Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

lunes, 3 de junio de 2013

Para que me odien más- Propuesta- El arte de la política pública

Para que me odien más
Bernardo Bátiz V.
El dueño de la cadena de televisión más poderosa del país, del equipo campeón, de un inmenso estadio, entre otras posesiones, al final de reciente encuentro de futbol, que se desarrolló y concluyó como si alguien hubiera escrito con precisión el libreto, dio muestras extremas de entusiasmo más allá de lo esperado por los que presenciaron el hecho.
 
Su actitud y las fotos que de él circularon por los medios electrónicos, son lo de menos, no fue el espectáculo del dueño de los espectáculos, que dejó asombrados a muchos, lo que ahora me interesa, sino más bien el lema de la casa sacado no en la heráldica familiar, ni de algún escudo antiguo, sino puesto en una camiseta en la que sin más, se leía como un desafío: Para que me odien más.

El odio, quién lo podría dudar, es un sentimiento negativo por el cual se manifiesta desprecio, intención de dañar al odiado o al menos de verlo fuera de la escena social en la que quien odia y quien es odiado se encuentran. En épocas recientes, se han visto en México diversas manifestaciones de desprecio a los demás, que es el principio del odio; los otros, a los que se menosprecia, son “la prole”, los nacos, los de abajo, los perdedores según la cultura que con tanta insistencia se nos prende imponer.

El sociólogo Joseph H. Fichter S. J., ligado a la Universidad de Loyola, ha sostenido que los procesos sociales que son formas tipificables de interacción humana, se dividen en procesos conjuntivos y procesos disyuntivos; por los primeros las personas se atraen entre sí y quedan más integradas. Por los procesos disyuntivos, las personas se distancian entre sí y son expresión de los vicios sociales de injusticia y de odio dice.

Según Fichter, los procesos conjuntivos, ordenados de los más débiles a los más positivos, son la asimilación, la acomodación y la cooperación, mientras los disyuntivos son también en sentido ascendente hacia lo negativo, la competición, la oposición y el conflicto. La opinión de Fichter es que las sociedades que permiten un desarrollo equilibrado y justo para el mayor número de sus integrantes son aquellas en las que los procesos conjuntivos tienen mayor presencia e importancia que los disyuntivos.

Lamentablemente, en la cultura de la globalización y del neoliberalismo que se preconiza y exalta de unos años a la fecha, se pretende imponer la competición como el valor supremo de la vida social; constantemente oímos de dirigentes sociales y de políticos, muchas veces poco reflexivos o mal informados, que debemos lograr que nuestro país y que nosotros mismos, seamos cada vez más competitivos.
 
La filosofía corriente en el ambiente social estadunidense, que invade el mundo, pretende dividirnos a los seres humanos en triunfadores y perdedores; a fin de cuentas a eso lleva la competencia, unos ganan y otros pierden. En el deporte, que no es más que una forma de recreación o distracción, ganar o perder se vuelve fundamental y se olvida el antiguo lema, muy humano, según el cual “lo importante no es ganar sino competir“ y mejor, competir con nobleza.
 
Si verdaderamente aceptamos como los valores sociales de más alto rango la justicia, la democracia, la igualdad, la fraternidad y la libertad, debemos poner la competencia en el lugar que debe tener en la vida social y que está muy por debajo de los procesos que nos llevan a la solidaridad y que se fundan en la cooperación y en la virtud cristiana del amor.
 
Extremar la competencia, especialmente en materia económica, al grado de que produzca odio entre los integrantes de la sociedad, es socialmente reprobable y fuente de profundas diferencias, que son el caldo de cultivo de conflictos que pueden deslizarnos a la violencia y a la rebeldía contra reglas que sólo benefician a unos, los fuertes y poderosos, y que son barreras y obstáculos para los demás.
 
