Nuevo pacto o fractura nacional
Javier Sicilia
Javier Sicilia
En su discurso en el Zócalo de la Ciudad de México,
al culminar la Marcha por la Paz con Justicia y Dignidad, que se inició el
jueves 5 en Cuernavaca, el poeta Javier Sicilia plantea un desafío: o el país
todo –sus ciudadanos, sus estructuras políticas, gubernamentales y sociales– se
compromete en un nuevo pacto social –paz, justicia y dignidad como premisas– o
se hundirá en una fractura de consecuencias impredecibles. Advierte también que
el movimiento que él impulsa tiene entre sus objetivos colocar a la clase
política y a los poderes ante una disyuntiva: o hay cambios radicales en México
o “no aceptaremos más una elección” o, en todo caso, “las elecciones del 2012
serán las de la ignominia”. Transcribimos aquí el discurso completo del poeta,
colaborador de Proceso.
Tal vez la era se convierta por completo en un
tiempo de penuria. Pero tal vez no, todavía no, aún no, aun a pesar de la
inconmensurable necesidad, a pesar de todos los sufrimientos, a pesar de un
dolor sin nombre, a pesar de la ausencia de paz en creciente progreso, a pesar
de la creciente confusión.
Heidegger
(Nuestro) peso es (nuestro) amor; a donde quiera
que se (nos) lleve, es él quien nos lleva. (Ese) don que proviene de (nosotros)
nos inflama y nos eleva: (nosotros) ardemos y vamos.
San Agustín
Hemos llegado a pie, como lo hicieron los antiguos
mexicanos, hasta este sitio en donde ellos por vez primera contemplaron el
lago, el águila, la serpiente, el nopal y la piedra, ese emblema que fundó a la
nación y que ha acompañado a los pueblos de México a lo largo de los siglos.
Hemos llegado hasta esta esquina donde alguna vez habitó Tenochtitlan –a esta
esquina donde el Estado y la Iglesia se asientan sobre los basamentos de un
pasado rico en enseñanzas y donde los caminos se encuentran y se bifurcan–;
hemos llegado aquí para volver a hacer visibles las raíces de nuestra nación,
para que su desnudez, que acompañan la desnudez de la palabra, que es el
silencio, y la dolorosa desnudez de nuestros muertos, nos ayuden a alumbrar el
camino.
Si hemos caminado y hemos llegado así, en silencio,
es porque nuestro dolor es tan grande y tan profundo, y el horror del que
proviene tan inmenso, que ya no tienen palabras con qué decirse. Es también
porque a través de ese silencio nos decimos, y les decimos a quienes tienen la
responsabilidad de la seguridad de este país, que no queremos un muerto más a
causa de esta confusión creciente que sólo busca asfixiarnos, como asfixiaron
el aliento y la vida de mi hijo Juan Francisco, de Luis Antonio, de Julio
César, de Gabo, de María del Socorro, del comandante Jaime y de tantos miles de
hombres, mujeres, niños y ancianos asesinados con un desprecio y una vileza que
pertenecen a mundos que no son ni serán nunca los nuestros; estamos aquí para
decirnos y decirles que este dolor del alma en los cuerpos no lo convertiremos
en odio ni en más violencia, sino en una palanca que nos ayude a restaurar el
amor, la paz, la justicia, la dignidad y la balbuciente democracia que estamos
perdiendo; para decirnos y decirles que aún creemos que es posible que la
nación vuelva a renacer y a salir de sus ruinas, para mostrarles a los señores
de la muerte que estamos de pie y que no cejaremos de defender la vida de todos
los hijos y las hijas de este país, que aún creemos que es posible rescatar y
reconstruir el tejido social de nuestros pueblos, barrios y ciudades.
Si no hacemos esto solamente podremos heredar a
nuestros muchachos, a nuestras muchachas y a nuestros niños una casa llena de
desamparo, de temor, de indolencia, de cinismo, de brutalidad y engaño, donde
reinan los señores de la muerte, de la ambición, del poder desmedido y de la
complacencia y la complicidad con el crimen.
Todos los días escuchamos historias terribles que
nos hieren y nos hacen preguntarnos: ¿Cuándo y en dónde perdimos nuestra
dignidad? Los claroscuros se entremezclan a lo largo del tiempo para
advertirnos que esta casa donde habita el horror no es la de nuestros padres,
pero sí lo es; no es el México de nuestros maestros, pero sí lo es; no es el de
aquellos que ofrecieron lo mejor de sus vidas para construir un país más justo
y democrático, pero sí lo es; esta casa donde habita el horror no es el México
de Salvador Nava, de Heberto Castillo, de Manuel Clouthier, de los hombres y
mujeres de las montañas del sur –de esos pueblos mayas que engarzan su palabra
a la nación– y de tantos otros que nos han recordado la dignidad, pero sí lo
es; no es el de los hombres y mujeres que cada amanecer se levantan para ir a
trabajar y con honestidad sostenerse y sostener a sus familias, pero sí lo es;
no es el de los poetas, de los músicos, de los pintores, de los bailarines, de
todos los artistas que nos revelan el corazón del ser humano y nos conmueven y
nos unen, pero sí lo es. Nuestro México, nuestra casa, está rodeada de
grandezas, pero también de grietas y de abismos que al expandirse por descuido,
complacencia y complicidad nos han conducido a esta espantosa desolación.
