México SA
México: raquitismo económico
Fox-Calderón: década perdida
Carlos Fernández-Vega
Nadie sabe de dónde provino el rayo misterioso que iluminó al afamadísimo doctor catarrito”, que le recargó la neurona, pero el hecho es que, de repente, Agustín Carstens se dio cuenta de que la economía mexicana “no crece lo suficiente” para crear más empleo y abatir la pobreza “al ritmo que sería deseable”. Lento, pero seguro, por fin tomó nota de algo que los mexicanos registraron más de tres décadas atrás y que desde entonces padecen: el raquitismo económico, la falta de empleo y el crecimiento de la pobreza.
Resulta que el gobernador del Banco de México –empedernido defensor del modelito económico impuesto al país tres décadas atrás– está muy preocupado, porque el ritmo de “avance” del producto interno bruto es rotundamente insuficiente y no alcanza para prácticamente nada, al tiempo que el futuro inmediato no tiene nada de venturoso (“no vamos a tener un entorno externo favorable en los próximos cinco años, cuando menos”).
El doctor en economía (aunque su tesis más conocida es médica, la del “catarrito” por la crisis de 2008-2009) se reunió con un centenar de diplomáticos, ante los cuales “presentó un amplio diagnóstico sobre la situación de la economía mundial y nacional para concluir que en 2012 este factor no nos deberá dar muchas sorpresas en el país. Pero fue enfático en que la asignatura pendiente es crecer no 3.5 o 4, sino 6 por ciento (anual), para cumplir con el objetivo final de crear mayor empleo y tener menos pobreza, y eso requiere más que la simple estabilidad financiera del país. Lejos de desarmar o debilitar los pilares de estabilidad que en esta época de turbulencia nos han servido, demandó detonar cambios estructurales que promuevan la competencia y atraigan la inversión a los sectores de comunicación y energético, donde mayor crecimiento se registra en el mundo. Desde la crisis de 1994-1995, durante el gobierno de Ernesto Zedillo, México ha logrado institucionalizar bien al país y tener la capacidad de navegar por aguas muy turbulentas de manera solvente, pero ese no es un objetivo en sí mismo, explicó el funcionario” (La Jornada, Claudia Herrera).
El citado rayo iluminador de neuronas fue útil para que el doctor Carstens registrara algunos elementos negativos de la raquítica economía mexicana, pero no todos. Por ejemplo, en su arenga ante los diplomáticos mencionó tasas anuales de crecimiento económico de 3.5 o 4 por ciento, aunque éstas no tienen registro en los dos mandatos panistas. Con Vicente Fox la tasa anual promedio de “crecimiento” fue de 2.3 por ciento, y con Felipe Calderón, si bien va, será de 1.7 por ciento, es decir alrededor de la mitad de lo que el gobernador del Banco de México califica de insuficiente para generar más empleo y abatir la pobreza “al ritmo que sería deseable”.
De hecho, hace años, muchos, que México no crece “lo suficiente”, pues desde la imposición del modelo económico neoliberal el comportamiento económico mexicano ha ido de mal en peor, de menos a mucho menos, sexenio tras sexenio. De 6.55 por ciento como promedio anual en tiempos de José López Portillo, la economía nacional se desplomó, paulatina, pero sostenidamente, a 1.7 por ciento que a duras penas registrará el calderonato, una distancia cercana a cuatro tantos entre un periodo gubernamental y otro.
Como se ha comentado en este espacio, aferrados a un modelo económico que año tras año deteriora el nivel de bienestar de los mexicanos, cinco gobiernos al hilo han prometido el paraíso y un futuro venturoso, mientras el país se hunde más según se suceden los sexenios. La realidad ha sido inversamente proporcional al discurso, pero nadie mueve un dedo para alcanzar el equilibrio entra una y otra. De hecho, entre la autodenominada clase gobernante nadie parece interesado en modificar un ápice el estado de cosas, porque todos están con los ojos puestos en el próximo periodo electoral para “renovar” (así le llaman) al inquilino de Los Pinos.
Pues bien, más les vale que se apuren con sus grillas y enjuagues, porque la perspectiva económica y social para el país va de mal en peor. No es novedad, cierto es, que la estimación de la Cepal para el futuro inmediato de México en materia de crecimiento económico resulte inferior, por ejemplo, a la de Nicaragua, y ello es posible como resultado de un modelo económico-político que se niegan a modificar. En uno de sus análisis sobre la perspectiva latinoamericana, el organismo regional concluye que para el periodo 2010-2020 México disminuiría aún más su tasa de crecimiento con respecto a las dos décadas previas, producto, entre otros elementos, “de la caída en el aporte que el empleo y la productividad total registrarían”, algo que –se supone– es mucho más delicado y urgente que las grillas electorales.
