Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

domingo, 7 de julio de 2013

El Despertar- El pacto y sus malquerientes- Egipto y la primavera que durará

El Despertar
El peligro de votar
José Agustín Ortiz Pinchetti
 
Hoy habrá elecciones locales en 14 estados. Las primeras en la época peñista pondrán a prueba la ilusión del carro completo y el vigor del Pacto por México suscrito por las burocracias de los tres partidos mayores, que ni siquiera representan a su propia militancia. Se puede pensar que los comicios serán aburridos y previsibles; sin embargo, merece comentarse el contraste entre la retórica oficial y la realidad: una especie de esquizofrenia progresiva, incurable y mortal.
 
El señor Peña ha hecho una declaración copiada literalmente de las que acostumbraban hacer los presidentes monarcas de la época de oro del PRI: “el gobierno garantizará… la equidad, legalidad y transparencia”. Es imposible dejar de imaginar en la voz engolada y la solemnidad el cinismo implícito del viejo régimen. Lean el añadido: será una fiesta democrática en que se demuestre la madurez y civilidad que hemos alcanzado. Pero estamos en 2013, no en 1963. No estamos en el momento cumbre del crecimiento económico, ni gozamos de la estabilidad y la paz de antaño. En muchas regiones la población está en peligro y el gobierno parece ausente o cómplice de bandas organizadas de delincuentes. En las entidades en que habrá comicios se han recrudecido los secuestros y los asesinatos, y muchos observadores asocian esta incidencia delictiva con el intento de amedrentar a la gente. Es difícil hablar de madurez civil cuando el sistema judicial se ha derrumbado y cuando los gobernadores de varios estados son socios, cómplices, voluntarios o no, del crimen. Hay denuncias de amenazas, secuestros y asesinatos de candidatos o de integrantes de sus equipos de campaña. La impunidad es casi perfecta. La televisión hace eco de las palabras de Peña para hacer creer que las elecciones se darán en paz y serán transparentes y genuinas. Pero la gente está despertando.
 
Llama la atención la denuncia de Madero, presidente del PAN: acusa al gobierno de intentar la restauración y emplea palabras altisonantes que no estábamos acostumbrados a oír en labios de los recatados miembros de su partido. Relata cómo el candidato panista a regidor de Boca del Río, Carlos Valenzuela, fue secuestrado ante sus pequeños hijos, torturado y amenazado sin que nadie investigue. Pregunto por qué Madero no reconoce que fue una pendejada (la expresión es de Madero, no mía) haber firmado el Pacto por México o no denunciarlo a pesar de ver cómo le salen las garras al dinosaurio.
 
Estos graves hechos se dan en una atmósfera de angustia generalizada por la declinación de la economía, que se expresa en la caída del empleo formal y la carestía; el freno a la inversión pública y la reducción progresiva de la esperanza de mejoría. La gente repudia la política y a los políticos, y las elecciones son vistas no como fiesta, sino como una farsa costosa y absurda.
Twitter: @ortizpinchetti
FUENTE: LA JORNADA OPINION
Elecciones 2013-Helguera
El pacto y sus malquerientes

Rolando Cordera Campos
En los primeros párrafos de su visión, el Pacto por México sostiene que La tarea del Estado y de sus instituciones en esta circunstancia de la vida nacional debe ser someter, con los instrumentos de la ley y en un ambiente de libertad, los intereses particulares que obstruyan el interés nacional. Generalidad que algunos habrían considerado innecesaria de no ser porque está inscrita y se deriva de la siguiente consideración: La creciente influencia de los poderes fácticos frecuentemente reta la vida institucional del país y se constituye en un obstáculo para el cumplimiento de las funciones del Estado mexicano. En ocasiones, estos poderes obstruyen en la práctica el desarrollo nacional, como consecuencia de la concentración de la riqueza y el poder que está en el núcleo de nuestra desigualdad.
 
No es, entonces, una declaración para todas las estaciones sino una postulación para el aquí y el ahora: el equilibrio del poder constituido ha sido trastocado y la república vive horas de angustia que reclaman de una efectiva, constitucional y legal –según los pactistas– recentralización del poder del Estado por el Estado mismo. Sólo así podrá aspirarse a que el largo proceso de transición democrática culmine. Lo que está por verse es que lo anterior vaya a volverse realidad cuando “los acuerdos entre las diversas fuerzas políticas… coloquen los intereses de las personas por encima de cualquier interés partidario”. ¡Vaya liberalismo! ¡O social-cristianismo!

