Peña Nieto, el imitador de Salinas
El aspirante presidencial priista, Enrique Peña Nieto.
Foto: Taurino López
Foto: Taurino López
MÉXICO, D.F. (apro).- En su tercera semana, parece que las campañas presidenciales toman forma.
Ya no se trata únicamente de anuncios en radio, televisión o los miles de espectaculares de Enrique Peña Nieto, que lastiman la vista y crean ruido visual. Los partidos y sus candidatos le entraron a la guerra de acusaciones y, por lo menos en el primer round, el priista es el que más ha salido dañado.
El exgobernador mexiquense ha sido denunciado por desembolsar enormes cantidades de dinero para mantenerse arriba en las encuestas, sin importar el insulto que provoca dicho gasto, en un país donde la mitad de la población se encuentra en la pobreza.
Ajeno al padecimiento económico que hay entre millones de familias, Peña Nieto viaja en aviones y helicópteros privados, apenas tocando tierra en las ciudades y pueblos que visita para hacer proselitismo.
Distante de la realidad, el mexiquense gasta millones de pesos en spots publicitarios en televisión, y su imagen impoluta se multiplica en cientos de miles de espectaculares, mantas, pendones y calcomanías que son adheridas en autobuses de todas las ciudades, como si se tratara de un artista de telenovela.
No sólo eso, los eventos de Peña Nieto son carísimos. Llevan a la gente en autobuses y autos para llenar los auditorios y plazas. Reparten propaganda, playeras, gorras y comida. Pero, sobre todo, los actos son vigilados por cientos de militares y policías en activo, divididos en grupos, y hay aviones dispuestos para ellos, a fin de que se adelanten en los viajes que hace el aspirante presidencial priista.
Pareciera una réplica de la campaña de Carlos Salinas, en 1988, cuando disponía de una flotilla de aeronaves y cientos de soldados que restringían el paso de la prensa y de la gente. El candidato se mantenía en un nicho inexpugnable, levantado con dinero del pueblo.
El exceso del gasto que hace Peña Nieto se notó desde que arrancó su campaña. Puso un avión especial para la prensa (como en el salinismo, aunque entonces los aviones eran presidenciales), otra nave para sus invitados especiales y otra más para él y su equipo. El evento en Jalisco parecía más un concierto, por todo el aparato de sonido y los miles de artículos que se distribuyeron para el show político.
Andrés Manuel López Obrador denunció que en ese acto se gastaron 20 millones de pesos.
A pesar de que se hizo público ese gasto, el PRI sigue en la misma estrategia de repartir dinero en todos lados para hacer ver que Peña Nieto es popular y que no baja en las encuestas.
Pero ese abuso ya ha sido denunciado y, además, los panistas han lanzado una campaña en contra del mexiquense, en la que aseguran que siendo gobernador incumplió con muchos de los compromisos firmados ante notario público.
Las denuncias públicas del gasto que el aspirante presidencial priista hace en la flotilla de aeronaves, así como en los miles de espectaculares pegados en paredes y autobuses de todo el país, además de las obras que no entregó en el Estado de México, han dañado la imagen limpia que había mantenido en su campaña mediática desplegada en televisión.
El golpe a su imagen quiso ser amortiguado cuando el PRI aceptó el reto del PAN de instalar “una mesa de la verdad” para revisar si Peña Nieto había mentido sobre el cumplimiento de sus compromisos como gobernador del Estado de México.
El debate, que finalmente se canceló, tuvo como escenario una de las obras inconclusas en el municipio de Tlanepantla, donde quedó a la mitad una construcción vial levantada en el poblado de Puente de Vigas, colindante con la delegación Azcapotzalco.
Los priistas enviados no aguantaron el peso de la mentira ante la evidencia del puente de concreto inconcluso. Se retiraron alegando falta de seguridad ante los reclamos de los vecinos del lugar, que todos los días miran el abandono.
Y así, como sus compañeros de partido, Peña Nieto no aguanta este tipo de ejercicios políticos o ciudadanos, porque en realidad no está acostumbrado al debate. Tan es así que el PRI ya anunció que su candidato presidencial no irá a ninguno de los debates convocados por los medios de comunicación.
En tres semanas de campaña ha salido a la luz pública lo que muchos políticos de oposición ya habían asegurado: que el candidato presidencial del PRI es un producto de la mercadotecnia y que, como tal, difícilmente puede sobrevivir sin el apoyo de las televisoras.
