El papa Ratzinger en México
Bernardo Barranco
El papa Benedicto XVI vendrá a México a fines de marzo, en pleno
proceso electoral, y mucho se ha advertido sobre la utilización política de las
jornadas pontificales y de la fecha tan inoportuna que deliberadamente el
Vaticano ha seleccionado para la primera visita de un pontífice poco viajero y
distante de las realidades latinoamericanas. En otro momento abordaré la
dimensión política de la visita para concentrar la reflexión en la lógica
geopolítica y religiosa desde la perspectiva de Roma.
Para nadie es un secreto que para el papa Ratzinger Europa es su principal
prioridad pastoral. Ahí ha concentrado sus primordiales energías intelectuales y
teológicas en la discusión sobre la identidad de una Europa secular que amenaza
con sacudir sus raíces cristianas. Dicha prioridad se comprueba por el número de
viajes que ha prodigado en el viejo continente, siendo España su principal
laboratorio de intervención. Las interpelaciones y provocaciones del anciano
pontífice no han tenido el eco necesario para abrir grandes debates sobre la
orientación de la cultura y a cambio ha recibido una pasmosa indiferencia. Su
pontificado ha sido severamente cuestionado por conservador y ha sido sacudido
por escándalos cíclicos que han minado su autoridad tanto en el ámbito del
concierto internacional como dentro de la propia Iglesia. Aquí los principales
reproches se centran en el paulatino alejamiento del Concilio Vaticano II.
A diferencia de Juan Pablo II, la universalidad de Joseph Ratzinger se ha
concentrado en una región del planeta. El papa Wojtyla intervino en el fin de la
guerra fría y fue actor central del derrumbe del mundo bipolar,
encabezados por la desaparecida Unión Soviética y Estados Unidos. En su
encíclica Centésimus annus, Juan Pablo II se opuso a la configuración
de un mundo unipolar manipulado desde Norteamérica. Por ello, Estados Unidos fue
un gran desafío para el pontífice polaco, y llegó al extremo de imponer en la
región una visión continental globalizadora, cuya identidad no fluctuaba en
torno a la cultura, razas, usos y costumbres, sino en torno a una gran identidad
americana. Y problemáticas comunes tanto en el norte como en el sur, que
requerían respuestas sociales y pastorales comunes. ¿Cuáles eran estos
problemas? A manera de ejemplo, los modelos económicos diseñados por los
tecnócratas del norte y sufridos por las poblaciones en el sur; las migraciones,
la lacerante pobreza del sur y las corrientes migratorias hacia el norte; aquí
una de las áreas más delicadas para la Iglesia: las
sectasque nacen y son financiadas en el norte y se consumen en el sur; el narcotráfico y la corrupción, etcétera. Del norte, pues, surgen no sólo los modelos económicos, sino los nuevos movimientos religiosos,
sectasque invaden el universo popular del continente, y también el New Age, que seduce a las clases medias y altas. Por lo tanto, el Vaticano, bajo la conducción de Juan Pablo II, dio la máxima prioridad a México como país culturalmente puente, por un lado, y de contención religiosa, por otro. No es gratuito que el papa polaco haya venido cinco veces a nuestro país; tampoco es casual el fervor por la Virgen de Guadalupe, cuya religiosidad popular constituye un dique a la expansión de otras ofertas religiosas en el mudo popular.
En los primeros años de Benedicto XVI este acento geopolítico fue
parcialmente abandonado. La eclesiósfera de Ratzinger se concentró en debatir el
futuro de una Europa en el contexto de la globalización. Sin embargo, a finales
de 2011 las prioridades empezaron a mudar al constatarse que México y Brasil,
las dos grandes naciones con el mayor número de fieles católicos, han venido
decayendo de manera notoria y dramática en los últimos años.
En efecto, los datos del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística
muestran que a inicios del siglo XX 99 por ciento eran católicos, para descender
en 2010 a 68.4. Igualmente, en México, de casi ciento por ciento, los católicos
han bajado, según el censo de 2010, a 83 por ciento; las fronteras ya no figuran
como la zonas más diversificadas religiosamente, sino la megápolis de la ciudad
de México. Centroamérica y el Caribe son regiones que igualmente presentan una
enorme mutación religiosa a la que Roma no puede sustraerse. Por ello, Benedicto
XVI ha anunciado recientemente que visitará ambos países en diferentes fechas.
Es cierto que América Latina no es una región confortable para el Papa, quien se
enfrentó en diversas oportunidades, como el guardián de la ortodoxia, a
numerosos teólogos de la liberación y fue factor de represión y disciplinamiento
de una región eclesialmente rebelde. En su primer viaje a Latinoamérica (Brasil,
mayo de 2007) fue muy criticada su valoración en torno a la primera
evangelización
tersay delicada, según el pontífice.
