Acuerdos con el narco
El ataque de una ambulancia del IMSS en Juárez, en diciembre de 2011.
Foto: Ricardo Ruíz
Foto: Ricardo Ruíz
MÉXICO, D.F. (apro).- Una de las ideas que ha ido creciendo, mientras se acerca la elección presidencial, es la posibilidad de que el nuevo gobierno llegue a un acuerdo con los grupos del crimen organizado para que bajen los niveles de violencia que ha alcanzado el país, con cerca de 50 mil muertos en los últimos cinco años.
Esa idea no es otra que la intención de alcanzar la pax mafiosa pero a la mexicana, porque mientras en Italia ese pacto de no violencia se alcanzó entre los propios grupos del crimen organizado, aquí la idea es que el nuevo grupo de gobierno pacte con todos los grupos criminales y, de esa manera, establecer un periodo de tranquilidad tras una época de violencia que no se compara, salvo lo vivido en la Revolución y el la guerra cristera de principios del siglo XX.
El pacto no implicaría que el gobierno dejara de perseguir a las principales bandas, sino de pactar una disminución de los crímenes, las desapariciones, los enfrentamientos, así como de los niveles de terror que ya se han establecido en ciertas regiones del país. Al mismo tiempo, el establecimiento y respeto de los territorios controlados por cada uno de ellos y las rutas que cada grupo criminal ha elegido para trasladar los enervantes a Estados Unidos.
El miedo, el horror y hasta el terror que hay en todos los sectores sociales está orillando a pensar que desde el nuevo gobierno se puede pactar con estos grupos y que, a partir de entonces, se les puede disuadir para que dejen su estrategia de poder basada en la violencia y muestren respeto a la sociedad.
El planteamiento no es, entonces, combatir y debilitar al crimen organizado, sino tolerarlo y administrar el problema de la violencia generada por la pelea entre ellos y la guerra declarada desde el gobierno para dar la sensación de que se puede regresar a los niveles de seguridad y tranquilidad que se tenían antes de llegada del PAN a la Presidencia de la República.
La tentación de impulsar desde el nuevo gobierno la pax mafiosa choca de frente a la realidad si vemos que los grupos del crimen organizado tienen tanto poder e influencia en sus zonas, así como en el mercado nacional e internacional, que poco necesitan del gobierno.
El establecimiento de un pacto o un acuerdo con estos grupos sería tanto como legitimarlos en el poder y otorgarles, desde la institucionalidad, territorio y facultades de gobierno, lo que representaría en los hechos el fracaso del Estado mexicano.
En esta situación el Estado como garante del gobierno, la seguridad y el bienestar social mediante todas las instituciones civiles, policíacas y castrenses, dejaría su lugar al nuevo grupo de poder que desempeñaría las mismas facultades, pero desde la violencia, el asesinato, la tortura y la desaparición.
Por otro lado, cohabitar con los grupos criminales mediante un acuerdo en el cual se aparente el combate pero en los hechos se mantengan libres de actuar en el entendido de bajar los índices de violencia, tendría consecuencias en el corto y largo plazos, pues además de permitirles actuar, estarían acumulando más poder que ejercerían tarde o temprano.
Frente a estos escenarios, la sola idea de la pax mafiosa resulta inconcebible para quien entre a gobernar el país en diciembre de este año. Si en el PRI tienen pensado que pueden regresar a los viejos acuerdos que tuvieron con los narcotraficantes, se equivocan rotundamente porque los nuevos zares del crimen organizado responden a intereses y a conductas totalmente distintas en donde el poder se consigue a fuerza de la violencia y no con acuerdos y pactos.
Esa idea no es otra que la intención de alcanzar la pax mafiosa pero a la mexicana, porque mientras en Italia ese pacto de no violencia se alcanzó entre los propios grupos del crimen organizado, aquí la idea es que el nuevo grupo de gobierno pacte con todos los grupos criminales y, de esa manera, establecer un periodo de tranquilidad tras una época de violencia que no se compara, salvo lo vivido en la Revolución y el la guerra cristera de principios del siglo XX.
