El amor abstracto del presidente
El extravío presidencial.
Foto: Benjamín Flores
Foto: Benjamín Flores
MÉXICO, D.F. (Proceso).- En uno de sus ensayos, Albert Camus, esa gran conciencia moral del siglo XX, escribió una frase que define muy bien una forma del mal que se muestra como bien –la frase la he citado varias veces, pero no la he explicado en profundidad–: “Conozco algo peor que el odio, el amor abstracto”.
El odio es limitado. Se dirige a alguien o a álguienes. Por lo general –porque el odio es el rostro invertido del amor–, a quien o quienes se ha amado y han traicionado ese amor. Su radio de mal es, por lo tanto, focalizable. En cambio, en nombre del amor por lo abstracto se han cometido atrocidades inmensas, incluso genocidios.
Cuando Camus escribió esa frase tenía en mente no sólo su crítica a la Iglesia, sino también al comunismo y al fascismo. En nombre del amor a abstracciones como Dios, la sociedad sin clases y “las mañanas que cantan”, en nombre de la raza y del amor a Alemania, se habían cometido crímenes impensables: Inquisiciones, hogueras, Gulags, campos de exterminio, juicios sumarios. En nombre de los seres humanos de mañana –seres que no existen más que en la abstracción–, día y noche se encarcelaba, humillaba y asesinaba a otros que, valga la redundancia, existían, tenían vida.
Las democracias no se han quedado atrás. En nombre de la libertad se lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima, y Bush, el júnior, asesinó hombres, mujeres y niños en Irak.
El presidente Felipe Calderón viene de ese amor. En nombre de la protección de los jóvenes de la droga, de erradicar ésta para que la juventud de mañana esté libre de la misma, desencadenó una guerra que ha cobrado más de 60 mil vidas, si contamos a los desaparecidos –la mayoría jóvenes–, y ha generado más de 120 mil desplazados. Su obsesión por lo que debería ser lo ha llevado, como a todos los ideologizados, a buscar la justicia social en el poder que, al hablar en nombre de las víctimas potenciales de la droga, desemboca en su asesinato. No es otra cosa lo que, a pesar de las evidencias que la visibilización de las víctimas le muestra, ha reiterado para justificar su guerra.
Para Calderón, los jóvenes muertos son, como lo ha sido para las ideologías históricas, un mal necesario cuya justificación es su amor por ellos. Los ama tanto que ha decidido combatir a los que quieren dañarlos, y al combatirlos los ha ido destruyendo. Mientras 20 grandes capos, como lo dice bien Sabina Berman (Informe de guerra, Proceso 1818), “yacen (en su estrategia de guerra) bajo tierra o están encerrados en cárceles”, los cárteles se han pulverizado en grupúsculos liderados por jóvenes (que, abandonados por el Estado, han sido cooptados por esos propios grupos) “capaces de acciones de una estupidez y de una crueldad abismales” que han multiplicado el crimen. Mientras eso sucede, el mismo Estado –que el propio Calderón custodia– hace bisagra con ese mismo crimen: “los gobernadores y los alcaldes corruptos, las policías y los jueces corruptos, los secretarios de Estado corruptos: los criminales de corbata a los que el presidente ni siquiera ha pretendido aplicar la ley, en una suerte de lealtad de clase (…)”.
Encubierto en su amor abstracto y en su puritanismo –que sólo puede ver la maldad en el crimen no amparado por el Estado–, considera que los jóvenes que mueren a diario de manera inocente o culpable son necesarios para hacer posible el bien. Semejante a lo hecho por los Estados totalitarios, Calderón, al colocar el amor a los jóvenes por encima de sus libertades ha desgarrado la Constitución, alienado los derechos inalienables, multiplicado el crimen y ahogado la vida social bajo el peso de una guerra que ha derivado en terror. O para decirlo de manera más simple, el horror de su política proviene de una idolatría del bien, de un amor abstracto por aquellos a quienes ha querido salvar de lo que absurdamente considera un mal: la droga. “El mal –escribía Levinas– (…) se lleva a cabo por la bondad tanto como por la crueldad”. Entre esos polos –la bondad de Calderón y del Estado y la crueldad de los criminales– los seres humanos de este país –en particular los jóvenes– vivimos en la indefensión, el horror y la muerte.
