Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

miércoles, 25 de enero de 2012

Colombia: la recuperación de los desaparecidos

Colombia: la recuperación de los desaparecidos

En busca de los desaparecidos. Foto: AP
En busca de los desaparecidos.
Foto: AP
A diferencia de México –donde no existen normas comunes ni coordinación para identificar restos–, en Colombia la ley fija los procedimientos para sepultar los cuerpos de desconocidos, se creó un registro de personas desaparecidas y una comisión se encarga de su búsqueda con criterios claros. Así, las instituciones de ese país han logrado ubicarlos en fosas comunes y entregarlos a sus familiares, quienes –después de una búsqueda de años cargada de sufrimiento e incertidumbre– pueden iniciar su duelo.
Medellín, Colombia (Proceso).– Por sus modales delicados, el andar erguido, el bigote recortado y la dicción perfecta, Rafael Alberto Barrientos Acevedo tiene pinta de actor de cine.
Enfundado en su uniforme de overol café y pala en mano, él dice con orgullo que es un simple “obrero raso, oficial en construcción”, con estudios de quinto grado de primaria, a quien el destino lo condujo a trabajar como sepulturero.
Pero no es un enterrador cualquiera. Por su ejemplar labor en el Cementerio Universal, recientemente fue condecorado por el alcalde de Medellín, Alonso Salazar, en una ceremonia a la que acudieron familiares de personas desaparecidas que le palmearon la espalda y lo abrazaron agradecidos como cuando festejan a un notable defensor de los derechos humanos.
En una carpeta café, Barrientos guarda cuidadosamente las hojas que le valieron esa distinción: son planos que él ha trazado durante 20 años de las zonas baldías del cementerio en las que señaliza con cuadros los pedazos de terreno que albergan cadáveres. Algunos de éstos tienen encima una cruz en tinta roja.
“Todos estos son NN, personas que son enterradas en el cementerio sin ningún dato de identidad pero que ya fueron identificados”, explica orgulloso de saberse la persona que logró la ubicación de los restos de los NN, como se nombra por sus siglas en latín (Nomen necio o nombre desconocido) a los muertos no identificados.
Mientras en los demás cementerios de Colombia los sepultureros enterraron durante décadas a los NN en fosas comunes sin señalizar, en el Cementerio Universal se instauró la sepultura individual y cada cuerpo lleva adherida una placa con la inscripción del número de necropsia y su fecha de ingreso. Además, valiéndose de sus artes de albañil, Barrientos trazó planos en los que anotó las coordenadas del terreno en el que se depositaron esos cadáveres. Ello facilitó su ubicación, ya que dichas tumbas no tenían cruces ni lápidas encima.
“Sí, reina –dice con la coquetería de los paisas–, yo fui el que propuse lo de las plaquitas y el número de necropsia para tener certeza. Y en medio de tanta tristeza no hay mayor alegría que entregar a una madre un hijo enterrado como NN y saber que pude hacer algo por ellos. En medio de tanto dolor puedo servir a mi comunidad”, explica mientras camina por el panteón.
Las familias agradecidas con Barrientos buscaron por años y en todo el país los restos de un familiar hasta que acudieron a Medicina Legal de Medellín (equivalente al Semefo mexicano) y lo reconocieron en el archivo de fotografías, donde está anotado el número de necropsia. El final del rompecabezas lo embonan con las cuidadosas anotaciones de Barrientos.
“Nada menos que hace mes y medio entregué a una persona que llevaba nueve años enterrada y a su familia todavía le cobraban los extorsionadores haciéndoles creer que estaba vivo. Lo ubiqué en la que nombramos ‘la zona de los paramilitares’”, dice en referencia a la sección del cementerio donde fueron enterrados muertos (con uniforme de camuflaje y botas negras) que en la década de los noventa el ejército entregaba en bolsas de plástico negras.
Con su pala y su esfuerzo, Barrientos y sus colegas han dado sepultura a víctimas de narcobombas, a policías ‘cazados’ por la gente del capo de la droga Pablo Escobar, a guerrilleros y paramilitares muertos en combate, a habitantes de pueblos masacrados, a jóvenes exterminados por sicarios y, en la actualidad, a los difuntos por las disputas de los narcomenudistas pertenecientes a las bacrim, como se denomina a las nuevas bandas criminales.
De camino a la salida del cementerio, el sepulturero cuenta una anécdota que lleva clavada en el corazón: “Hace una semana llegó una señora que desde hace siete años recorre los cementerios de Colombia. Me preguntó cuál es la zona de los NN. La llevé. Traía unos ramitos de flores y los repartió con la ilusión de que en una de esas fosas estuviera su hijo de 12 años que desapareció cuando salió a jugar a la calle. Ella visita los cementerios con la ilusión de que alguno sea él. Yo le dije: ‘Tenga esperanza que Dios es muy grande y de pronto nos ayuda a encontrarlo, y tenga la certeza de que si está aquí con nosotros se lo entregaremos”.
Hasta mayo de 2011, el Registro Nacional de Desaparecidos de Colombia contaba con 57 mil 200 nombres, de los cuales más de 15 mil 600 son considerados víctimas de agentes de Estado o paramilitares. En México se calcula que 12 mil personas han desaparecido únicamente durante el sexenio de Felipe Calderón.
La ley colombiana regula el procedimiento en los panteones, la disposición de los cuerpos y su identificación, así como la integración de un registro nacional de personas desaparecidas y una comisión nacional que se encarga de la búsqueda de los extraviados y establece los criterios de búsqueda.
En México cada entidad maneja su propio número de personas desaparecidas, no existe una cifra nacional y los métodos de búsqueda recaen en las procuradurías estatales que se limitan a enviar oficios. Cada municipio reglamenta la disposición de cadáveres de personas NI (no identificadas), que todavía son enterradas grupalmente en fosas comunes y sin señalización.

