Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

jueves, 10 de enero de 2013

ASTILLERO- Calidad con malas calificaciones- Ley de víctimas: avance y pendientes-Cambios en el tablero

Astillero
EPN sale airoso
Del dicho al hecho...
Morena y sus finanzas
Julio Hernández López
Foto
30 AÑ0S DEL GRUPO CONTADORA. Ayer se conmemoró el trigésimo aniversario del Grupo Contadora. En el acto, que se realizó en el salón José María Morelos y Pavón de la Secretaría de Relaciones Exteriores, estuvieron presentes, de izquierda a derecha, la maestra Vanessa Rubio, el juez Bernardo Sepúlveda, el canciller José Antonio Meade y el doctor José Luis Alberto Moreno
Foto Pablo Ramos
 
Enrique Peña Nieto ha salvado con éxito la aduana discursiva y procesal correspondiente a lo que se ha llamado ley de víctimas. A diferencia de Felipe Calderón, quien a última hora se echó para atrás del compromiso que había sellado con Javier Sicilia, el priísta que ha llegado a Los Pinos desanudó las trabas jurídicas puestas por su antecesor y ayer, luego que el texto de referencia había sido publicado en el Diario Oficial de la Federación, encabezó una ceremonia de firma de esas nuevas normas, ante un Javier Sicilia que no le regateó reconocimiento ni agradecimiento.
 
El aparente final feliz de una iniciativa paradójica (el Estado mexicano instaurando reglas para atender a los damnificados de la incapacidad institucional de brindar seguridad pública y procurar justicia verdadera) tiene, sin embargo, aristas delicadas que podrían terminar en una simulación más, hoy aplaudida con tanto entusiasmo por la nomenclatura priísta históricamente adversa al respeto a los derechos humanos y por el segmento de activistas encabezados por el siempre desconcertante poeta Sicilia.
 
El punto central radica ni más ni menos que en los recursos económicos y en la conformación de una estructura burocrática de atención a las víctimas. Fue justamente allí donde Calderón se detuvo y metió reversa, a pesar de que había sido él quien había exigido que la mencionada ley fuera ejemplar a nivel internacional, para lo cual solicitó, de común acuerdo con el grupo de Sicilia, la asesoría de especialistas pertenecientes al Instituto Nacional de Ciencias Penales. Dada la gran cantidad de mexicanos que pueden legítimamente caracterizarse como víctimas susceptibles de atención profesional y de eventuales pagos, el fondo gubernamental correspondiente sería ridículamente ínfimo, además de que podría concitar una enorme voracidad litigante en busca de que daños reales o inventados fueran resarcidos económicamente.
 
También generó reticencia en el calderonismo la conformación del aparato de nuevos servidores públicos que atenderían los casos individuales, no sólo por el gasto que significaría sino, también, por el perfil de las contrataciones a realizar. Desde un principio se pensó que la conducción de esa nueva estructura federal de atención a víctimas podría ser encargada a Emilio Álvarez Icaza Longoria, pero el ex ombudsman capitalino ya ocupa la secretaría ejecutiva de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, o a Julio Hernández Barros, reconocido abogado que primero por razones familiares (está casado con una hermana de Sicilia y asistió de manera profesional al poeta en las primeras diligencias relacionadas con el asesinato de su hijo) y luego por convicción ha acompañado el proceso de lucha del Movimiento por la Paz y la Justicia con Dignidad.
 
Por esas y otras razones, el panista michoacano sobrellevó la presión de Sicilia hasta ganarse con creces la acusación del activista morelense de haber traicionado la palabra empeñada. Calderón había prometido a Sicilia que habría ley de víctimas pero a fin de cuentas sólo usó la escenografía del Castillo de Chapultepec para defender apasionadamente sus tesis guerreras y para aparentar solidaridad con un movimiento de familiares de víctimas que, con el escritor de sombrero y chaleco como figura central, vio apagarse con el sexenio una vela de esperanza que ahora cree reinstalada con el priísmo políticamente besucón que ha arrancado sonrisas, amabilidad y palabras de elogio con el paso adelante dado ayer que, sin embargo, y dejando las definiciones operativas para más adelante, tampoco ha resuelto el aspecto espinoso de los dineros y las plazas federales.
 
