Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

martes, 2 de julio de 2013

Egipto: ¿de nuevo los militares?- Brasil: ¿y el estallido de los pueblos indígenas?- Desafíos brasileiros

Egipto: ¿de nuevo los militares?
Robert Fisk
¿Pueden los islamitas gobernar un país? Egipto fue la primera prueba verdadera, y este lunes el ejército lanzó un desafío. Decir a un presidente electo democráticamente –en especial a uno que proviene de la Hermandad Musulmana– que tiene 48 horas para preparar y lograr un acuerdo con sus opositores significa que el presidente Mohamed Morsi ya no es el hombre que era.
 
 
El ejército sostiene que los islamitas fallaron. Deben resolver sus problemas con la oposición, o los generales se verán obligados a emitir un mapa de ruta para el futuro, frase desafortunada cuando se recuerda ese otro gran mapa de ruta operado por Tony Blair para el futuro de Medio Oriente.
 
Las multitudes en la plaza Tahrir rugieron de aprobación. Cómo no iban a hacerlo, si el ejército calificó de gloriosas sus protestas. Pero bien harían en pensar a fondo lo que eso significa. Argelinos seculares apoyaron a su ejército en 1992, cuando canceló la segunda ronda de elecciones, en la que habría salido ganador el Frente Islámico de Salvación. La seguridad nacional del Estado estaba en peligro, adujeron los generales argelinos: las mismas palabras empleadas este lunes por los militares egipcios. Y lo que vino después en Argelia fue una guerra civil, en la que perecieron 250 mil personas.

 
¿Y qué será exactamente el mapa de ruta del ejército egipcio, si Morsi no logra en su última oportunidad resolver sus problemas con la oposición? ¿Se tratará de convocar a una elección presidencial más? No es probable. Ningún general va a deponer a un presidente para acabar confrontando a otro.
 
Un gobierno militar sería más parecido a la tonta junta que asumió el control después de Mubarak. Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, se hacía llamar –nótese la palabra supremo–, y fracasó con insignificantes llamados al orden y arrogantes afirmaciones de que hablaba en nombre del pueblo, hasta que Morsi la recortó pasando a retiro a sus dos generales de mayor rango, apenas el año anterior. Qué tiempos aquellos.
 
La última vez que el ejército egipcio arrebató el poder a un hombre que había humillado a su país y a su pueblo –el rey Farouk–, un joven coronel llamado Nasser tomó el mando, y todos sabemos lo que ocurrió. Pero ¿debe ser ésta en verdad una batalla entre islamitas y soldados, aun si Estados Unidos acabará –no lo duden– poniendo su peso detrás de los guardianes uniformados de la nación? El viejo argumento en favor de elecciones libres era simple: si permitimos a los islamitas ganar en las urnas, veamos si pueden gobernar un país. Ese fue siempre el lema de quienes se oponían a las dictaduras respaldadas por Occidente y por las élites militares del mundo árabe.
 
El argumento no era tanto mezquita-contra-Estado, sino islamismo-contra-realidad. Lástima, el gobierno egipcio ha consumido su tiempo imponiendo una constitución al estilo de la Hermandad, permitió a los ministros lanzar sus propias minirrevoluciones y promovió leyes que suprimirían los grupos pro derechos humanos y las ONG. Además, la victoria de 51 por ciento de Morsi en las urnas no fue suficiente, en el caos reinante, para hacerlo presidente de todos los egipcios.
 
La demanda de pan, libertad, justicia y dignidad de la revolución de 2011 ha quedado sin respuesta. ¿Puede el ejército satisfacer esos reclamos mejor que Morsi, sólo por calificar de gloriosas las protestas? Los políticos son rufianes, pero los generales pueden ser asesinos.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
 
 
 
Brasil: ¿y el estallido de los pueblos indígenas?
Magdalena Gómez
Se ha caído el mito de que el crecimiento económico de Brasil y los supuestos logros sociales con el programa denominado Hambre Cero son por sí mismos garantía de estabilidad. Detrás del discurso del ex presidente Lula sobre el país de primera, cual telón de fondo encontramos el espejo antineoliberal colocado por los pueblos indígenas en éste y el resto de países de la región.
 
 
Junto a las primeras planas de prensa y los análisis y debates sobre el llamado estallido social, a través de América Latina en Movimiento (ALAI) conocimos el Informe 2012 del Consejo Indígena Misionario (Cimi) bien titulado Violencia contra los pueblos indígenas, el cual ofrece un crudo retrato al señalar que el pueblo guarani-kaiowá continúa fuera de la agenda gubernamental, a pesar del proceso de genocidio que enfrenta en Mato Grosso do Sul, en 2012 ninguna tierra indígena fue declarada u homologada para este pueblo. Y desarrolla la problemática: omisión y morosidad en la regulación de tierras, conflictos relativos a derechos territoriales, explotación ilegal a recursos naturales y afectaciones a su territorio, violencias provocadas por omisión del poder público, suicidio o tentativas de suicidio, deficiencias en el área de educación indígena, faltas graves en servicios de salud, la amenaza a los pueblos en situación de aislamiento.
 