La ceremonia del adiós

En una larga sala del búnker (como se llama al edificio de la Fiscalía General de Colombia en Medellín) se escucha una pieza de Richard Clayderman. Familias de desaparecidos esperan inquietas, retorciéndose en las sillas, el comienzo de la ceremonia luctuosa.
La vista es dolorosa. Tienen enfrente 29 urnas de madera que llevan encima un listón que ubica el nombre de cada finado, una fotografía de cómo lucía en vida y unas flores blancas. El interior alberga sus restos. Detrás, policías hacen guardia. En los costados de la sala se ubican periodistas y fotógrafos expectantes, psicólogos listos para apagar ataques de nervios e investigadores forenses que observan –entre tristes y relajados– la culminación de su trabajo de ubicar, desenterrar, reconocer restos humanos y regresarlos a sus hogares.
“No entendemos esta guerra pero desafortunadamente el conflicto nos toca de manera directa. Hoy tenemos sentimientos encontrados: por un lado, alegría de recibir a nuestros hermanos, hijos, esposos, padres en el regazo de la familia de donde nunca debieron haber sido arrebatados. Por otro lado nos preocupa el destino que tuvieron”, dice al micrófono el hermano de un sacerdote encontrado tras siete años de búsqueda.
Un amigo del sacerdote lee el evangelio de San Lucas en el extracto donde Jesús dice: “Nada hay cubierto que no vaya a ser descubierto… no temas a los que matan al cuerpo…”, y después de decir unas palabras bendice las urnas.
La maestra de ceremonias va nombrando a cada difunto y el nombre del familiar que lo recoge. De las sillas se levantan principalmente madres que nunca dejaron de buscar a sus hijos. Reciben su foto, su certificado de defunción y unas flores. Como zombi se abre paso un campesino mulato que recoge a su hijo. Unos hermanos adolescentes trajeados, solemnes, recogen a su papá y se lo entregan a su madre que desfallece de dolor. Un niño de 10 años pasa serio, sin expresión, por el suyo.
En la sección de familiares comienzan los gritos, los desmayos, los sollozos. Las familias se abrazan entre sí y a la foto del perdido ya recuperado.
Ya la fiscal se quebró en llanto al entregar los primeros restos. La maestra de ceremonias tuvo que ser relevada por no poder seguir nombrando a las familias. La directora del equipo de forenses desistió. Los fotógrafos lloran detrás de los lentes de sus cámaras. Los psicólogos corren a auxiliar a los desmayados.
Entre los presentes se encuentra la odontóloga forense Claudia Pilar Mejía, del Cuerpo Técnico de Investigación de la Fiscalía colombiana, quien dice entristecida: “Es un acto triste y a la vez reconfortante. Es un descanso tanto para la familia que sabe que ahí está su hijo y que ya lo recuperó, como para los que somos partícipes en estos procesos de ubicación de estas personas desaparecidas, que logramos la acreditación plena de la identidad. Son logros que se van dando a través de la investigación y el trabajo en equipo”.
En la sala se encuentran miembros del equipo de exhumadores que desentierran los cadáveres, fotografían las evidencias encontradas en las fosas, registran cada pertenencia encontrada al lado del difunto. También expertos técnicos que aplican pruebas a los huesos recuperados para identificarlos –según lo permita el estado de descomposición– a través del raspado de hueso, las huellas dactilares, los dientes, la recomposición del cráneo o los perfiles genéticos. Además se encuentran investigadores que tienen como misión ubicar a los responsables de estos asesinatos.
Terminada la ceremonia, las familias se arremolinan en torno al féretro de su ser querido y ya no lo sueltan. Joaquín Padilla, el hombre que caminaba como zombi al momento de recoger a su hijo, acaricia la caja y se aferra a la fotografía como si estuviera hablando con su Joaquín, el hijo albañil raptado tres años atrás por el ejército, asesinado en otra provincia lejana y presentado como guerrillero muerto en combate (“falso positivo”, como se les conoce en Colombia) para cobrar los incentivos económicos.
“Lo encontraron con una bala de revólver en la cabeza”, dice con el sabor agridulce de la recuperación del hijo muerto.
Teresita Gaviria, la fundadora de las Madres de la Candelaria –grupo de mujeres que buscan a sus hijos– abraza a una de las madres que recuperó a su hijo y cariñosa le dice: “Llore todo lo que quiera, mi amor, pero usted ya no va a estar con la incertidumbre, éste es un descanso”.
Lucina Ocampo, integrante de la organización, revive la angustia de no haber recuperado los restos de su hijo: “Siempre lo hemos buscado y hace dos años recibí la llamada de un señor que me dijo que lo habían asesinado y que le pidió como última voluntad que me dijera que lo dejaron en el pueblito de San Fernando, en Pensilvania, que lo entregaron a un sepulturero en una bolsa negra. Le dije a la fiscalía pero no han hecho nada y sin su permiso no puedo ir”.
Otra compañera suya dice: “Cuando me entreguen a mi hijo no sé si voy a sacar fuerzas para venir”.
La entrega pública de los restos de las personas consideradas desaparecidas es una política que pretende hacer visible el daño sufrido por las familias, restituir socialmente su dignidad, otorgarles la posibilidad de reconstruir sus vidas y dar a conocer a toda la sociedad lo ocurrido para evitar que ese crimen se repita.