Lo que al presidente y a quienes legitiman su política les da la ilusión de hacer una guerra justa –aunque nunca hay guerras justas– no es la voluntad de poder, sino la voluntad de justicia por los millones de jóvenes que el crimen quiere destruir. Se sienten requeridos, reivindicados, inspirados por ellos. Se sienten los guardianes de un pueblo en peligro. Las víctimas de su guerra no pueden conmoverlos. Su sufrimiento es su manera de justificar su servicio, de comparecer frente a la historia y decir que sirven a la justicia de mañana. Su amor a la abstracción los conduce a aceptar que los que viven tienen lamentablemente que morir. Así, como señala Finkielkraut, “el campo de Abel puede ser tan criminal como la violencia de Caín, y (las víctimas) de esta guerra toman su sitio al lado de millones de seres humanos de cualquier clase y de cualquier confesión víctimas del mismo amor” por lo abstracto.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
El odio es limitado. Se dirige a alguien o a álguienes. Por lo general –porque el odio es el rostro invertido del amor–, a quien o quienes se ha amado y han traicionado ese amor. Su radio de mal es, por lo tanto, focalizable. En cambio, en nombre del amor por lo abstracto se han cometido atrocidades inmensas, incluso genocidios.
Cuando Camus escribió esa frase tenía en mente no sólo su crítica a la Iglesia, sino también al comunismo y al fascismo. En nombre del amor a abstracciones como Dios, la sociedad sin clases y “las mañanas que cantan”, en nombre de la raza y del amor a Alemania, se habían cometido crímenes impensables: Inquisiciones, hogueras, Gulags, campos de exterminio, juicios sumarios. En nombre de los seres humanos de mañana –seres que no existen más que en la abstracción–, día y noche se encarcelaba, humillaba y asesinaba a otros que, valga la redundancia, existían, tenían vida.
Las democracias no se han quedado atrás. En nombre de la libertad se lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima, y Bush, el júnior, asesinó hombres, mujeres y niños en Irak.
El presidente Felipe Calderón viene de ese amor. En nombre de la protección de los jóvenes de la droga, de erradicar ésta para que la juventud de mañana esté libre de la misma, desencadenó una guerra que ha cobrado más de 60 mil vidas, si contamos a los desaparecidos –la mayoría jóvenes–, y ha generado más de 120 mil desplazados. Su obsesión por lo que debería ser lo ha llevado, como a todos los ideologizados, a buscar la justicia social en el poder que, al hablar en nombre de las víctimas potenciales de la droga, desemboca en su asesinato. No es otra cosa lo que, a pesar de las evidencias que la visibilización de las víctimas le muestra, ha reiterado para justificar su guerra.
Para Calderón, los jóvenes muertos son, como lo ha sido para las ideologías históricas, un mal necesario cuya justificación es su amor por ellos. Los ama tanto que ha decidido combatir a los que quieren dañarlos, y al combatirlos los ha ido destruyendo. Mientras 20 grandes capos, como lo dice bien Sabina Berman (Informe de guerra, Proceso 1818), “yacen (en su estrategia de guerra) bajo tierra o están encerrados en cárceles”, los cárteles se han pulverizado en grupúsculos liderados por jóvenes (que, abandonados por el Estado, han sido cooptados por esos propios grupos) “capaces de acciones de una estupidez y de una crueldad abismales” que han multiplicado el crimen. Mientras eso sucede, el mismo Estado –que el propio Calderón custodia– hace bisagra con ese mismo crimen: “los gobernadores y los alcaldes corruptos, las policías y los jueces corruptos, los secretarios de Estado corruptos: los criminales de corbata a los que el presidente ni siquiera ha pretendido aplicar la ley, en una suerte de lealtad de clase (…)”.
Encubierto en su amor abstracto y en su puritanismo –que sólo puede ver la maldad en el crimen no amparado por el Estado–, considera que los jóvenes que mueren a diario de manera inocente o culpable son necesarios para hacer posible el bien. Semejante a lo hecho por los Estados totalitarios, Calderón, al colocar el amor a los jóvenes por encima de sus libertades ha desgarrado la Constitución, alienado los derechos inalienables, multiplicado el crimen y ahogado la vida social bajo el peso de una guerra que ha derivado en terror. O para decirlo de manera más simple, el horror de su política proviene de una idolatría del bien, de un amor abstracto por aquellos a quienes ha querido salvar de lo que absurdamente considera un mal: la droga. “El mal –escribía Levinas– (…) se lleva a cabo por la bondad tanto como por la crueldad”. Entre esos polos –la bondad de Calderón y del Estado y la crueldad de los criminales– los seres humanos de este país –en particular los jóvenes– vivimos en la indefensión, el horror y la muerte.
