MADRES DEPORTADAS: DRAMA QUE ROMPE FAMILIAS
Por: Ignacio Alvarado Álvarez - mayo 21 de 2013 - 0:00INVESTIGACIONES, Investigaciones especiales - Sin comentarios
Miles de madres mexicanas son repatriadas de EU cada año. Sin documentos aquí ni allá se resisten a dejar sólos a sus hijos. En México no tienen vida e intentan volver a ellos, casi siempre sin final feliz.
Tijuana, BC, 21 de mayo (SinEmbargo).– La cuarta ocasión en que Margarita Torres se aprestaba para internarse sin documentos a Estados Unidos, sabía que las cosas no podían ser peor que las primeras tres. “Lo otro, se lo juro, fue como entrar al infierno” –dice. En la primera, los pulmones se le llenaron de agua mientras trataba de llegar a la orilla contraria por las turbulentas aguas del río Bravo. Un pollero que contactó en Ciudad Camargo, Tamaulipas, la obligó a sumergirse de noche, sin más garantía que su instinto de supervivencia. “Tragué tanta agua que casi me desmayo, pero yo debía continuar. ¡Tenía qué continuar!”. La ropa se le secó mientras caminó un día entero para llegar a Río Grande, en Texas, donde finalmente fue aprehendida por agentes de migración, sola, hambrienta y deshidratada.
Para entonces, marzo de 2012, había cumplido 50 años. Casi un tercio de ellos los vivió en Carolina del Norte, a donde llegó con sus tres hijos –dos niñas de 7 y 10 años, y un varón de 16– en 1997, pagando 3 mil dólares a un traficante de humanos. Había sorprendido a su marido con un cargamento de mariguana en la cocina de la casa que rentaban en el puerto de Veracruz. “Los niños estaban dormidos y yo desperté porque vi la luz encendida. Me asomé y lo vi con toda esa droga: ladrillos de droga en el piso y la mesa, y le pregunté qué estaba pasando. Me gritó que me callara la boca, que si volvía a decir algo me mataba y mataba a los niños”. El sujeto partió con la carga por la mañana y horas más tarde fue detenido sobre la carretera por la que pretendía llegar a Tamaulipas. Margarita aprovechó el momento para huir. Lo único que la ataba a la ciudad era su madre, viuda y sin más descendencia.
Fue por ella que regresó el 9 de diciembre de 2011. Estaba muriendo sola. “Lo pensé, lo pensé mucho. Dije: ‘Dios mío, ayúdame, ¿qué hago?’. Y finalmente decidí venir porque la pobrecita no tenía a más nadie y yo tenía qué verla por última vez”. La sepultó el 25 de diciembre. Los siguientes tres meses limpió casas para reunir dinero y volver a su vida. Antes de aventurarse por el río acudió a la Embajada de Estados Unidos en la Ciudad de México. Creyó posible tramitar una visa, pero entre los papeles que presentó se le fue una licencia de manejo que había sacado en Carolina del Norte, y eso delató su permanencia ilegal en el país. “La cónsul que me atendió me habló con tanto desprecio… me echó del edificio haciéndome sentir como limosnera” –dice. Partió entonces a Ciudad Camargo, donde casi se ahoga.
46 MIL MADRES REPATRIADAS
El día en que debió tomar la decisión de quedarse con sus hijos o hallar a su madre en agonía, decenas de miles de mujeres sufrían o estaban por enfrentar la misma suerte. Para octubre de 2011, al cierre del año fiscal, el programa “comunidades seguras” produjo la deportación de 397 mil individuos que habían ingresado al país sin la debida documentación. Los seis primeros meses del año, 46 mil madres fueron repatriadas a México, dejando a sus hijos nacidos en Estados Unidos con familiares, amigos o bajo la tutela del Estado, de acuerdo con el informe “Familias destrozadas”, un primer recuento sobre el fenómeno, emprendido por el Centro de Investigación Aplicada (ARC, por sus siglas en inglés).
Comunidades seguras es el programa confeccionado durante la administración de Barack Omaba, en el que fuerzas policiales de todos los niveles colaboran con la Agencia de Inmigración y Aduanas (ICE) para identificar extranjeros que hayan cometido faltas administrativas o crímenes de cualesquier índole, que a la postre serán expulsados del país. Desde su instrumentación en 2008, mil 300 comunidades se han adherido al plan de inmigración, provocando con ello el mayor atentado contra la unión de miles de familias pobres e indefensas por su estatus, sostiene la ARC.
