Alfonso Reyes en la Tarahumara
Caravana tarahumara en la ciudad de México.
Foto: AP
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A Lidia Cacho y a la memoria de Miguel García-Posada
MÉXICO, D.F. (Proceso).- “Han bajado los indios tarahumaras,/ que es señal de mal año y de cosecha pobre en la montaña./ Desnudos y curtidos,/ duros en la lustrosa piel manchada,/ denegridos de viento y sol,/ animan las calles de Chihuahua,/ lentos y recelosos,/ con todos los resortes del miedo, contraídos, /como panteras mansas./ Desnudos y curtidos,/ bravos habitadores de la nieve/ –como hablan de tú–,/ contestan siempre así la pregunta obligada:/ –“Y tú ¿no tienes frío en la cara?”/ Mal año en la montaña,/ cuando el grave deshielo de las cumbres/ escurre hasta los pueblos la manada/ de animales humanos con el hato a la espalda…”
Escrito y publicado en Buenos Aires (1934), “Hierbas del Tarahumara” es un poema insólito en la producción de Alfonso Reyes. Leerlo hoy sobrecoge por dos razones: la permanencia de la tragedia en esa región fundamental de México y la imposibilidad de verdadero contacto entre dos países que jamás han llegado a formar una verdadera nación. Reyes no logra trascender las rejas de su tiempo y su medio. Si bien puede ver en los indios “otra belleza que la acostumbrada” es incapaz de desanimalizarlos, de considerarlos sus auténticos semejantes.
Releer y ampliar el canon
El desastre del hambre y la sequía nos da paradójicamente la oportunidad de enfrentarnos a la poesía de Reyes. No sabemos qué hacer con ella ni siquiera ahora que tanto vuelve a hablarse de él, aparecen muchos libros nuevos y se inicia la publicación de su Diario. Reyes está en la misma posición de su contemporánea Gabriela Mistral. Ambos quedan entre el modernismo y la vanguardia, entre Rubén Darío y Pablo Neruda, y no son ni una cosa ni otra. De allí también provienen su interés y su singularidad.
Para releer a nuestro clásico es preciso ampliar el canon de su poesía con la inclusión de sus poemas en prosa, sus versiones poéticas, sobre todo La Ilíada en versos modernistas, y de aquellos textos que carecen de solemnidad en su tono y de un propósito serio. Es decir, lo que en inglés llaman light poetry. La poesía, entre otras muchas cosas, es un juego. Negarle el título de poeta a Reyes porque a veces escribió de manera desenfadada, sería como impugnar la lírica de Quevedo porque no siempre hizo poemas trágicos y dolientes.
Reyes se aparta muchas veces del tono dominante en el siglo pasado. No cierra los ojos ante los aspectos dolorosos de la existencia pero es sobre todo un poeta de la alegría y de todas las cosas que hacen menos intolerable nuestra vida. Casi niño, en Monterrey, elige la veta parnasiana y gracias a ella tiene su primer acercamiento a la Grecia clásica. A los 16 años, en “De mi prisma” (“Nadie invoque a la musa de ceño rudo…”) ya están la afirmación gozosa, el erotismo –aspecto el menos estudiado de su obra– y el afán democrático de no oponer lo culto a lo popular sino hacer que se enriquezcan mutuamente.
La armonía de los contrarios
“De mi prisma” es un soneto. Reyes empleará hasta el final esta forma que viene del siglo XII y en las poesías occidentales se ha mostrado como un vehículo durable y dúctil, capaz de absorberlo todo. Aparece junto con la rima, expresión de la idea de que en el universo todo se corresponde y debe buscarse la unión, la armonía de los contrarios. La rima incita a la sorpresa y a lo inesperado, obliga al poeta a decir lo que ignoraba.
El influjo de Pedro Henríquez Ureña transformó a esa inteligencia literaria en la mente de un gran ensayista capaz de producir a los 21 años Cuestiones estéticas. La década de exilio en España, tan dolorosa para la persona, fue un beneficio para el escritor. Gracias a ella logró una prosa que no intenta remedar los usos tradicionales y tiene ya un matiz y un tono mexicanos. Releyó el Siglo de Oro en una operación que podemos llamar “poscolonial” y sus relaciones personales con la cultura viva de aquella España fueron importantísimas para traer al México de Cárdenas a los intelectuales y científicos republicanos.
