...y cadáveres en búsqueda de identidad
Marcela Turati
Marcela Turati
Los anfiteatros del país se están
llenando hasta el tope de desconocidos. Víctimas de la guerra contra el
narcotráfico, levantados, exhumados de las narcofosas... es mínimo el número de
los que han sido identificados y entregados a sus familias. Su destino es la
fosa común y el olvido... Expertos de la ONU visitaron México en marzo y en su
informe evidenciaron las fallas institucionales en el tema de la identificación
de desaparecidos: no hay políticas ni planes para buscar personas ni
coordinación entre procuradurías ni legislación para atender el problema ni
protocolos para la exhumación ni cifras reales.
La segunda cámara de refrigeración del
Servicio Médico Forense del Distrito Federal está cerrada con candado. De día
sólo accede a ella personal de la Procuraduría General de la República (PGR).
En los seis pisos de literas de acero yacen, metidos en bolsas blancas, 116
cuerpos hallados en las fosas de San Fernando, Tamaulipas, y que no han sido
identificados.
La bóveda vecina lleva un ritmo normal:
recibe un promedio de 14 cadáveres diarios (la mayoría de capitalinos muertos en
accidentes) que el mismo día son reclamados por sus familiares. Cada quincena
los no reclamados son condenados a la fosa común o donados a escuelas de
medicina. Sólo el año pasado 450 cuerpos corrieron esa suerte.
La tercera cámara del edificio está
vacía: sus anchas charolas podrían recibir los 201 cuerpos extraídos
recientemente de Durango.
Aunque la morgue del Distrito Federal
fue diseñada para albergar hasta 400 cuerpos (“para casos de desastres
naturales o accidentes masivos, un metrazo, un avionazo”, explica el
funcionario que guía el recorrido), ahora se usa para responder al desastre
humanitario originado por la violencia extrema que ha condenado al entierro a
cientos o miles de personas en las llamadas narcofosas, como las de Durango y
Tamaulipas.
Desde Semana Santa la ocupación de esta
morgue no recae en los muertos tradicionales sino en las víctimas de la
narcoviolencia. Y no están todas. Sólo 120 ejecutados de los 179 desenterrados
en Tamaulipas fueron traídos a este anfiteatro porque ningún otro tenía
capacidad de albergar a tantos.
Ahí siguen esos cuerpos en espera de
que una prueba de genética les devuelva su identidad. También están pendientes
de los resultados cientos de familias que desde que comenzó la violencia han
acudido a diferentes procuradurías estatales y a la federal a dejar sus
muestras de ADN para recuperar al familiar levantado.
El hallazgo de las fosas de San
Fernando fue hace cinco semanas y sólo cuatro de los cadáveres (tres
guanajuatenses y un tlaxcalteca) han sido reconocidos y entregados a sus
familiares.
El año pasado recorrieron la misma ruta
de San Fernando al DF los restos de los 72 migrantes asesinados por Los Zetas.
De ellos, 14 siguen sin identificar y están en una cámara refrigerante en
Toluca.
La fosa común podría ser el destino de
muchas personas buscadas por sus familiares si el Estado mexicano no atiende
los señalamientos de expertos internacionales y nacionales que urgen a crear un
programa nacional de búsqueda de personas desaparecidas, que uniforme
protocolos de procedimientos, investigaciones y bases de datos.
El desorden reinante en este tema fue
evidenciado por el Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre las
Desapariciones Forzadas o Involuntarias (GTDFI), tras su misión de marzo aquí,
cuando señaló que hay un “patrón crónico de impunidad”, que unas 3 mil personas
habrían desaparecido este sexenio y el Ejército es una de las instituciones
señaladas por este delito.
En respuesta, la Secretaría de
Gobernación y la cancillería, en conferencia de prensa conjunta, rechazaron el
informe de la ONU y culparon a los expertos de desconocimiento.
Sin embargo, anteriormente la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, al enjuiciar al Estado mexicano por la
desaparición de mujeres, ya había exigido cambiar los procedimientos de
búsqueda de personas desaparecidas.
“Lo primero es que México reconozca la
dimensión del problema de desapariciones. De hecho, el número de fosas que se
están encontrando y el número de cuerpos demuestran que el problema de
desapariciones tiene una dimensión muy grande”, dice a Proceso el argentino
Ariel Dulitzky, miembro del grupo de trabajo de la ONU.
