Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

jueves, 19 de enero de 2012

La insidiosa incertidumbre- ¿Ciudadanos independientes?- La guerra («sucia») que viene

La guerra (sucia) que viene
Adolfo Sánchez Rebolledo
Si usted es de los que piensan que la campaña presidencial panista será un reflejo del debate insulso entre sus aspirantes, está en un error. Las buenas maneras y el tono distante de las críticas no se mantendrán cuando se enfrenten directamente a sus verdaderos adversarios y, en particular, a quien es el verdadero objeto de su fobias: el candidato de las izquierdas. Les costará trabajo llegar a la unidad y no les será sencillo restaurar algunas de las heridas causadas, acaso innecesariamente, dada la insistencia del Ejecutivo por inclinar la balanza a favor de Cordero, pero al final lo harán y (Solá de por medio) no pararán mientes para evitar la clausura del ciclo panista a la cabeza de la República.
Es un falacia suponer que la identificación estratégica que ha favorecido la tendencia a consolidar una suerte de bipartidismo vergonzante con el PRI desestimula la necesidad del panismo de preservarse como el grupo dirigente, sobre todo cuando las mieles del poder entierran como reliquias los viejos principios doctrinarios, pero en la sociedad emerge un nuevo conservadurismo, articulado por muchos lazos a los intereses e ideales de las clases dominantes.
En buena medida, la disputa del PAN con Peña Nieto tiene que ver, en efecto, con la definición de qué fuerzas y con qué argumentos se sirve con más eficacia a los intereses de esa elite que intenta convertirse en poder superior al Estado, capaz de imponerle a la sociedad un curso de acción y a la vez que una visión del mundo, una ideología que le permita dominar.
Es verdad que los gobiernos panistas han sido ineficaces para elaborar y llevar a la práctica un programa de cambio lo suficientemente profundo como para mandar al priísmo a la historia, como ingenuamente pensaba Fox, o para rebasar por la izquierda al proyecto lopezobradorista, fantasía inolvidable de otros tiempos. Nada de eso ocurrió. La torpeza oficialista, en efecto, revitalizó al PRI, y la problemática social, que en rigor sostiene la potencialidad de la izquierda, lejos de atenuarse se agudizó sin remedio. Como resultado, la vida pública, que debía ser reforzada por un mayor juego democrático, se deslizó hacia un pantano que debilita objetivamente la convivencia nacional. Calderón no enfrentó la crisis nacional con argumentos políticos, pero dejó que el país se hundiera en el laberinto de la violencia criminal y en la cerrazón de una concepción atada a los prejuicios económicos que han conducido a la crisis global que también llega a nuestras fronteras.
Pese a todo, en abierta contradicción con su discurso sobre la maldad intrínseca de la clase política, los panistas le tomaron gusto al gobierno; una nueva generación se cree tocada por la gracia de los privilegiados y, por tanto, no abandonará el mando sin pelear con todas las armas a su alcance, aunque se envuelvan bajo la bandera de los independientes, como intenta la señora Vázquez Mota y ahora se reafirma con la inclusión tras el sello panista la señora Wallace, como reflejo de que aun los símbolos de la sociedad civil también toman partido, producen votos y apoyan intereses, lo cual es natural y no tiene nada de raro, salvo cuando se aparenta lo contrario.
En 2006 aprendieron a librar la guerra sucia y nada indica que esta vez no usarán los mismos (o semejantes) dardos envenenados para avanzar. Echarán de menos, eso sí, la posibilidad de saturar los medios con anuncios calumniosos, pues la ley, tan vituperada, prohíbe la compraventa de tales espacios, pero aún les queda un gran camino que recorrer. Está, por citar un caso reciente, el uso de Internet y las redes sociales para golpear sin dejar huella. Ayer mismo, en este diario, Georgina Saldierna daba cuenta de los ataques contra Josefina Vázquez Mota en You Tube, que anticipan el porvenir que nos espera.