Lo que al presidente y a quienes legitiman su política les da la ilusión de hacer una guerra justa –aunque nunca hay guerras justas– no es la voluntad de poder, sino la voluntad de justicia por los millones de jóvenes que el crimen quiere destruir. Se sienten requeridos, reivindicados, inspirados por ellos. Se sienten los guardianes de un pueblo en peligro. Las víctimas de su guerra no pueden conmoverlos. Su sufrimiento es su manera de justificar su servicio, de comparecer frente a la historia y decir que sirven a la justicia de mañana. Su amor a la abstracción los conduce a aceptar que los que viven tienen lamentablemente que morir. Así, como señala Finkielkraut, “el campo de Abel puede ser tan criminal como la violencia de Caín, y (las víctimas) de esta guerra toman su sitio al lado de millones de seres humanos de cualquier clase y de cualquier confesión víctimas del mismo amor” por lo abstracto.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
La Caravana del Sur
La Caravana de Javier Sicilia.
Foto: Germán Canseco
Foto: Germán Canseco
MÉXICO, D.F. (apro).- Extrañamente, la caravana de la paz que durante 11 días recorrerá 3 mil 500 kilómetros del sur del país, inició de una manera fría en el Distrito Federal y Cuernavaca, quizá por dos factores: apatía y miedo, que juntos han ocasionado un efecto de vacío en algunas plazas de pueblos y ciudades controladas por el crimen organizado, donde los ciudadanos apenas asoman la cabeza para mirar el paso de 14 autobuses donde viajan 600 personas.
La caravana es como una especie de cápsula que lleva en su interior un mensaje de paz en medio de la violencia y la muerte. En los autobuses van familias de víctimas de la guerra contra el crimen organizado y algunas otras que, como la hija de Lucio Cabañas, aún sufren la represión de una guerra más vieja, la que el Estado declaró a los grupos guerrilleros en los años setenta.
También viaja un grupo de migrantes centroamericanos que se ha unido a la causa pacífica del movimiento que encabeza Javier Sicilia y que ha conjuntado a cientos de víctimas que llegan a todas las plazas a contar sus historias.
Es como una pequeña troupe de actores que van narrando sus tragedias particulares y juntas retratan la tragedia nacional por la que cruza el país, que en números se traduce en 50 mil muertos, 10 mil desaparecidos y 3 mil 500 desplazados por la guerra
Si uno se para a la orilla de la carretera puede ver pasar a 15 autobuses llenos de gente, que al frente y a los costados llevan una paloma de la paz. En el contingente va también un viejo autobús escolar con enormes bocinas, que a veces sirve de templete en los actos o para que los fotógrafos tomen las mejores imágenes desde lo alto del techo.
Serpenteando las carreteras que cruzan valles, sierras y montañas, la caravana de la paz lleva en su interior las historias de injusticia, impunidad, horror y desolación que les han dejado sus muertos y desaparecidos.
Al llegar al sur, esas historias se juntaron con las historias seculares de marginación, pobreza, violencia institucional y olvido.
Son historias que, como en el caso de Guerrero, se funden con las nuevas, creadas por el miedo que en los ciudadanos han instalado los grupos del crimen organizado, que en cuatro años han dejado casi 3 mil muertos y decenas de desaparecidos en la entidad, de acuerdo con el Comité de Muertos, Desaparecidos y Secuestrados del estado.
Todo eso ha perdido el interés para un sector de la prensa mexicana, que absurdamente ha puesto en primer lugar las campañas preelectorales y ha dejado a un lado las consecuencias de la incapacidad e ineficiencia de la clase política nacional, que esta más atenta a sus propios intereses que a los de los ciudadanos.
Un claro vacío han creado sobre todo Televisa y Televisión Azteca, totalmente ausentes de la cobertura diaria de la caravana y sus víctimas. No enviaron a uno solo de sus reporteros y apenas se cubren con algunas notas de sus corresponsales en las principales ciudades.
Mientras tanto, algunos diarios dejaron de enviar fotógrafos y reporteros, haciendo un vacío en sus páginas, donde ya no incluyen las historias de quienes han sido víctimas de una guerra absurda que día a día cobra más muertos y desaparecidos.
Curiosamente, en Oaxaca algunos reporteros cuestionaron a Sicilia por la poca difusión de la caravana en los medios, y en una jugada de palabras el poeta reviró: “Ustedes, los medios, son los que deberían responder a esta pregunta: ¿Por qué ya no les interesan las víctimas? ¿Por qué le dedican más espacio a los políticos y no a la gente?”.
