Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

viernes, 22 de abril de 2011

LA MADRE DE TODAS LAS FOSAS

En el Valle Imperial de California, a principios de abril, la nieve cubre las piedras del desierto y las casetas de la Border Patrol a lo largo del camino. La autopista Kumeyaay Freeway corre paralela al tramo mexicano de La Rumorosa, y baja hasta una zona agrícola ordenada y tranquila.
Allí, Holtsville es un pueblo de poco más de cinco mil personas que durante el siglo XX fue famoso por ser la sede del Imperial Valley Carrot Festival, el gran festival de la zanahoria. El valle es uno de los condados donde más se concentra la actividad agrícola en Estados Unidos. Pero esta tierra fértil también tiene espacio para hospedar los cuerpos sin nombre de casi 700 migrantes: el pequeño poblado californiano de Holtsville esconde un cementerio de muertos desconocidos, casi todos presumiblemente migrantes mexicanos y centroamericanos que ocupan silenciosamente el patio trasero del panteón municipal, el Terrace Park Cemetery, allí donde descansa en paz Erik H. Silva, el primer marine de origen mexicano en la operación Iraqi Freedom, fallecido a los 24 años el cuatro de abril de 2003.
MUERTOS DE LA POLÍTICA MIGRATORIA
Desde fines de los años noventa, el espacio dedicado a los muertos anónimos, a los ilegales del cementerio de El Centro, la ciudad más importante del condado, resultó insuficiente. Fue entonces cuando se decidió abrir una fosa común en la cercana Holtsville. “Los muertos empezaron a aumentar desde 1997, cuando se vieron por primera vez los resultados de la Operación Guardián”, recuerda Enrique Morones, fundador de la organización de derechos humanos Border Angels y ganador en 2009 del premio mexicano de derechos humanos. “Entonces los migrantes mexicanos y centroamericanos empezaron a cruzar por el desierto de esta zona. Se empezó a enterrarlos en el panteón de El Centro, pero se llenó con los primeros 25 o 30 cuerpos, y entonces empezaron a sepultarlos por aquí. Lo que cabe destacar es la conexión directa que existe entre las leyes migratorias racistas de Estados Unidos y las miles de muertes que ocurren en toda la frontera con México; no son muertes casuales, se trata de una política migratoria que genera sistemáticamente la muerte”.
El área es una explanada de tierra simple, salpicada por cientos de ladrillos grises o cafés puestos más o menos a un metro el uno al lado del otro. Cada ladrillo identifica a una sepultura, y detrás de cada uno hay una cruz de madera que, en su conjunto, forma largas líneas paralelas, tapizando unos tres mil metros cuadrados de tierra al lado del cementerio oficial, tranquilo y lleno de flores, con sus lápidas marcadas y limpias sobre el verdor del césped.
Las cruces de madera son armadas y decoradas por estudiantes de las universidades de San Diego, que de tiempo en tiempo mandan voluntarios a la organización de los Border Angels. “Es una forma de no olvidarse de estos muertos —explica una joven universitaria de la San Diego State University— porque ya no se conoce su identidad y no tienen a nadie que los visite ni los recuerde”.
La muerte es una constante en esta zona fronteriza debido a las condiciones extremas del desierto: se muere por hipotermia, por la exposición al frío de las noches y del invierno; por deshidratación causada por el calor del verano; por ahogamiento durante el cruce del canal Todo Americano. Pero el número de víctimas ha aumentado mucho en los últimos cuatro años, sobre todo a causa de las nuevas políticas migratorias. Así lo afirma Martín Sánchez, viejo sepulturero del cementerio: “En los últimos años han llegado con más continuidad cuerpos encontrados por la Border Patrol o por otras personas. Pero puede que encontremos un cuerpo cada semana, o que durante seis meses no se encuentra nada, así es como caen aquí. Luego les ponemos un número y una placa de cemento, y es todo. Se pueden encontrar aquí en el desierto, en la montaña hacia San Diego o en el río”.
Generalmente los encuentra La migra, a veces los voluntarios de Border Angels o alguien que va de paso. “Cuando los encuentran los llevan a la morgue del condado —cuenta Martín— y ahí se quedan los cuerpos, o los huesos, depende de lo que se encuentre. Se les hacen análisis de ADN, se registran sus huellas y se espera un tiempo por si alguien viene a reclamarlos. Pero eso casi nunca pasa. Sólo una vez una señora vino de México a reclamar a un familiar que había desaparecido. Se pudo encontrar su récord gracias a las huellas. Pero, en general, después de unos días de espera, se van los cuerpos a la fosa y allí se les escribe en un ladrillo John Doe, si se trata de un hombre o de un niño, y Jane Doe, si se trata de una mujer o una niña”.
Estos nombres son utilizados comúnmente en Estados Unidos para indicar personas no identificadas o desconocidas. Los casi 700 cuerpos enterrados en Holtsville están cerca de rebasar el número de las tumbas “normales”. En un cementerio común de un poblado similar las tumbas de los “sin nombre” no superan las decenas de personas en décadas.
CONTRA EL OLVIDO
En el condado de Imperial Valley la mayoría de la gente no conoce o no sabe del lugar. Y las instituciones tratan de no hablar del tema, de no encontrar la relación entre migración, negligencia y muerte, de no escuchar a las asociaciones de voluntarios que de vez en cuando vienen a dejar cruces y flores a los muertos. Las autoridades del condado de Holtsville, que se encargan del entierro de los migrantes desconocidos, se ocupan de los cuerpos pero no de mucho más. Prefieren no hacer público el hecho, ni darle demasiado espacio a la noticia. “Los funcionarios del condado no quieren que se hable de esta fosa común, ni que se hable de estos 700 muertos ‘sin nombre’ —afirma John Hernández, activista chicano y presidente del centro multicultural Our Roots de El Centro—. Muchas veces los responsables del cementerio quitan las cruces que ponemos, porque está en contra del reglamento del panteón. No quieren que se llame la atención ni de los medios ni de las organizaciones. Pero regresamos y volvemos a ponerlas, para que estos muertos no sean olvidados”. Es por esta razón que los voluntarios de Border Angels insisten en llevar al cementerio a los jóvenes de las escuelas y de las universidades a Holtsville.
Border Angels es una asociación civil de California que desde 1986 proporciona asesoría legal, educación y apoyo humanitario a los migrantes de la frontera, a través de la colocación de estaciones de agua en el desierto, el abastecimiento de ropa y alimentos a los migrantes y jornaleros, así como en el cabildeo para una reforma migratoria integral.
Los casi 700 cuerpos enterrados en el panteón de Holtsville representan sólo una parte de las muertes “sin nombre” que ocurren a diario en la frontera entre México y Estados Unidos. Según un informe proporcionado por la asociación de derechos humanos No More Deaths y la Coalición de Derechos Humanos que operan en la frontera entre Sonora y Arizona, los cadáveres encontrados sólo en la zona fronteriza de Tucson entre el primero de octubre de 2009 y el 30 de septiembre de 2010 serían 253. La mayoría de estas muertes no ha sido reconocida y quedan sin nombre. Según esas organizaciones, del primero de octubre de 2010 a la fecha han muerto 59 migrantes en la misma zona. El último de los John Does se encontró el 25 de febrero de 2011.
En las filas de pequeñas cruces de colores que vigilan los ladrillos de los John y Jane Does, un par de veces al año los voluntarios de las organizaciones sociales de la frontera llevan a cabo oraciones laicas para que esto no se considere nunca un acontecimiento “normal”. Y para recordar a los cientos de migrantes muertos, olvidados por todos los demás.
Texto y fotos: Federico Mastrogiovanni

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