Son esas grietas, esas heridas abiertas, y no las
grandezas de nuestra casa, las que también nos han obligado a caminar hasta
aquí, entrelazando nuestro silencio con nuestros dolores, para decirles
directamente a la cara que tienen que aprender a mirar y a escuchar, que deben
nombrar a todos nuestros muertos –a esos que la maldad del crimen ha asesinado
de tres maneras: privándolos de la vida, criminalizándolos y enterrándolos en
las fosas comunes de un silencio ominoso que no es el nuestro–; para decirles
que con nuestra presencia estamos nombrando esta infame realidad que ustedes,
la clase política, los llamados poderes fácticos y sus siniestros monopolios,
las jerarquías de los poderes económicos y religiosos, los gobiernos y las
fuerzas policiacas han negado y quieren continuar negando. Una realidad que los
criminales, en su demencia, buscan imponernos aliados con las omisiones de los
que detentan alguna forma de poder.
Queremos afirmar aquí que no aceptaremos más una
elección si antes los partidos políticos no limpian sus filas de esos que,
enmascarados en la legalidad, están coludidos con el crimen y tienen al Estado
maniatado y cooptado al usar los instrumentos de éste para erosionar las mismas
esperanzas de cambio de los ciudadanos. O ¿dónde estaban los partidos, los
alcaldes, los gobernadores, las autoridades federales, el ejército, la armada,
las Iglesias, los congresos, los empresarios; dónde estábamos todos cuando los
caminos y carreteras que llevan a Tamaulipas se convirtieron en trampas
mortales para hombres y mujeres indefensos, para nuestros hermanos migrantes de
Centroamérica? ¿Por qué nuestras autoridades y los partidos han aceptado que en
Morelos y en muchos estados de la República gobernadores señalados públicamente
como cómplices del crimen organizado permanezcan impunes y continúen en las
filas de los partidos y a veces en puestos de gobierno? ¿Por qué se permitió
que diputados del Congreso de la Unión se organizaran para ocultar a un prófugo
de la justicia, acusado de tener vínculos con el crimen organizado y lo
introdujeron al recinto que debería ser el más honorable de la patria porque en
él reside la representación plural del pueblo y terminaran dándole fuero y
después aceptando su realidad criminal en dos vergonzosos sainetes? ¿Por qué se
permitió al presidente de la República y por qué decidió éste lanzar al
ejército a las calles en una guerra absurda que nos ha costado 40 mil víctimas y
millones de mexicanos abandonados al miedo y a la incertidumbre? ¿Por qué se
trató de hacer pasar, a espaldas de la ciudadanía, una ley de seguridad que
exige hoy, más que nunca una amplia reflexión, discusión y consenso ciudadano?
La Ley de Seguridad Nacional no puede reducirse a un asunto militar. Asumida
así es y será siempre un absurdo. La ciudadanía no tiene por qué seguir pagando
el costo de la inercia e inoperancia del Congreso y sus tiempos convertido en
chantaje administrativo y banal cálculo político. ¿Por qué los partidos
enajenan su visión, impiden la reforma política y bloquean los instrumentos
legales que permitan a la ciudadanía una representación digna y eficiente que
controle todo tipo de abusos? ¿Por qué en ella no se ha incluido la revocación
del mandato ni el plebiscito?
Estos casos –hay cientos de la misma o de mayor
gravedad– ponen en evidencia que los partidos políticos, el PAN, el PRI, el
PRD, el PT, Convergencia, Nueva Alianza, el Panal, el Verde, se han convertido
en una partidocracia de cuyas filas emanan los dirigentes de la nación. En
todos ellos hay vínculos con el crimen y sus mafias a lo largo y ancho de la
nación. Sin una limpieza honorable de sus filas y un compromiso total con la
ética política, los ciudadanos tendremos que preguntarnos en las próximas
elecciones ¿por qué cártel y por qué poder fáctico tendremos que votar? ¿No se
dan cuenta de que con ello están horadando y humillando lo más sagrado de
nuestras instituciones republicanas, que están destruyendo la voluntad popular
que mal que bien los llevó a donde hoy se encuentran?
Los partidos políticos debilitan nuestras
instituciones republicanas, las vuelven vulnerables ante el crimen organizado y
sumisas ante los grandes monopolios; hacen de la impunidad un modus vivendi y
convierten a la ciudadanía en rehén de la violencia imperante.