Exhumaciones

Las familias caminan cabizbajas detrás del policía designado para cargarles la urna con los restos de su ser querido y depositarla en los autobuses rentados o autos particulares en los que regresarán a casa. Varios dolientes entrevistados expresan que se sienten tristes pero descansados porque ya terminaron los años de la angustiante incertidumbre de no saber el paradero de su familiar.
Entre los métodos utilizados por la fiscalía para devolver la identidad a los cadáveres exhumados está la publicación de una revista mensual donde se muestran las fotografías de las prendas de vestir y pertenencias que lucían los cadáveres desenterrados, y la organización de caravanas itinerantes a las regiones con mayor número de reportes de extravíos para acercarse a las familias que no han reportado los casos, tomarles muestras de sangre, recibir su denuncia de hechos y mostrarles las fotografías de los restos exhumados para ver si reconocen a su familiar.
“Lo que se requiere para encontrar a una persona es voluntad política”, expresa a Proceso una funcionaria de la fiscalía colombiana dedicada a devolver identidades a los NN, quien pidió el anonimato.
Al ser entrevistada sobre las diferencias entre México y Colombia en la búsqueda de personas desaparecidas, dice que es absurdo que los mexicanos dilaten 72 horas para comenzar a buscar, y explica: “El tiempo que dejas pasar es la verdad que huye. En 72 horas te mueven a un secuestrado, te matan a una persona, te sacan a una niña del país en trata de personas”.
En la cafetería del búnker donde se realiza la entrevista se encuentran varios familiares desorientados y tristes tras la ceremonia. La doctora comenta que la ceremonia pública es un show mediático que le molesta.
Al continuar con la entrevista dice que desde el año pasado Colombia usa un sistema que permite cotejar la huella dactilar de las personas –la cual aparece en las cédulas de identidad (equivalente al IFE mexicano)– con las de los cadáveres que no están completamente descompuestos.
Desde el año 2000, continúa, funciona la Comisión Nacional de Búsqueda de Desaparecidos y en los últimos años se creó un sistema de información que obliga a la policía, las morgues, las procuradurías estatales y los hospitales a incluir los datos de las personas no identificadas que hubieran fallecido.
“Falta socializar los protocolos a los niveles más lejanos del territorio nacional donde no existe conocimiento ni insumos ni tablas de reseña ni tarjetas necrodactilares. Nos duele mucho cuando de pueblitos mandan un papelito que no se lee o donde no hicieron su trabajo porque no tienen equipos especiales de reseña para tomar bien la muestra”, interviene el coordinador del Grupo de NN y Desaparecidos, Luis Carlos Cardona Alzate.
Ambos especialistas recomiendan que México cree una ley que obligue a las autoridades a elaborar un diagnóstico sobre las personas desaparecidas y el perfil de las víctimas porque sólo así se pueden diseñar políticas para atender el problema, controlar el manejo de los NN en los cementerios, unificar los procedimientos de los Semefos, crear protocolos para exhumar correctamente y resguardar las evidencias encontradas junto a los cadáveres, así como fortalecer a los ministerios públicos para que encuentren a los asesinos y construir un banco de datos genético donde se resguarde el ADN de las familias con integrantes extraviados.
“En Colombia reaccionamos tarde”, reconoce la doctora. “Todavía nos ocurre que cuando encontramos a alguien le avisamos a la familia que venga porque vamos a abrir la bóveda del cementerio donde fue enterrado como NN y resulta que el cadáver no está, que el panteonero desocupó el espacio y lo tiró a una fosa común. Imagina el trauma de decir que no sabemos dónde está. Aunque lo encontramos volvió a desaparecer”.

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