La aparición del versículo
En Madrid (1916) Reyes escribe “El descastado”, nuestro primer poema en versículos. Es absurdo llamar “versito” al verso largo y proliferante que desborda todas las leyes y se sustenta nada más en su ritmo interno. En el libro casi desconocido de Ricardo Jaimes Freyre, Leyes de la versificación castellana, se dice que lo inventó san Jerónimo para dar una idea aproximada en latín de la forma hebrea. La primera traducción mexicana de Walt Whitman se la debemos, como tantas otras cosas regateadas, a Amado Nervo, cercano amigo de Reyes.
En los países católicos, que desalientan la lectura de la Biblia como hábito protestante, la forma de ir más allá de las restricciones métricas no fue el versículo sino el poema en prosa, el subgénero más libre de la poesía. Puede ser lírico, narrativo, ensayístico o dramático. En Cartones de Madrid (1917) se aprecia nítidamente una prosa nunca antes escrita en México. Casi nadie supo apreciarla porque no sabían definirla. Esta escritura híbrida, mixta, mestiza se expresa también en Calendario en que Reyes se despide de un Madrid al que nunca volverá.
Durante su etapa sudamericana escribe sus mejores poemas en prosa: “La caída” y “La catástrofe”. El primer texto de su regreso al país es “Palinodia del polvo” (1938), imprecación contra el desastre ecológico del Valle de México y contra “los desecadores de lagos, taladores de bosques, ¡cercenadores de pulmones, rompedores de espejos mágicos!”
Una tragedia mexicana
Es difícil pasar de aquí al Reyes de Ifigenia cruel. En apariencia escribir en l924 y desde Madrid una obra de tema griego es un acto de evasión ante la tragedia mexicana, otra larga guerra civil que ha causado también centenares de miles de muertos. Reyes no escapa de nada, se apoya en un mito griego para afrontar el íntimo desastre, que dominó su vida entera: el fin del general Bernardo Reyes en el ataque al Palacio Nacional el 9 de febrero de 1913.
El siglo XX contempló la muerte de muchas cosas, entre ellas el asesinato del padre identificado con el poder, la ley, la arbitrariedad, la coerción, lo antiguo que no deja crecer a lo nuevo. Reyes, caso único, venera al padre al grado de no ver en él ni mácula ni error, sólo destino trágico. Mediante este poema escénico Reyes propone cerrar el ciclo sangriento de las venganzas en que la única manera de hacerse del poder es asesinar a quien lo ostenta y así sucesivamente. Para ello elige un verso sordo que renuncia a la abundancia rítmica del modernismo y busca algo semejante a la nueva música de Stravinski, por completo opuesta a la sonoridad tradicional.
Su versificación áspera y sin concesiones es tan extraña hoy como hace 90 años, cuando el teatro rimado de Eduardo Marquina y Francisco Villaespesa alcanzaba gran éxito de público. Dice Orestes en Ifigenia cruel: “¡Raza vencida de la tierra:/ Reconoce a tu domador!/ ¡Tú que temblabas, gusanera aplastada, / bajo los siete días orientales de la creación!/ Tú que apenas usabas como alma/ un escozor de pánico,/ y que desfallecías, heredera/ de todos los pavores animales…”
La otra vanguardia
Esta experiencia con un verso que, como la prosa juvenil de Reyes, ni se había escrito ni se volvió a escribir en español, lo facultó para contribuir a nuestra otra vanguardia, la que se aparta de los modelos franceses para aproximarse a la new poetry norteamericana. Engendró en nuestra lengua lo que difusamente hemos llamado “prosaísmo” o “coloquialismo”, algo que ya estaba en la experiencia modernista gracias a las “Gotas amargas” de José Asunción Silva y el Darío de la “Epístola a la señora de Lugones”.
Víctor Rodríguez Núñez prefiere el término “poesía dialógica” para algo que va más allá de lo prosaico y de lo coloquial. En este sendero Reyes escribe “Hierbas del Tarahumara” y diez años antes, en l924, “Golfo de México”, un poema que contiene imágenes de Veracruz y de La Habana. En la parte jarocha aparece una figura de lo que entonces era la actualidad: “Herón Proal, con manos juntas y ojos bajos/ siembra la clerical cruzada de inquilinos; / y las bandas de funcionarios en camisa/ sujetan el desborde de sus panzas/ con relumbrantes dentaduras de balas”.
