México SA
Hoy, tanda de fábulas (5/6)
El cuentacuentos
Realidad vs.
quinto Informe
Carlos Fernández-Vega
Ya llegó, ya está aquí, la quinta temporada del cuentacuentos de Los
Pinos; calderolandia luz y sonido, el exitoso show sobre un país de
mentiritas (mentirotas, en realidad), en el que todo es posible mediante mágico
cuan sencillo procedimiento: onerosísimas campañas propagandísticas –pagadas con
los recursos de quienes sobreviven en el México real–, aderezadas con mayúsculas
dosis de cinismo, miles de machacones discursos fatuos y la siempre
de$intere$ada colaboración de los medios electrónicos.
Cinco tandas al hilo de fábulas políticas, económicas y sociales para alegrar
a los alicaídos hogares mexicanos, que ya no sienten lo duro sino lo tupido. De
acuerdo con su gerente, Calderolandia es la octava maravilla, es perfecta,
chistoretera y genera felicidad por doquier, pero ¿cuál es la realidad objetiva
que la información disponible permite documentar?, como pregunta el Centro de
Investigación en Economía y Negocios del Tecnológico de Monterrey, campus estado
de México, en su balance de los casi cinco años de estancia de Felipe Calderón
en la residencia oficial.
Pues bien, como es tradicional, el autodenominado
quinto informe de gobiernoviene presidido por una avalancha mediática que hace referencia a los principales
logrosque desde la perspectiva oficial
se han alcanzado, pero, de entrada, en materia de seguridad, crecimiento económico y bienestar social (principales ofertas electorales del candidato chaparro, pelón y con lentes), el régimen de
para vivir mejorno ha sólo ha empeorado la de por sí ingrata perspectiva nacional, sino que reporta los peores resultados desde 1988. Como subraya el CIEN,
si el presente año se ajustara a la expectativa de la Secretaría de Hacienda (4 por ciento de incremento en el PIB), el aumento promedio de los cinco años de gobierno sería de 1.5 por ciento, proporción inferior a la registrada en los tres sexenios pasados para un mismo periodo, los cuales, dicho sea de paso, tampoco brillaron por sus éxitos.
La crónica ausencia de crecimiento económico se vincula directamente con la
falta de empleo y con la precariedad de las condiciones laborales. La tasa de
desocupación promedio en lo que va del sexenio es de 4.7 por ciento,
considerablemente mayor al 3.3 por ciento contabilizado en el mismo periodo del
gobierno anterior. Igualmente preocupante es el hecho de que la tendencia de
dicha variable se encuentra al alza, es decir, que a corto plazo no puede
vislumbrarse una solución a este gravísimo problema económico-social. Más de un
millón de mexicanos se han sumado a las filas de la desocupación a lo largo del
calderonato, pero éste va por más. Doce millones engrosaron el ejército de
pobres y a 28 millones no les alcanza para comer. La economía informal ocupa a
13.4 millones de personas, 2 millones adicionales a lo registrado a fines del
2006. Otro elemento indicativo de la precariedad lo constituye el número de
gente ocupada, pero sin acceso a la prestación de seguridad social: de acuerdo
con el último reporte 29.8 millones se encuentran en dicha situación, 3 millones
adicionales respecto al comienzo del sexenio.
Todo ello se ha dado en un entorno fiscal poco propicio para las empresas. A
lo largo del sexenio se ha vivido un aumento en los impuestos, tanto los
relacionados con el consumo como los vinculados con el ingreso. A los mayores
niveles de IVA e ISR debe agregarse la creación de dos impuestos adicionales:
IETU e IDE. Lo anterior en principio debería facilitar la operación financiera
del gobierno, sin embargo no necesariamente ha implicado que se tenga un gasto
público más eficaz. Nuevamente los datos estadísticos así lo documentan, y
también lo hacen en el sentido de que el escaso bienestar de los mexicanos se ha
visto menoscabado no sólo por merma del ingreso neto, sino a través de mayores
impuestos (en número y en tasa).