Después de siete años de pontificado, Benedicto XVI se arriesga a visitar
México, tierra identificada totalmente con el carisma de Juan Pablo II. Y no es
que con una visita vaya a animar las cifras católicas ni revertirá la creciente
diversificación religiosa en nuestro país. La visita a Cuba y a México puede
significar un nuevo giro de prioridades eclesiásticas en la dimensión
internacional de su pontificado. Independientemente de todas las hipótesis, sin
duda el Papa reforzará la agenda de los obispos mexicanos y seguramente abordará
temas de la libertad religiosa, la sana laicidad y el derecho de los padres a
ofrecer la educación religiosa a sus hijos. La lógica es clara: posicionar a la
Iglesia católica como actor de creciente gravitación y poder ante una clase
política que se disputa sus favores y preferencias. Lo abordaremos con mayor
detalle en otras entregas.
Opacidad monumental-Rocha
Sorpresas que da la vida
Néstor de Buen
Cuando navegábamos por el Caribe a bordo del Santo Domingo,
en julio de 1940, con rumbo a Puerto México –ya que el dictador Trujillo nos
impidió entrar a su país, adonde estábamos destinados–, habiendo dejado atrás al
Cuba, que terminó su ruta en Martinica, la certidumbre de que
viajábamos a México, la patria de Lázaro Cárdenas, nos llevó a pensar que nos
encontraríamos con un país próximo al socialismo y ajeno al catolicismo violento
que había sido nuestro contrario durante la Guerra Civil.
La muy cariñosa recepción que nos hicieron aquel 26 de julio vino a confirmar
nuestra impresión. La primera sorpresa fue que Puerto México no se llamaba así.
Al levantar las actas los empleados de Migración vimos con sorpresa un nombre
muy diferente y esencialmente distinto del esperado, nada menos que
Coatzacoalcos, nada fácil de pronunciar.
Pero la impresión política y social no se alteró. Se vivían en México los
preliminares de la elección presidencial y los nombres en juego: Manuel Ávila
Camacho y Juan Andrew Almazán, no nos dijeron otra cosa que el primero era el
favorito del presidente Cárdenas y, por lo mismo, el nuestro.
Poco tiempo después supimos que la elección no había sido tan clara y que
Almazán había sido el triunfador, lo que nos pareció increíble.
Al tomar posesión Ávila Camacho y muy próximo el fin de año, nos encontramos
con la sorpresa de que 1941 sería el año de la Virgen de Guadalupe, que
arrastraba una gran devoción, empezando por la esposa del Presidente, doña
Soledad Orozco de Ávila Camacho.
Los primeros contactos con nuestros condiscípulos mexicanos en el Instituto
Luis Vives empezaron a confirmar nuestras sospechas de que en México la derecha
tenía un predominio impactante a pesar de los izquierdismos presuntos.
Entré a la facultad y ese mismo año me presenté al sorteo de la conscripción.
Salí
agraciadocon bola blanca. Y allí mismo conocí a Carlos Laborde y nos hicimos amigos. Para mi suerte, Carlos me incluyó en un grupo de amigos que nos destinaron a Transmisiones, entre ellos Pablo Rovalo y Miguel Romero, ambos católicos fervientes, como Carlos, por supuesto.
Discutíamos de todo y especialmente de la religión. Aprendí entonces que el
catolicismo era nota permanente entre mis amigos. De manera particular, Carlos,
evidentemente de familia conservadora, al terminar el servicio militar inició
Medicina en la UNAM. Pero abandonó la carrera y se metió a un seminario. Años
después pude visitarlo en Zacatecas, donde ejercía ya de obispo.
Al volver a la Facultad de Derecho conocí a René Capistrán Garza y supe de
los antecedentes cristeros de la familia. Con René traté a Diego Mariscal y
Carlos Loperena, con quienes forjé una amistad absoluta que nos llevó a
reunirnos todos los fines de año en la casa de René para preparar los exámenes.
No faltaron, por supuesto, las discusiones sobre religión.
Pasados algunos años, ya terminada la carrera, en la chamba en una
financiera, conocí a Nona y aquello acabó en matrimonio. Lo curioso es que con
Nona, con agravantes, me ocurrió lo mismo que con mis amigos del cuartel y de la
facultad: resultó alumna del Colegio del Sagrado Corazón, con lo que se repitió
lo que ya era tradición. Nuestra boda se celebró bajo el régimen de disparidad
de cultos, que tiene su gracia, con el compromiso que cumplí, no de muy buena
gana, de que nuestros hijos se educaran en la religión católica, con bautizos, a
los que no asistí, y esas cosas.
Mis muchos años de matrimonio, sin discusiones teologales, han vencido
cualquier diferencia que se ha trocado en armonía muy placentera. Pero lo que
cambió rotundamente fueron mis impresiones acerca del pensamiento político de
México. Por eso no me extraña la reforma constitucional del artículo 24
constitucional, que de hecho había sido puesta en práctica todos los días 12 de
diciembre y algunos más. Simplemente, México es un país mocho y ahora,
con cultos públicos, lo será aún más. Culpa, sin duda, de la Colonia
española.
Ojalá que la Cámara de Diputados ponga remedio al proyecto del Senado. Pero
me temo que, por el contrario, hará suyo el proyecto. La verdad es que no se
vale, aunque, dados los antecedentes, será natural que así sea.
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