El pacto no implicaría que el gobierno dejara de perseguir a las principales bandas, sino de pactar una disminución de los crímenes, las desapariciones, los enfrentamientos, así como de los niveles de terror que ya se han establecido en ciertas regiones del país. Al mismo tiempo, el establecimiento y respeto de los territorios controlados por cada uno de ellos y las rutas que cada grupo criminal ha elegido para trasladar los enervantes a Estados Unidos.
El miedo, el horror y hasta el terror que hay en todos los sectores sociales está orillando a pensar que desde el nuevo gobierno se puede pactar con estos grupos y que, a partir de entonces, se les puede disuadir para que dejen su estrategia de poder basada en la violencia y muestren respeto a la sociedad.
El planteamiento no es, entonces, combatir y debilitar al crimen organizado, sino tolerarlo y administrar el problema de la violencia generada por la pelea entre ellos y la guerra declarada desde el gobierno para dar la sensación de que se puede regresar a los niveles de seguridad y tranquilidad que se tenían antes de llegada del PAN a la Presidencia de la República.
La tentación de impulsar desde el nuevo gobierno la pax mafiosa choca de frente a la realidad si vemos que los grupos del crimen organizado tienen tanto poder e influencia en sus zonas, así como en el mercado nacional e internacional, que poco necesitan del gobierno.
El establecimiento de un pacto o un acuerdo con estos grupos sería tanto como legitimarlos en el poder y otorgarles, desde la institucionalidad, territorio y facultades de gobierno, lo que representaría en los hechos el fracaso del Estado mexicano.
En esta situación el Estado como garante del gobierno, la seguridad y el bienestar social mediante todas las instituciones civiles, policíacas y castrenses, dejaría su lugar al nuevo grupo de poder que desempeñaría las mismas facultades, pero desde la violencia, el asesinato, la tortura y la desaparición.
Por otro lado, cohabitar con los grupos criminales mediante un acuerdo en el cual se aparente el combate pero en los hechos se mantengan libres de actuar en el entendido de bajar los índices de violencia, tendría consecuencias en el corto y largo plazos, pues además de permitirles actuar, estarían acumulando más poder que ejercerían tarde o temprano.
Frente a estos escenarios, la sola idea de la pax mafiosa resulta inconcebible para quien entre a gobernar el país en diciembre de este año. Si en el PRI tienen pensado que pueden regresar a los viejos acuerdos que tuvieron con los narcotraficantes, se equivocan rotundamente porque los nuevos zares del crimen organizado responden a intereses y a conductas totalmente distintas en donde el poder se consigue a fuerza de la violencia y no con acuerdos y pactos.
Identifica EU a “poderosa narcotraficante” que surte a cárteles mexicanos
MÉXICO, D.F. (apro).- El gobierno de Estados Unidos identificó hoy a la guatemalteca Marllory Dadiana Rossell como una de las más “poderosas narcotraficantes” en Centroamérica y la principal proveedora de droga a los distintos cárteles mexicanos.
Por esa razón, el Departamento del Tesoro estadunidense incluyó a Dadiana Rossell en su “lista negra” de narcos especialmente designados.
En un comunicado, la dependencia acusó a dicha mujer de violar la Ley de Narcotraficantes Extranjeros Designados o Ley Kingpinn al introducir al territorio estadunidense miles de kilogramos de cocaína al mes.
“Se cree que (Chacón) Rossell lava cada mes cientos de millones de dólares procedentes del narcotráfico,
convirtiéndola en la más activa lava-dólares en Guatemala”, apuntó.
De acuerdo con el director de la Oficina de Control de Bienes Extranjeros (OFAC), Adam Szubin, Chacón estaría conectada con otras siete personas y entidades nombradas como traficantes de drogas, además de que sus actividades de narcotráfico y sus lazos con los cárteles de las drogas de México “la convierten en una figura clave en el tráfico de drogas”.
Tras haber sido incluida en la lista de narcotraficantes especialmente designados, la guatemalteca quedará sujeta a acciones de bloqueo de todos los bienes que controle de manera total o parcial, y que estén sujetos a la jurisdicción de Estados Unidos.