Es cierto que en ocasiones competir bajo reglas y respetando a los otros competidores, puede ser una manera de formar a las nuevas generaciones, siempre y cuando no se descuiden los valores de procesos que construyan y acerquen, que enseñen la importancia de la solidaridad y del apoyo mutuo frente a egoísmos que a fin de cuentas dañan, aunque en distinta manera a vencedores y derrotados.
 
La competencia exacerbada hace inhumanos a los que ocupan la punta de la pirámide social y produce amplios sectores marginados abajo, que no tienen acceso pleno a los beneficios de vivir en colectividad y, por tanto, están propensos al rencor y al desquite. Un modelo ideal de sociedad, que regule la competencia y la modere con procesos sólidos de carácter conjuntivo, sería lo ideal para una nación que proporcione a sus integrantes medios para su felicidad; actitudes que exaltan el odio como un objetivo de cualquier acción o posición ideológica, conscientes o no, producirán efectos negativos para todos y en nada contribuyen a verdaderos avances en el desarrollo y la justicia.
Faltaba más-Helguera
Propuesta
César Moheno
Conocí a José María Pérez Gay muchos años antes de verlo por vez primera. Corrían, textualmente, los años 90 del siglo pasado cuando en una recurrente tertulia se saltaba sin orden ni concierto de un tema a otro de la literatura y la cultura mexicanas con Sergio González Rodríguez y Antonio Saborit. Las anécdotas y las historias sobre Chema eran como las pequeñas olas que llegan a la arena caliente de la playa: refrescaban y animaban las conversaciones. Eran tan esenciales como el mar, regresaban siempre.
 
Ante mi imaginación sin freno los relatos de Sergio y de Antonio, a los que se sumaban de cuando en cuando los de Rafael Pérez Gay y Luis Miguel Aguilar, me llevaban de la sorpresa al asombro, del pasmo al mundo de las maravillas. Era tanta la fascinación que se expresaba sobre el personaje que era Chema, que me parecía como si me hablaran de uno de los titanes griegos narrados por Hesiodo, a un tiempo Cronos y Mnemosine. O como si escuchara a Homero mientras pensaba en el Ulises. Tales eran los triunfos y las aventuras que se narraban.

En una ocasión, mientras Lligany Lomelí nos contaba cómo comenzaba a poner orden en el archivo personal de Salvador Novo, llegó a la plática La estatua de sal, las transgresoras memorias de Novo que ¡aún en la medianía de los 90! podían escandalizar a alguna casta y pudorosa moral. Entre los pocos que habían leído el manuscrito que preparaba Carlos Monsiváis estaba su entrañable amigo Chema, quien, claro, lo había animado entre aplausos a seguir adelante en su empresa, muerto de la risa de imaginar a Novo y a Xavier Villaurrutia en el centro de la ciudad de México de los años 20 persiguiendo a jóvenes alijadores y choferes de camión con, según contaba Novo, una insaciable sed de carne y una audacia a la vez segura de mi belleza y mi posibilidad de comprar caricias. Con la asidua interlocución de Chema, Carlos creó El mundo soslayado, ensayo inmejorable que sirvió como prólogo a La estatua de sal. En la esquina de Cadereyta y Tamaulipas estaba el Café Luna que nos acogió esa noche de conversación y, como a unos pasos estaba la emblemática casa familiar de los Pérez Gay, el recuerdo de Chema nos cubrió con su manto hasta el amanecer.

Muchos años pasaron hasta que vi a José María Pérez Gay de cuerpo presente. Me quedé mudo. El especial timbre de su voz, fuente de encantamiento, competía con su sonrisa como un sol, fuente de alegría y sabiduría sin par. En ese hogar que con amor ejemplar construyó con Lilia Rossbach, y al que llegué invitado por Alma, aprendí mil y un cosas. Desde la necesidad de llenar los espacios de flores para hacer fulgurar la luz en nuestras casas, hasta la importancia de recibir con fiesta a los amigos, y convertir en tema de discusión y carcajada el más pequeño suceso en sociedad. En esa primera ocasión la cena se convocó para redactar la carta que proponía la candidatura para el Premio Príncipe de Asturias a Emilio García Riera, el inolvidable autor de los 18 tomos de la Historia documental del cine mexicano y del libro con mejor título que conozco: El cine es mejor que la vida, las memorias de su vida y la de su generación. Entre recuerdos de su casa de la calle de Cadereyta y de sus caminatas para llegar al mítico cine club del IFAL la carta quedó preciosa, pero el premio nunca se lo otorgaron a García Riera.
 