El documento surgido de la visita de
los expertos internacionales puso al descubierto las fallas institucionales en
el tema: falta de políticas y planes para buscar personas, nula coordinación
entre procuradurías, ninguna legislación para atender el problema, carencia de
protocolos claros y homogéneos para la exhumación e identificación de
cadáveres, ausencia de cifras reales sobre el número de desaparecidos, poca
capacidad de servicios técnicos forenses y escaso presupuesto.
“Creemos que este es un problema que en
muchos casos se atribuye al crimen organizado sin haber hecho una investigación
seria, completa e imparcial”, dice a este semanario.
Desastre nacional
Según se desprende del informe de la
ONU y de entrevistas con expertos, la cadena de impunidad comienza cuando las
familias llegan al Ministerio Público a denunciar una desaparición y les piden
que esperen 72 horas para ver si el delito se concreta. Pasado ese lapso los
funcionarios abren un acta circunstanciada y piden datos sobre el ausente (los
formularios son distintos en cada estado) pero el caso pasa a un limbo jurídico
en el que el peso de las investigaciones recae sobre los denunciantes.
“Es una monserga: cada estado dispone
de los restos como quiere, hace los estudios que quiere, no hay una política
nacional definida. Si a los estados les da la gana le pasa a la federación las
muestras del ADN que tienen o le dan datos sobre los cuerpos, y la SSP, la CNDH
y la PGR tienen sus propios bancos de datos con denuncias de personas
desaparecidas.
“Cada autoridad hace lo que le da la
gana y eso no da resultado, sólo prolonga la angustia de la gente”, señala Alma
Gómez, designada por la organización Justicia para Nuestras Hijas para
acompañar y asesorar al Equipo Argentino de Antropología Forense que de 2005 a
2010 trabajó para el gobierno de Chihuahua por presión de las familias de las
víctimas de feminicidio.
En la entrevista con Proceso, recordó
la falta de coordinación de las autoridades responsables de investigar los
feminicidios que –por diferencias partidistas– condenaron a algunas familias a
no encontrar a sus hijas porque el gobierno estatal no quería prestarle al
federal los cuerpos para contrastarlos con las pruebas genéticas.
Agregó que con el equipo argentino se
estableció un software que concentró las muestras genéticas de los familiares,
las características de los buscados y los resultados de los laboratorios donde
el ADN era procesado, que permitía establecer qué víctimas tenían perfiles
similares a los restos hallados.
Este sexenio, según la CNDH, han sido
denunciados 5 mil 397 casos de personas extraviadas o desaparecidas. En ese
lapso los servicios médicos forenses han enviado a las fosas comunes a 8 mil
898 personas no identificadas.
“En este tema hay cifras negras, sobre
todo porque la ciudadanía no siempre denuncia pues ha perdido credibilidad en
las instituciones o por miedo”, reconoce el director general del Programa
Especial de Presuntos Desaparecidos, Tomás Serrano, al establecer que quizá los
datos que tiene son menores a los reales.
Con base en reportes periodísticos, el
organismo nacional establece que de 2004 a 2011 han sido halladas 63 fosas clandestinas
en el país, de las que han sido extraídos mil 2 cadáveres (un seguimiento
periodístico del diario Reforma registró 156 fosas en 22 estados y el Distrito
Federal durante la administración calderonista). Los restos han sido hallados
en cenotes, lagunas, presas, tiros de minas, tambos con ácido o entierros
masivos.
Apenas la semana pasada, la Comisión
Nacional de los Derechos Humanos firmó un convenio con los estados para que sus
procuradurías compartan las denuncias que reciben sobre desapariciones y los
expedientes de las exhumaciones y los asesinatos.
Como no hay una única instancia que
compile los casos de desapariciones o proporcione información a los familiares
de las víctimas, éstas emprenden un eterno peregrinaje por todo el país para
preguntar en distintas instituciones. El hallazgo de cada fosa clandestina y la
posibilidad de que la persona extraviada esté ahí sólo prolonga su angustia. El
traslado de cadáveres a otros estados, como en el caso de Tamaulipas al DF,
aumenta la incertidumbre.
La Red de Familiares de Desaparecidos
del Norte ha recibido información de que en algunos estados los funcionarios
cobran hasta 30 mil pesos a la gente que solicita pruebas de ADN cuando no
comparten información genética.
“Es preocupante que los cuerpos que
vienen de un mismo lugar sean separados en distintas morgues, porque esa
dispersión crea un caos al darle seguimiento a los cuerpos: ¿a dónde van, quién
los maneja, cómo se guardaron las evidencias encontradas a su lado al momento
de la exhumación, dónde quedan las ropas y los expedientes que los acompañaban?
“Cada Semefo cambia de código a cada
cuerpo según su propio registro, y se pierde”, advierte en entrevista con
Proceso un perito forense que pidió el anonimato.