“Estas deportaciones destrozan a las familias y ponen en peligro a los niños que se dejan atrás”, expone el informe. “Un número alarmante de hijos de padres detenidos o deportados están ahora bajo cuidado de crianza temporal. (…) Sin políticas explícitas ni criterios para entregar a las familias, los niños continuarán perdiendo sus familias en tasas alarmantes”, agrega.
La estimación conservadora de la organización es de 5 mil 100 de estos menores en hogares sustitutos, lo que eventualmente faculta al Estado para cederlos en adopción. Basados en una proyección de seis estados (entre ellos California, Arizona y Texas) y la tendencia que observan en otros 14, creen que para 2015 la cifra de menores en tales condiciones aumentará a 15 mil. “Estos niños enfrentarán barreras formidables para reunificarse con sus familias”, advierte el informe.
EL DRAMA DE LA DEPORTACIÓN
El conteo de la ARC es apenas un botón de muestra. La mala fortuna que tocó a esas 46 mil expulsadas representa menos de 10% del total de casos. Y contabilizar a quienes salen de Estados Unidos por su propio pie, como Margarita, es casi imposible.
Pero en Casa Madre Asunta, el albergue para mujeres migrantes que opera en Tijuana, puede encontrarse la base numérica que permite un cálculo más amplio del problema. Cada mes, entre 100 y 120 mujeres llegan en busca de asilo, y de acuerdo con Mary Galván, la trabajadora social que por 18 años ha servido en el albergue, 90% de ellas busca la manera de cruzar la frontera porque al otro lado esperan sus hijos, muchos de ellos nacidos allá.
“Las mujeres llegan aquí en un estado de angustia deplorable –dice Galván. “Y lo peor es que llegan sin documentos oficiales mexicanos, porque muchas de ellas llevan 20 o más años viviendo en Estados Unidos. Así que no cuentan con un acta de nacimiento, con IFE o CURP, lo cual dificulta la ayuda legal que pueda brindárseles”.
Diana Peláez, una maestra en Estudios Culturales del Colegio de la Frontera Norte, ha trabajado el caso de mujeres con hijos en Estados Unidos desde septiembre de 2012. Ello le ha permitido clasificar los casos en tres grandes bloques: el de aquellas que cruzaron casi recién nacidas y asimilaron cultura e idioma estadounidense; las que cruzaron adolescentes y concibieron familia allá, y el de las mujeres que, ya adultas, siguieron a sus maridos migrantes y no aprendieron jamás el idioma.
“Pensando en un grupo así, yo creo que efectivamente 90% de las mujeres que deportan tienen hijos. Me he encontrado que el número de mujeres sin hijos se encuentra en el primer grupo (el de las que cruzaron recién nacidas) y esto se debe a la influencia gringa, pues conocen más sobre métodos anticonceptivos por la escuela, saben del aborto o son homosexuales. En el resto del grupo, la feminidad es 100% tradicional mexicana, es decir, madre y esposa”.
Al margen de grupos, sean deportadas o no, esa fragmentación familiar inserta en cada una de ellas la urgencia por volver, dice la investigadora. Y entonces no les queda más alternativa que buscar de manera ilegal el cruce.
En 2010, cuando recrudeció el número de mujeres impedidas para volver con sus hijos, Casa Asunta buscó los servicios de un abogado especializado en asuntos migratorios. Desde entonces han contado pocas historias con final feliz, dice Mary Galván.
La realidad es mucho más brutal si se abandona la frialdad de los números, aunque ellos sean importantes para dimensionar lo que pasa. Casa Asunta es apenas un refugio en el que se llegan a conocer unos cuantos casos. Pueden obtenerse las estadísticas de madres deportadas, pero la trabajadora habla de miles más, que como Margarita, engrosan el drama que supone el desmembramiento cuando salen en completo silencio y sólo se sabe de ellas cuando intentan volver y llegan abatidas tras su fracaso a este tipo de albergues.
VER A LOS HIJOS A TRAVÉS DE LOS BARROTES
Ella llega y se sienta en el sofá. Ha pasado los minutos previos revisando su Facebook. Es la manera en que tradicionalmente se ha comunicado con sus hijas –de 7 y 13 años– los últimos 18 meses. Si hay un gesto que refleje incredulidad y arrepentimiento es el suyo. Intenta una sonrisa y en un segundo su cara es de piedra. “Fue una tontería de mi parte. Mala suerte, no sé. Todavía no puedo asimilarlo”, dice.
Una noche de comienzos de 2011, unos conocidos se ofrecieron para llevarla a casa. Se sentó en el asiento trasero, sin ponerse el cinturón de seguridad. La camioneta en la que iba chocó a la salida del freeway. Resultó con una lesión en el cuello, pero la policía de Pomona, en California, no la detuvo por eso, sino porque la camioneta era robada. No pasó a mayores. Fue condenada a pagar una multa de 500 dólares.