Del dicho al hecho puede pasar un largo año pero, por lo pronto, Peña Nieto ha podido mostrarse cercano a un personaje que previamente había descalificado a todos los candidatos presidenciales y ahora condesciende con quien ha quedado en el poder (un Sicilia, además, aliado al movimiento neozapatista que nuevamente ha ganado reflectores). También ha utilizado la amabilidad siciliana en la mesa principal (aunque abajo, en la sillería, hubiera cartulinas y fotografías de insistencia en la falta de resultados y justicia) para deslindarse de la barbarie calderonista aunque el curso violento del primer mes peñanietista no muestre variaciones.
 
A las apariencias jubilosas de ayer ha respondido de manera crítica Alejandro Martí, quien durante el calderonismo tuvo un papel principal en las sesiones relacionadas con estos temas: está de acuerdo con una ley de víctimas, pero no con ésta, ha precisado. El propio Sicilia, en su discurso, planteó los escenarios negativos a los que puede enfrentarse la letra oficial celebrada ayer si no cuenta con los recursos adecuados para convertirla en realidad. Por lo pronto, Peña Nieto avanza en otra fase de su política de pactismo que, con promesas reformistas en el papel, está convirtiendo en colaboradores esperanzados a diversos personajes que le habían sido opositores o distantes.
 
Astillas
 
A la hora de cerrar esta columna eran 36 los perros aprehendidos por autoridades capitalinas en relación con las muertes de cuando menos cuatro personas. En una especie de chupacabrismo chilango, el tema ha transitado del asombro, y cierta zozobra relacionada con los canes, a la ironía y la duda. Sobre todo si, como ha revelado cuando menos uno de los familiares de los fallecidos, hay indicios que no encajan con la aparatosa tesis de una suerte de banda de perros asesinos.
 
A tiempo ha salido Martí Batres para anunciar la forma en que Morena buscará financiar los difíciles tiempos de construcción de su nuevo partido, sin fondos ni prerrogativas oficiales disponibles aún. Importante será que haya esmero en la difusión puntual de las cuentas correspondientes, para evitar embrollos como los que luego de los comicios de julio pasado comenzaron a difundir los priístas en relación con los mecanismos de captación de recursos que el lopezobradorismo sostuvo de 2006 a 2012.
 
Y, mientras el BID pone en la mira al comercio informal mexicano, ¡hasta mañana!
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Calidad con malas calificaciones
Manuel Pérez Rocha
Calidad es una palabra ajena al vocabulario pedagógico, no porque la pedagogía no se ocupe de las cualidades de la educación sino precisamente porque esa es su esencia, es de lo que se ocupa y la palabra calidad, insustancial, vacua, de nada le sirve. Todo el debate pedagógico en Occidente, desde hace más de dos milenios, es acerca de las cualidades que debe tener la educación y cómo desarrollarlas; incluso lo mismo puede decirse de todo debate filosófico pues, como es sabido, en toda filosofía hay una filosofía del hombre y de la educación. Pero, igual que para la pedagogía, a la filosofía la palabra calidad le ha sido innecesaria para dar sustento y orientar a la educación.
 
No obstante, en los debates sobre las recientes reformas legales en materia educativa la palabra calidad ocupó el lugar dominante; la exigencia primordial de algunos de los más enjundiosos promotores de estas reformas fue que en las nuevas disposiciones legales se incluyera la obligación de que la educación que imparta el Estado sea de calidad. En general, estos promotores de la reforma han sido ajenos a la educación y sus problemas, su preocupación por el tema es reciente y están muy lejos de ser conocedores de la milenaria producción de pensamiento pedagógico. No es exagerado calificarlos de advenedizos, sólo de unos meses acá se han interesado en la educación y este interés está motivado por un diagnóstico falso e ideológico de la crisis que vive el país, diagnóstico construido con nociones elementales puestas en circulación desde el mundo de los negocios: cantidad y calidad. Para ellos, la causa de esta crisis está en las deficiencias de la educación pero, como a su parecer la cantidad de la educación ha dejado de ser un problema, porque los servicios educativos se han expandido (y para algunos de ellos se han expandido demasiado, con deterioro de la calidad), su dictamen es que la falta de calidad de la educación es la causa de la crisis de nuestro país.