Ante el avance del hampa vinculada con el
narcotráfico, el Poder Ejecutivo asume, junto con la mayoría de la mal llamada
clase política, que hay sólo dos formas de enfrentar esa amenaza: administrándola
ilegalmente como solía hacerse y se hace en muchos lugares o haciéndole la
guerra con el ejército en las calles como sucede hoy. Se ignora que la droga es
un fenómeno histórico que, descontextualizado del mundo religioso al que
servía, y sometido ahora al mercado y sus consumos, debió y debe ser tratado
como un problema de sociología urbana y de salud pública, y no como un asunto
criminal que debe enfrentarse con la violencia. Con ello se suma más
sufrimiento a una sociedad donde se exalta el éxito, el dinero y el poder como
premisas absolutas que deben conquistarse por cualquier medio y a cualquier
precio.
Este clima ha sido tierra fértil para el crimen que
se ha convertido en cobros de piso, secuestros, robos, tráfico de personas y en
complejas empresas para delinquir y apropiarse del absurdo modelo económico de
tener siempre más a costa de todos.
A esto, ya de por sí terrible, se agrega la
política norteamericana. Su mercado millonario del consumo de la droga, sus
bancos y empresas que lavan dinero, con la complicidad de los nuestros, y su
industria armamentista –más letal, por contundente y expansiva, que las
drogas–, cuyas armas llegan a nuestras tierras, no sólo fortalecen el
crecimiento de los grupos criminales, sino que también los proveen de una
capacidad inmensa de muerte. Los Estados Unidos han diseñado una política de
seguridad cuya lógica responde fundamentalmente a sus intereses globales donde
México ha quedado atrapado.
¿Como reestructurar esta realidad que nos ha puesto
en un estado de emergencia nacional? Es un desafío más que complejo. Pero
México no puede seguir simplificándolo y menos permitir que esto ahonde más sus
divisiones internas y nos fracture hasta hacer casi inaudibles el latido de
nuestros corazones que es el latido de la nación. Por eso les decimos que es
urgente que los ciudadanos, los gobiernos de los tres órdenes, los partidos
políticos, los campesinos, los obreros, los indios, los académicos, los
intelectuales, los artistas, las Iglesias, los empresarios, las organizaciones
civiles, hagamos un pacto, es decir, un compromiso fundamental de paz con
justicia y dignidad, que le permita a la nación rehacer su suelo, un pacto en
el que reconozcamos y asumamos nuestras diversas responsabilidades, un pacto
que le permita a nuestros muchachos, a nuestras muchachas y a nuestros niños
recuperar su presente y su futuro, para que dejen de ser las víctimas de esta
guerra o el ejército de reserva de la delincuencia.
Por ello, es necesario que todos los gobernantes y
las fuerzas políticas de este país se den cuenta que están perdiendo la
representación de la nación que emana del pueblo, es decir, de los ciudadanos
como los que hoy estamos reunidos en el zócalo de la Ciudad de México y en
otras ciudades del país.
Si no lo hacen, y se empeñan en su ceguera, no sólo
las instituciones quedarán vacías de sentido y de dignidad, sino que las
elecciones de 2012 serán las de la ignominia, una ignominia que hará más
profundas las fosas en donde, como en Tamaulipas y Durango, están enterrando la
vida del país.
Estamos, pues, ante una encrucijada sin salidas
fáciles, porque el suelo en el que una nación florece y el tejido en el que su
alma se expresa están deshechos. Por ello, el pacto al que convocamos después
de recoger muchas propuestas de la sociedad civil, y que en unos momentos leerá
Olga Reyes, que ha sufrido el asesinato de 6 familiares, es un pacto que
contiene seis puntos fundamentales que permitirán a la sociedad civil hacer un
seguimiento puntual de su cumplimiento y, en el caso de traicionarse, penalizar
a quienes sean responsables de esas traiciones; un pacto que se firmará en el
Centro de Ciudad Juárez –el rostro más visible de la destrucción nacional– de
cara a los nombres de nuestros muertos y lleno de un profundo sentido de lo que
una paz digna significa.
Antes de darlo a conocer, hagamos un silencio más
de 5 minutos en memoria de nuestros muertos, de la sociedad cercada por la
delincuencia y un Estado omiso, y como una señal de la unidad y de la dignidad
de nuestros corazones que llama a todos a refundar la Nación. Hagámoslo así
porque el silencio es el lugar en donde se recoge y brota la palabra verdadera,
es la hondura profunda del sentido, es lo que nos hermana en medio de nuestros
dolores, es esa tierra interior y común que nadie tiene en propiedad y de la
que, si sabemos escuchar, puede nacer la palabra que nos permita decir otra vez
con dignidad y una paz justa el nombre de nuestra casa: México. l
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