Claudia Campos, de 29 años, siguió con su vida. Llevaba 13 viviendo sin documentos y la suerte parecía de su lado. De mesera en un pequeño restaurant de comida mexicana pasó a supervisar la línea de producción en una fábrica de costura, ganando ocho dólares por hora. Nada mal para alguien que compró un número de seguro social robado.
Tenía 16 años y un embarazo de cinco meses cuando decidió reunirse con su madre en Pomona. Llegó a Tijuana procedente de Tecomán, Colima, donde vivía con su padre y una hermana gemela que después seguiría sus pasos. Tardó dos meses en hallar al coyote que le inspiró mayor confianza. Le falló el instinto: El sujetó la enroló en un grupo de 23 personas a quienes abandonó en el desierto de Yuma, por donde vagaron una semana antes de ser rescatados por agentes de la Patrulla Fronteriza.
Las leyes de migración no eran tan rígidas hace 13 años, cuando las Torres Gemelas aún se hallaban de pie. Fue deportada casi de inmediato y con la misma velocidad emprendió el segundo intento de cruce, esta vez con papeles falsos. Volvió a fracasar. Lo logró en el tercero de los intentos, por Los Algodones, el seccional de Mexicali localizado en la esquina nororiental de Baja California. Esta vez el coyote la acompañó en su travesía de una noche hasta una vivienda en los linderos con Arizona, desde la que partirían por la mañana rumbo a Los Ángeles, donde su madre pagó 2 mil 500 dólares al sujeto que se la entregó.
Después de eso todo mejoró. En dos meses parió a la mayor de sus hijas y conoció al padre de la segunda, que nació seis años más tarde. El sujeto la abandonó, pero su madre le ayudó en la crianza.
El segundo viernes de octubre de 2011 pidió a su madre que cuidara de las niñas para asistir a un baile muy cerca de donde vivían. Pasada la media noche volvía caminando cuando fue interceptada por unos patrulleros. Le pidieron identificación. Dio su credencial de trabajo. Pasaron sus datos por la computadora y allí salió su deuda con el pasado: por no pagar los 500 dólares, la llevaron detenida. Esta vez operó el programa Comunidad segura y en 17 días, el 31 de octubre, fue deportada.
“He querido cruzar, como la vez pasada, pero ahora las cosas están muy feas. Tengo mucho miedo”, dice sin volver a intentar sonreír.
Tras su deportación fue a refugiarse en Tecomán. Allá sintió la tiranía de la distancia y volvió a Tijuana, en donde un par de veces amigos suyos han llevado a sus hijas hasta la línea fronteriza para que puedan tocarse. Verlas por unos minutos a través de los barrotes anima su idea de establecerse en la ciudad. “Al menos podré verlas crecer y abrazarlas cuando las traigan a verme”, dice.
Engendró otra idea antes que esa. La de quedarse a vivir en Tijuana y esperar a que la mayor de sus hijas solicitara su residencia legal al cumplir la mayoría de edad. Los abogados, sin embargo, le dan pocas esperanzas: ella salió criminalizada y eso vuelve casi imposible la reunificación en los términos que desea.
Las niñas quedaron bajo el amparo de la abuela, que también vive sin documentos migratorios. Es la única familiar adulta que tienen en California. Su hermana gemela, la que siguió uno a uno sus pasos desde Tecomán a Pomona, salió de Estados Unidos 11 meses después por su propio pie, cuando el rayo de la mala suerte volvió a pegar en la familia.
“Un día estaba con mi mamá cuando llamaron para decirnos que habían secuestrado a mi papá –cuenta Sandra Luz, la gemela de Claudia. “Pensé que regresar a California sería fácil, pero cuando quise intentarlo me di cuenta que no es así: ahora te pueden matar o te llevan a otro lado y te obligan a prostituirte”.
Sandra Luz cruzó a los 16 años, también embarazada de siete meses, como su hermana. El hecho de haber llegado viva a Pomona es quizá lo que la anima a decir que aquella vez la cosa fue fácil. Porque el coyote que contactó la obligó a dormir con él. No la violó por su estado de gravidez, pero quiso extorsionar a su madre y al no lograrlo la abandonó en una iglesia de un barrio miserable pegado a la línea divisoria. La segunda vez se valió de unos papeles falsos y tuvo suerte. A las pocas semanas naciò su primera hija y con los años volvió a embarazarse. Sus hijas ahora tienen 13, 8 y 7 años.