La perspectiva mexicana se contrapone al crecimiento potencial de América Latina, el cual se ha incrementado sostenidamente en las pasadas dos décadas, desde tasas ligeramente superiores a 2 por ciento a inicios de los años 90 a tasas cercanas a 4 por ciento en años recientes. México, por el contrario, ha ido de más a menos, con ganas de empeorar.
En efecto, de acuerdo con la información oficial, la economía mexicana registró una tasa promedio anual de crecimiento superior a 6 por ciento durante cinco gobiernos al hilo (Adolfo Ruiz Cortines-José López Portillo), y de apenas 2 por ciento en los cinco subsiguientes (Miguel de la Madrid-Felipe Calderón).
Para no ir más lejos, en el sexenio de López Portillo la tasa anual promedio de crecimiento fue de 6.55 por ciento. Cambió el modelo económico, y Miguel de la Madrid desplomó esa tasa a 0.34 por ciento; con Carlos Salinas subió a 3.9 por ciento; con Ernesto Zedillo descendió a 3.5; con Vicente Fox se redujo a 2.3, y con Felipe Calderón a 1.7 por ciento, en el mejor de los casos. Felizmente está por concluir el sexenio calderonista, pero el problema se mantiene, porque la perspectiva y el potencial económicos del país van a la baja. A punto de montarse en el Ipiranga (mayo de 1911) Porfirio Díaz dejó tras de sí una década, la primera del siglo XX, con una tasa anual promedio de crecimiento económico de 3.31 por ciento. En la primera del siglo XXI, Fox-Calderón apenas llegaron a 1.2 por ciento, la primera década perdida de la temporada.
Las rebanadas del pastel
Entonces, nada tiene de novedoso lo expuesto por Agustín Carstens, aunque sí mucho de excepcional: tardó tres décadas en registrarlo, pero al final de cuentas lo hizo. ¡Felicidades!
cfvmexico_sa@hotmail.com
La izquierda mundial después de 2011
Immanuel Wallerstein
El precandidato presidencial republicano Newt Gingrich (izquierda) es repudiado en Littleton por manifestantes del movimiento ocupa cuando abandonaba una casa de campañaFoto Ap
Bajo cualquier parámetro con que se mida, 2011 fue un buen año para la izquierda en el mundo –no importa lo amplio o estricto que se defina la izquierda mundial. La razón básica fueron las condiciones económicas negativas que sufrió casi todo el mundo. El desempleo era alto y creció aún más. Casi todos los gobiernos tuvieron que enfrentarse a elevados niveles de deuda con ingresos reducidos. Su respuesta fue tratar de imponer medidas de austeridad a sus poblaciones mientras que intentaban proteger a sus bancos al mismo tiempo.
El resultado fue un revuelta por todo el mundo que los movimientos que conformaron Ocupa Wall Street (OWS) llamaron “el 99 por ciento”. La revuelta ocurrió en contra de la excesiva polarización de la riqueza, contra los gobiernos corruptos, y contra la naturaleza esencialmente antidemocrática de estos gobiernos –sea que contaran o no con un sistema multipartidista.
No es que los OWS, la Primavera Árabe o los indignados consiguieran todo lo que esperaban. El hecho es que lograron cambiar el discurso mundial, y lo alejaron de los mantras ideológicos del neoliberalismo acercándolo a temas como la inequidad, la injusticia y la descolonización. Por primera vez en un largo tiempo, la gente común discutía la naturaleza misma del sistema en que vivían; ya no se les podía dar por hecho.
Para la izquierda mundial la cuestión ahora es si puede avanzar y traducir este éxito discursivo inicial en una transformación política. El problema puede plantearse de un modo muy simple. Aun si en términos económicos existe una brecha clara y creciente entre un muy pequeño grupo (uno por ciento) y un grupo muy grande (99 por ciento), esto no significa que así ocurra la división política. A escala mundial, las fuerzas de centroderecha siguen representando a algo así como la mitad de las poblaciones del mundo, o por lo menos a aquéllos que son activos en lo político de alguna manera.
Por lo tanto, para transformar el mundo, la izquierda mundial necesitará un grado de unidad política que todavía no tiene. De hecho, existen profundos desacuerdos en torno a los objetivos de largo plazo y las tácticas de corto plazo. No es que estos puntos no se debatan, por el contrario, están en debate candente, y hay pocos progresos en cuanto a remontar las divisiones.
Estas divisiones no son nuevas. Eso no las hace más fáciles de resolver. Hay dos que son importantes. La primera tiene que ver con las elecciones. No hay dos, sino tres posiciones con respecto a las elecciones. Hay un grupo que sospecha profundamente de las elecciones, y argumenta que participar en ellas no es sólo ineficaz en lo político sino que refuerza la legitimidad del sistema-mundo existente.