¿En qué forma conciliar este otro Reyes con el poeta leve que juega con aquella parte de la cotidianidad que creeríamos excluida de la poesía si no la hubieran practicado tres maestros y modelos inmediatos de Reyes: Lope de Vega, Sor Juana y Mallarmé? Un solo ejemplo, una décima para enviarle una foto a Salvador Novo: “Amistad intermitente/ ha llamado Salvador/ a la de un viejo escritor/ que se aísla de la gente./ Sea Salvador clemente/ y considere el ingrato/ que la vida es breve rato/ para la pluma glotona/ y a cambio de la persona/ guarde consigo el retrato”.
Homero en Cuernavaca
Entre los muchos malentendidos que marcan nuestra relación con el Reyes poeta, quizá no hay un desenfoque mayor que el fraguado en torno de su Ilíada, trabajo ya de su etapa mexicana y la penúltima década de su vida. No intentó una traducción como la de Luis Segalá y Estalella, la más leída durante muchas décadas, ni como la reciente de Rubén Bonifaz Nuño. Quiso hacer un poema basado en la primera parte del libro que funda toda la literatura occidental , un traslado no de una palabra a otra palabra, de un sentido a otro sentido, sino de una poesía a otra poesía. La Ilíada modernista de Reyes es en sí misma un gran poema que añade a nuestra lengua algo que no estaba en ella y nos hacía mucha falta.
El diálogo con Homero tiene un efecto colateral inesperado, un libro de light poetry en que Reyes baja a la Cuernavaca de entonces, tan distinta a la que nos duele ahora, a los personajes homéricos. Reyes lo define como un recreo en varias voces prosaico, burlesco y sentimental, ocio o entretenimiento: “A Cuernavaca voy, dulce retiro,/ cuando, por veleidad o desaliento,/ siento el afán de interrumpir el cuento/ y dar a mi relato algún respiro/… Ni campo ni ciudad, cima ni hondura,/ beata soledad, quietud que aplaca,/ o mansa compañía sin hartura./ Tibieza vegetal donde se hamaca/ el ser en filosófica mesura…/ ¡A Cuernavaca voy, a Cuernavaca!”.
Del romance al soneto
Otra región de su poesía que merece un análisis detenido son los romances, una forma típica de la lengua española que, a diferencia de la décima, en México no ha tenido mucho eco en la poesía culta. Desde hace mucho tiempo se volvió casi exclusivamente popular y dio su forma al corrido, ahora sobre todo narcocorrido. El romance es de una fluidez incomparable y su ritmo octosilábico lo hace singularmente apto para contar historias. En vano los poetas cultos en todas las lenguas romances han tratado de imitar el hexámetro latino (cinco dáctilos más un troqueo o espondeo). Hasta en el mismo Darío suena antinatural (“¡Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda!”) porque en castellano las dieciséis sílabas quedaron partidas en dos versos. El romance octosilábico es por tanto nuestro hexámetro partido y perdido. Una vez más lo culto se funde indisolublemente con lo popular.
En las notas finales a sus Romances del río de enero (es decir Río de Janeiro) escribe Reyes: “El romance nos transporta a la mejor época de la lengua, trae evocaciones tónicas: la lengua, desperezada, ofrece sola sus recursos. Además –ventaja clara para aprovecharla ahora mismo– el romance deja entrar en la voz cierto tono coloquial, cierto prosaísmo que se nos ha pegado en esta época al volver a las evidencias”.
En Constancia poética, tomo de sus Obras completas, su testamento y despedida de 1959, Reyes designó “Jornada en sonetos” a los escritos entre 1912 y 1956. La infinita variedad de esta forma permite ver los muchos poetas que coexisten en él. Por ejemplo la voz del juego y la sonrisa contrasta con el tono grave y resignado de “Visitación” (1951): “–Soy la Muerte –me dijo. No sabía/ que tan estrechamente me cercara,/ al punto de volcarme por la cara/ su turbadora vaharada fría./ Yo no intento eludir su compañía:/ mis pasos sigue, transparente y clara/ y desde entonces no me desampara/ ni me deja ni de noche ni de día./ –¡Y pensar –confesé– que de mil modos/ quise disimularte con apodos/ entre miedos y errores confundida!/ “Más tienes de caricia que de pena”,/ eras alivio y te llamé cadena,/ eras la Muerte y te llamé la Vida.”