El padre fue liberado un mes después, en octubre pasado. Ella buscó que el gobierno del Estados Unidos le concediera una visa humanitaria, y le fue negada. Su apuesta es más firme que la de su gemela. No fue deportada ni tiene pendientes con la justicia y eso la vuelve candidata para que su hija mayor la pida cuando cumpla la mayoría de edad. Mientras tanto, sufre.
“Es una angustia muy fuerte –dice mientras frota sus manos con fuerza tras haber conversado con las tres por el chat del messenger. “Mi niña de 8 años es autista y necesita mucho de mí. Dejé una carta notariada que le da la custodia a mi mamá, pero ella no puede con todas las nietas. Yo solo espero que no la deporten”.
Sandra Luz dice que no se quedará en Tijuana. Ahí no tiene futuro ni modo de vivir. No ha podido tramitar su IFE ni ha podido sacar su CURP. Regresará a Tecomán para tramitar su acta de nacimiento y entonces iniciarà el trámite de todo lo demás para buscar trabajo.
Será extraordinario si lo logra. Diana Peláez, la maestra del Colef, dice que muchas de estas madres no logran encontrar su acta de nacimiento y por lo tanto quedan condenadas a emplearse en el sector informal, ya sea el ambulantaje o la limpieza de casas. Eso entraña graves problemas para quienes buscan recuperar a sus hijos menores nacidos en Estados Unidos. Porque si los hijos se los quedó el gobierno, exige a las madres la misma calidad de vida que los niños tienen ese país.
“Si una mujer de estas no tiene casa, no tiene trabajo o tiene uno que no le remunera lo suficiente, no va a poder pedir a sus hijos. Y el gobierno de Estados Unidos les da 18 meses para cumplir ciertos requisitos y poderles entregar los hijos en México”, explica Peláez.
El nivel de angustia es terrible debido al desamparo. “No hay facilidades para que ellas ‘recuperen’ u ‘obtengan’ una identidad mexicana a mayor velocidad –dice la investigadora. “No reciben apoyo psicológico de ningún tipo. Muchas de estas mujeres desarrollan trastornos mentales y emocionales por la separación y la condición de exilio en su propia tierra. Y no tienen oportunidades de trabajo digno y continuo. Sólo limpiar casas, y quienes tienen la fortuna de hablar inglés, trabajan en un call center… si es que tienen documentos”.
Anita lleva dos años queriendo cruzar la frontera para reunirse con sus tres hijos, que ahora tienen 19, 17 y 14 años. A los dos últimos los tuvo en un hospital cerca de San Diego, a donde fue a vivir en 1995, con el mayor en brazos. Este mayo ella cumple 40. Tiene una fractura en la rodilla derecha que la obliga a usar muletas, y un trastorno emocional que la convirtió en vagabunda. Ha rondado por Tijuana todos estos meses, aunque tiene casa en Catemaco, Veracruz, de donde es originaria. Sus hijos no quieren volver a México. Le piden que intente y vuelva a internar cruzarse sin papeles, mientras enloquece.
“Me dolió mucho perderlos –dice después de la hora de comida en Casa Asunta, donde la conocen a fuerza de verla. “Ahora estoy un poco más tranquila… Aquí vengo para llamarle a mis hijos, porque quiero traérmelos, llevarlos conmigo a Veracruz”.
Tras su deportación el gobierno mexicano la apoyó con dinero para que llegara a su lugar de origen. Más tardó en irse que en volver. Es algo común en todas estas mujeres, dice Peláez. “Honestamente usan el dinero sólo para ir a visitar a sus familiares que no ven en años, pero vuelven a tratar de cruzar. Sus vidas ya tienen otro orden y sus familias y su hogar están en el otro lado”.
La manera en que fue deportada Anita no es muy clara. Ella cuenta que la policía la arrestó por tratar de cruzar a pie una autopista. Tenía registro de detenciones previas de la Patrulla Fronteriza, un hecho que después de tres veces concede el estatus de criminal al indocumentado. Pero buena parte de las deportaciones tienen su origen en la violencia dentro de los hogares. La policía suele llegar y proceder con el arresto de los implicados cuando algún vecino llama y reporta el hecho. Eso ha contribuido a que miles de mujeres soporten la violencia de sus parejas, según el informe de la ARC. Poco a poco han surgido organizaciones que ofrecen respaldo a las víctimas cuando son indocumentadas. Sin embargo, el miedo a quedar separadas de sus hijos prevalece y las hace callar.
