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Masacres subrogadas
Pedro Miguel
Ariel Sharon ya no lo recuerda
porque sus neuronas están en camino a la disolución total y, como dijo
recientemente Stephen Hawking, el cerebro es una computadora que deja de
funcionar cuando sus componentes fallan. La de Sharon dejó de funcionar
abruptamente el 4 de enero de 2006, cuando sufrió una hemorragia masiva. Desde
entonces, el cuerpo del criminal de guerra permanece tirado en una cama en su
residencia situada en el desierto del Neguev, a la espera del fallo
generalizado y definitivo. Hawking se enfadaría si oyera hablar de justicia
divina, pero el hecho es que esa materia gris que urdió tantas masacres terminó
ahogada, a su vez, en una ola de sangre.
Pero el 14 de septiembre de
1982, cuando el presidente electo Bashir Gemayel fue asesinado en Beirut,
Sharon estaba despierto y en pleno uso de sus facultades mentales, y comandaba,
en su condición de ministro israelí de Defensa, la invasión de las tropas de su
país a Líbano. De inmediato, y pasando por alto un compromiso de Tel Aviv con
Washington, ordenó el despliegue de dos divisiones para controlar el oeste
beirutí, y 24 horas después, los campos de refugiados palestinos en la zona
habían sido totalmente rodeados por las fuerzas invasoras, las cuales cerraron
con tanques todas las entradas y salidas e instalaron puestos de observación en
los edificios aledaños.
Hacia el mediodía del
miércoles 15, Sharon y el jefe de Estado Mayor israelí, Rafael Eitan, tuvieron
un encuentro con los líderes de las milicias falangistas (cristianas) bajo el
mando de Elie Hobeika, y los incitaron a entrar al campamento de Sabra y
Chatila con la supuesta misión de localizar y capturar a combatientes de la
Organización para la Liberación de Palestina (OLP) para entregarlos a las
fuerzas israelíes. Los atacantes llegaron a Sabra y Chatila por centenares, a
bordo de vehículos israelíes, provistos con fusiles de asalto, hachas y
cuchillos, además de bolsas para cadáveres que les fueron entregadas por los
invasores, y entraron al campo a eso de las seis de la tarde. Durante toda esa
noche, los soldados de Israel iluminaron con bengalas el área, y el campo
estuvo tan brillante como un estadio durante un partido de futbol.
Los integrantes de las
milicias falangistas permanecieron en Sabra y Chatila hasta la mañana del
sábado 18. Uno de los primeros periodistas que ingresaron al campo ese día,
tras la salida de los atacantes, fue el casi legendario Robert Fisk. Y escribió
este testimonio:
“Había mujeres tiradas en las
casas, con las faldas alzadas hasta la cintura y las piernas abiertas, niños
con la garganta cortada, filas de jóvenes con disparos en la espalda, alineados
ante paredones. Había bebés –ennegrecidos, porque habían sido masacrados más de
24 horas antes y sus pequeños cuerpos estaban ya en estado de descomposición–
arrojados entre montones de basura, junto a latas de raciones del ejército de
Estados Unidos, equipo del ejército israelí y botellas vacías de whisky.
“Por una callejuela a nuestra
derecha, a no más de 50 metros de la entrada, había una pila de cadáveres. Más
de una docena, jóvenes cuyos brazos y piernas se habían enlazado en la agonía.
Todos habían recibido disparos a quemarropa en la mejilla, y el proyectil había
arrancado una línea de carne hasta la oreja antes de entrar al cerebro. Algunos
tenían heridas rojas o negras en el lado izquierdo de la garganta. Uno de ellos
había sido castrado, su pantalón estaba desgarrado y un enjambre de moscas
revoloteaba sobre sus intestinos expuestos. Estos muchachos tenían los ojos
abiertos. El más joven tendría sólo 12 o 13 años. Vestían pantalones vaqueros y
camisas de colores, la tela absurdamente apretada sobre la carne, ahora que los
cuerpos comenzaban a hincharse por el calor. No habían sido despojados de sus
pertenencias. Alrededor de una muñeca ennegrecida, un reloj suizo daba la hora
correcta, con la segunda manecilla aún girando, aún desperdiciando las últimas
energías de su dueño muerto.
