. Algo que, por supuesto, nadie le cree. Pero apenas se
bajó del avión quiso emular a uno de los protagonistas de la Segunda Guerra
Mundial, el primer ministro inglés Winston Churchill.
Calderón
dijo que su estrategia contra el narco era“combatir por mar, tierra y aire con
toda nuestra fuerza que Dios pueda darnos”. Televisa, incluida, desde luego.
Enfermizas,
tales contradicciones lo único que garantizan es el fracaso. Pero la ruina no
es para él, que se va en año y medio. La endosó, y por años, a quienes quiere
convencer que cuanto pasa en El Equipo no es
pura coincidencia.
Un mundo más inseguro
Olga Pellicer
Olga Pellicer
Refiriéndose a la captura y ejecución
de Bin Laden, Barack Obama declaró con entusiasmo: “El mundo es ahora más
seguro”; desgraciadamente, tales palabras no son convincentes. Hay al menos
tres motivos para argumentar que el mundo enfrenta ahora más inseguridad.
Primero, la posibilidad de actos terroristas planeados como represalia por la
muerte del iniciador de Al Qaeda; segundo, la abierta tensión que se ha creado
en la relación entre Estados Unidos y Paquistán; tercero, el nacionalismo
exaltado que ha resurgido en Estados Unidos, mismo que recuerda más los años de
Bush que los compromisos con la paz de la primera etapa del gobierno de Obama.
La muerte de Bin Laden no significa
necesariamente la desaparición de Al Qaeda, un movimiento que encontró eco en
numerosos grupos islámicos organizados en células que se han distribuido a
través del mundo. El fanatismo religioso que los inspira no es fácil de
eliminar. De hecho, esos grupos se han mantenido activos y multiplicándose a
pesar de que, desde el 11/09, Bin Laden se encontraba escondido. Es difícil
prever si ocurrirán actos de represalia y cuándo se producirían; el peligro
está latente y nada invita a bajar la guardia.
Una de las primeras reacciones al
conocerse la muerte de Bin Laden fue imaginar que ésta ofrecía la justificación
para acelerar la salida de tropas extranjeras de Afganistán. La búsqueda del
terrorista más peligroso del mundo era uno de los argumentos para que dichas
tropas estuvieran allí, a pesar de lo impopular de esa guerra, tanto en las
filas del Partido Demócrata de Estados Unidos como en amplios sectores de la
opinión pública europea.
Sin embargo, es difícil separar lo que
ocurra en Afganistán de la situación en Paquistán, país vecino con el que se
comparten grupos étnicos, religión, familia y organizaciones políticas. Ahora
bien, la tensión y la desconfianza entre Estados Unidos y Paquistán es una de
las consecuencias más inquietantes de la captura y ejecución de Bin Laden.
No puede haber dudas sobre la
complicidad de las autoridades paquistaníes que permitieron la construcción de
un refugio, de proporciones y comodidades visibles, a unos cuantos kilómetros
de la capital y rodeado de casas habitadas por la alta cúpula militar del país.
Tampoco puede haber dudas sobre las enormes dificultades que enfrentan los
dirigentes estadunidenses para confrontarse abiertamente con Paquistán.
Son muchas las razones que obligan a la
cautela en la política de Estados Unidos hacia Paquistán. Entre ellas se encuentran
la extrema sensibilidad de sus habitantes hacia las políticas de Estados
Unidos, su papel clave en la geopolítica de Asia y, sobre todo, que posee
armamento nuclear. No se puede olvidar que a pesar de la pobreza y atraso de
gran parte de su territorio, los dirigentes paquistaníes tienen un poder de
disuasión en dicho armamento. Pasará algún tiempo antes de que se redefina la
relación entre los dos países; en todo caso, ésta siempre expresará un frágil
compromiso entre la desconfianza y la necesidad de simular amistad.
El impacto mayor de la captura de Bin
Laden ha ocurrido al interior de Estados Unidos al elevar considerablemente la
popularidad del presidente Obama en momentos en que inicia la campaña para su
reelección el próximo año. De acuerdo con las encuestas, existe ahora una
imagen muy positiva de su capacidad para combatir el terrorismo y defender la
seguridad nacional de Estados Unidos. Persisten las dudas sobre su habilidad
para manejar la economía, pero lo cierto es que el dirigente demócrata ha
recuperado un gran apoyo entre la ciudadanía que no era previsible hace unas
cuantas semanas.
Es pronto para opinar si el presidente
ya tiene la reelección asegurada. La pregunta clave es hasta donde seguirá
operando a su favor el golpe contra Bin Laden. La respuesta conduce hacia un
Obama más guerrero y menos preocupado con la legalidad internacional de lo que
se había proyectado en la época en que se le otorgó el Premio Nobel de la Paz.
