Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

martes, 18 de junio de 2013

El trasfondo del espionaje- ¿Tiene sentido social el oficio del historiador?- ¿Venceremos al oscurantismo?

El trasfondo del espionaje


El encuentro del Grupo de los Ocho países más industrializados (G-8), que tiene lugar en Enniskillen, Irlanda del Norte, de por sí tenso y pleno de desacuerdos, tiene como telón de fondo el creciente escándalo por las revelaciones sobre la dimensión, la extensión y la sistematicidad de las redes de espionaje estadunidenses y occidentales, puestas al descubierto recientemente por el ex empleado de la CIA Edward Snowden.
 
El tema afecta, en primer lugar, la posición interna del presidente Barack Obama, quien enfrenta el señalamiento social de haber permitido una grave y sostenida violación a normas constitucionales que prohíben la intromisión gubernamental en la privacidad de los ciudadanos, salvo en casos excepcionales y justificados. El señalamiento es tan ineludible que ha dado lugar incluso a coincidencias políticas entre sectores republicanos conservadores y el ala progresista del Partido Demócrata en torno a la necesidad de regular y vigilar las actividades de espionaje interno puestas en práctica por la inteligencia militar (National Seccurity Agency, NSA) y otros organismos.

Por lo demás, en el encuentro de Enniskillen flota en el ambiente el descubrimiento de que el gobierno británico espió a sus huéspedes durante la cumbre del G-8 que tuvo lugar en Londres en 2009, y el gobierno chino, por voz de su Ministerio de Relaciones Exteriores, exigió explicaciones a Washington sobre la intervención furtiva de líneas de telecomunicaciones en China y en Hong Kong, así como sobre la práctica de intervenir empresas y servidores de Internet para llevar el espionaje cibernético a escala planetaria, hecho a todas luces violatorio de la legalidad internacional.

Es claro que de las dimensiones que alcance la indignación social causada por tales revelaciones dependerá, en buena medida, el futuro de Bradley Manning, el soldado estadunidense que filtró a Wikileaks documentos militares secretos que contienen algunos de los crímenes de lesa humanidad perpetrados por los ocupantes occidentales en Irak y Afganistán; de Julian Assange, el fundador de Wikileaks, quien por estas fechas cumple un año de permanecer en la embajada de Ecuador en Londres, en calidad de refugiado, y quien hace frente a una severa persecución judicial de Suecia y Gran Bretaña con el inocultable propósito de entregarlo al gobierno de Estados Unidos, y del propio Snowden, cuyo paradero se desconoce, pero sobre quien pesa ya una investigación judicial y una campaña mediática, orquestada por el gobierno de Washington, que pretende convertirlo en traidor y criminal.
 
Justamente ayer, el canciller ecuatoriano, Ricardo Pacheco, llegó a Londres con el propósito de encontrar, junto con las autoridades británicas, una salida a la situación de Assange, a quien el gobierno de David Cameron niega el salvoconducto requerido para que pueda abandonar el territorio inglés y viajar hacia Ecuador, cuyo gobierno le ha ofrecido asilo político.
 
Y entre estos acontecimientos crece el debate público en torno al secretismo tradicional de los poderes públicos y su tendencia a establecer sistemas ilegales de vigilancia y espionaje sobre la población, pese a que, en los casos de Estados Unidos y Europa occidental, tales prácticas ponen en entredicho las pretensiones democráticas y legalistas de esos países.
 
La consideración básica y consensual que debiera refrenar la tendencia de todo poder público a inmiscuirse en la privacidad de los habitantes es la siguiente: los individuos deben gozar de la máxima protección posible a la intimidad, en tanto los gobiernos deben reducir al mínimo la confidencialidad de sus actividades y guardar secretos sólo en circunstancias excepcionales en las que las consideraciones de seguridad nacional así lo ameriten. Pero, en lo inmediato, las democracias occidentales invierten los términos de esa ecuación, actúan como regímenes opresores y procuran reducir al mínimo posible los márgenes de privacidad de los ciudadanos, en tanto buscan para ellos mismos el máximo espacio de secreto, y en él, como es lógico suponer, florecen, más temprano que tarde, la ilegalidad y la corrupción.
FUENTE: LA JORNADA OPINION
 Hombre prevenido-Magú
¿Tiene sentido social el oficio del historiador?

Pedro Salmerón Sanginés
Desde hace décadas, la escuela de pensamiento dominante en los colegios de historia es el historicismo o relativismo histórico. Para muchos de quienes –muy jóvenes– nos matriculamos en la licenciatura en historia, el historicismo encerraba razones poderosamente atractivas frente al marxismo de manual, el empirismo mal llamado positivista, o los lugares comunes del tipo el que no conoce su historia está condenado a repetirla.
 