En todo ello destaca un testimonio realmente estremecedor como fue el grito desesperado no escuchado en el mundo: “Solicitamos para decretar nuestra muerte colectiva y enterrarnos a todos aquí (…) Pedimos de una vez por todas, para decretar nuestra extinción total, envíen varios tractores para cavar un grande foso para enterrar nuestros cuerpos. Decretamos nuestra muerte colectiva guarani-kaiowá de Pyelito Kue/Mbarakay y entiérrenos aquí”. El informe continúa señalando que ni una sentencia judicial, o la fuerza judicial ni el rechazo a la demarcación de sus territorios les hará desistir, hartos de ser tratados como superfluos o prescindibles y entre sus conclusiones anota que se ofrecen pruebas irrefutables de la intolerancia vigente, criminalización y violación graves en relación con los pueblos indígenas. Las políticas públicas son meramente asistencialistas, no aseguran condiciones de salud, de educación y mucho menos condiciones de sustentabilidad; los bosques son devastados; las aguas contaminadas; familias indígenas expulsadas de sus tierras; los ríos que llegan a sus aldeas son desviados cortándoles el agua, como acontece en la construcción de la hidroeléctrica Belo Monte. Los intereses económicos se sobreponen descaradamente a la legislación ambiental, las propuestas de enmienda constitucional son acciones antindígenas en curso para diluir o limitar derechos fundamentales y constitucionales de estos pueblos.
 
Bien señaló una lideresa: si antes luchábamos por el cumplimiento de nuestros derechos, hoy luchamos por no perder esos derechos reconocidos en la Constitución (Sônia Guajajara, de la Coordinación de Organizaciones Indígenas de la Amazonia Brasileña (Coiab) .
 
Recordemos que en 1988 la Constitución de Brasil fue pionera del reconocimiento a derechos colectivos de los pueblos. Ocho años antes, todavía con la dictadura militar, los indios estaban bajo la tutela del Estado, pues eran considerados relativamente incapaces. Justamente en 1980 se organizó el cuarto Tribunal Russell, en Rotterdam, para considerar los crímenes de genocidio y/o etnocidio contra los pueblos indígenas de las Américas y fueron seleccionados tres casos de Brasil, que involucraban la violación de los derechos humanos de los nambiquara, los yanomami y de los indios de la región del Alto Río Negro. Por ello se invitó como jurado al líder shavante Mario Juruna. La negativa de autorización para obtener su pasaporte generó una confrontación pública de todos los poderes. Los debates de la corte de apelaciones constituyen evidencias del racismo institucionalizado. En respuesta, el Tribunal Rusell designó a Juruna presidente del mismo con el símbolo de una silla vacía. Los pueblos continúan luchando; hace cinco días los indígenas mundurukus tomaron como rehenes a tres biólogos que trabajan para la estatal Eletrobras en Jacareacanga, en el estado de Pará (norte, Amazonia), mientras realizaban estudios de fauna y flora en la región de Tapajós para elaborar un eventual permiso medioambiental para un proyecto destinado al complejo hidroeléctrico de la misma zona. Los indígenas piden la interrupción de los estudios para el proyecto hasta que se consulte a la comunidad. La OIT consigna en su informe 2012 varias reclamaciones por violación a este derecho y pide respuestas al gobierno de Brasil. En suma, está planteada la contradicción estructural donde los estados ven en el cumplimiento de los derechos indígenas un obstáculo para su proyecto neoliberal. Y los movimientos sociales: ¿cómo los ven? Es pregunta.
 
Desafíos brasileiros
José Blanco
En mi colaboración anterior presenté en este espacio algunos de los datos duros de la cara bonita de la moneda de las realidades de Brasil, así como algunos de la cara oscura de la misma. El desafío del gobierno de la presidenta Dilma Rousseff es monumental. Algunos otros datos duros de la economía brasileña los puso en su espacio, muy bien puestos y con su siempre afilada navaja, Alejandro Nadal, un día después.
 