En el campo educativo las buenas cualidades son la esencia misma de los retos y tareas de estudiantes, educadores, maestros y directivos. A lo largo de milenios, en la pedagogía no se ha usado la palabra calidad porque quien tiene una visión informada del mundo de la educación sabe que todo reto educativo es, antes que nada, cualitativo. La palabra calidad carece de significado propio, solamente insinúa, sugiere, y se puede usar para todo; por eso es muy útil para la mercadotecnia, pero es inútil para la educación, pues la definición de una educación de buena calidad empieza con la especificación de los objetivos, métodos, valores, conocimientos, actitudes y habilidades que orientan y constituyen a cada sistema o programa educativo. Estas cuestiones deberían ser la materia de las discusiones sobre la educación, pero han sido totalmente ignoradas en el debate suscitado por las reformas legales recientes, apelando a un falso consenso en torno de la palabra calidad.
 
Las cualidades esenciales de la educación que imparta el Estado han estado definidas en el artículo tercero de la Constitución. Podrá estarse o no de acuerdo con este texto y sin duda le vendría bien una actualización; discutirlo sería un aporte no solamente para el proyecto educativo sino para el proyecto de país, pero evidentemente lo que ha hecho la reforma es una tontería. Dicha educación tiene ahora una nueva cualidad: ¡deberá ser de calidad!
 
Lo mínimo que deberían exigirse a sí mismos los promotores de las reformas que persiguen la calidad de la educación es que sus propuestas tengan un mínimo de calidad. Pero véase el siguiente galimatías prácticamente incorporado ya a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos: “(la educación que imparta el Estado)… d) Será de calidad, con base en el mejoramiento constante y el máximo logro académico de los educandos”. Mejoramiento constante ¿de qué? Este mejoramiento sin objeto ¿es la base de la calidad o, más bien, resultado de la calidad? ¿O es la calidad misma? El máximo logro académico de los educandos ¿es otra base de la calidad? ¿O es resultado de la calidad? ¿O es esta la esencia de la calidad? Esta definición de la educación ¿servirá para orientar los esfuerzos de educandos y maestros? ¿Es un criterio claro y práctico para que el nuevo Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación realice sus evaluaciones?
 
La reforma en marcha carece de una cualidad esencial: claridad conceptual. También carece de consistencia, véase esta contradicción: el nuevo instituto tiene la responsabilidad no solamente de hacer evaluaciones, sino que debe garantizar la prestación de servicios educativos de calidad a pesar de que no tiene facultades legales para prestar los tales servicios ni para exigir la ejecución de algo a quien los prestará; sus facultades son hacer mediciones, difundir información y emitir directrices.
 
El falso consenso en torno de la calidad no puede usarse para eludir los debates urgentes acerca de la educación. Sin pausa, pero sin los apremios que dictan los intereses políticos del régimen, debe organizarse un debate nacional sobre los fines, medios y métodos de la educación en México. Pero esta debe ser una discusión que revise la historia del sistema educativo mexicano, que se alimente de las riquísimas experiencias pedagógicas que ha tenido en los 150 años más recientes, que aproveche las experiencias de otros muchos países (no de las reformas de la educación estadunidense, que la han llevado a un grave deterioro), que contemple no solamente a la escuela, sino a la educación en su conjunto, particularmente la que proviene de la radio, la televisión y otros medios, y ante todo que, entendiendo a la educación como desarrollo cultural, contribuya a superar la visión economicista que predomina en las políticas gubernamentales.
La ciudad y los perros-Rocha
Ley de víctimas: avance y pendientes
Con la promulgación de la Ley General de Víctimas, avalada por el Legislativo en abril de 2012 y publicada ayer en el Diario Oficial de la Federación, el Estado mexicano corrige una de sus omisiones más graves de los últimos años, al proveerse de un mecanismo institucional que lo obliga a reconocer y reparar –por la vía económica, moral, jurídica y médica– los abusos y atropellos cometidos contra la población, ya sea por delincuentes o por las propias autoridades.
 
Dicho mecanismo habría sido innecesario en caso de que los encargados de la conducción del país durante los pasados seis años hubiesen cumplido a cabalidad con su mandato constitucional, empezando por la protección de la vida y la procuración del bienestar de las personas; si hubiesen diseñado, en consecuencia, una política de seguridad que priorizara la protección de la población y la pacificación del territorio nacional, y si se hubiesen sancionado, por principio y en forma enérgica, los atropellos cometidos por quienes supuestamente deben resguardar el estado de derecho. Por desgracia, durante el sexenio pasado esas facultades claudicaron ante la aplicación de una estrategia de seguridad inoperante y contraproducente que, lejos de pacificar el país, multiplicó y extendió la barbarie por todo el territorio y colocó a la población en una posición intermedia entre la violencia de las organizaciones delictivas y la de las fuerzas públicas.

Renuente a modificar esa estrategia, extraviada en sus propios laberintos discursivos y amparada en tecnicismos legales, la administración calderonista decidió vetar la referida ley, previamente aprobada por el Congreso, e impulsar una controversia constitucional en su contra, en lo que fue percibido como señal de mala conciencia ante su ineludible responsabilidad política por el cotidiano derramamiento de sangre en el país; como una vulneración a los procesos soberanos y al principio de separación de poderes, y como una muestra de indolencia frente a los reclamos de las organizaciones sociales que se movilizaron durante meses por la pacificación del país y por la justicia para las víctimas y sus deudos.
 
Ayer, en un acto oficial en Los Pinos, Enrique Peña Nieto corrigió la inaceptable defección de su antecesor, promulgó la referida ley y, si bien sostuvo que ésta sigue siendo perfectible, reconoció la necesidad de contar con un marco legal que protegiera a la población afectada por los delitos y los atropellos. Considerando los antecedentes inmediatos, la postura presidencial constituye un saludable gesto de desagravio y de voluntad política a las organizaciones que han acompañado el proceso de elaboración de esta ley.
 
No obstante, es necesario que el avance registrado ayer en el plano político se vea reflejado en los hechos. Un aspecto fundamental que tendrá que ser atendido a la brevedad es el de la existencia de los recursos económicos y de la estructura administrativa necesarios para la implementación de la nueva ley, elementos sin los cuales ésta quedará reducida a letra muerta.
 
Pero acaso el complemento más importante de la recién promulgada normativa deba ser la concreción exitosa del viraje anunciado hace unas semanas por el propio Peña Nieto en la política de seguridad del gobierno federal. La información disponible pone en evidencia que, más allá del discurso oficial y de la cobertura mediática, la cifra cotidiana de ejecuciones y levantones no ha disminuido sustancialmente, y que el sexenio del político mexiquense ha tenido un arranque tan violento como lo fue prácticamente todo el ciclo presidencial de su antecesor. De persistir dicha tendencia, llegará un momento en que no habrá ley ni reforma que alcancen para revertirla.
Bendición-Helguera
Cambios en el tablero
Adolfo Sánchez Rebolledo
En unas cuantas semanas hemos sido testigos de importantes cambios en el escenario político nacional. La asunción a la Presidencia por Enrique Peña Nieto, seguida del mayor activismo legislativo de los últimos tiempos gracias al Pacto por México, suscrito inesperadamente al comenzar el nuevo gobierno; el arranque del proceso que llevará al lopezobradorismo a construir un partido con registro legal; la llamada de atención del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, son datos que ilustran hasta qué grado la geografía política está modificándose, luego de los 12 años de administraciones panistas.
 
La primera alternancia, políticamente sustentada en el antigobiernismo silvestre de las clases medias, capitaneadas por los nuevos grupos de poder, le dio al PAN la oportunidad histórica de presentarse como el súmmum del proyecto democrático, pero los hechos probaron que su visión del país no era sino el espejismo creado por el antipriísmo a la luz de las ideas de la revolución conservadora en curso. Ahora el PAN se desfonda sin saber dónde está su razón de ser. Tarde para volver al principismo anacrónico del pasado y muy pobre políticamente para eludir la condición de acompañante subsidiario que su posición le asigna ante las reformas estructurales liberales. A final de cuentas, el PRI hizo suyo el programa de la derecha y lo llevó a la práctica sin perder de vista el objetivo presidencialista. Canceló los vestigios del antiguo programa nacional popular que la modernización a toda costa sepultaba y tras una breve e indolora travesía por el desierto resurgió, favorecido por los poderes fácticos que, en teoría, lo habían abandonado. Y aquí estamos.