Lo anterior corresponde a los oxímoros a que están destinados los pactos hechos a la carrera, pero deberían llevar a una reflexión mayor sobre el destino del México en que los pactistas sueñan después de que la transición culmine. En especial, porque de eso parece tratarse en el fondo el compromiso firmado por el Presidente y los partidos, lo que toca al Estado y las instituciones que la sociedad grande y compleja que es y será México reclama, de cara a una convulsión mundial que no encuentra una mínima solución de continuidad. Porque de eso también se trata.

La lectura del documento de marras debería ser obligada para los partidos y sus operadores dentro y fuera del poder constituido. No lo ha sido, si tomamos en serio los dichos y contradichos, las contrahechuras, a que se dan los jerarcas de los grupos parlamentarios en estos días: no pueden cumplir con deberes elementales como el de elegir un consejero electoral para el Consejo del IFE o concluir la legislación relativa al Ifai, pero sí asistir impasibles a aberraciones como la de suspender los programas sociales federales so capa de no poner en peligro... ¡el Pacto por México!
 
Y así sigue y seguirá, porque sus firmantes y entusiastas promotores no parecen dispuestos a asumir la gravedad de sus declaraciones iniciales, ni la levedad a que su prisa los llevó en asuntos fundamentales como el del petróleo o la economía en su conjunto. Habrá que ir, y pronto, sobre estos y otros temas prioritarios a la vez que de fondo, pero por hoy dejémoslo ahí y vayamos al principio.
 
Los poderes fácticos y su patología requieren de mayor detalle y precisión, así como de arriesgar una visita adonde habitan el diablo y sus achichincles: los detalles. No son las grandes formaciones económicas las que por sí solas, como en obediencia a alguna ley natural, obstruyen el ejercicio de los derechos fundamentales o su garantía por parte del Estado, como lo manda la Constitución reformada. Son la falta de organización política de la sociedad civil y la irresponsabilidad impune de los gobernantes las que explican el libertinaje de dichos poderes y su ambición por volverlo forma de gobierno. Así en Mexicana como en Aeroméxico; así en la minería como en el Chiquihuite. Para no hablar del infierno laboral que nos abruma.
 
No es la falta de competencia la que por sí sola explica el marasmo económico nacional, sino la decisión, ya secular, del Estado de no invertir y de acabar con sus instrumentos de fomento y apoyo a la inversión privada en el campo y la industria, la que está en el fondo del desempeño mediocre de la economía por más de 20 años. No es la mala educación, que vaya que la hay, la que da cuenta de la opción juvenil por la criminalidad, la deserción escolar o la violencia anómica, sino la falta de crecimiento económico y de empleo, el achatamiento de las expectativas auspiciada por la reconversión oligárquica de la sociedad y el cinismo corriente de los grupos dirigentes, los que, al combinarse, han dado lugar al cuadrante de la desolación que vivimos.
 
No son las elecciones, por fin, donde hoy nos la jugamos todos. En todo caso, son los poderes no fácticos y sus oficiantes en las cumbres de la política formal, como los gobernadores y los legisladores, así como las cohortes partidistas, los que han desatado esta suerte de histeria de baja intensidad que con angustia de más espera a ver qué nos pasa este domingo.
 
Pacto tiene que haber, pero no por trámite. Empieza por esa proclamada recuperación del Estado que sólo puede resultar de un ejercicio mayor de concertación social e inclusión democrática. Lo que no ha habido. Y de una buena (re) lectura que respete la congruencia política.
FUENTE: LA JORNADA OPINION
Todo bajo control-Hernández
Egipto y la primavera que durará

Guillermo Almeyra
Aunque hay impresionistas que sólo ven botas y un golpe militar en Egipto –olvidando que Nasser o Chávez también fueron golpistas y militares–, lo que sucede en ese país es algo mucho más complejo. En primer lugar, el conservador general Abdel Fattah Al Sisi acaba de sacar del poder al partido reaccionario mejor organizado y enraizado, ligado con Estados Unidos y con Qatar y los emiratos –la ultrarreaccionaria Hermandad Musulmana–, cuyos líderes están presos, como sigue en la cárcel la camarilla proimperialista de Hosni Mubarak.
 
El ejército decidió sacar del gobierno a los reac­cionarios y poner en el mismo a técnicos liberales aceptables por Washington pero no agentes de éste ni de los emiratos, porque crecía la rebelión popular que abarcaba a los liberales, los nacionalistas nasseristas, la izquierda democrática, la izquierda revolucionaria y socialista, los sindicatos, un importante sector de la burguesía comercial laica (que antes seguía al Wafd) y la burguesía comercial cristiana copta, que sufría la intolerancia islámica salafita. Esa marea democrática social comenzaba a organizarse, a crear comités y había reunido más de 22 millones de firmas contra Morsi y la Hermandad Musulmana, lo cual indica que muchos musulmanes democráticos la apoyan. El crecimiento de esta rebelión, por un lado, asustó al mando militar conservador (Al Sisi fue jefe de inteligencia en tiempos de Mubarak y fue ascendido por Morsi) y, por otro lado, estimuló las tendencias nacionalistas y bonapartistas existentes desde la mitad del siglo pasado. No hay que olvidar en efecto que el golpe que derribó a la corrupta monarquía del rey Faruk en 1952 estuvo encabezado por el conservador general Mohammed Naguib y no por el más audaz y nacionalista Gamal Abdel Nasser, que después defenestró al primero. Por lo tanto, lo que cuenta es la dinámica que puede llegar a tener el proceso, no el conservadurismo de su primer representante.

