Jóvenes sin patria
“Mi tía en Toluca tenía problemas con su esposo, la golpeaba y dejó de trabajar. Como la policía no le hacía caso, una vecina le presentó a Julio, el líder comunitario de los Zetas, que ofrece servicios de policía”. La joven que me cuenta su historia, Adriana, vive en Estados Unidos, donde su familia de clase media se mudó por la inseguridad en el Estado de México. Otra estudiante habla: “A mi papá, que tenía una panadería por La Palma, le hicieron una compra forzada. Llegó un señor a quien le llaman “El Contador”, que antes era policía municipal, y le dijo que su negocio valía tanto dinero y que le iban a pagar en efectivo esa cantidad para que se los entregara, que no era opcional. Ni siquiera tuvieron que ir al Notario, porque ellos preferían que el negocio quedara a nombre de mi padre. Mi mamá le dijo que denunciara; fue con el Procurador y a los tres días un comando entró en su casa y lo asesinó junto a mi hermana. El Procurador declaró al otro día que mi papá era narco; es una mentira, fue un valiente que no quiso dejarse extorsionar. Yo estaba estudiando aquí en Estados Unidos y ahora mi mamá se vino conmigo. Lo perdimos todo porque los Zetas manejan la panadería pero ni siquiera nos pagaron por ella”. Así termina su relato Susana.
Una tras otra escucho las historias de jóvenes que viven en Washington, Chicago, California y Ohio. Ellas, ellos, ya le perdieron la fe a México. “Nosotros crecimos en el Estado de México, y esto de que los Zetas comenzaran a gobernar tiene por lo menos seis o siete años, es mentira que sea nuevo. Entonces, si Peña Nieto no hizo nada por un estado, ¿cómo le vamos a creer que va a hacer algo por un país?”. De esta manera concluye Rosario, de 19 años, su reflexión sobre lo que su familia sufrió y tuvo que pasar para huir del miedo y el hostigamiento. Ella, como la mayoría de jóvenes que entrevisto, no cree en la política, lo que tiene es deseo de entender cómo se aprende a vivir como expulsada de su patria.
Estas hijas e hijos del éxodo masivo mexicano de los últimos años escriben la historia desde la orfandad en muchos sentidos.
“No sé para qué nos dicen tantas mentiras”, dice Katia. “Hay dos gobiernos: uno por el que la gente vota a fuerza o comprada y otro el de los narcos que se impone. En mi barrio toda la gente sabe quiénes son los líderes Zetas, mucha gente dice que son mediadores porque resuelven los problemas de la comunidad, porque a la autoridad ni le interesa y ni puede. Y es mentira eso de que es culpa de la gente que tengan poder, en Toluca no te queda de otra: obedeces o te matan como a mi tía y a mi abuelito”. “Es puro rollo eso de que si los narcos hacen calles y la gente los admira y los jóvenes quieren ser como ellos”, dice Moisés, de 20 años, de Zamora, Michoacán. “Los narcos son igualitos al gobierno: nomás roban y mienten, sólo quieren gobernarnos, y su cómplice es el Procurador que a todos los que asesinan los acusa de narcos para lavarse las manos, como a mi mamá, que denunció a unos narcomenudistas que vendían drogas a los niños chiquitos. La desaparecieron y a los diez días apareció muerta, los periódicos dijeron que era delincuente”. Los ojos de Moisés se rasan de lágrimas, al igual que los de las jóvenes que lo acompañan, quienes son estudiantes en Estados Unidos que lograron conseguir becas en diferentes universidades y están aquí en paz mientras dure la beca.
Es claro que ya tenemos diagnosticado el funcionamiento de la delincuencia organizada y sus cadenas operativas dentro y fuera de las diversas instancias que conforman el Estado. El grupo de jóvenes mexiquenses testifica que, efectivamente, Peña Nieto no hizo nada concreto por tomar medidas alternativas en su estado y, si no pudo con el ejercicio estatal, ¿cómo va a poder con el nacional? Esta pregunta es válida, más allá del partido al que pertenezca.