Sin embargo, más allá de lo que hagan o dejen de hacer los publicistas incontrolados al servicio de las candidaturas panistas, no cabe duda de que la presente campaña ocurre en un contexto especialmente delicado que nadie debería soslayar. Como resultado de la guerra contra el narcotráfico emprendida por este gobierno, arribamos a las elecciones en una situación de fragilidad interna sobre la cual pesa e influye negativamente la realidad estadunidense, hundida hasta el cuello en sus propia sucesión, donde ya es costumbre hacer de las relaciones con México el blanco fijo de los peores presagios.
Es natural y casi inevitable que el tema de la violencia en México, con su trágica secuela de 50 mil muertos, esté presente en la disputa política que está en curso. Es obvio –y sería estúpido negarlo– que se corre el riesgo de que la delincuencia organizada pretenda influir en las próximas elecciones, sobre todo en algunos niveles y en ciertas regiones o con determinados candidatos de todos los partidos.
El problema, en todo caso, es cómo lo van a plantear los partidos y sus candidatos, pero sobre todo el gran asunto a saber es cuál será el uso que el gobierno le dará a la información sensible. Nadie está a salvo del potencial corruptor del dinero ni al margen de las amenazas que asientan la cultura del miedo, pero aun así lo peor sería abandonar el barco, es decir, eludir el ejercicio democrático, la realización de las elecciones, a cambio de un acto de salvación, asumido por alguna minoría autoproclamada como pura o intocable (ya se les ocurrió en Michoacán). Blindar a los partidos y a las instituciones electorales, aumentar la fiscalización institucional y ciudadana, son exigencias legítimas pero ninguna de ellas tendría utilidad si al mismo tiempo la máxima autoridad opta por instrumentalizar la acción contra la delincuencia. Si la transparencia siempre es imprescindible, ahora es vital. No podemos imaginar a escala nacional un escenario como el de Michoacán, donde la autoridad calla ante las maniobras electorales de los grupos delincuenciales cuando parece ir ganando, pero deja que su partido alce la voz a la hora de la derrota. Veremos.
Historia económica reciente-Fisgón
¿Ciudadanos independientes?
Octavio Rodríguez Araujo
Lo he escrito muchas veces: no existen, aunque así se presenten, las candidaturas ciudadanas, por la sencilla razón de que todos los mexicanos mayores de 18 años somos ciudadanos, igual despachen en Los Pinos que en las calles como viene viene o militen en un partido político. Es una falacia tratar de hacer creer que los que no pertenecen a los partidos ni a las esferas de la representación política son mejores que los militantes, los políticos o los gobernantes, que los primeros son ciudadanos y los segundos gente marcada por el maligno y corrupto sello de la política.
Tan corrupto puede ser un ciudadano común y corriente como un empresario o un político. Lo mismo se puede decir de su contrario: tan honrado puede ser un político o un empresario como un ciudadano común y corriente. No hay reglas ni pueden establecerse en función del papel y el lugar que ocupa cada quien.
En esta misma lógica de las generalizaciones de moda tampoco se puede decir que quien milita en un partido supuestamente de izquierda es por fuerza de esta corriente o que quien no milita en ningún lado no puede ser de izquierda. A la izquierda pertenece quien así se considere, con independencia absoluta de si milita o no en un partido ad hoc. No es el partido de izquierda el que hace izquierdistas a sus afiliados, sino sólo el que ofrece un espacio, auténtico o no, para que se agrupen quienes se consideran de esta filiación. Nuestra legislación electoral establece que quienes aspiran a un cargo de representación política deben ser propuestos por los partidos políticos registrados y reconocidos legalmente. No se dice que los candidatos requieran militancia en los partidos, ni siquiera que deban estar afiliados a ellos. Si los candidatos de los partidos surgen de sus filas o de ningún partido, es irrelevante. Vuelvo a decirlo: no son más ciudadanos quienes no militan en un partido que quienes sí lo hacen.