Al hacer de la captura de Bin Laden un
asunto de orgullo nacional, fundamental para la recuperación de la confianza
ciudadana en la capacidad del gobierno para combatir el terrorismo, Obama ha
revivido los momentos que siguieron al 11/09. Es una manera de cohesionar a la
sociedad a su favor, pero también es un momento de reafirmar la convicción de
que no hay cortapisas al derecho del gran poder estadunidense para combatir a
los enemigos.
Al exaltar la exitosa acción de la CIA,
Obama ha cuidado dejar fuera aspectos que puedan sembrar dudas. Por ejemplo, el
escaso respeto por principios jurídicos internacionales al haber desconocido
las normas del derecho penal internacional que exigían un juicio y una condena
pública, así se tratara del terrorista más peligroso del mundo. Así mismo, ha
ignorado las sospechas sobre el uso de la tortura para obtener la información
que permitió, finalmente, conocer las coordenadas de donde se encontraba Bin
Laden.
El enemigo está muerto, los
estadunidenses lo festejan y celebran al líder que lo hizo posible reviviendo,
al mismo tiempo, el estilo y los ánimos del poder imperial. Una situación
comprensible que cambia, sin embargo, la imagen de quien construyó su
popularidad prometiendo el cierre de Guantánamo, condenando la tortura y
asegurando que se pondría fin a un capítulo de arrogancia frente a las
instituciones jurídicas internacionales.
Por todos los motivos anteriores, es
difícil creer que “el mundo es ahora más seguro”. Las situaciones de riesgo en
el ámbito internacional y los nuevos matices en el discurso de quien
posiblemente será reelegido presidente de Estados Unidos en 2012 hablan de un
futuro en el que la paz es más incierta y los peligros son más evidentes. l
Ante
emergencia nacional, movilización ciudadana
Manuel Camacho Solís
A partir del 8 de mayo se ha articulado un nuevo movimiento ciudadano. El discurso de Javier Sicilia en el Zócalo fue el gran catalizador de la inconformidad de muchos con la violencia e impunidad; arrancó un nuevo movimiento y le metió fuerte presión a los aparatos políticos. Presión que podría descongestionar arterias del sistema o, de no ser escuchada y atendida, empujarlo al precipicio.
Su discurso —esencialmente moral— se convirtió en un formidable discurso político. Logró lo que los griegos (Aristóteles) más admiraban. Que las palabras fueran pronunciadas por alguien que tuviera autoridad moral. Que el mensaje tuviera contenido. Que se dijera con elocuencia. Que fuera oportuno, acorde a la gravedad del momento. A Sicilia se le creyó, dijo lo que tenía que decir, lo hizo con pasión y mesura y lo dijo en el momento oportuno; actuó al límite.
Prendió una luz al final del túnel y encendió una antorcha para iluminar el camino de los que han marchado. Generó una esperanza y se convirtió en amenaza. Él, con quienes lo acompañan, ha definido una agenda. Ha abierto un camino diferente. La ruta de un pacto a partir del cual legitimar instituciones públicas, fortalecer al Estado frente a la ilegalidad y sujetar la acción pública a un mayor control social que permita frenar la impunidad y la corrupción.
Sus exigencias están acotadas, pero son radicales. Pone el dedo en la llaga. Exige dar nombre a las víctimas, iniciar procesos judiciales, poner sus nombres en las plazas. Es algo que parecería casi imposible, cuando son tantos los muertos y la violencia escapó al control de la ley, pero cuya respuesta favorable inclinaría al Estado en una nueva dirección: apegar la acción del gobierno a los postulados de un Estado de derecho.
Esclarecer los crímenes y acabar con la impunidad parecen hoy tareas titánicas, o incluso, dirán algunos, utópicas. Sí, pero sin esa determinación política, ¿cómo podría empezarse a rehacer el tejido y la cohesión social?
Los otros temas están al alcance de un gobierno que tenga arrojo, determinación y sensibilidad social. Un gran programa para responder a los jóvenes, ¿qué lo impediría? Fortalecer la democracia representativa y participativa, ¿qué nos detiene? Un compromiso social de mayor calado, ¿cómo, sin él? Una ley de seguridad nacional plenamente consensada, ¿no daría incluso mayor protección al Ejército? Una reforma a fondo de los partidos, la sujeción de políticos a un régimen de rendición de cuentas, ¿cómo sostener lo contrario? Sus demandas pudieran parecer imposibles. No lo son. No lo es, por lo menos, reconocer que estamos en emergencia nacional, comprometerse a fondo y dar primeros pasos.