Además, se prohíbe a instituciones financieras estadunidenses conducir operaciones con Chacón Rossell y sus asociados, entre los que se incluye a su esposo, el hondureño Jorge Andrés Fernández Carvajal, además de Eduardo Borrayo Lasmibat y Mirza Silvana Hernández de Borrado, también de nacionalidad guatemalteca.
Según la OFAC, Marllory Dadiana Chacón Rossell era la líder de una organización criminal, con unidades en Honduras y Panamá, que suministra drogas a los cárteles mexicanos.
Asimismo, está bajo sospecha de lavado de decenas de millones de dólares de ingresos por estupefacientes desde Estados Unidos cada mes, según el Departamento del Tesoro, que también identificó a compañías controladas por Chacón Rossell y operadas por sus asociados en Guatemala y Panamá.
Por esa razón, el Departamento del Tesoro estadunidense incluyó a Dadiana Rossell en su “lista negra” de narcos especialmente designados.
En un comunicado, la dependencia acusó a dicha mujer de violar la Ley de Narcotraficantes Extranjeros Designados o Ley Kingpinn al introducir al territorio estadunidense miles de kilogramos de cocaína al mes.
“Se cree que (Chacón) Rossell lava cada mes cientos de millones de dólares procedentes del narcotráfico,
convirtiéndola en la más activa lava-dólares en Guatemala”, apuntó.
De acuerdo con el director de la Oficina de Control de Bienes Extranjeros (OFAC), Adam Szubin, Chacón estaría conectada con otras siete personas y entidades nombradas como traficantes de drogas, además de que sus actividades de narcotráfico y sus lazos con los cárteles de las drogas de México “la convierten en una figura clave en el tráfico de drogas”.
Tras haber sido incluida en la lista de narcotraficantes especialmente designados, la guatemalteca quedará sujeta a acciones de bloqueo de todos los bienes que controle de manera total o parcial, y que estén sujetos a la jurisdicción de Estados Unidos.
Además, se prohíbe a instituciones financieras estadunidenses conducir operaciones con Chacón Rossell y sus asociados, entre los que se incluye a su esposo, el hondureño Jorge Andrés Fernández Carvajal, además de Eduardo Borrayo Lasmibat y Mirza Silvana Hernández de Borrado, también de nacionalidad guatemalteca.
Según la OFAC, Marllory Dadiana Chacón Rossell era la líder de una organización criminal, con unidades en Honduras y Panamá, que suministra drogas a los cárteles mexicanos.
Asimismo, está bajo sospecha de lavado de decenas de millones de dólares de ingresos por estupefacientes desde Estados Unidos cada mes, según el Departamento del Tesoro, que también identificó a compañías controladas por Chacón Rossell y operadas por sus asociados en Guatemala y Panamá.
Las grietas del Estado
Felipe Calderón, titular del Ejecutivo.
Foto: Germán Canseco
Foto: Germán Canseco
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Vivimos un profundo parteaguas civilizatorio, comparable, para hablar de los referentes occidentales, a lo que fue la caída del Imperio Romano. Las instituciones –el Estado hobbesiano y la economía moderna–, esas construcciones históricas que desde hace algunos siglos administraban a los seres humanos, entraron en crisis a nivel mundial y tendrán que morir, como algún día murieron el Imperio Romano, el mundo feudal y, para hablar de nuestra época, otras formas del Estado hobbesiano –el fascista, el soviético y el militarista.
Podríamos quizá, para no ser tan radicales, hablar no de muerte, sino de transformación; hablar, como lo define Tomás Calvillo, de un Estado en mutación. Sin embargo, se encuentre en una fase terminal o en una fase mutante, lo cierto es que el Estado y las instituciones económicas, tal y como salieron de la Revolución Industrial y de la Revolución Francesa, se desmoronan y, al igual que sucedió con las fracturas del Imperio Romano que terminaron con su caída, de sus grietas comienzan a emerger diversos movimientos que delinean lo nuevo. Desde los zapatistas –el más profundo de todos– hasta el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), pasando por la llamada Primavera Árabe, los Indignados y los Ocupas, los movimientos sociales hablan de la necesidad de una transformación, de la necesidad de crear un mundo nuevo y distinto, lleno de diversidades o, para decirlo con esa hermosa frase acuñada por el zapatismo, de “un mundo donde quepan muchos mundos, todos los mundos”.