Cuando un ciudadano sin partido aspira a un cargo de elección popular requiere, aunque no lo reconozca ni lo asuma como una realidad evidente, de una organización y de recursos para dar a conocer su candidatura, su programa y sus buenos o malos deseos. Si es pobre está frito, a menos que alguien lo apoye económicamente. Si es rico puede ser que arriesgue parte de su fortuna para promoverse políticamente (tal vez pensando que con lo que gane más allá de su sueldo lo repondrá de lo invertido: la política también es negocio si se falta a la ética). Dicha organización y tales recursos, suponiendo que la legislación permitiera candidaturas al margen de los partidos, constituyen un nuevo partido, aunque éste sea el partido de un candidato que desdeña y hasta rechaza a los partidos. Ya ocurrió y ha pasado en México y en otros países: Juan Andrew Almazán fue primero aspirante a la Presidencia y luego, obligado por la ley, formó su Partido Revolucionario de Unificación Nacional. En Estados Unidos Ross Perot también tuvo que fundar (en 1995) su propio partido al estar en contra del Republicano y del Demócrata: el Reform Party. Fue el caso del independiente Ralph Nader también, quien al no ser apoyado por el Green Party aceptó ser postulado en 2004 por el partido fundado por Perot, con presencia sólo en algunos estados. Según Alejandro Chanona, en un amplio estudio sobre el tema, hay 81 países que aceptan candidaturas llamadas independientes en elecciones para el Ejecutivo y el Legislativo, pero incluso en éstos los candidatos tienen que ajustarse a ciertas reglas que no son muy diferentes de las que tienen que cumplir los partidos. En una palabra, la organización de un candidato llamado independiente o ciudadano (sin partido) es, en sentido lato, un partido aunque no se reconozca como tal: está organizado, tiene una cierta disciplina, presenta un programa, hace propaganda y aspira al poder, requisitos todos que tienen que cumplir los partidos políticos formales.
La ciudadanización de la política, como también está de moda decir, es, por lo mismo, una vacilada o una tomadura de pelo. La política se practica en un país desde cientos de trincheras distintas. Cuando en una escuela un grupo de niños elige a un presidente de clase es porque uno de los alumnos armó un grupo, hizo algún tipo de propaganda y, desde luego, dijo que quería ser candidato entre otros. Desde ahí en adelante se hace política, igual sea mediante partidos, planillas (en un sindicato, por ejemplo), grupos de apoyo (en dinero, en asesorías, etcétera). Y quien hace política, en la escuela, en un sindicato, en una organización empresarial, en un barrio o en una ciudad o un país, es un político por más que se presente como ciudadano y a veces como apolítico (que es otra falsedad).
Es necio, por lo tanto, seguir hablando de candidatos ciudadanos o independientes como diferentes de los candidatos llamados partidarios. Unos y otros son ciudadanos, y unos y otros son propuestos por un partido o forman el propio aunque no lo califiquen así. Finalmente, en el momento en que una persona aspira a un cargo por elección está haciendo política, es un político y busca un cierto grado de poder, por el gusto de tenerlo, por vocación de servicio o para enriquecerse.
La insidiosa incertidumbre
Soledad Loaeza
Dos mil doce es el año de la incertidumbre. Tenemos la certeza de que habrá elecciones federales y estatales, pero como en todo proceso democrático, los resultados son inciertos. Tanto así que hoy, a seis meses de la jornada del voto, 49 por ciento de los ciudadanos, casi la mitad de los electores potenciales, se declaran indecisos (Alejandro Moreno, A la conquista de los indecisos, Reforma, 15/1/12). El porcentaje mismo no es alarmante. Tal vez lo explique el hecho de que la campaña aún no ha comenzado; incluso falta la designación del candidato del PAN, uno de los partidos grandes que concentran 90 por ciento del voto. Es posible también que los ciudadanos estén hartos de la política y alienados de sus políticos que ya están muy vistos, y que son, por consiguiente, perfectamente predecibles.