Tiempo después, gracias al ímpetu de Carmen Lira me senté con Chema para proponerle reunir una serie de ensayos sueltos que me había encontrado y, con ellos, editar un libro. Así nació La supremacía de los abismos, un recorrido por la historia de los horrores que los hombres nos legamos durante el siglo XX y que, narrado con tal sabiduría, cuidado y amor por las palabras, se lee como si de poesía se tratara.
 
En esas ocasiones en su estudio viví los más grandes privilegios. Aprendí de sus vivencias en Berlín y de la crianza que le regalaron doña Alicia y don Pepe en su casa de Cadereyta; de sus conversaciones con Paul Celan y de sus lecturas en su casa de Cadereyta; de sus cómicos encuentros con embajadores y gobernantes en Leipzig, Bonn, París o Lisboa y de su primeros textos en su casa de Cadereyta; de su correspondencia con Elías Canetti y de las primeras cartas de amor que escribió y recibió en su casa de Cadereyta. Supe que en la escritura y en el arte de la conversación Chema seguía cabalmente lo expresado por su amigo Gabriel García Márquez en una carta de 1963 enviada a Plinio Apuleyo Mendoza: Para mí es casi un problema moral el hecho de que no deben usarse más palabras de las que exige la acción.
 
Por todas estas razones y por muchas otras más, guardadas, estoy seguro, en la memoria y el corazón de miles de hombres y mujeres de México, hago una propuesta a todos los dignatarios que tengan alguna facultad para llevarla a cabo: cambiar el nombre de la calle de Cadereyta por el de José María Pérez Gay. Y es que hoy lo sé de cierto: es un titán de los contados por Hesiodo y un héroe griego de los narrados por Homero. Con su voz, su sonrisa, su escritura, su mirada y su sabiduría, ninguno como Chema supo honrar a la calle en la que creció y a la que amó en su recuerdo como nadie. Esa calle merece que el nombre y la grandeza de José María Pérez Gay la ilumine hasta el fin de los tiempos.
Para Lilia, Mariana, Pablo y Alma
Twitter: cesar_moheno
Reaparecidos en Tijuana-Magú
El arte de la política pública
León Bendesky
La crisis económica sigue en pleno curso. Es, ciertamente, de índole global y tiene un rasgo específico que la define: se centra en los países más ricos y desarrollados, de donde se extiende y ramifica por todas partes. En ese entorno han surgido y persisten hondas disputas políticas e ideológicas para administrarla. De ellas no han surgido medidas claras ni se desprende una dirección de salida técnica ni políticamente validada.
 
Esas disputas han reivindicado la aguda apreciación de Kindleberger (en Manías, pánicos y crisis, publicado en 1978), de que en condiciones de grave crisis y desajustes económicos y sociales “el análisis último del quehacer de la política económica internacional… es un arte”. Expresa además que eso no dice nada y lo dice todo.

Son crecientes las críticas que se hacen a la gestión de la crisis en la Unión Europea, donde las medidas de austeridad han prevalecido sobre cualquier acción decisiva para detener el desempleo y la caída del producto, reordenar el uso de los recursos y reforzar las estructuras sociales. Se ha enfocado la atención, en cambio, en la salvaguarda de un sistema financiero que requiere un replanteamiento a fondo y en la contabilidad de la deuda pública bajo criterios bastante estrechos.