El historicismo que leíamos en nuestros años de aprendizaje nos decía, en palabras de Benedetto Croce que toda historia es historia contemporánea y que el pasado no existe: la historia está viva en el espíritu y no en los restos muertos del pasado. De ahí partía R. G. Collingwood para afirmar que toda historia es historia del pensamiento, que el conocimiento histórico es la reactualización, en el espíritu del historiador, del pensamiento cuya historia estudia y que el conocimiento histórico es la reactualización de un pensamiento pasado, encapsulado en un contexto de pensamientos presentes que, al contradecirlo, lo confinan a un plano diferente al suyo. Es el historiador quien construye (o reconstruye) dentro de sí mismo el pasado y, por tanto, todo pensamiento histórico es interpretación histórica del presente. Por supuesto, si la historia es interpretación, no hay verdad, sino verdades a las que llega el historiador desde sus problemas presentes, su perspectiva presente y, por fin, si lo que nos lleva al estudio de la historia son los problemas el presente, la historia es también compromiso, decisión, toma de partido (Ramón Iglesia).
Haciendo a un lado el idealismo (la reducción de la historia al espíritu y a la historia del pensamiento), hay cuatro premisas con las que es difícil no coincidir:

El pasado no existe, la historia vive en el presente; es el historiador el que (re)construye en su interior el pensamiento del pasado; la verdad es relativa, depende de la subjetividad del historiador; la historia exige compromiso en el presente.

Sin embargo, después de Croce y Collingwood, después de la Segunda Guerra Mundial y de manera aún más acentuada tras el final de la guerra fría, los sucesores del relativismo se ocuparon en negar toda validez científica al conocimiento histórico hasta el punto de permitir a los falsificadores (y a cada vez más estudiantes y egresados de las escuelas de historia) asegurar que toda interpretación es válida, confundiendo aposta y con grosería, interpretación con invención. En la práctica, eso les permite abandonar la investigación, la crítica de fuentes y su confrontación e incluso, la más elemental honestidad intelectual, pues si toda verdad es válida, ninguna lo es. Como hemos señalado en otras ocasiones, el relativismo histórico nunca llegó a tanto… aunque al parecer, sí sus sucesores. También es verdad que el propio pensamiento de aquellos autores llevaba a abstracciones muy poco históricas, como la mente absoluta (esta idea ha sido correctamente explicada por Rodrigo Díaz, El historicismo idealista: Hegel y Collingwood, pp. 128-133).
 
Ahora bien, en mis mal articuladas reflexiones sobre este posmodernismo que hace de la historia mero discurso actuaba como buena parte de quienes sostienen sus postulados: desligaba los frutos del pensamiento de su base material, creyendo, como ellos afirman, que las cosas del reino de las ideas ocurren o pueden ocurrir con independencia de lo real. Esa idea me impedía entender las razones del vuelo posmoderno. En efecto, ¿cómo es que los estudiosos de lo histórico, lo político, lo social, hemos dejado de ser eso, estudiosos, para convertirnos en los creadores de la verdad?
Empiezo a salir de esa confusión gracias a una reflexión de Felipe Curcó, ¿Es relevante la verdad para la teoría política?, donde afirma que el liberalismo político relega el pluralismo a la esfera de lo privado para asegurar el consenso en la esfera de lo público. Por tanto, todas las cuestiones controvertidas (y toda discusión en torno a la verdad) son eliminadas de la agenda política. En consecuencia, la política se transforma en un terreno en el que la mayoría de los individuos aceptan someterse a acuerdos que consideran o que se les imponen como neutrales.
 
De ese modo, encontramos que la supresión de la verdad en teoría política –y en la ciencia histórica– responde a intereses políticos y económicos determinados. Si me siguen, los mostraremos en la próxima entrega. Entonces, no es de extrañar, que la ciencia histórica en México sea cada vez más pequeña, endogámica y encerrada en sí misma (Luis Fernando Granados sobre Alfredo Ávila)
¿Venceremos al oscurantismo?

José Blanco
Desde que fue aprobada la reforma a los artículos tercero y 73 constitucionales, y fue bautizada con el tan desafortunado nombre de reforma educativa, el debate no ha logrado encontrar una senda racional y ordenada. Especialmente la escuela primaria y la secundaria han vivido por décadas en un oscurantismo subdesarrollado, y el debate actual lo ha oscurecido más y más, enrarecido notoriamente y crispado de tal modo, que la probabilidad de que la escuela quede hundida en el oscurantismo, es realmente probable.
 
