Manifiesto del miedo
A donde llego, llego temblando y con taquicardia, con sudor de manos, con un nudo en la garganta. Yo siempre tengo miedo.
Soy una miedosa de cepa aunque ustedes no lo crean.
De niña temía a los perros, a los coches, a subirme al Metro, a los payasos, a la oscuridad, a las puertas del clóset abiertas o a la idea de Dios. Me daba miedo que mi madre me llamara Alma Delia en lugar de Alma –presagio ineludible de un regaño o una tunda ganados a pulso–. Me asustaban las canciones que hablaban del fin del mundo, el futuro y mirarme en el espejo. Es decir: todo.
A lo largo de mi vida he bregado como he podido con mi alma temerosa, digamos que sobrevivo. Pero aún no desaparece esa sensación de susto que tantas veces sentí cuando en la escuela me llamaban a “La Dirección” siempre con intenciones premiadoras porque padezco la enfermedad de los nerds, esa que me distingue como ñoña y aplicada. Pues ni así, la experiencia repetida del reconocimiento no pudo borrar mi miedo primigenio que se llama miedo al abandono. Todavía hoy, cuando mi jefe me busca para que tengamos una reunión voy con sobresalto, todas las veces son buenas noticias pero yo soy insegura desde el hipotálamo hasta los huesos. Es más, por lo regular brinco cuando suena el teléfono. Soy así aunque nadie alrededor mío lo crea.
Para mi infortunio nací en 1977, es decir que nací posmoderna. Y me he mamado desde entonces el mensaje colectivo y persistente que demanda de los seres humanos la valentía, el éxito y la excelencia. Me tocó un mundo donde parece que la única manera respetable de estar es siendo aguerrido y exitoso pero al mismo tiempo abierto, relativo e indiferente con un toque de cinismo “cool”. El algoritmo está cabrón. ¿Cómo se le hace para ser todo eso sin desintegrarse en el intento?
A la par de otro mensaje virulento: el cambio.
Cambiar es bueno, cambiar es deseable e incluso sano pero ¿cambiar es una meta o es un proceso orgánico de la vida?
Me atrevo a señalar como una más de nuestras pobres fantasías la de convocar de un modo tan furibundo al cambio, ¿para qué?
El cambio llega de manera natural si uno se mantiene en
movimiento y hay que abrir la boca bien grande, tragarlo todito y
digerirlo como mejor se pueda, pero ir tras él como jauría de perros
famélicos me parece un despropósito y una fuente garantizada de sufrimiento.
¿Y qué tal si antes de querer cambiar optamos por vivir la vida desde lo que sí somos, desde lo que sí tenemos?
El hecho es que ante el cambio no existe alternativa y para que llegue hay que hacer muy poco: dejarse. Pretender que podemos administrarlo es casi soberbio.
Estamos tan sobre informados que ya no entendemos nada. Nos hemos atiborrado de datos, productos y experiencias de tal manera que podemos perder el sentido común e invertir décadas persiguiendo casi compulsivamente la vida maravillosa que podríamos tener o a la persona maravillosa que podríamos ser pero que no somos. Qué absurdo método el de llegar a la felicidad por la vía de la negación: ser lo que no soy, tener lo que no tengo, verme como no me veo.
Así que vuelvo a mirar mis miedos y pienso: estamos todos rotos, a todos nos falta algo. Si camináramos por la calle mostrando nuestros dolores, carencias y demonios esto sería un espectáculo de contrahechos, fracturados, tullidos, cojos y tuertos. Y yo digo: ¿y qué chingaos? También así se manifiesta la belleza y las posibilidades de florecer son insospechadas porque la vida se cuela por las grietas. Se entreteje una red infinita de caminos si convivimos desde nuestra fragilidad, desde nuestros vacíos. Leonard Cohen lo dijo mejor que yo: There is a crack in everything. That’s how the light gets in. Hay una grieta en todo, es así como entra la luz.
El miedo es mi monstruo personal y mi compañero desde hace tanto tiempo que estoy a punto de bautizarlo con el nombre de amigo.
Yo habito en el pabellón de los miedosos y, es obvio pero no deja de ser curioso, aquí todos vamos disfrazados de valientes guerreros o sanguinarios gladiadores. Ahora ya lo saben: cuando vean a uno de esos seres desinhibidos y arrojados por antonomasia, lo más probable es que sea hijo del miedo. Yo soy una. Si alguien entiende de lo que hablo y quiere venir de visita a mi pabellón será bienvenido. Algo haremos con nuestros temores, si no nos alcanzan para fundar un partido al menos intentaremos proponer una iniciativa de ley o nos haremos miembros honorarios de la Sociedad del Susto.
Empiezo a creer que lo más parecido a la felicidad es la calma y para llegar a la calma hay que pasar por la aceptación. Luego de andar durante años en zona de guerra y a fuego cruzado, por supuesto.
Pero hoy lo acepto y me atrevo a decirlo: he comido por miedo, amado por miedo, sonreído por miedo, avanzado por miedo.
Y es solo por el miedo, que a veces soy temeraria.
Cierro los ojos, aquí voy otra vez: soy Alma y soy una miedosa.
Y qué chingaos.
@AlmaDeliaMC
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