Esta deuda se ha desatado violentamente en varios casos a causa de la misma crisis y en otros la ha agravado. En las circunstancias que enmarcan el funcionamiento de los mercados financieros globales no hay forma de refinanciar la deuda de modo que sea menos gravosa para la parte más frágil de la sociedad europea. La contienda por el excedente es feroz y profundamente desigual. De ahí se ha derivado una rígida austeridad y la parálisis de los negocios.

El ajuste de las cuentas públicas es, al mismo tiempo, un ajuste de cuentas políticas que está dejando a la gente en condiciones de mucha debilidad, a jóvenes y viejos por igual. No sólo en materia de empleos e ingresos, lo que ya es suficientemente serio, sino en lo relativo a vivienda, educación, salud y pensiones. En ese entorno la distribución de los ingresos y la riqueza se hace aún más inequitativa.

La población ha aguantado cada vez con menor capacidad el rigor de la crisis y la imposición política de sus gobiernos y de las autoridades de la Unión Europea. Pero la resistencia se agota desde Lisboa hasta Grecia, pasando prácticamente por todos los países; así ocurre de modo notorio hasta en la antes modélica Suecia por su mayor igualdad social.

Este no es, por supuesto, el arte al que se refería Kindleberger. Este es, más bien, un desastre. Los costos ya incurridos se pueden medir y son muy grandes; los que aún habrá que afrontar pueden ser todavía mayores. Todo esto a pesar de las declaraciones hueras de los gobernantes en turno y, todavía más, de los funcionarios comunitarios, quienes van de un desacierto a otro.
 
Concebir la política económica, incluso la política pública en general, como un arte no significa que no requiera de un sustento técnico, como ocurre con cualquier expresión de calidad este tipo. Ni una ni las otras se improvisan.
 
Tampoco está al margen de los consensos sostenibles entre partidos y gobierno, y entre éste y la sociedad. Y en el cimiento de todo este complejo proceso está la dimensión temporal, que es implacable y que, en última instancia, se remite a la unicidad de la vida humana y su relativa brevedad. Ni modo, en el largo plazo en verdad todos estaremos muertos.
 
En México padecemos de modo directo las repercusiones de la crisis. Algunas se expresan como freno al crecimiento productivo y sus secuelas en términos de la creación de empleo formal, recaudación de impuestos, pobreza y definición de las prioridades para la asignación de los recursos.
 
El gobierno ha acometido una serie de reformas, como la laboral, la educativa y la de telecomunicaciones, y ha presentado iniciativas para otras más, como el caso de la reforma financiera y faltan la fiscal y la política. Estas modificaciones tienen que ubicarse necesariamente en el marco global y en las particularidades de las relaciones económicas y políticas del país.
 
Todo esto se presenta con el sustento técnico correspondiente, según las visiones que se tienen en el gobierno; sobre esto se puede discutir ampliamente. De modo similar se puede discrepar sobre sus características en función de un objetivo primordial, que es el crecimiento sostenido y articulado de la economía y su efecto sobre el bienestar general.
 
Esa parte, que incluye el arte a la manera de Kindleberg, no es evidente en cuanto a su articulación en las acciones emprendidas y los consensos que se han alcanzado. Eso se trata de proponer en el Plan Nacional de Dasarrollo (2013-2018), pero de manera general y con una serie de estrategias sectoriales que no son sencillas de integrar conceptualmente ni consumar de manera práctica.
 
En una entrevista reciente, el presidente Mújica, de Uruguay, reflexionaba sobre el carácter de la política tanto en un sentido de los principios que se adoptan para actuar en ella como en su contenido pragmático. Lo comparaba con un juego de billar, en el que no es suficiente pegar a las bolas y meterlas en la buchaca o hacer una carambola. Es igualmente relevante el lugar donde queda colocada la bola con la que se tira para poder hacer la siguiente jugada con alguna ventaja. Esta es otra buena metáfora para analizar y conformar las políticas públicas y las reformas en curso.

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