Hace algo más de una semana, todo era una incógnita en las calles, como editorializaba la Folha de Sao Paolo. Pero el mar de fondo emergió con velocidad inusitada en los días inmediatos, sacado a flote por el propio Movimento Passe Livre (MPL), con toda su heterogeneidad en decenas de ciudades brasileñas. Pésima calidad en educación –desde la escuela elemental hasta los programas de licenciatura (sin duda pueden ponerse aparte por su alta calidad no pocos programas de posgrado)–, en salud, en transporte (hace una década que no hay inversión en este rubro) y otros servicios púbicos. Y Brasil, así, carente de la infraestructura indispensable, se lanza a organizar los dos mayores acontecimientos deportivos del mundo. Un estudio realizado por la Universidad de Sao Paulo estima que el desembolso de Brasil previo a la Copa del Mundo 2014 será de aproximadamente 18 billones de dólares, de los cuales, 14 billones vendrán de los bolsillos de los contribuyentes.

Y esta decisión se toma en el contexto de las carencias apuntadas, y del hartazgo social por la vasta corrupción de los políticos, pese a los esfuerzos de Dilma por limpiar el aparato del Estado.

El PT llegó al poder con Lula a la cabeza con el propósito expreso de sacar el neoliberalismo de la escena nacional. Pero ocurrió una historia peculiar: se fortaleció lo que algunos han llamado desarrollismo conservador; éste, si de una parte se asemeja en sus efectos al neoliberalismo en el hecho de que mantiene una sociedad con tasas muy altas de desigualdad y de dependencia externa, muy ralas instituciones democráticas y de baja calidad, a cambio, no tiene nada que ver con el neoliberalismo respecto del rol del Estado y el peso de la industria en el proyecto nacional, la que se desarrolla vigorosamente, muy ligada a sus programas universitarios de posgrado.

Brasil sí desplazó en algunas de sus políticas al neoliberalismo típico. Pero en el conflicto actual Dilma hubo de dar marcha atrás con la idea de construir a toda prisa una Asamblea Constituyente, cuyo propósito era profundizar en una reforma política, pero hubo de reducirla a solicitar al Congreso un plebiscito. Por ahora –hasta el sábado pasado–, la oposición sólo concedía debatir sobre un referéndum de respuesta o no por los electores y, a lo sumo, revivir una iniciativa de menor envergadura, la enmienda PEC 37. Se trata de un proyecto de enmienda constitucional que quita al Ministerio Público la capacidad de investigar crímenes, de modo que sólo los cuerpos de Policía Civil y Federal podrían llevar a cabo las investigaciones criminales. Dilma y diversas expresiones del MPL sostienen que con esa enmienda se favorece la impunidad de los delincuentes, especialmente de los políticos corruptos.
 
La sociedad brasileña se rencamina a una situación que conoce hace tiempo: la de una lucha entre dos vías de desarrollo: la vía del desarrollismo conservador y una cierta vía de desarrollo progresista, apoyado por los sectores democrático-populares. En la historia brasileña siempre el desarrollo conservador ha sido predominante, un desarrollo que mantiene las estructuras sociales heredadas del pasado lejano.
 
En los 10 años de gobierno Lula-Dilma ha habido un juego cruzado que ha conllevado forzosamente alianzas pragmáticas: en algunas cuestiones el gobierno petista se alió con el desarrollismo conservador contra el neoliberalismo, en otras el neoliberalismo se alió con los sectores desarrollistas conservadores contra el gobierno, y en este rejuego la burguesía paulista –de rasgos nacionalistas y desarrollistas, pero altamente concentradora del ingreso–, ha sido decisiva. El camino que adoptó Lula para sacar al neoliberalismo del país trajo como efecto colateral un debilitamiento de la visión estratégica del propio Lula, programática, organizativa. El gran desafío de Dilma-Lula es cómo salir de esa trampa política, a inaugurar una nueva, de veras nueva etapa del desarrollo.
 
Por supuesto, la situación interna del PT no es tan difícil de explicar porque es el déjà vu de tantas historias de las izquierdas acaso especialmente latinoamericanas: el pragmatismo astuto del propio gobierno petista para lidiar con la globalización neoliberal, y un montón de tribus de signo ideológico distinto en el partido que lo llevó al poder. Dentro de este partido conviven, con mayor o menor belicosidad, una corriente claramente social-liberal que tiene como su principal expresión pública a Antonio Palocci, que fue ministro de Hacienda en el primer gobierno de Lula; una corriente nacional desarrollista –Dilma es su expresión más clara–, cuya alta influencia social parece erosionarse con rapidez; una corriente social-demócrata clásica que entiende que Brasil puede tener un welfare state tropical, y hay una corriente socialista típica que defiende la sustitución del capitalismo por otro modo de producción: son palabras de Valter Pomar, de la dirección nacional del PT y secretario ejecutivo del Foro de Sao Paolo.
 
En tanto, el MPL no le cree a nadie de la clase política, pero tiene unas demandas monumentales.

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