El porcentaje tan alto de indecisos llama, sin embargo, la atención, y –como se vio antes– admite diferentes interpretaciones. Además de las antes expuestas, puede pensarse que sugiere la disolución de las lealtades partidistas que se formaron en la elección de 2006, pero que fueron de corta duración, como lo indica la evidencia. Tal vez haya que agradecer su desaparición; esas lealtades sostenían posturas intransigentes, alimentaban feroces antagonismos entre los leales de uno y otro partido, y la estridencia de discursos confrontacionistas que acallaban la argumentación razonada. Ahora en cambio, y a corto plazo, la temperatura de la competencia electoral es menos que tibia; pero eso de plano no debe tranquilizar a nadie, entre otras razones porque, en las condiciones en que nos encontramos, semejante ausencia de fervor plantea el riesgo de que los indecisos se conviertan en abstencionistas. Y no hay nada peor para un presidente que llegar al poder con una tasa de participación inferior a 50 por ciento.
Pese a toda la matraca en torno a la elección presidencial, me cuesta trabajo creer que la sensación de incomodidad que me produce este año esté inspirada por la incógnita de quién será el próximo presidente de México. Me atrevo a pensar que este sentimiento lo comparten muchos, que en lugar de concentrar toda su atención en los candidatos y precandidatos a la Presidencia y al Congreso, se preguntan, como yo, adónde diablos nos lleva la violencia criminal que parece empeñada en gobernar nuestra existencia y en alterar cualquier plan o proyecto de gobierno. Puede ser que la indecisión que declaran todos esos electores esté más vinculada con la desazón que nos produce un sentimiento difuso de inseguridad que con la jornada comicial que se avecina. Su indecisión explícita consiste en que no saben por quién votar, pero creo que detrás de esta afirmación más o menos obvia asoma tímidamente la duda de si nos van a dejar votar las bandas de narcotraficantes y el miedo que de manera creciente se ha apoderado de nuestras calles y de nuestras conciencias. Nos dicen las autoridades responsables que la ola de criminalidad se concentra en siete estados de la República, pero la sensación de inseguridad es nacional.
El tipo de incertidumbre que genera una elección es saludable. En primer lugar porque se trata de una incertidumbre regulada, aquí en México por el IFE, lo cual significa que su alcance se detiene en la frontera del acto electoral, y que se mueve en los confines de reglas por todos acordadas y de todos conocidas. Esta incertidumbre democrática estimula la competencia entre partidos y entre candidatos, y por esa vía proporciona información a los electores para que tomen su decisión. Uno de los resultados finales de este proceso es el fortalecimiento de las raíces de la democracia en el país.
No siempre la incertidumbre es así de generosa. En situaciones de crisis las certezas se desvanecen; entonces la incertidumbre se torna destructiva, insidiosa, desborda con mucho nuestra imaginación y corroe la solidaridad, los ánimos exasperados se caldean y crean una atmósfera de conflicto que no favorece el diálogo ni el debate ponderado. Me temo que en los próximos meses una incertidumbre como esta se instale entre nosotros. Al clima político de fin de sexenio se añadirá una competencia partidista exacerbada por la decisión de unos de defender el terreno ganado, otros estarán movidos por el deseo de revancha, y otros más por la perspectiva de la restauración. Ninguna de estas actitudes promete una campaña política limpia ni medianamente interesante.
Si el debate entre los precandidatos del PAN, Josefina Vázquez Mota, Santiago Creel y Ernesto Cordero, fue una avanzada de lo que será la competencia por la Presidencia de la República, tendremos que prepararnos para la ausencia de diálogo entre los contendientes; para discursos que corren paralelos entre ellos, pues mientras unos pretenden ignorar que todavía tienen competidores, otros se lanzan a matar –o lo que ellos consideran que es a matar–, pero fallan el tiro una y otra vez, como le ocurrió a Cordero. Sus pullas a Josefina cayeron en el vacío. Yo en su lugar, y en el de muchos más, estaría preocupada de que lo mismo ocurriera con todos los mensajes que los panistas, los priístas y los perredistas manden al electorado.

1 comentario:

  1. Muy interesante lo que comentas, pero soy de la idea que debemos seguir con un gobierno panista, para evitar la devaluacion de la moneda. Han hecho un buen trabajo al respecto. El mejor de sus precandidatos para mi es Santiago Creel.

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