Aclaración. Es un error haber dicho en el pasado “Inventario” que Los indios de México no han tenido reimpresiones. Marcelo Uribe, director de Ediciones Era, informa que, por el contrario, y por fortuna, los volúmenes individuales se han publicado una y otra vez desde su aparición.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- “Han bajado los indios tarahumaras,/ que es señal de mal año y de cosecha pobre en la montaña./ Desnudos y curtidos,/ duros en la lustrosa piel manchada,/ denegridos de viento y sol,/ animan las calles de Chihuahua,/ lentos y recelosos,/ con todos los resortes del miedo, contraídos, /como panteras mansas./ Desnudos y curtidos,/ bravos habitadores de la nieve/ –como hablan de tú–,/ contestan siempre así la pregunta obligada:/ –“Y tú ¿no tienes frío en la cara?”/ Mal año en la montaña,/ cuando el grave deshielo de las cumbres/ escurre hasta los pueblos la manada/ de animales humanos con el hato a la espalda…”
Escrito y publicado en Buenos Aires (1934), “Hierbas del Tarahumara” es un poema insólito en la producción de Alfonso Reyes. Leerlo hoy sobrecoge por dos razones: la permanencia de la tragedia en esa región fundamental de México y la imposibilidad de verdadero contacto entre dos países que jamás han llegado a formar una verdadera nación. Reyes no logra trascender las rejas de su tiempo y su medio. Si bien puede ver en los indios “otra belleza que la acostumbrada” es incapaz de desanimalizarlos, de considerarlos sus auténticos semejantes.
Releer y ampliar el canon
El desastre del hambre y la sequía nos da paradójicamente la oportunidad de enfrentarnos a la poesía de Reyes. No sabemos qué hacer con ella ni siquiera ahora que tanto vuelve a hablarse de él, aparecen muchos libros nuevos y se inicia la publicación de su Diario. Reyes está en la misma posición de su contemporánea Gabriela Mistral. Ambos quedan entre el modernismo y la vanguardia, entre Rubén Darío y Pablo Neruda, y no son ni una cosa ni otra. De allí también provienen su interés y su singularidad.
Para releer a nuestro clásico es preciso ampliar el canon de su poesía con la inclusión de sus poemas en prosa, sus versiones poéticas, sobre todo La Ilíada en versos modernistas, y de aquellos textos que carecen de solemnidad en su tono y de un propósito serio. Es decir, lo que en inglés llaman light poetry. La poesía, entre otras muchas cosas, es un juego. Negarle el título de poeta a Reyes porque a veces escribió de manera desenfadada, sería como impugnar la lírica de Quevedo porque no siempre hizo poemas trágicos y dolientes.
Reyes se aparta muchas veces del tono dominante en el siglo pasado. No cierra los ojos ante los aspectos dolorosos de la existencia pero es sobre todo un poeta de la alegría y de todas las cosas que hacen menos intolerable nuestra vida. Casi niño, en Monterrey, elige la veta parnasiana y gracias a ella tiene su primer acercamiento a la Grecia clásica. A los 16 años, en “De mi prisma” (“Nadie invoque a la musa de ceño rudo…”) ya están la afirmación gozosa, el erotismo –aspecto el menos estudiado de su obra– y el afán democrático de no oponer lo culto a lo popular sino hacer que se enriquezcan mutuamente.
La armonía de los contrarios
“De mi prisma” es un soneto. Reyes empleará hasta el final esta forma que viene del siglo XII y en las poesías occidentales se ha mostrado como un vehículo durable y dúctil, capaz de absorberlo todo. Aparece junto con la rima, expresión de la idea de que en el universo todo se corresponde y debe buscarse la unión, la armonía de los contrarios. La rima incita a la sorpresa y a lo inesperado, obliga al poeta a decir lo que ignoraba.
El influjo de Pedro Henríquez Ureña transformó a esa inteligencia literaria en la mente de un gran ensayista capaz de producir a los 21 años Cuestiones estéticas. La década de exilio en España, tan dolorosa para la persona, fue un beneficio para el escritor. Gracias a ella logró una prosa que no intenta remedar los usos tradicionales y tiene ya un matiz y un tono mexicanos. Releyó el Siglo de Oro en una operación que podemos llamar “poscolonial” y sus relaciones personales con la cultura viva de aquella España fueron importantísimas para traer al México de Cárdenas a los intelectuales y científicos republicanos.