Esto hace evidente que el candidato de esas televisoras, cuando se enfrenta a la realidad, no sabe qué hacer, sólo sonríe, siguiendo un guión que le escribieron hace seis años desde Televisa y cuyo fin es alcanzar la silla presidencial.
revista contralinea:
Los límites del neoliberalismo (I)
Cartón: Rocha
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El periodo que hoy vivimos no está suspendido en el limbo sin pasado y sin futuro. Es difícil entenderlo sin relacionarlo con nuestra historia o intentar hacer una prognosis sobre su futuro. Al contrario, tiene antecedentes muy claros. Lo podemos definir recurriendo al concepto de Gramsci de revolución pasiva o revolución desde arriba, que aplicada a un país dependiente como el nuestro se transformaría en modernización pasiva o modernización desde arriba.
Esta forma de cambio social y económico designa el intento autoritario de un hombre fuerte, dictador o rey, apoyado en una burocracia dominante y sectores de la clase hegemónica, que pretende introducir en un país atrasado las reformas necesarias para ponerlo al nivel de los países desarrollados, sin consultar al pueblo, obligándolo a cargar con los costos de las reformas y recurriendo en todos los casos necesarios a la represión o la cooptación.
Quizás el mejor ejemplo de revolución pasiva sea la de Bismarck (1815-1904), genial político que llevó a la Alemania atrasada a transformarse en un gran imperio cuya constitución se firmó en el París ocupado por las tropas alemanas; en una gran potencia industrial que rápidamente disputó la hegemonía mundial a Inglaterra y a las otras potencias. Pero esta revolución pasiva fue exitosa –desde el punto de vista de los objetivos de Bismarck y los círculos junker– y, como lo veremos más adelante, nuestras modernizaciones pasivas no.
Mi hipótesis es que hay en la historia de México tres periodos que corresponden como gotas de agua a modernizaciones pasivas desde arriba. La primera, en los años 1780-1810; la segunda, un siglo después, en los años de 1880-1910, y la tercera, en el periodo aciago de 1982 a 2012.
Se comparan los tres periodos de modernización pasiva buscando similitudes y diferencias, para luego intentar algunas prognosis sobre el futuro inmediato del México actual. Sabemos que la historia no se repite. Pero creemos que la historia de cada sociedad tiene sus regularidades.
Hoy México se encuentra en una encrucijada que lo puede llevar a seguir la tendencia predominante hacia la izquierda en el resto de América Latina o persistir en la vía conservadora del presente. Comparemos las modernizaciones desde arriba de 1780-1810, 1880-1910 y 1982-2012, o sea lo que se llamó las Reformas Borbónicas, el Porfiriato, para pasar luego a lo que hemos denominado el Periodo Neoliberal.
Encontramos entre los tres las siguientes coincidencias:
En el mundo se produce una gigantesca revolución técnica con sus consecuencias sociales y políticas. Durante las últimas décadas de la Colonia, la Revolución Industrial y sus secuelas; a finales del siglo XIX, la segunda Revolución Industrial, y a finales del siglo XX y principios del XXI el gigantesco boulversment de la informática.
En la Nueva España y luego en México, país atrasado, se intentan aplicar desde arriba reformas que le permitan integrarse a ese proceso. El poder está en manos de la Corona borbónica, Porfirio Díaz y la Tecnocracia.
Los efectos de esas reformas son muy desiguales. A la vez que benefician a algunos sectores de la población perjudican brutalmente a otros. Queriendo imponer los aspectos de la modernidad que convienen a las clases dominantes e impedir el desarrollo de las que benefician a los sectores populares, generalmente se produce una gran concentración de la riqueza y los ingresos.
Los intentos terminan en las tres ocasiones en grandes crisis económicas de origen exterior, que rápidamente se transforman en crisis multisectoriales en México.
Surgen pequeños grupos que cuestionan estas formas de modernización. Desarrollan una nueva ideología y se proponen actuar para cambiar las vías de reforma vigentes, enarbolando las banderas de soberanía, libertad, igualdad y justicia social. La derecha no aparece como partidaria del pasado, sino de un tipo de reformas, y la izquierda debe cuidarse muchísimo en no enraizarse en un pasado imaginariamente mejor, sino en ser protagonista de otro tipo de cambios posibles que tienen como faro el bienestar de las mayorías. En esas condiciones, el problema de para quién y con quién se hacen las reformas se vuelve central.
En los primeros dos casos, la modernización desde arriba acaba en una revolución social, mientras que aún no sabemos qué fin tendrá la etapa neoliberal. Durante esos periodos se dan olas de revoluciones sociales y políticas, como a finales del siglo XVIII y a principios del siglo XX. En cambio el neoliberalismo se mantiene, después de 30 años, pese a la convicción de muchos de que el modelo no ha alcanzado los objetivos deseados.