La movilización tuvo el mérito de no terminar en una confrontación que habría aislado al movimiento. Tiene bandera: recuperar la paz con justicia y dignidad. Ha fijado un trayecto: acuerpar al movimiento ciudadano para llegar el 10 de junio a Ciudad Juárez y después crear los mecanismos de verificación que permitan mantener tensa la cuerda y fortalecer al movimiento.
El gobierno, los partidos, los Poderes y la clase política estamos emplazados. Qué bueno que el emplazamiento tenga una salida. Si a pesar del faccionalismo y la miopía reinantes logra surgir un poco de visión, responsabilidad y sentido común, habría que aprovechar el impulso del movimiento para fortalecer la institucionalidad, antes de que la emergencia se profundice.
Emergencia ya hay. Las elecciones la acentuarán. Lo único sensato es hacer las correcciones antes de que una crisis en la elección nos lleve a un despeñadero. Sicilia, en su dolor, con su rebosante honestidad y sensibilidad, nos puso —a todos— una escalera para salir del hoyo. Espero que no seamos tan torpes como para patearla.
A partir del 8 de mayo se ha articulado un nuevo movimiento ciudadano. El discurso de Javier Sicilia en el Zócalo fue el gran catalizador de la inconformidad de muchos con la violencia e impunidad; arrancó un nuevo movimiento y le metió fuerte presión a los aparatos políticos. Presión que podría descongestionar arterias del sistema o, de no ser escuchada y atendida, empujarlo al precipicio.
Su discurso —esencialmente moral— se convirtió en un formidable discurso político. Logró lo que los griegos (Aristóteles) más admiraban. Que las palabras fueran pronunciadas por alguien que tuviera autoridad moral. Que el mensaje tuviera contenido. Que se dijera con elocuencia. Que fuera oportuno, acorde a la gravedad del momento. A Sicilia se le creyó, dijo lo que tenía que decir, lo hizo con pasión y mesura y lo dijo en el momento oportuno; actuó al límite.
Prendió una luz al final del túnel y encendió una antorcha para iluminar el camino de los que han marchado. Generó una esperanza y se convirtió en amenaza. Él, con quienes lo acompañan, ha definido una agenda. Ha abierto un camino diferente. La ruta de un pacto a partir del cual legitimar instituciones públicas, fortalecer al Estado frente a la ilegalidad y sujetar la acción pública a un mayor control social que permita frenar la impunidad y la corrupción.
Sus exigencias están acotadas, pero son radicales. Pone el dedo en la llaga. Exige dar nombre a las víctimas, iniciar procesos judiciales, poner sus nombres en las plazas. Es algo que parecería casi imposible, cuando son tantos los muertos y la violencia escapó al control de la ley, pero cuya respuesta favorable inclinaría al Estado en una nueva dirección: apegar la acción del gobierno a los postulados de un Estado de derecho.
Esclarecer los crímenes y acabar con la impunidad parecen hoy tareas titánicas, o incluso, dirán algunos, utópicas. Sí, pero sin esa determinación política, ¿cómo podría empezarse a rehacer el tejido y la cohesión social?
Los otros temas están al alcance de un gobierno que tenga arrojo, determinación y sensibilidad social. Un gran programa para responder a los jóvenes, ¿qué lo impediría? Fortalecer la democracia representativa y participativa, ¿qué nos detiene? Un compromiso social de mayor calado, ¿cómo, sin él? Una ley de seguridad nacional plenamente consensada, ¿no daría incluso mayor protección al Ejército? Una reforma a fondo de los partidos, la sujeción de políticos a un régimen de rendición de cuentas, ¿cómo sostener lo contrario? Sus demandas pudieran parecer imposibles. No lo son. No lo es, por lo menos, reconocer que estamos en emergencia nacional, comprometerse a fondo y dar primeros pasos.
La movilización tuvo el mérito de no terminar en una confrontación que habría aislado al movimiento. Tiene bandera: recuperar la paz con justicia y dignidad. Ha fijado un trayecto: acuerpar al movimiento ciudadano para llegar el 10 de junio a Ciudad Juárez y después crear los mecanismos de verificación que permitan mantener tensa la cuerda y fortalecer al movimiento.
El gobierno, los partidos, los Poderes y la clase política estamos emplazados. Qué bueno que el emplazamiento tenga una salida. Si a pesar del faccionalismo y la miopía reinantes logra surgir un poco de visión, responsabilidad y sentido común, habría que aprovechar el impulso del movimiento para fortalecer la institucionalidad, antes de que la emergencia se profundice.
Emergencia ya hay. Las elecciones la acentuarán. Lo único sensato es hacer las correcciones antes de que una crisis en la elección nos lleve a un despeñadero. Sicilia, en su dolor, con su rebosante honestidad y sensibilidad, nos puso —a todos— una escalera para salir del hoyo. Espero que no seamos tan torpes como para patearla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario