Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

domingo, 13 de enero de 2013

Guerrero: autodefensa y autonomía- Sueños autoritarios-

Guerrero: autodefensa y autonomía
Desde hace una semana cientos de habitantes de la Costa Chica de Guerrero, en su mayoría indígenas, instalaron retenes en los accesos del municipio de Ayutla de los Libres con el fin de confrontar directamente a las bandas delictivas que han asolado la región en meses recientes, ante la inoperancia de autoridades federales, estatales y municipales. El pasado jueves esas acciones fueron repetidas por habitantes del vecino municipio de Tecoanapa. En el curso de estos días las escuelas de la zona han permanecido cerradas; se han instaurado toques de queda y se ha detenido, como consecuencia de estas acciones, a unos cuarenta presuntos delincuentes, quienes serán juzgados en asambleas populares, de acuerdo con usos y costumbres de las poblaciones.
 
Similares medidas han sido tomadas desde finales del año pasado en Huamuxtitlán, Xochihuehuetlán, Cualac, Olinalá y otros municipios de la Montaña guerrense.

La circunstancia de hartazgo ante el azote de la criminalidad que se vive en Ayutla y Tecoanapa es emblemática de la que se vive en muchas otras localidades del país, abandonadas a su suerte en manos de grupos delictivos por la inacción y la incapacidad del Estado para cumplir con su responsabilidad más elemental: preservar la vida y la seguridad de las personas.

La diferencia sustancial, en el caso de las poblaciones de la Costa Chica guerrerense, es que ahí sus propios habitantes han decidido dotarse de la protección que les ha sido negada por las autoridades. Han recurrido en ese empeño a añejos mecanismos autóctonos de seguridad e impartición de justicia –que operan pese al acoso y los intentos de criminalización oficial–, y que con base en esas acciones, según los indicios disponibles, han podido contener en alguna medida el auge de la criminalidad en sus comunidades.

Una primera consideración a partir de los hechos comentados es el carácter ineficaz y hasta inverosímil de las acciones oficiales de seguridad puestas en marcha en esa entidad –particularmente el operativo Guerrero Seguro– y en todo el país en el contexto de la guerra contra la delincuencia del calderonismo. Como señala el abogado Vidulfo Rosales Sierra, del Centro Regional de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, resulta poco creíble que individuos precariamente armados y sin mayor entrenamiento policiaco y militar puedan hacer frente a la criminalidad en forma más efectiva que como lo han hecho los uniformados de las corporaciones civiles y castrenses de seguridad; dicha perspectiva hace inevitable que surjan sospechas de complicidad entre los elementos de las fuerzas públicas –o sus superiores– y los delincuentes.
 
En casos como el referido puede percibirse, por lo demás, un rasgo perverso y paradójico de la relación entre los pueblos indígenas del país y el Estado: al tiempo que el segundo niega a los primeros el reconocimiento de su plena autonomía –como se constata con el incumplimiento de los acuerdos de San Andrés Larráinzar–, los coloca en condiciones de desprotección y de vulnerabilidad ante las amenazas que provienen de los poderes fácticos –como la delincuencia, las corporaciones privadas, los cacicazgos– y de las propias fuerzas públicas.
 
Así, frente la inoperancia de la institucionalidad formal, a las poblaciones autóctonas no les queda otro remedio que recurrir a su propia capacidad organizativa para defenderse de las amenazas exógenas y para contener, también, el hartazgo popular acumulado entre sus habitantes. Dicha circunstancia –que podría ser vista como una obtención de la autonomía comunitaria por la vía de los hechos– tendría que hacer reaccionar a las distintas instancias del Estado sobre la urgencia de incorporar en su visión la perspectiva y la experiencia de esos actores tradicionalmente ignorados y marginados –los pueblos indígenas–, y de emprender una reconfiguración del poder público en el país que termine por colocarlo realmente al servicio de la población y, en particular, de sus entornos más vulnerables.
 
 
Sueños autoritarios
Arnaldo Córdova
A veces es difícil entender la mentalidad de los priístas. Acostumbrados a moverles el rabo servilmente debajo de la mesa a los poderosos, no es posible saber si las propuestas que, ocasionalmente, hacen son de su caletre u obedecen a indicaciones de sus superiores. El diputado Francisco Agustín Arroyo Vieyra, presidente de la Cámara de Diputados, presentó una iniciativa de reforma al artículo primero de la Carta Magna (apenas reformado el 10 de junio de 2011, para poner al mismo nivel la Constitución y los tratados internacionales de los que México es parte en materia de derechos humanos) para proponer una idiotez: que en caso de contradicción entre ambos, debe prevalecer la primera.
 
Los más insignes constitucionalistas del mundo han estado de acuerdo en el carácter fundacional que tuvo el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789 que, a la letra, dice: Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada no tiene, en absoluto, Constitución. Eso significa que tanto la garantía de los derechos como la división de poderes forman parte de la Constitución. Dicho de otro modo, los derechos humanos inscritos en los tratados internacionales forman parte de la Constitución y no un cuerpo ajeno a la misma.

Que puede haber contradicciones en el texto de una Constitución es un problema de interpretación no de prevalencia. Serán los jueces quienes lo señalen y el Legislativo quien ponga remedio a ella mediante reformas adecuadas. Que puede haber conflictos entre la Carta Magna y los tratados internacionales es perfectamente plausible. Pero no es como lo ve Arroyo Vieyra desde el fondo de su inanidad jurídica. Por lo general, son las Constituciones de los Estados signatarios las que tienen que adecuarse a los instrumentos internacionales que chocan con sus normas. Y la razón es más que evidente: son las constituciones, también por lo general, las que muestran retrasos, los cuales deben cubrirse para ponerse a tono con los tratados.

Será necesario reformar el artículo 133 que establece la jerarquía debida entre constitución y tratados internacionales, porque comprende un malentendido que debe ser aclarado: inferir de ese artículo que la Carta Magna puede ser contradictoria con los tratados y que, por tanto, aquélla debe prevalecer sobre los segundos, es ignorar la naturaleza de los derechos humanos como materia fundamental que forma parte de ella misma. Hubo una época en la que nosotros sabíamos lo que eran las leyes constitucionales (Héctor Fix Zamudio llegó a denominarlas orgánicas) y tuvimos varios ejemplos:

Las Leyes de Reforma, que nunca fueron derogadas ni abrogadas (vale decir, reformadas ni eliminadas), técnicamente siguen vigentes y desde el Constituyente del 57 se las consideró leyes constitucionales. Éstas son equivalentes a los artículos de la Constitución, tienen el mismo rango y deben ser concebidas como formando parte de la Carta Magna. Técnicamente, esas leyes de gloriosa memoria siguen vigentes y nunca han perdido su condición de constitucionales, forman parte de la Constitución. Otro ejemplo lo tenemos en la Ley del 6 de enero de 1915, en materia agraria, que estuvo vigente hasta 1932 y que complementó, como ley constitucional, el artículo 27.

Justamente, para evitar que alguien pueda considerar que hay un conflicto entre nuestro Máximo Código Político y los tratados o que son dos cuerpos extraños entre sí, se requeriría de una reforma al artículo 133 para establecer que los tratados serán leyes constitucionales, formando parte del cuerpo de la Constitución y, eso, para evitar, a su vez, cualquier intento retardatario y autoritario que ponga en riesgo los derechos humanos, individuales o colectivos. Cualquier contradicción debe aquilatarse como una necesidad de reformar la Constitución y no como la oportunidad para rechazar la garantía de los derechos humanos que ofrecen, en primer término, los tratados.
 
Por supuesto que hay Constituciones reacias a reformarse para ponerse de acuerdo con los instrumentos internacionales sobre derechos humanos. El ejemplo más vistoso es el de la Carta Magna de Estados Unidos en la que no se reconocen los derechos humanos consagrados en el derecho internacional. Pero todos los constitucionalistas, incluidos muchos norteamericanos, censuran ese hecho que les parece injustificable. Países como Estados Unidos, China o Israel (el cual carece de Constitución escrita) no deberían en ningún momento ser ejemplo para nosotros, un país al que todavía le falta mucho para ver consagrados derechos fundamentales y, más todavía, observados, cumplidos y garantizados.
 
Pongamos por caso ahora la hipótesis, alegada por el legislador de las largas orejas, de que un juez pueda encontrar una contradicción entre la Constitución y algún tratado internacional. Si es un borrico autoritario y sin formación jurídica, sin duda alguna, hará prevalecer la Constitución como un cuerpo extraño a los derechos humanos; si es un jurista entendido en la materia, comprenderá que no puede haber caso alguno en que se pueda alegar la supremacía de la Constitución en contra de los tratados, para violar o poner en entredicho los derechos fundamentales de las persona y de los grupos sociales a cuya protección están destinados los instrumentos del derecho internacional.
 
Ese juez, en consecuencia, hará prevalecer, por encima de toda otra consideración jurídica o política, la defensa de las personas o grupos protegidos. Podrá estimar de qué entidad es la supuesta contradicción y, en todo caso, aplicar la norma que mejor coadyuve a la defensa y protección de aquellos derechos fundamentales, trátese de un artículo de la Constitución o de un tratado internacional protector. En última instancia, el juzgador también puede señalar en su resolución cualquier vacío de ley o conflicto entre leyes, como una indicación de que, en su turno, deberá observar el legislador y realizar los cambios que eliminen dicho vacío o contradicción.
 
El mismo artículo primero reformado es claro en el asunto: Todas las autoridades en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad (tercer párrafo). Sólo un asno puede pensar que la supremacía de la Constitución puede llegar a negar el valor jurídico y político de los derechos humanos.
 
En definitiva, los derechos humanos, consagrados en la Constitución o en los tratados del derecho internacional, quedan por encima de cualquier supuesto conflicto entre la Carta Magna y esos tratados. La conclusión lógica es que debe prevalecer siempre la norma que mejor garantice aquellos derechos. No hay contradicción posible entre ambos que pueda resultar en agravio de los derechos humanos.
 
Menos mal, el diputado Arroyo Vieyra parece haberse dado cuenta de su burrada y declaró, el miércoles pasado, que ni él mismo se pondrá a defender su iniciativa.
 
Revolucionar la sociedad: tarea de vida
Rolando Cordera Campos
Tanto en el tema del desarrollo rural y agropecuario, como en el de la educación o el de la pobreza, el presidente Peña ha postulado la necesidad de ejercer la rectoría del Estado. No se trata de una mera proclama, sino del despliegue inicial de una estrategia, todavía retórica, destinada a recuperar un orden público desgarrado por la inseguridad, la criminalidad y la anomia en todos los niveles de la vida estatal.
 
Proponer la recuperación de la rectoría del Estado debería implicar el reconocimiento de una falla mayor en el funcionamiento del sistema político surgido de la larga transición a la democracia. Más allá de esto, debería asumirse la existencia de una fractura profunda en el orden constitucional mexicano, que se agravó en los últimos años con la llamada guerra al crimen organizado desatada por el presidente Calderón desde los primeros meses de su cuestionado mandato.

Esta fractura es constitucional, como lo ha enseñado y reiterado el jurista Diego Valadés, y pone en cuestión el monopolio legítimo de la fuerza en que se sustenta todo Estado. Así de simple y ominoso.

Por lo que implica para la vida social, las instituciones políticas y las relaciones económicas, debe asumirse que su superación reclama procedimientos y definiciones que son propios de una política constitucional. Para retos como estos, no basta la política normal con sus elecciones y deliberaciones cotidianas y rutinarias. Por bien hecha que sea esta política, se sustente o no en coaliciones de gobierno que impongan su mayoría, si no se toma nota de los efectos destructivos que entrañan dichas rupturas, sólo se ensancha la grieta entre el país normal y el real, y la mitomanía se apodera de la política. De aquí la inutilidad de oponer democracia a consenso, cuando este último se presenta como indispensable para reparar daños mayores y asegurar la reproducción de la pluralidad.

La campaña electoral y sus resultados obligaron al nuevo grupo gobernante a revisar sus inventarios y diagnósticos de la realidad desde los cuales formularon sus planes iniciales. El surgimiento de la protesta juvenil desde las cumbres de la educación superior privada y su rápida expansión a otros ámbitos constituyó una estruendosa llamada de atención sobre un problema central que muchos políticos exégetas quieren soslayar: la enorme brecha existente en los mecanismos reales y los formales de representación y, por tanto, el despliegue de una auténtica crisis de representatividad en el centro y la periferia del orden político, que las elecciones, tan libres y limpias como se las quiera imaginar, por sí solas no pueden superar.

La democratización se descentralizó y pronto arrojó un panorama plural y diverso en la composición del poder político, pero no ha producido nuevas figuras institucionales capaces de subsanar esos vacíos. Así, la insuficiencia del orden democrático establecido en el territorio ha profundizado y ampliado las distancias entre gobernantes y gobernados y dado lugar a un federalismo salvaje que no podrá afrontarse con coerción o expiación impuesta por el poder central. Se requiere de muchas otras acciones y revisiones para enderezar la embarcación. Vista desde el puente regional, la nave del Estado no va, sino en todo caso escorada y en peligro diario de encallar. De Nuevo León a Chiapas.
 
Una derivada ominosa de esta situación está a la vista en el caos de las finanzas estatales y municipales. A su vez, la fuerza corrosiva de la criminalidad organizada y las variadas formas de colusión y corrupción de los gobernantes propulsan el alejamiento ciudadano del Estado y sus gobernantes y legitiman cualquier tipo de convocatoria secesionista.
 
La concepción y operación del Pacto por México debería inscribirse en este contexto de obligada política constitucional para reformar el Estado. La tarea de recentralización del poder estatal en que se ha embarcado el nuevo gobierno es impostergable, no para hacer cuanto antes las reformas que tanto necesitan Gurría y asociados, sino para salir al paso de una agresiva tendencia desintegradora del propio Estado.
 
Para los políticos democráticos y progresistas, la cuestión no radica en oponerse a dicha empresa, que se ha convertido en misión de Estado para todos. Lo que más bien se impone es la generación de iniciativas y proclamas que renueven y fortalezcan las restricciones democráticas indispensables en el ejercicio del poder y en la lucha por alcanzarlo. Es decir, todo aquello que amplíe el ámbito de la política plural y le dé a la voz ciudadana efectivos cauces de reproducción y concreción en iniciativas políticas renovadoras.
 
Estas iniciativas deben extenderse al plano fundamental de la procuración y administración de la justicia, donde a pesar de las evoluciones positivas en la Suprema Corte reinan la precariedad y la vulnerabilidad del estado de derecho. Pero hay que recordar que, en nuestro caso, lo que urge es una construcción democrática de tal Estado, antes de exigir su aplicación a rajatabla.
 
El sueño patronal de un régimen jurídico a su exclusivo servicio resurge también al calor de estas circunvoluciones del Estado. No debe admitírsele como condición para desplegar algún tipo de concertación económica y social. Eso sería abrir la puerta a un chantaje económico vulgar, pero todavía capaz de llevar al naufragio al espíritu reformista que apenas se asoma.
 
El jueves pasado, la delegación Tlalpan hizo un merecido homenaje a Arnoldo Martínez Verdugo, dirigente histórico del comunismo mexicano y artífice de los primeros proyectos de unificación y actualización de la izquierda mexicana. Su esfuerzo y compromiso por alargar y ampliar la mirada de la izquierda puede haberse olvidado por algunos, pero sigue actual y constituye un recordatorio eficaz para quienes hoy se abocan a revisar experiencias y darle a la izquierda un horizonte mayor y transformador.
Cuánta razón le asiste a Arnoldo al decir que todo pensamiento político, sobre todo el que se dispone a revolucionar a la sociedad, es siempre, al final de cuentas, un acto original. Pues que así sea.
La crisis global lo reclama y la nuestra lo necesita como el aire o el agua que nos dan la vida.
 
 

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