1
Desde finales del siglo XVIII la sociedad en Europa Occidental entró tempestuosamente en la era de la modernidad. El capitalismo industrial no puede existir sin revolucionar constantemente la tecnología, los sistemas de trabajo, la ideología y la cultura. Como decía E. J. Hobsbawm, la misma revolución que se llamó industrial en Inglaterra, fue política en Francia y filosófica en Alemania. Este fenómeno afectó no sólo a las metrópolis, sino también a sus colonias.
En la Nueva España la Ilustración y el liberalismo, opuestos a las ideas del antiguo régimen, se filtraron por mil caminos. Aun cuando no se desarrolló una cultura de la Ilustración digna de ese nombre, la diferencia entre escolasticismo y liberalismo, entre tradicionalismo y modernidad, se fue ampliando.
El imperio español, que se atrasaba cada vez más respecto a las otras potencias europeas, hizo un extemporáneo y efímero esfuerzo de modernización, que se conoce con el nombre de Reformas Borbónicas. Por primera vez en la historia de lo que sería más tarde México, entra en escena la modernización desde arriba.
Carlos III de España impulsó un conjunto de reformas en las colonias que debían centralizar el control en manos de una burocracia peninsular, que respondía directamente al rey, aumentar considerablemente las transferencias a la metrópoli y desarrollar su condición de mercados cautivos para los productos españoles. Se redujeron los privilegios con que contaba la Iglesia, la corporación feudal más poderosa de la Colonia, para pasarlos a la Corona.
En lo que respecta a las finanzas públicas, se aumentaron los impuestos, los monopolios estatales y los préstamos forzados para aumentar los ingresos. Se reformó el régimen de comercio, abriendo nuevos puertos americanos al comercio con España. Se crearon nuevos Consulados en Guadalajara y Veracruz y se abrió el comercio intercolonial entre la Nueva España y los virreinatos de Nueva Granada y Perú. En resumen, en 30 años se rompieron las bases del régimen que durante dos siglos había estrangulado al comercio, liberalizando a éste estrictamente dentro de los marcos del imperio. Se tomaron importantes medidas para estimular la producción de plata. Al mismo tiempo, se prohibieron actividades que competían con las exportaciones españolas.
Sobre esa modernización desde arriba ha dicho Brading que fue una segunda conquista de América y un aumento del poder de los ricos sobre los pobres. Se registró una caída de los salarios reales, los obrajes quebraron como efecto de la competencia de los productos industriales europeos, hubo crecientes dificultades de acceso a los alimentos básicos, impuestos mayores y exacciones de emergencia que redundaban en transferencias muy elevadas hacia la metrópoli. Los problemas de tierra en las comunidades se volvieron agudos, principalmente en las zonas que conocían los efectos del crecimiento demográfico o de la expansión de las haciendas.
El último zarpazo económico de la imperial España contra la economía de su Colonia fue una serie de medidas para transferir importantes fondos a sus cuentas, exhaustas por las repetidas guerras. De un promedio anual de 6.5 millones de pesos de ingresos fiscales en 1700-1769, se pasó a 17.7 millones en 1790-1799 y a 15.8 millones de pesos en 1800-1810. Es importante destacar que algunos de estos impuestos eran cubiertos principalmente por las clases populares. Se calcula que en los últimos 20 años de poder español, la Nueva España remitió a la metrópoli entre 250 y 280 millones de pesos, lo que equivalía a más del ingreso nacional en un año.
Al final de la Colonia, una generación de mexicanos descontenta con su realidad asumió un proyecto para el futuro que prometía mucho más de lo que las condiciones objetivas reales permitían realizar. Generalmente, estas utopías liberales no fueron sino la imagen más o menos deformada de las circunstancias existentes en los países más desarrollados. Durante el siglo XVIII se registraron más de 200 rebeliones indígenas y de negros esclavos o cimarrones, algunas de ellas inspiradas en un milenarismo antiespañol o en exigencias de mayores libertades y mejores condiciones para sus comunidades.
Iniciada la crisis de la Corona española en el periodo prerrevolucionario se produjo el intento del cabildo de la Ciudad de México en 1808 de convocar a un Congreso para que la Nueva España se gobernara autónomamente mientras la metrópoli estuviese ocupada por los franceses. Antes, en 1801, se había sublevado en Tepic el indio Mariano, que pretendía restablecer la monarquía indiana y nunca pudo ser capturado. Luego surgió en Querétaro una conspiración que comenzó a elaborar planes para la convocación de un Congreso novohispano.