La otra cara de la moneda son los menores. “Hay estudios del impacto negativo en ellos –dice Peláez. El hecho de ser separados de sus familias o el hecho de saber que no verán a su madre o padre de por vida, los sume en depresiones, suelen tener problemas en la escuela. En el caso de las madres, la mayoría llegan al albergue con fuertes depresiones (…) y ha habido hasta casos de intento de suicidio. Estos casos deben ser remitidos al hospital de salud mental”.
VOLVER Y VOLVER
Margarita Torres dice que está a punto de la locura. Puede que sea verdad. Ha tratado cuatro veces de cruzar la frontera para reunirse con sus hijos y nietos, después de enterrar a su madre en la navidad de 2011. Su vida en Carolina del Norte no ha sido del todo amable, pero la desea con un fervor temerario.
Se empleó desde 1997 en los campos agrícolas del estado, recolectando hortalizas y en ocasiones tabaco. El clima extremo de la zona, con elevadas temperaturas y lluvias intensas, producen la mayor tasa de mortalidad entre trabajadores inmigrantes, de acuerdo con el Farm Labor Organizing Commitee. A ella no le importó. Trabajó sin interrupciones jornadas de 10 horas o más, hasta que en 2008 le detectaron un tumor en la matriz. Se la sacaron y a las pocas semanas volvió a lo suyo. “Trabajaba duro, pero me gustaba porque al menos eso me permitía darle de comer tres veces al día a mis hijos, algo que no podía hacer en Veracruz”, cuenta. Sus hijos crecieron. El varón le dio dos nietas: una de 5 y otra de año y medio. La mayor de las hijas está embarazada y la menor puede quedar paralítica por una malformación de columna que le han operado en dos ocasiones.
En marzo que fue deportada en su primer intento, volvió a sentirse mal apenas llegó a Veracruz. Fue a una revisión médica. Le dijeron que tenía otro tumor, además de hipertensión y diabetes. Decidió no perder tiempo y tres semanas más tarde viajó a Nuevo Laredo para contactarse con polleros locales. La secuestraron. Fue a parar a una casa de seguridad en la que había otro puñado de mujeres y hombres, mermados por el hambre y los golpes. La dejaron ir a los tres días, cuando confirmaron que no tenía familiares para extorsionar. Salió de ahí para dirigirse al río y atravesarlo a sabiendas de que podía morir ahogada. Cruzó como pudo y volvió a caminar una noche y un día antes de ser detenida por la migra.
En Carolina del Norte halló paz, a pesar del deterioro de su salud. Su esposo fue sentenciado a 10 años, pero salió en tres y medio. Apostó al silencio para que no diera con ellos. El mundo se estrechó en sus hijos y después en sus nietos. “Mis hijos allá crecieron, allá se terminaron de criar. En muchos sentidos ellos son de allá, aunque tampoco tienen papeles”, dice.
Por ellos lo intentó nuevamente. Llegó a Reynosa, pero no vio siquiera el río. Antes la llevaron con engaños a una casa y allí la despojaron de todo lo que traía. La dejaron viva. Viajó a Veracruz después que su hijo le mandó dinero para el camión. Rentó de nuevo el mismo cuarto y buscó trabajo en las mismas casas de siempre. En diciembre volvió a la carga. Pero esta vez no quiso atravesar el infierno que es la frontera de Tamaulipas.
Llamó a su hijo para decírselo, y fue sorprendida con la noticia de que su esposo estaba en Carolina del Norte. El hombre del que huyó, ahora estaba en contacto con sus hijos. No sólo eso, él tomó el teléfono para decirle que fuera a Tijuana para contactarse con dos sujetos que habrían de ayudarla a cruzar con papeles falsos. Se encontró con ellos el 3 de enero. La subieron a una Van de color blanco y le dieron el pasaporte falso. Cruzaron por la garita de San Ysidro, sin problemas. Se dirigieron al estacionamiento del primer McDonald’s del camino, y antes de bajar quedaron rodeados por agentes federales. La camioneta iba cargada con droga.
Estuvo un mes en un centro de retención. Fue deportada el 6 de febrero, con castigo de por vida.
¿Volverá a intentarlo? Dice que hasta morir.
“En México no tengo vida. Mi vida está allá, con mis hijos, con mi nieta. No importa si muero, pero voy a intentarlo hasta que ya no tenga fuerzas. No tengo alternativa. No tengo nada porqué vivir si me quedo”.
La fuerza del amor, dice Mary Galván, es infrenable.
“Ellas llegan angustiadas, preguntando: ‘¿Qué voy a hacer si mis hijos se quedaron allá? ¿Qué hago si estoy ya en un país donde no están mis hijos y allá no me quieren dejar entrar?’. La respuesta la sabemos todas: volverán una y otra vez, hasta lograrlo”.
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