Por desgracia, al igual que sucedió con el Imperio Romano, el Estado hobbesiano y la economía moderna se resisten. En México, esa resistencia ha llegado a grados absurdos: El Estado casi no existe, está completamente fracturado. Junto a sus movimientos sociales, que apuntan hacia lo nuevo y a los cuales se desprecia, lo que hay es un Estado paralelo y delincuencial que lentamente se adueña del país. La economía, por su parte, está devastada. Arropada por ese mismo Estado, la vida económica de la nación sólo beneficia a unos cuantos, entre los que se encuentra el crimen organizado –una forma extrema de la economía moderna–. En medio de ellos, una población sufriente, aterrada, devastada en sus tejidos sociales, instrumentalizada y explotada para beneficio de esos cuantos.
Lo terrible es que frente a la necesidad de una transformación hacia lo nuevo, que los movimientos sociales muestran y demandan, la clase política continúe creyendo que se puede seguir administrando ese estado de cosas. Las próximas elecciones son la muestra más clara y contundente de ello. Ajena a la emergencia nacional, despreciativa de las demandas ciudadanas y de las propuestas de los movimientos sociales, a los cuales criminaliza –es el caso del zapatismo– o simula atender –es el caso del MPJD–, la clase política, a través de sus partidos y candidatos, se lanza a una contienda electoral.
En esas condiciones uno se pregunta: ¿Qué van a administrar? ¿La violencia, la corrupción, la impunidad, el mercado de las drogas? Por más que sus discursos políticos estén llenos de buenas intenciones, la realidad es que ahondarán las grietas de un Estado fracturado y de un modelo económico que –ya sea administrado por capitalistas o por socialistas– destruye la vida y alienta el crimen. La noción de desarrollo y de producción de riquezas en un mundo limitado que se autosustenta es una de las grandes falacias de la economía moderna, cuyas evidencias son el despojo, la miseria y la destrucción del planeta.
Lo único que podrían hacer, si realmente entendieran el parteaguas civilizatorio en el que nos encontramos, si realmente entendieran la emergencia nacional por la que atravesamos, si realmente atendieran lo nuevo que emerge de los movimientos sociales –en particular de lo que el zapatismo no ha dejado de decir–, es generar un gobierno de unidad nacional, con una agenda común que pacifique al país mediante la justicia y no con la militarización y la violencia, y que reformule el concepto de Estado a partir de lo que los movimientos sociales muestran.
Esto permitiría no sólo replantear el orden constitucional, sino, a partir de él, abrir el país a diversas formas de la democracia y de la economía que pongan un límite al poder unívoco del Estado y a una economía basada en lo que Pascal Bruckner ha llamado “la seducción de lo efímero”, es decir, a una economía dirigida hacia la producción y el consumo infinitos –una economía que de una manera distributiva está también en el pensamiento de la izquierda perredista y su noción de desarrollo–. Sólo así la clase política podría tomar el camino del cambio civilizatorio y dejar surgir lenta y pacíficamente lo nuevo. Lo otro, la obstinación en creer que los partidos continúan siendo una solución, que en ellos hay hombres y mujeres providenciales, y que se puede seguir administrando un Estado casi inexistente y una economía inoperante y destructiva que fomenta la corrupción, la impunidad, la violencia y el crimen, es ahondar las grietas del desmoronamiento del Estado y de la economía, y hacer que su irremediable caída sea más atroz, más destructiva, más espantosa, más criminal y violenta.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz y devolver la dignidad a las víctimas de la guerra de Calderón.