Los otros piensan que es crucial tomar parte en el proceso electoral. Pero este grupo se divide en dos. Por un lado, quienes argumentan que son pragmáticos. Quieren trabajar desde dentro –desde el partido principal de centroizquierda cuando funcione un sistema multipartidista, o dentro del partido único de facto, cuando la alternancia parlamentaria no esté permitida.
Y por supuesto hay quienes denuncian esta política de escoger el mal menor. Insisten que no hay una diferencia significativa entre los principales partidos alternativos y respaldan la idea de algún partido que “genuinamente” sea de izquierda.
Todos estamos familiarizados con este debate y hemos escuchado los argumentos una y otra vez. Sin embargo, es claro, por lo menos para mí, que si no hay cierto acercamiento entre los tres grupos en lo que respecta a las tácticas electorales, la izquierda mundial no tiene mucha oportunidad de prevalecer ni en el corto ni en el largo plazo.
Creo que hay un modo de reconciliación. Implica distinguir entre las tácticas de corto plazo y la estrategia de más largo plazo. Concuerdo mucho con quienes argumentan que obtener el poder del Estado es irrelevante para (y posiblemente hace peligrar la posibilidad de) una transformación de más largo plazo del sistema-mundo. Como estrategia de transformación, se ha probado muchas veces y ha fallado.
Esto no significa que esa participación electoral en el corto plazo sea una pérdida de tiempo. El hecho es que una gran parte del 99 por ciento está sufriendo agudamente en el corto plazo. Y es este sufrimiento de corto plazo su principal preocupación. Están intentando sobrevivir, y ayudar a sus familias y amigos a sobrevivir. Si pensamos en los gobiernos no como agentes potenciales de transformación social sino como estructuras que pueden afectar el sufrimiento de corto plazo mediante sus decisiones en torno a políticas públicas, entonces la izquierda mundial está obligada a hacer lo posible por conseguir decisiones de los gobiernos que minimicen las penurias.
Trabajar por minimizar las penurias requiere de la participación electoral. ¿Y qué pasa con el debate entre quienes proponen el mal menor y quienes proponen respaldar a genuinos partidos de izquierda? Ésta se vuelve una decisión de táctica local, que varía enormemente de acuerdo a varios factores: el tamaño del país, la estructura política formal, la demografía, la localización geopolítica, la historia política. No hay una respuesta estándar, ni pueda haberla. Ni tampoco la respuesta de 2012 va a ser válida para 2014 o 2016. Para mí, por lo menos, no es un debate de principios sino una situación táctica que evoluciona en cada país.
El segundo debate básico que consume a la izquierda mundial es la que existe entre lo que yo le llamo “desarrollismo” y lo que podría llamarse la prioridad de un cambio civilizatorio. Podemos observar este debate en muchas partes del mundo. Uno lo ve en América Latina en los debates en curso, impulsados con bastante enojo entre los gobiernos de izquierda y los movimientos de pueblos indígenas –por ejemplo en Bolivia, Ecuador o Venezuela. Uno lo ve en América del Norte y en Europa en los debates entre los ambientalistas/verdes y los sindicatos que le dan prioridad a retener y expandir el empleo disponible.
Por un lado, la opción “desarrollista”, sea que la pongan en marcha los gobiernos de izquierda o los sindicatos, es aquélla de que sin crecimiento económico no hay modo de rectificar los desequilibrios económicos del mundo actual, sea que hablemos de la polarización al interior de los países o de la polarización entre naciones. Este grupo acusa a sus oponentes de respaldar, al menos objetiva y posiblemente subjetivamente, los intereses de las fuerzas del ala derecha.
Los proponentes de la opción antidesarrollista dicen que concentrarnos en la prioridad del crecimiento económico está mal por dos razones. Es una política que simplemente continúa los peores rasgos del sistema capitalista. Y es una política que ocasiona un daño irreparable –ecológico y social.
Esta división es todavía más apasionada, si eso es posible, que la participación electoral. La única manera de resolverla es proponiendo arreglos, sobre la base de caso por caso. Para hacer esto posible, ambos grupos deben aceptar de buena fe las credenciales de izquierda del otro. Y no será fácil.
¿Pueden remontarse estas divisiones de la izquierda en los próximos cinco a 10 años? No estoy seguro. Pero si no se remontan, no creo que la izquierda mundial pueda ganar la batalla en los próximos 20 a 40 años en torno a qué clase de sistema sucesor tendremos conforme el sistema capitalista se colapsa definitivamente.
Traducción: Ramón Vera Herrera
© Immanuel Wallerstein
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