De fosa en fosa
“La estrategia (de exhumaciones) se
basa en el conocimiento del problema. Si no sabes a quiénes y a cuántos estás
buscando mejor déjalos donde están, sería absurdo exhumar de esas fosas comunes
porque corro el riesgo de volver a desaparecer a alguien a quien saqué, porque
no sé quién es ni tengo los medios de saber quién es (...) Exhumar es fácil,
identificar es lo difícil”, advierte Pablo Baraybar, director del Equipo
Peruano de Antropología Forense (EPAF).
Puso a la antigua Yugoslavia como
ejemplo: aunque fueron rescatados miles de cadáveres de fosas comunes, se
mantuvieron anónimos, sus familias siguen buscándolos porque no se hizo el
trabajo previo de recabar datos de los capturados.
El experto forense que testificó en los
tribunales penales internacionales para Ruanda y Yugoslavia señaló que antes de
excavar debe hacerse un trabajo previo: la recopilación de los llamados datos
ante mortem; es decir, las fichas con los datos de cada persona a buscar, donde
se consignan datos personales –cómo era, cómo vestía, a dónde se dirigía, qué
enfermedades tuvo, si tenía un diente roto o se rompió un hueso, si tiene un
familiar contra quien podamos compararlo genéticamente– y en paralelo, los
resultados de las muestras de ADN de los familiares que pudieran servir para
identificar un cuerpo.
El antropólogo forense se sorprendió de
que en México no se tengan establecidos los patrones de dónde desaparece la
gente ni se atiendan las denuncias de extravíos en tiempo real.
“La gente no desaparece ni se desvanece
en el aire; la secuestran o la llevan a un lugar. Si las procuradurías se
mantienen desvinculadas entre sí y nadie monitorea si ocurrió en tal comunidad
y si fue producto de narcotráfico y si no hay una respuesta rápida, los
perpetradores lo seguirán haciendo. Por eso hay que establecer su modus
operandi, quiénes son los que lo hacen, qué hacen con las víctimas que te
permita intervenir cuando se llevan a alguien y obligarlos a cambiar de
táctica”, dice.
Puso como ejemplo el caso de Filipinas,
donde los ciudadanos que atestiguan un levantón envían un mensaje de texto a
una computadora que cataloga la información y obliga a las autoridades a
responder inmediatamente.
El EPAF es un equipo independiente de
profesionistas peruanos similar a los creados en Guatemala y Argentina para
investigar violaciones a los derechos humanos y desapariciones masivas. En
Colombia los identificadores de cadáveres son funcionarios de instituciones en
las que confía la ciudadanía.
Claudia Rivera, directora de operaciones
de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala señala que el gobierno
mexicano debería empezar a mapear las “zonas rojas” donde pudiera haber fosas e
ir armando una base de datos nacional de personas desaparecidas.
“No puedes buscar cuerpos a lo loco sin
tener una idea de a quiénes estás buscando (…) Es importante ubicar las
narcofosas antes a través de testigos y de sobrevivientes o por fotografías
aéreas, como las que se tomaron en Bosnia, donde puedes comparar cómo era la
orografía del terreno y si hubo movimiento de tierra o huellas de tractores”,
dice la antropóloga de la reconocida organización.
En teoría, en México ya existe un
sistema que permitiría detectar esos entierros clandestinos. Lo opera la
Secretaría de Seguridad Pública, se llama Plataforma México y es un sistema que
permite, en tiempo real, observar lo que ocurre en cualquier punto del país a
través de imágenes satelitales y de las cámaras instaladas en carreteras y
ciudades. Pero un funcionario de la SSP –quien pidió el anonimato– afirma a
Proceso que se usan sólo para ubicar cargamentos de droga, no para localizar
personas.
Los expertos entrevistados hacen
distintas sugerencias.
Una, la firma de un convenio
internacional del gobierno mexicano y la ONU o la Cruz Roja Internacional para
que un equipo de forenses internacionales trabaje como observador de sus pares
mexicanos, como ocurrió en Colombia y Jamaica, y negocie métodos de trabajo y
protocolos para evitar errores en las exhumaciones e identificaciones de los
cuerpos.
Otra: crear un instituto para la
búsqueda de personas desaparecidas, con presupuesto propio, como el que existe
en la antigua Yugoslavia. Otra más: la creación de un equipo mexicano de
antropólogos forenses, independiente, con expertos destacados, o invitar a
México a las organizaciones internacionales que ya existen para garantizar que
más personas desaparecidas sean encontradas
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