La pregunta es un ejercicio de mayéutica, porque al regresar el cuestionamiento hace ver a ciertos medios en su juego perverso de seguir la dinámica de los políticos, los principales responsables de la tragedia nacional y del miedo que ha provocado el crimen organizado.
No es gratuito, entonces, que haya apatía y miedo en muchas plazas por donde ha cruzado la caravana de la paz en su periplo por el sur del país.
Al crear un vacío informativo, estos medios están reproduciendo el clima de terror que han edificado los grupos del crimen organizado, ya que les interesa más destacar la declaración o las notas rojas que la propuesta de paz de este grupo de hombres y mujeres que van recorriendo el país, consolando a otros que como ellos sufren las consecuencias de los errores de la clase política nacional.
La caravana es como una especie de cápsula que lleva en su interior un mensaje de paz en medio de la violencia y la muerte. En los autobuses van familias de víctimas de la guerra contra el crimen organizado y algunas otras que, como la hija de Lucio Cabañas, aún sufren la represión de una guerra más vieja, la que el Estado declaró a los grupos guerrilleros en los años setenta.
También viaja un grupo de migrantes centroamericanos que se ha unido a la causa pacífica del movimiento que encabeza Javier Sicilia y que ha conjuntado a cientos de víctimas que llegan a todas las plazas a contar sus historias.
Es como una pequeña troupe de actores que van narrando sus tragedias particulares y juntas retratan la tragedia nacional por la que cruza el país, que en números se traduce en 50 mil muertos, 10 mil desaparecidos y 3 mil 500 desplazados por la guerra
Si uno se para a la orilla de la carretera puede ver pasar a 15 autobuses llenos de gente, que al frente y a los costados llevan una paloma de la paz. En el contingente va también un viejo autobús escolar con enormes bocinas, que a veces sirve de templete en los actos o para que los fotógrafos tomen las mejores imágenes desde lo alto del techo.
Serpenteando las carreteras que cruzan valles, sierras y montañas, la caravana de la paz lleva en su interior las historias de injusticia, impunidad, horror y desolación que les han dejado sus muertos y desaparecidos.
Al llegar al sur, esas historias se juntaron con las historias seculares de marginación, pobreza, violencia institucional y olvido.
Son historias que, como en el caso de Guerrero, se funden con las nuevas, creadas por el miedo que en los ciudadanos han instalado los grupos del crimen organizado, que en cuatro años han dejado casi 3 mil muertos y decenas de desaparecidos en la entidad, de acuerdo con el Comité de Muertos, Desaparecidos y Secuestrados del estado.
Todo eso ha perdido el interés para un sector de la prensa mexicana, que absurdamente ha puesto en primer lugar las campañas preelectorales y ha dejado a un lado las consecuencias de la incapacidad e ineficiencia de la clase política nacional, que esta más atenta a sus propios intereses que a los de los ciudadanos.
Un claro vacío han creado sobre todo Televisa y Televisión Azteca, totalmente ausentes de la cobertura diaria de la caravana y sus víctimas. No enviaron a uno solo de sus reporteros y apenas se cubren con algunas notas de sus corresponsales en las principales ciudades.
Mientras tanto, algunos diarios dejaron de enviar fotógrafos y reporteros, haciendo un vacío en sus páginas, donde ya no incluyen las historias de quienes han sido víctimas de una guerra absurda que día a día cobra más muertos y desaparecidos.
Curiosamente, en Oaxaca algunos reporteros cuestionaron a Sicilia por la poca difusión de la caravana en los medios, y en una jugada de palabras el poeta reviró: “Ustedes, los medios, son los que deberían responder a esta pregunta: ¿Por qué ya no les interesan las víctimas? ¿Por qué le dedican más espacio a los políticos y no a la gente?”.
La pregunta es un ejercicio de mayéutica, porque al regresar el cuestionamiento hace ver a ciertos medios en su juego perverso de seguir la dinámica de los políticos, los principales responsables de la tragedia nacional y del miedo que ha provocado el crimen organizado.
No es gratuito, entonces, que haya apatía y miedo en muchas plazas por donde ha cruzado la caravana de la paz en su periplo por el sur del país.
Al crear un vacío informativo, estos medios están reproduciendo el clima de terror que han edificado los grupos del crimen organizado, ya que les interesa más destacar la declaración o las notas rojas que la propuesta de paz de este grupo de hombres y mujeres que van recorriendo el país, consolando a otros que como ellos sufren las consecuencias de los errores de la clase política nacional.
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