Lo que esta mirada más realista de las y los mexicanos en el éxodo debido a la violencia nos muestra, es que ciertos cárteles han consolidado su poder político y social basados en tres aspectos que antiguamente eran monopolio del Estado: una economía sostenida, aplicación de la justicia a modo y castigo para quienes rompan sus reglas. Los gobernadores (de todos los partidos) se han dedicado a esquilmar las arcas para comprar votos y luego arrebatarnos nuestras libertades mintiendo y creando políticas de seguridad y espionaje inservibles. En cambio, los cárteles han creado verdaderos cotos de gobiernos regionales que toman todo tipo de decisiones, cooptan jueces, controlan cuerpos policíacos, intervienen líneas de denuncia de PGR, asesinan y amenazan periodistas y, poco a poco, se apropian de la economía local a través de la compra forzada o el despojo.
“La guerra no es contra las drogas”, me dice Armando de 21 años, emigrado en Chicago, quien perdió a sus hermanos en Tamaulipas. “Es por el poder para robar y controlarnos”. Les escucho y pienso, ahora más que nunca, que la respuesta por el momento está en el trabajo de las organizaciones no gubernamentales que piensan fuera del paradigma tradicional para construir la paz. La educación, cultura, protección comunitaria, así como la protección y defensa real de víctimas están en manos de las asociaciones civiles. A ellas hay que unirse, porque los partidos, todos, medran con el miedo y el sentido de desamparo y han demostrado su incapacidad para protegernos. Tenemos que reinventar los modelos de ejercicio de poder con y para esta nueva generación de adultos jóvenes; reivindicar su derecho a rebelarse ante la injusticia y la mentira oficializada, no hay otra salida en este espiral de corrupción y farsa política. De otra manera el desgaste puede llevarnos a que se reproduzca otra generación de cínicos oportunistas promotores de la pobreza económica y moral, como la que nos ha traído hasta aquí.
@lydiacachosi
De libertades, encapuchados y protestas
Por: Darío Ramírez - abril 4 de 2013 - 0:01LOS ESPECIALISTAS, Ramírez en Sinembargo - Sin comentarios
La democracia es un asunto de libertades. A mayor talante democrático, mayor aceptación de libertades y menos tentación a limitarlas. Esto no quiere decir que derechos y libertades sean absolutos (aunque algunos lo sean). En un país dónde las libertades están aseguradas resulta obvio que haya un choque de éstas. La libertad de tránsito en conflicto con la de protesta. La libertad de expresión con el derecho a la discriminación. Ejemplos hay varios y lo cierto es que no hay una fórmula mágica para determinar a priori qué derecho se asegura sobre otro. Así es el juego democrático, así es el reto de hacer que todos los derechos se aseguren lo más armónicamente posible. Cuando sea inminente el conflicto se recurre a un juez para que pondere ambos derechos y determine el cauce del conflicto.
Sin embargo, no todos los actores ven al sistema democrático como un sistema de libertades. Sería iluso afirmar que no hay fuerzas que buscan menoscabar libertades. Tal vez aquellas libertades que molestan u ofuscan la convivencia social. Lo cierto es que a pesar de que una libertad o derecho no tenga un alto grado de aceptación dentro de un amplio sector de la sociedad no quiere decir que se debe de acotar o suprimir. La intención detrás estaría alimentada por obtener dividendos políticos más que otra cosa.
El diputado federal Jorge Francisco Sotomayor Chávez, integrante del PAN, tuvo a bien jugar con la idea de limitar nuestra libertad de expresión. Tal vez el diputado pensó que inscribir una iniciativa de reforma para adicionar al Código Penal Federal el artículo 141 Bis referente a los “delitos contra la paz pública” sería útil. El legislador propone penas de 10 a 20 años de prisión, y suspensión de los derechos políticos hasta por 10 años, a quien realice actos contra las personas, las cosas, servicios públicos o privados que “perturben la coexistencia pacífica, armónica y civilizada” de los ciudadanos. Para rematar, según la iniciativa, las penas se agravarían para aquellas personas que actúen encapuchadas.