Los militares hicieron en realidad un contrafuego, tomaron una medida preventiva, entregando en seguida el gobierno a técnicos que deben elaborar una nueva Constitución (la actual, reaccionaria, fue anulada) y preparar elecciones en seis meses. Salieron de los cuarteles para llenar un vacío antes de que la rebelión encontrase una dirección y un programa propios y para encauzar por la vía burguesa un movimiento que es plebeyo, nacionalista y contrario a los intereses del imperialismo y de sus agentes en la región (desde Qatar hasta Israel). Corrieron el riesgo de acercarse al movimiento de rebeldía y de sufrir su contagio, que es importante desde hace rato, como se ve en la actitud popular ante los soldados, a quienes los que luchan por la democracia ven como aliados de un tipo especial.

En escala internacional, la humanidad está aún ante la realización de las tareas democráticas que encaró la Revolución Francesa: la unidad nacional, la independencia política, la democracia, la redistribución de la tierra. Contrariamente a la visión superficial que habla de primavera árabe, ésta no dura semanas o meses sino muchas décadas, como lo demostró el despertar los pueblos europeos en 1848, que se repitió inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial y después de los años 80. La lucha por la unificación de la nación árabe –fragmentada por las potencias colonialistas y por las monarquías en los siglos XIX y XX– dura ya 70 años. En efecto, viene en realidad desde el levantamiento de Orán, en Argelia, en los años 40, salvajemente reprimido por el imperialismo francés, y pasa por la independencia argelina, el nacionalismo árabe en Egipto, Libia, Siria, Líbano, Yemen, el nasserismo y los intentos de unidad en una sola república árabe, la constitución del partido y el gobierno revolucionario socialista en Yemen del Sur en los 70, el apoyo constante a la Intifada palestina, y aún no ha terminado ni terminará. Sobre todo porque el capital financiero se esfuerza por retrotraer el mundo desde el punto de vista social a lo que imperaba en el siglo XIX y, por lo tanto, vuelve al colonialismo, pisotea las soberanías, restringe brutalmente los espacios democráticos e instaura métodos fascistas hasta en las metrópolis, al mismo tiempo que la situación económica empeora gravemente para los trabajadores y para los países dependientes. Pero la experiencia, la organización, el nivel social y cultural, sin embargo, de los pueblos, son hoy muy superiores a los de hace dos siglos.
 
Las clases medias urbanas –y en éstas se incluyen los militares, que por su origen social pertenecen a ellas– sufren el embate combinado del cierre de sus expectativas de ascenso social y hasta de consumo, de la crisis económica que les niega el futuro y de la prepotencia del capital financiero internacional. El ejército, en algunas condiciones de América Latina o de países árabes o africanos, sirve de partido para los nacionalistas y demócratas que desean un cambio. ¿Acaso no participaron militares antibatistianos en la revolución cubana? Ese aparato de represión y de sostén del Estado burgués puede, en determinadas condiciones de crisis, producir en su seno tendencias como la de Lázaro Cárdenas que, desde el Estado capitalista y con el sostén o la neutralidad benévola de grandes sectores populares, tratan de hacer algunas de las tareas democráticas y sociales que exige la situación si la rebelión que crece no tiene una dirección más avanzada y más reconocida. Ese cesarismo es un pésimo sustituto de una dirección política de los trabajadores, y la revolución pasiva desde arriba, que esos sectores emprenden, es siempre temerosa y está mezclada con represiones, pero no tiene nada que ver con los golpes militares que tratan de salvar al régimen en peligro y que son profundamente conservadores.
 
Por consiguiente, existe el peligro de que amplios sectores populares se ilusionen ante estos nuevos salvadores salidos de los cuarteles y los sigan, en vez de apoyarlos, desbordarlos, dirigirlos. Sobre todo que el ejército, como todo aparato, no es homogéneo ni tiene formación política, y existe el peligro de luchas intestinas, estimuladas por la intervención imperialista, en las que los trabajadores no pueden permanecer indiferentes pero deben siempre mantener su independencia política.
FUENTE: LA JORNADA OPINION

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