El problema para el gobierno no ha sido la falta de dinero, señala el CIEN,
sino la mala distribución, así como la ineficacia de la mayor parte de los
programas gubernamentales. En 2006 el precio promedio del barril petrolero fue
de 53.1 dólares, pero en cinco años de calderonato ha sido de 75.2 dólares, y en
2011 la media supera los 100 dólares. Además, ha contado con recursos
adicionales por el alza al precio de las gasolinas: 33 por ciento más en 2011
que en 2006. También se observa un incremento en la deuda pública: de 1.8
billones a 4.4 billones de pesos, pero ¿quién pagará dichos saldos? Mayores
recursos, en principio, debieron dotar al gobierno de un ingreso suficiente para
alcanzar mejores resultados, algo que lamentablemente no ha pasado. Hace cinco
años el inquilino de Los Pinos afirmó que si se continuaba por el mismo camino
se generará una nueva etapa de prosperidad; hoy queda claro que el susodicho tiene una enorme deuda con la sociedad.
El control de la inflación presenta un grado de avance marginal a nivel
general. En salud mantiene cifras similares a las del sexenio anterior, en tanto
que en vivienda presenta un logro más importante. Sin embargo, rubros como los
alimentos y el transporte han tenido un incremento de precios que no es menor,
particularmente, porque se trata de bienes y servicios esenciales para el
consumo de los mexicanos, afectando directamente la capacidad adquisitiva de
aquellas personas que destinan la mayor proporción de sus ingresos a estos
rubros, es decir, los más pobres. Este nulo avance, en términos de inflación,
sobre todo en lo más básico para el bienestar de la población, influye en el
bajo desempeño del consumo y del incipiente desarrollo del mercado interno, lo
cual se ha visto exacerbado tras el incremento vertiginoso de la pobreza”.
Por el lado de la inseguridad, el número de denuncias a nivel nacional
evidencia cómo ha evolucionado la delincuencia, llevando al país a la situación
actual. Su crecimiento deja en claro el avance casi exponencial, particularmente
a partir de 2006 y sólo considerando las cifras oficiales. Esta situación se ha
visto exacerbada debido al detrimento de las condiciones socioeconómicas, es
decir, la falta de generación de crecimiento económico, la mala distribución de
la riqueza, las precarias condiciones del mercado laboral y el incremento de la
pobreza, lo que da cuenta de las fallas estructurales del modelo económico
mexicano.
Todo lo anterior en el México real, aderezado con una corpulenta corrupción
en pleno gobierno de
las manos limpias, algo que nada tiene que ver con la fábula calderonista.
Las rebanadas del pastel
¡Felicidades!: la película mexicana El infierno arrasó en
la entrega de Diosas de Plata. Lo malo es que el infierno real también arrasó,
pero al país.
Desaparición forzada: heridas abiertas
Bajo la impulsión de sus entrañas
–las mismas que trajeron al mundo a su hijo, hoy ausente–, una mujer se anticipa al discurrir de ramas, cartones, bolsas de plástico y otros desechos que se dirigen a un recodo del río. Su esfuerzo tiene como propósito rescatar de las aguas un cuerpo humano. Así, espantando perros al acecho y sus propios miedos, la mujer mira el cadáver y comprueba que no es el hijo que busca. Al día siguiente su rumbo será de hospitales y morgues, ventanillas de juristas y de uniformados, basureros o paradas de camiones, o tal vez algún mercado donde una palabra suelta la impulse a dirigirse al siguiente circuito de hospitales y morgues, sin dejar naufragar su esperanza.
La búsqueda de los desaparecidos sigue el mismo desolado y sobrecogedor rito a través del tiempo, como en la España de la Guerra Civil y del franquismo, y a través de geografías como Argentina, Indonesia, Perú, Sri Lanka, Guatemala o Bosnia-Herzegovina, y, por supuesto, como Tamaulipas, Nuevo León, Michoacán, Chihuahua o Guerrero. Son miles de víctimas las ausentes, así como las que no se rinden en su búsqueda, y es en conmemoración y solidaridad con todas y todos ellos que cada 30 de agosto, desde hace 28 años, se conmemora el Día Internacional de las Personas Desaparecidas.
La normativa internacional en esta materia se ha venido impulsando desde hace ya 40 años, particularmente desde América Latina, destacando el aporte de asociaciones de víctimas, de sectores movilizados de la opinión pública y de la sociedad civil. A diferencia de temas que surgieron ligados a dinámicas ideológicas o partidistas, el abordaje de la desaparición forzada ha representado siempre una demanda de combate frontal contra la pavorosa proliferación de casos en nuestra región, una denuncia sin ambages de la impunidad, un listón de oprobio ante la autoría, complicidad o inacción de los Estados.