Más que la restauración del viejo régimen de la revolución institucionalizada, estamos, quizá, ante el intento de recrear un régimen presidencial fuerte –eficaz lo llama Peña Nieto–, aceptable en términos de sus conexiones vitales con el sistema global capitalista y su reproducción sin trabas, sin romper de golpe con los tópicos de la cultura política dominante. Para conseguirlo, el nuevo gobierno ensaya una reinterpretación burdamente neutral del discurso oficial, a la manera de un guión mediático que no se rasgará las vestiduras para hablar del pueblo como en el pasado nacionalista revolucionario ni, tampoco, cometerá el error de repetir como un loro las autosatisfechas consejas de la normalidad democrática del foxismo-calderonismo. Por el momento, la unidad nacional se concentra en la sopa cocinada para satisfacer el listado de temas recogidos en el Pacto por México, algunos indispensables y otros discutibles, como es natural. Y todo ello sustentado en una premisa: las masas, los ciudadanos, quieren resultados visibles e inmediatos en cuestiones que, por cierto, habrá que ver cómo se encaran una vez que pasemos de las generalidades a las acciones concretas de la autoridad. Lo demás, es decir, el futuro del país, se resolverá, pragmatismo de por medio, moviendo a México, como si las palabras (y el acuerdo plural y multiclasista) tuvieran un efecto mágico sobre el mundo real. Según esa lógica, que no es simple improvisación como sí lo era la fraseología calderonista, los mexicanos devienen el sujeto, la nación reunificada bajo el ojo avizor del Poder que vigila los Compromisos, ese manual de navegación que numera los milagros por venir. (Ya veremos con la reforma fiscal y la energética, aunque la educativa tiene filones que se verán pronto en las leyes reglamentarias.) Sin embargo, en contra del optimismo acrítico de estos días, existe el temor de que el signo de buena voluntad expresado por panistas y perredistas no sea más que la expresión de su propia debilidad política, cuya manifestación más patética es la competencia interna dentro del PRD para ver cuál de las corrientes en pugna se queda como el mejor (o verdadero) interlocutor del Ejecutivo. Algo así como el intento de entrar al cuarto de máquinas de las reformas sin pasar antes por la aduana del Congreso que, al final, subsiste como instancia aprobatoria, siempre ajustada a la relación de fuerzas existente.
 
Configura la escena la izquierda que hoy se halla en un proceso de fragmentación que, voluntarismo aparte, le resta fuerza, aunque muchos se sienten cómodos, pues ven en ello signos de madurez de cara a lo que viene. Y, sin embargo, solo de allí, de la disputa por las ideas, puede emerger un proyecto con arraigo social, votado en las urnas pero nutrido en la acción cotidiana, organizada, de millones de mujeres y hombres que viven de su trabajo, cuidan a sus familias y aspiran a que sus hijos compartan el medio natural alejando las catástrofes que lo amenazan. Ellos quieren un México próspero, culto y laico, capaz de abrirse al mundo para enriquecer su identidad sin sacrificar lo mejor de su cultura. Y eso exige empleo, salud, protección a los niños y ancianos, justicia, derechos (no limosnas), reconocimiento y respeto a los indios, a las minorías que sufren la discriminación por razones religiosas, políticas o culturales. Si la prioridad de un nuevo régimen es la de abatir la desigualdad, dicha tarea no será posible (al menos, democrática y pacíficamente) sin una profunda redistribución del ingreso, que implica mayores impuestos a los que obtienen los mayores beneficios, obturando, además, las vías de la corrupción por las que fluyen a manos privadas riquezas públicas. Será el momento de decir qué queremos del Estado y si seremos capaces de darle a la cuestión social el lugar estratégico que aun bajo los cantos contra la pobreza se le escatima.
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