La aparición del versículo
En Madrid (1916) Reyes escribe “El descastado”, nuestro primer poema en versículos. Es absurdo llamar “versito” al verso largo y proliferante que desborda todas las leyes y se sustenta nada más en su ritmo interno. En el libro casi desconocido de Ricardo Jaimes Freyre, Leyes de la versificación castellana, se dice que lo inventó san Jerónimo para dar una idea aproximada en latín de la forma hebrea. La primera traducción mexicana de Walt Whitman se la debemos, como tantas otras cosas regateadas, a Amado Nervo, cercano amigo de Reyes.
En los países católicos, que desalientan la lectura de la Biblia como hábito protestante, la forma de ir más allá de las restricciones métricas no fue el versículo sino el poema en prosa, el subgénero más libre de la poesía. Puede ser lírico, narrativo, ensayístico o dramático. En Cartones de Madrid (1917) se aprecia nítidamente una prosa nunca antes escrita en México. Casi nadie supo apreciarla porque no sabían definirla. Esta escritura híbrida, mixta, mestiza se expresa también en Calendario en que Reyes se despide de un Madrid al que nunca volverá.
Durante su etapa sudamericana escribe sus mejores poemas en prosa: “La caída” y “La catástrofe”. El primer texto de su regreso al país es “Palinodia del polvo” (1938), imprecación contra el desastre ecológico del Valle de México y contra “los desecadores de lagos, taladores de bosques, ¡cercenadores de pulmones, rompedores de espejos mágicos!”
Una tragedia mexicana
Es difícil pasar de aquí al Reyes de Ifigenia cruel. En apariencia escribir en l924 y desde Madrid una obra de tema griego es un acto de evasión ante la tragedia mexicana, otra larga guerra civil que ha causado también centenares de miles de muertos. Reyes no escapa de nada, se apoya en un mito griego para afrontar el íntimo desastre, que dominó su vida entera: el fin del general Bernardo Reyes en el ataque al Palacio Nacional el 9 de febrero de 1913.
El siglo XX contempló la muerte de muchas cosas, entre ellas el asesinato del padre identificado con el poder, la ley, la arbitrariedad, la coerción, lo antiguo que no deja crecer a lo nuevo. Reyes, caso único, venera al padre al grado de no ver en él ni mácula ni error, sólo destino trágico. Mediante este poema escénico Reyes propone cerrar el ciclo sangriento de las venganzas en que la única manera de hacerse del poder es asesinar a quien lo ostenta y así sucesivamente. Para ello elige un verso sordo que renuncia a la abundancia rítmica del modernismo y busca algo semejante a la nueva música de Stravinski, por completo opuesta a la sonoridad tradicional.
Su versificación áspera y sin concesiones es tan extraña hoy como hace 90 años, cuando el teatro rimado de Eduardo Marquina y Francisco Villaespesa alcanzaba gran éxito de público. Dice Orestes en Ifigenia cruel: “¡Raza vencida de la tierra:/ Reconoce a tu domador!/ ¡Tú que temblabas, gusanera aplastada, / bajo los siete días orientales de la creación!/ Tú que apenas usabas como alma/ un escozor de pánico,/ y que desfallecías, heredera/ de todos los pavores animales…”
La otra vanguardia
Esta experiencia con un verso que, como la prosa juvenil de Reyes, ni se había escrito ni se volvió a escribir en español, lo facultó para contribuir a nuestra otra vanguardia, la que se aparta de los modelos franceses para aproximarse a la new poetry norteamericana. Engendró en nuestra lengua lo que difusamente hemos llamado “prosaísmo” o “coloquialismo”, algo que ya estaba en la experiencia modernista gracias a las “Gotas amargas” de José Asunción Silva y el Darío de la “Epístola a la señora de Lugones”.
Víctor Rodríguez Núñez prefiere el término “poesía dialógica” para algo que va más allá de lo prosaico y de lo coloquial. En este sendero Reyes escribe “Hierbas del Tarahumara” y diez años antes, en l924, “Golfo de México”, un poema que contiene imágenes de Veracruz y de La Habana. En la parte jarocha aparece una figura de lo que entonces era la actualidad: “Herón Proal, con manos juntas y ojos bajos/ siembra la clerical cruzada de inquilinos; / y las bandas de funcionarios en camisa/ sujetan el desborde de sus panzas/ con relumbrantes dentaduras de balas”.