El recorrido resultó agobiante por momentos, pero desde 1980 se abrió una senda irrevocable en el plano internacional con la conformación del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Desde entonces, cada nuevo hito ha sido de creciente afirmación. Un brevísimo repaso no debería dejar de lado la paradigmática sentencia de 1988 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el caso de la desaparición en Honduras de Manfredo Velásquez Rodríguez, o la aprobación en 1992, por la Asamblea General de la ONU, de la Declaración sobre la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas –texto por el cual ha sido ampliamente reconocido el francés Louis Joinet–, hasta llegar a la Convención internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, aprobada en 2006 por la Asamblea General de la ONU y cuya entrada en vigor, en diciembre de 2010, se alcanzó con la vigésima ratificación (México fue el tercer país en hacerlo).
Sin embargo, a pesar de la solidez del andamiaje jurídico internacional, siendo un resultado no despreciable, no hemos logrado aún construir el dique que permita erradicar la práctica recurrente, y en algunas latitudes hasta sistemática, de la desaparición forzada. Por eso es que no hay ni puede haber un ambiente de satisfacción o autocomplacencia en esta fecha.
En marzo de este año el Grupo de Trabajo visitó México y desarrolló una amplia agenda con autoridades federales y estatales, al igual que con víctimas y familiares, organizaciones sociales, especialistas y académicos. Sus conclusiones preliminares subrayaron que “en México no existe una política pública integral que se ocupe de los diferentes aspectos de prevención, investigación, sanción y reparación de las víctimas de desapariciones forzadas”.
El debate acerca de la desaparición forzada y su combate es inexorable en el país. Así me lo demostró una de mis primeras actividades al tomar mi cargo, hace poco menos de un año, cuando me reuní con los notables hombres y mujeres de la Comisión de Mediación y tuve el honor de conocer con ellos a monseñor Samuel Ruiz, quien fallecería apenas cuatro meses después de ese encuentro. En la agenda quedó el tesón de todos por esclarecer las desapariciones de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, miembros del denominado Ejército Popular Revolucionario. Y como este ejemplo, muchos otros, plena y suficientemente documentados por la propia Comisión Nacional de los Derechos Humanos, cuya más señera e importante recomendación sobre esta escalofriante práctica ya roza los 10 años de emitida.
Sabedor de que México enfrenta retos muy serios y tiempos muy álgidos, no soy de quienes se suman al desánimo. Aunque la impunidad tiene raíces y causas profundas, conquistas concretas vienen a ponerse al servicio de estas luchas, entre ellas la crucial sentencia de finales de 2009 de la CIDH por la desaparición de Rosendo Radilla Pacheco.
Hemos llegado al punto en que se ha forjado una vasta coincidencia en que el Estado mexicano tiene que avanzar de manera sostenida en el cumplimiento de una agenda mínima, empezando por el reconocimiento de la dimensión del problema de la desaparición forzada tanto en el pasado como en el presente. El catálogo de medidas posibles no es en forma alguna extravagante ni inviable políticamente. Por ejemplo, se trata de contar con una base de datos que contenga información completa y ayude a la visibilización del fenómeno; se requiere emitir una ley general sobre desapariciones que ponga en funcionamiento mecanismos eficaces para encontrar o saber el paradero de las víctimas; obviamente, es necesario que la tipificación de la desaparición sea la misma en toda la República; asimismo, se deben establecer protocolos de investigación y acusación para estos delitos, y, finalmente, es preciso garantizar el derecho a la reparación integral de las víctimas.
Sirva esta conmemoración para renovar nuestra solidaridad y compromiso con las víctimas y sus familiares, para revisar los pendientes históricos y presentes, para alentar la reforma de la procuración de justicia y, por último, para cerrarle el paso a la repetición de una de las más graves violaciones a los derechos humanos en esta gran nación. l
*Representante en México de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
La búsqueda de los desaparecidos sigue el mismo desolado y sobrecogedor rito a través del tiempo, como en la España de la Guerra Civil y del franquismo, y a través de geografías como Argentina, Indonesia, Perú, Sri Lanka, Guatemala o Bosnia-Herzegovina, y, por supuesto, como Tamaulipas, Nuevo León, Michoacán, Chihuahua o Guerrero. Son miles de víctimas las ausentes, así como las que no se rinden en su búsqueda, y es en conmemoración y solidaridad con todas y todos ellos que cada 30 de agosto, desde hace 28 años, se conmemora el Día Internacional de las Personas Desaparecidas.