Podríamos quizá, para no ser tan radicales, hablar no de muerte, sino de transformación; hablar, como lo define Tomás Calvillo, de un Estado en mutación. Sin embargo, se encuentre en una fase terminal o en una fase mutante, lo cierto es que el Estado y las instituciones económicas, tal y como salieron de la Revolución Industrial y de la Revolución Francesa, se desmoronan y, al igual que sucedió con las fracturas del Imperio Romano que terminaron con su caída, de sus grietas comienzan a emerger diversos movimientos que delinean lo nuevo. Desde los zapatistas –el más profundo de todos– hasta el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), pasando por la llamada Primavera Árabe, los Indignados y los Ocupas, los movimientos sociales hablan de la necesidad de una transformación, de la necesidad de crear un mundo nuevo y distinto, lleno de diversidades o, para decirlo con esa hermosa frase acuñada por el zapatismo, de “un mundo donde quepan muchos mundos, todos los mundos”.
Por desgracia, al igual que sucedió con el Imperio Romano, el Estado hobbesiano y la economía moderna se resisten. En México, esa resistencia ha llegado a grados absurdos: El Estado casi no existe, está completamente fracturado. Junto a sus movimientos sociales, que apuntan hacia lo nuevo y a los cuales se desprecia, lo que hay es un Estado paralelo y delincuencial que lentamente se adueña del país. La economía, por su parte, está devastada. Arropada por ese mismo Estado, la vida económica de la nación sólo beneficia a unos cuantos, entre los que se encuentra el crimen organizado –una forma extrema de la economía moderna–. En medio de ellos, una población sufriente, aterrada, devastada en sus tejidos sociales, instrumentalizada y explotada para beneficio de esos cuantos.
Lo terrible es que frente a la necesidad de una transformación hacia lo nuevo, que los movimientos sociales muestran y demandan, la clase política continúe creyendo que se puede seguir administrando ese estado de cosas. Las próximas elecciones son la muestra más clara y contundente de ello. Ajena a la emergencia nacional, despreciativa de las demandas ciudadanas y de las propuestas de los movimientos sociales, a los cuales criminaliza –es el caso del zapatismo– o simula atender –es el caso del MPJD–, la clase política, a través de sus partidos y candidatos, se lanza a una contienda electoral.
En esas condiciones uno se pregunta: ¿Qué van a administrar? ¿La violencia, la corrupción, la impunidad, el mercado de las drogas? Por más que sus discursos políticos estén llenos de buenas intenciones, la realidad es que ahondarán las grietas de un Estado fracturado y de un modelo económico que –ya sea administrado por capitalistas o por socialistas– destruye la vida y alienta el crimen. La noción de desarrollo y de producción de riquezas en un mundo limitado que se autosustenta es una de las grandes falacias de la economía moderna, cuyas evidencias son el despojo, la miseria y la destrucción del planeta.
Lo único que podrían hacer, si realmente entendieran el parteaguas civilizatorio en el que nos encontramos, si realmente entendieran la emergencia nacional por la que atravesamos, si realmente atendieran lo nuevo que emerge de los movimientos sociales –en particular de lo que el zapatismo no ha dejado de decir–, es generar un gobierno de unidad nacional, con una agenda común que pacifique al país mediante la justicia y no con la militarización y la violencia, y que reformule el concepto de Estado a partir de lo que los movimientos sociales muestran.
Esto permitiría no sólo replantear el orden constitucional, sino, a partir de él, abrir el país a diversas formas de la democracia y de la economía que pongan un límite al poder unívoco del Estado y a una economía basada en lo que Pascal Bruckner ha llamado “la seducción de lo efímero”, es decir, a una economía dirigida hacia la producción y el consumo infinitos –una economía que de una manera distributiva está también en el pensamiento de la izquierda perredista y su noción de desarrollo–. Sólo así la clase política podría tomar el camino del cambio civilizatorio y dejar surgir lenta y pacíficamente lo nuevo. Lo otro, la obstinación en creer que los partidos continúan siendo una solución, que en ellos hay hombres y mujeres providenciales, y que se puede seguir administrando un Estado casi inexistente y una economía inoperante y destructiva que fomenta la corrupción, la impunidad, la violencia y el crimen, es ahondar las grietas del desmoronamiento del Estado y de la economía, y hacer que su irremediable caída sea más atroz, más destructiva, más espantosa, más criminal y violenta.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz y devolver la dignidad a las víctimas de la guerra de Calderón.
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