Por supuesto, algunas opiniones públicas provienen de grupos de interés, en cuyo caso defienden un statu quo que no tienen que ver con la necesidad imperiosa de reformar la educación y ponerla en el siglo XXI, o bien provienen de las muchas personas que genuinamente y con todo derecho opinan, pero lo hacen desde el sentido común, y no desde un conocimiento sistemático sobre ese muy complejo objeto de estudio que es la generación y la distribución social de conocimientos. Se trata, de otra parte de un objeto que en el último medio siglo ha cambiado asombrosamente, debido a la meteórica velocidad con que avanza la producción del conocimiento, especialmente en el campo de las disciplinas cuyo cometido es desentrañar las leyes que rigen el comportamiento de la naturaleza (y los humanos y su cerebro son parte de la naturaleza). De acuerdo con un dato difundido por la Unesco, la generación en estas disciplinas se duplicará cada 73 días en el año 2020 (hoy lo hace cada dos años aproximadamente). Al mismo tiempo este conocimiento se convirtió en el lapso de los últimos 40 o 50 años, con mucho, en el principal insumo de la producción de bienes y servicios en el mundo desarrollado, configurándose así la llamada sociedad del conocimiento y la información.

Ocurre que una gran proporción de la generación de este conocimiento, y de la formación de los recursos humanos que se encargarán de dar continuidad a este proceso sin fin, tiene lugar en las universidades, y éstas requieren recibir a estudiantes capaces de incorporarse a este torrente de aprendizaje innovador para convertirse en los nuevos generadores de conocimiento generación tras generación, sin estación de llegada.

Esta es una de las muchísimas razones por las cuales quizá pueda decirse que a todo el mundo le importa, y le importa –por lo menos a algunos– inmensamente, la escuela elemental. Ahí empieza el proceso que, escolarmente, rematará en la educación superior.

Cuándo el conocimiento que está generándose avanza a la velocidad referida, la pregunta por la organización y los métodos de aprendizaje de todos los niveles se vuelven de una importancia difícil de exagerar. De modo que también es difícil exagerar la dimensión de la responsabilidad de las generaciones del presente, para con sus niños y jóvenes.
 
Y esa responsabilidad es mayor cuando la sociedad cobra conciencia de que la escuela elemental ha vivido hundida en la corrupción y en la enorme ignorancia de quienes la gestionan.
 
Por supuesto, no deberíamos estar discutiendo sobre la evaluación de los docentes, sino sobre la evaluación de lo que enseñamos y los métodos que usamos. Cuando sepamos esto, sabremos qué docentes requiere el país, y es entonces que tendremos que decidir cómo los formaremos y los capacitaremos. El eslabón siguiente consiste en instituir los métodos de evaluación, no sólo de los profesores, sino de todos los elementos que componen el sistema educativo. Y eso requiere quitarle absolutamente la prisa y la crispación con las que nos estamos ocupando del tema.
 
Quienes trabajan en el tema de la calidad de la educación, que es justamente lo que buscamos, suelen hacerlo con este conjunto de referencias: 1) la necesidad de un paradigma educativo: lo tendremos cuando contemos con una respuesta simultánea y coherente a las cinco preguntas básicas de la enseñanza: ¿qué se enseña?, ¿para qué se enseña?, ¿cómo se enseña?, ¿a quién se enseña? y ¿cómo se evalúa lo que se enseña?; 2) Sin caer en una discusión epistemológica existen tres formas de ver la calidad de la educación: a) la calidad paradigmática: piénsese en Harvard o en el MIT hablando de educación superior, no tienen problema en convencer al mundo que lo que hacen es de alta calidad; b) el benchmarking (hoy muy utilizado); una actividad por la cual una institución conoce, adopta y adapta las mejores prácticas de otra institución que es reconocida por la alta calidad de sus procesos internos y los que se relacionan con el exterior a la institución, y c) la calidad programática: una institución educativa define las metas que quiere alcanzar y después evalúa lo hecho contra lo que se propuso hacer; 3) la calidad que definió Alfred N. Whitehead (filósofo y matemático inglés de principios del siglo XX, colega y coautor de Bertrand Russell en diversas obras) quien en su libro The aims of education decía que educar consiste en entrenar al intelecto, enseñar a apreciar la belleza y despertar la sensibilidad ante el dolor del prójimo, lo demás es mera información, dijo.
 
De este modo, aterra oír que si la reforma de los artículos tercero y 73 constitucionales no son la reforma educativa, sí la tendremos cuando se hayan aprobado la(s) ley(es) secundaria(s). Ojalá los reformadores se enteren de cuáles son los mejores sistemas educativos del mundo y se animen a conocerlos.
FUENTE: LA JORNADA OPINION

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