¿En qué forma conciliar este otro Reyes con el poeta leve que juega con aquella parte de la cotidianidad que creeríamos excluida de la poesía si no la hubieran practicado tres maestros y modelos inmediatos de Reyes: Lope de Vega, Sor Juana y Mallarmé? Un solo ejemplo, una décima para enviarle una foto a Salvador Novo: “Amistad intermitente/ ha llamado Salvador/ a la de un viejo escritor/ que se aísla de la gente./ Sea Salvador clemente/ y considere el ingrato/ que la vida es breve rato/ para la pluma glotona/ y a cambio de la persona/ guarde consigo el retrato”.
Homero en Cuernavaca
Entre los muchos malentendidos que marcan nuestra relación con el Reyes poeta, quizá no hay un desenfoque mayor que el fraguado en torno de su Ilíada, trabajo ya de su etapa mexicana y la penúltima década de su vida. No intentó una traducción como la de Luis Segalá y Estalella, la más leída durante muchas décadas, ni como la reciente de Rubén Bonifaz Nuño. Quiso hacer un poema basado en la primera parte del libro que funda toda la literatura occidental , un traslado no de una palabra a otra palabra, de un sentido a otro sentido, sino de una poesía a otra poesía. La Ilíada modernista de Reyes es en sí misma un gran poema que añade a nuestra lengua algo que no estaba en ella y nos hacía mucha falta.
El diálogo con Homero tiene un efecto colateral inesperado, un libro de light poetry en que Reyes baja a la Cuernavaca de entonces, tan distinta a la que nos duele ahora, a los personajes homéricos. Reyes lo define como un recreo en varias voces prosaico, burlesco y sentimental, ocio o entretenimiento: “A Cuernavaca voy, dulce retiro,/ cuando, por veleidad o desaliento,/ siento el afán de interrumpir el cuento/ y dar a mi relato algún respiro/… Ni campo ni ciudad, cima ni hondura,/ beata soledad, quietud que aplaca,/ o mansa compañía sin hartura./ Tibieza vegetal donde se hamaca/ el ser en filosófica mesura…/ ¡A Cuernavaca voy, a Cuernavaca!”.
Del romance al soneto
Otra región de su poesía que merece un análisis detenido son los romances, una forma típica de la lengua española que, a diferencia de la décima, en México no ha tenido mucho eco en la poesía culta. Desde hace mucho tiempo se volvió casi exclusivamente popular y dio su forma al corrido, ahora sobre todo narcocorrido. El romance es de una fluidez incomparable y su ritmo octosilábico lo hace singularmente apto para contar historias. En vano los poetas cultos en todas las lenguas romances han tratado de imitar el hexámetro latino (cinco dáctilos más un troqueo o espondeo). Hasta en el mismo Darío suena antinatural (“¡Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda!”) porque en castellano las dieciséis sílabas quedaron partidas en dos versos. El romance octosilábico es por tanto nuestro hexámetro partido y perdido. Una vez más lo culto se funde indisolublemente con lo popular.
En las notas finales a sus Romances del río de enero (es decir Río de Janeiro) escribe Reyes: “El romance nos transporta a la mejor época de la lengua, trae evocaciones tónicas: la lengua, desperezada, ofrece sola sus recursos. Además –ventaja clara para aprovecharla ahora mismo– el romance deja entrar en la voz cierto tono coloquial, cierto prosaísmo que se nos ha pegado en esta época al volver a las evidencias”.
En Constancia poética, tomo de sus Obras completas, su testamento y despedida de 1959, Reyes designó “Jornada en sonetos” a los escritos entre 1912 y 1956. La infinita variedad de esta forma permite ver los muchos poetas que coexisten en él. Por ejemplo la voz del juego y la sonrisa contrasta con el tono grave y resignado de “Visitación” (1951): “–Soy la Muerte –me dijo. No sabía/ que tan estrechamente me cercara,/ al punto de volcarme por la cara/ su turbadora vaharada fría./ Yo no intento eludir su compañía:/ mis pasos sigue, transparente y clara/ y desde entonces no me desampara/ ni me deja ni de noche ni de día./ –¡Y pensar –confesé– que de mil modos/ quise disimularte con apodos/ entre miedos y errores confundida!/ “Más tienes de caricia que de pena”,/ eras alivio y te llamé cadena,/ eras la Muerte y te llamé la Vida.”
Aclaración. Es un error haber dicho en el pasado “Inventario” que Los indios de México no han tenido reimpresiones. Marcelo Uribe, director de Ediciones Era, informa que, por el contrario, y por fortuna, los volúmenes individuales se han publicado una y otra vez desde su aparición.
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