La normativa internacional en esta materia se ha venido impulsando desde hace ya 40 años, particularmente desde América Latina, destacando el aporte de asociaciones de víctimas, de sectores movilizados de la opinión pública y de la sociedad civil. A diferencia de temas que surgieron ligados a dinámicas ideológicas o partidistas, el abordaje de la desaparición forzada ha representado siempre una demanda de combate frontal contra la pavorosa proliferación de casos en nuestra región, una denuncia sin ambages de la impunidad, un listón de oprobio ante la autoría, complicidad o inacción de los Estados.
El recorrido resultó agobiante por momentos, pero desde 1980 se abrió una senda irrevocable en el plano internacional con la conformación del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Desde entonces, cada nuevo hito ha sido de creciente afirmación. Un brevísimo repaso no debería dejar de lado la paradigmática sentencia de 1988 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el caso de la desaparición en Honduras de Manfredo Velásquez Rodríguez, o la aprobación en 1992, por la Asamblea General de la ONU, de la Declaración sobre la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas –texto por el cual ha sido ampliamente reconocido el francés Louis Joinet–, hasta llegar a la Convención internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, aprobada en 2006 por la Asamblea General de la ONU y cuya entrada en vigor, en diciembre de 2010, se alcanzó con la vigésima ratificación (México fue el tercer país en hacerlo).
Sin embargo, a pesar de la solidez del andamiaje jurídico internacional, siendo un resultado no despreciable, no hemos logrado aún construir el dique que permita erradicar la práctica recurrente, y en algunas latitudes hasta sistemática, de la desaparición forzada. Por eso es que no hay ni puede haber un ambiente de satisfacción o autocomplacencia en esta fecha.
En marzo de este año el Grupo de Trabajo visitó México y desarrolló una amplia agenda con autoridades federales y estatales, al igual que con víctimas y familiares, organizaciones sociales, especialistas y académicos. Sus conclusiones preliminares subrayaron que “en México no existe una política pública integral que se ocupe de los diferentes aspectos de prevención, investigación, sanción y reparación de las víctimas de desapariciones forzadas”.
El debate acerca de la desaparición forzada y su combate es inexorable en el país. Así me lo demostró una de mis primeras actividades al tomar mi cargo, hace poco menos de un año, cuando me reuní con los notables hombres y mujeres de la Comisión de Mediación y tuve el honor de conocer con ellos a monseñor Samuel Ruiz, quien fallecería apenas cuatro meses después de ese encuentro. En la agenda quedó el tesón de todos por esclarecer las desapariciones de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, miembros del denominado Ejército Popular Revolucionario. Y como este ejemplo, muchos otros, plena y suficientemente documentados por la propia Comisión Nacional de los Derechos Humanos, cuya más señera e importante recomendación sobre esta escalofriante práctica ya roza los 10 años de emitida.
Sabedor de que México enfrenta retos muy serios y tiempos muy álgidos, no soy de quienes se suman al desánimo. Aunque la impunidad tiene raíces y causas profundas, conquistas concretas vienen a ponerse al servicio de estas luchas, entre ellas la crucial sentencia de finales de 2009 de la CIDH por la desaparición de Rosendo Radilla Pacheco.
Hemos llegado al punto en que se ha forjado una vasta coincidencia en que el Estado mexicano tiene que avanzar de manera sostenida en el cumplimiento de una agenda mínima, empezando por el reconocimiento de la dimensión del problema de la desaparición forzada tanto en el pasado como en el presente. El catálogo de medidas posibles no es en forma alguna extravagante ni inviable políticamente. Por ejemplo, se trata de contar con una base de datos que contenga información completa y ayude a la visibilización del fenómeno; se requiere emitir una ley general sobre desapariciones que ponga en funcionamiento mecanismos eficaces para encontrar o saber el paradero de las víctimas; obviamente, es necesario que la tipificación de la desaparición sea la misma en toda la República; asimismo, se deben establecer protocolos de investigación y acusación para estos delitos, y, finalmente, es preciso garantizar el derecho a la reparación integral de las víctimas.
Sirva esta conmemoración para renovar nuestra solidaridad y compromiso con las víctimas y sus familiares, para revisar los pendientes históricos y presentes, para alentar la reforma de la procuración de justicia y, por último, para cerrarle el paso a la repetición de una de las más graves violaciones a los derechos humanos en esta gran nación. l
*Representante en México de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
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