“En el otro lado de la calle
principal, por un sendero entre los escombros, vimos los cuerpos de cinco
mujeres y de varios niños. Las primeras eran de mediana edad y sus cadáveres
yacían en un montón de escombros. Una yacía de cara al cielo, con el vestido
desgarrado y la cabeza de una niña asomándose sobre su hombro. La niña tenía el
pelo corto, negro y rizado, y sus ojos nos miraban sin tristeza. Estaba muerta.
“Una de las mujeres estrechaba
a un bebé. El proyectil que le atravesó el pecho había matado también al
pequeño. Alguien le rajó el estómago, cortando hacia un lado y luego hacia
arriba, acaso con el propósito de matar a su hijo no nacido. Los ojos de la
mujer estaban muy abiertos, y su cara oscura, congelada en el horror.
“Otra niña yacía en la calle
como una muñeca desechada, con el vestido blanco manchado de barro y polvo. No
habría tenido más de tres años de edad. La parte posterior del cráneo le había
sido arrancada por una bala.
¿Y dónde estaban los asesinos?
O, para usar el vocabulario israelí, ¿dónde estaban los terroristas?
Las cifras oscilan entre 350 y
tres mil 500 muertos. Estados Unidos, Europa y, por supuesto, el gobierno
israelí, hicieron todo lo necesario para encubrir a Sharon. En enero de 2002,
Hobeika amenazó con revelar, ante un tribunal de Bruselas, el papel de Sharon
en la masacre. Unos días más tarde, el genocida libanés murió en un atentado
con bomba en el suburbio beirutí de Hazmiyeh. El gobierno belga, por su parte,
modificó su legislación penal para evitar que el chacal de Sabra y Chatila
fuese juzgado por crímenes de guerra. Su carrera política se recuperó del
tropiezo, llegó a la primera magistratura de Israel y 24 años después de aquel
genocidio, un chorro de sangre le inundó el cráneo y le nubló la conciencia
para siempre. Lo que queda de Ariel Sharon avanza hacia la desintegración
total, en la cama de una lujosa residencia en el Neguev.
Las (ya disueltas) milicias
falangistas en Líbano hicieron el trabajo sucio a los invasores israelíes,
quienes no querían aparecer ante el mundo como abiertamente genocidas. Trabajo
subrogado, le llaman.
Durante mucho tiempo, pareció
inconcebible que grados de barbarie semejantes pudiesen ocurrir en México, pero
ya no.
De este lado del mundo, el
gobierno de Estados Unidos se empeña en impedir el paso hacia su territorio a
millones de latinoamericanos que acuden en busca de trabajo. Jamás ha
pretendido cerrar del todo el flujo migratorio de indocumentados, porque éstos
son indispensables para su economía, a la que aportan mano de obra barata. La
idea consiste, simplemente, en regular el flujo a conveniencia.
Qué mal se vería –cosas de
imagen internacional– que las autoridades de Washington instalaran nidos de
ametralladora a lo largo de su frontera con México y que se disparara desde
ellos contra todo aquel que intentase cruzar la línea divisoria.
Pero aquí están los Zetas
y el cártel del Golfo, asistidos a veces (¿sólo a veces?) por agentes
del Instituto Nacional de Migración, para hacer el trabajo sucio. En agosto de
2010, 72 migrantes procedentes de El Salvador, Honduras, Ecuador y Brasil,
fueron acribillados por criminales en San Fernando, Tamaulipas. La masacre
hacía obligatoria una investigación a fondo, el desmantelamiento de las redes
criminales que la perpetraron y la intensificación de la vigilancia
gubernamental en la zona. Pero no: meses más tarde, otro numeroso grupo de
migrantes (casi 200), esta vez compuesto por mexicanos, fue exterminado en esa
misma localidad por los mismos delincuentes, o bien por otros.
Menos chamba para la Migra.
Entre los policías estadunidenses y el flujo migratorio se ha establecido un
filtro previo sumamente eficaz, y el gobierno de Washington ni siquiera tiene
que ensuciarse las manos asesorando o apertrechando a los criminales.
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