Leyó usted bien. El delito se agrava si el manifestante que perturba el orden público lleva puesto una capucha. Lo que quiere decir que si un manifestante “perturba la coexistencia pacífica” y lleva puesto una capucha podría pasar 20 años de cárcel. Revisemos los acontecimientos del 1 de diciembre. Las imágenes de las manifestaciones fueron diversas. Hubo manifestantes que claramente estaban cometiendo actos vandálicos, pero también había manifestantes que estaban ejerciendo de manera legal su derecho a la protesta y algunos encapuchados. La confusión e inoperancia de las autoridades ese día fue tal, que de acuerdo a la iniciativa propuesta por el diputado Sotomayor, decenas de jóvenes podrían haber pasado decenas de años en la cárcel por el simple hecho de ir con el rostro cubierto.
Podría resultar de gran aceptación regular y castigar con cárcel a los encapuchados. Tal vez hay un amplio sector de la sociedad que vería con buenos ojos que un manifestante encapuchado sea encarcelado; seguramente así es y por ello la burda iniciativa del diputado. Pero, ¿en serio somos un estado de derecho donde a los manifestantes encapuchados lo queremos meter a la cárcel 20 años? ¿En serio le tenemos tanto pavor al derecho a la protesta? La tentación de limitar libertades.
He escuchado que uno de los argumentos policiacos es que así se podría reconocer a los manifestantes que estuviesen cometiendo ilícitos. Entonces la lógica sería una ley para aprender y criminalizar (es decir penalmente) a un encapuchado. En el caso de la iniciativa que nos ocupa, se subordina el tipo penal contenido en los “delitos contra la paz pública” a la comisión de otros ilícitos, sin establecer claramente cuál sería el elemento de valoración para diferenciarlo de otras conductas penales. En efecto, no se justifica, a partir del análisis del tipo penal, la razón por la cual se castigan las mismas conductas que ya se encuentran tipificadas en el mismo Código Penal Federal mediante delitos como “daño en propiedad ajena”, “lesiones”, etc. De esta manera se genera una “doble tipificación” lo que nos lleva a cuestionar los verdaderos motivos del diputado Sotomayor. Mi valoración es la intención de inhibir la protesta y ganar dividendos políticos.
La malicia de la iniciativa del diputado Sotomayor radica en dejar de manera ambigua lo que se debería de entender “coexistencia pacífica, armónica y civilizada”, y si ello se equipara necesariamente al “orden público”. A través de la iniciativa presentada se pretenden castigar hechos que lejos de enmarcarse en el contexto de la comisión de una conducta ilícita, se ubican en circunstancias propias de los conflictos políticos y sociales que vivimos día a día en nuestra incipiente sociedad democrática. Mantener en el campo penal ciertas conductas sociales relacionadas con el ejercicio de la libre expresión genera un efecto inhibitorio en el goce efectivo de dicho derecho. Repito: los ilícitos ya están inscritos en el código penal, además, resulta totalmente injustificado que la propuesta legislativa pretenda criminalizar a las personas que participen en las protestas portando capuchas o pasamontañas. De entrada, es una agravante sui generis, pues ningún precepto del Código Penal Federal prevé incrementar las penas por el hecho de actuar embozados. Entonces, ¿cuál sería la intención de hacerlo en el marco de las protestas? En otras palabras, en ningún código penal se describe como agravante el llevar una prenda de vestir.
En suma, se busca generar estereotipos sobre ciertos individuos, generando una falsa percepción mediante la cual se equipara a quien usa capuchas en una protesta con un delincuente. Si queremos fortalecer la democracia en nuestro país, debemos de entender el valor de la protesta y manifestación de ideas. Los abusos cometidos durante el ejercicio de este derecho deben ser sancionados, pero estigmatizar y crear marcos normativos contarios a estándares internacionales son una mala noticia para nuestro sistema político.
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