2
El periodo de modernización en el Porfiriato (1880-1910) obedeció también a impulsos externos poderosos. La segunda Revolución Industrial estaba en plena marcha. La maquinaria moderna impulsada por el vapor sustituyó todas las otras formas de producir. Al mismo tiempo aparecieron nuevas fuentes de energía: la electricidad y el motor de gasolina. Hacia 1890, el número de lámparas eléctricas y la producción de petróleo se elevaron velozmente. Alrededor de 100 mil locomotoras, arrastrando sus 3 millones de vagones, cruzaban el mundo industrial. Los telégrafos, y más tarde los teléfonos, se generalizaron. Los países más desarrollados entraron en una fiebre colonialista y los imperios ingleses, franceses y alemanes crecieron rápidamente. En las metrópolis una acumulación vertiginosa de capital obligó a invertir en las colonias y los países dependientes. Pero el auge desembocó en una gran crisis en 1907, una mortífera guerra mundial y una cadena de revoluciones sociales que dieron la vuelta al mundo: México, Persia, China, Rusia, Hungría, Turquía y hasta Alemania.
En el último tercio del siglo XIX, el Estado mexicano se había consolidado. Pronto, Díaz se alió con los empresarios europeos y estadunidenses ofreciéndoles condiciones inmejorables para atraer capitales que lo ayudarían a modernizar el país y pacificarlo. Un río de dinero extranjero, al cual se le dio toda clase de alicientes y privilegios, fluyó en
el país. Para 1910 se habían ya invertido 2 mil 700 millones de dólares, 70% del total de las inversiones.
Se construyó una red ferroviaria que integró el mercado interno y estrechó los lazos de México con Estados Unidos. Renació la minería de la plata y la producción del cobre y la del petróleo se convirtieron por primera vez en exportaciones importantes. Lo mismo sucedió con el café, el henequén y el ganado, que fluía hacia Estados Unidos. La producción industrial para el mercado interno creció en el rubro de los textiles y se inició en los del papel, hierro y acero. Los migrantes del centro del país se establecieron en los pueblos mineros, en las haciendas y en las ciudades en crecimiento del norte. Miles de mexicanos iban a trabajar al país vecino. Todo eso creó relaciones económicas similares a las que existían antes entre la Colonia y la metrópoli en el siglo XVIII en lo que respecta a la orientación del crecimiento. El desarrollo del país se configuró de acuerdo con intereses externos. Esto era sobre todo evidente en la agricultura. Lo perverso del importante desarrollo de finales del siglo XIX es que poco benefició a las clases trabajadoras del campo y la ciudad y aumentó considerablemente los desequilibrios y las fricciones sociales. Una vez más, las reformas introducidas durante el Porfiriato fueron, en el sentido más puro, una modernización desde arriba. El pequeño grupo de empresarios y políticos que tenían el control del país no buscó en ningún momento un pacto social que distribuyera los beneficios aportados por el cambio a todos los sectores de la población.
El lema de la élite dominante era: “orden político y libertad económica”. Para librar a la clase obrera de la opresión del capital –decían Los Científicos en su órgano Revista Positiva– no hay que recurrir a un mejor reparto de la riqueza, sino a un mejor empleo de los capitales.
* Economista e historiador. Investigador emérito de la UNAM con estudios en la Escuela Superior de Derecho y Economía de Tel Aviv y en la Universidad Nacional, y un doctorado en historia económica en la Universidad Humboldt de Berlín.
Correo electrónico: esemo602@hotmail.com
Esta forma de cambio social y económico designa el intento autoritario de un hombre fuerte, dictador o rey, apoyado en una burocracia dominante y sectores de la clase hegemónica, que pretende introducir en un país atrasado las reformas necesarias para ponerlo al nivel de los países desarrollados, sin consultar al pueblo, obligándolo a cargar con los costos de las reformas y recurriendo en todos los casos necesarios a la represión o la cooptación.
Quizás el mejor ejemplo de revolución pasiva sea la de Bismarck (1815-1904), genial político que llevó a la Alemania atrasada a transformarse en un gran imperio cuya constitución se firmó en el París ocupado por las tropas alemanas; en una gran potencia industrial que rápidamente disputó la hegemonía mundial a Inglaterra y a las otras potencias. Pero esta revolución pasiva fue exitosa –desde el punto de vista de los objetivos de Bismarck y los círculos junker– y, como lo veremos más adelante, nuestras modernizaciones pasivas no.
Mi hipótesis es que hay en la historia de México tres periodos que corresponden como gotas de agua a modernizaciones pasivas desde arriba. La primera, en los años 1780-1810; la segunda, un siglo después, en los años de 1880-1910, y la tercera, en el periodo aciago de 1982 a 2012.
Se comparan los tres periodos de modernización pasiva buscando similitudes y diferencias, para luego intentar algunas prognosis sobre el futuro inmediato del México actual. Sabemos que la historia no se repite. Pero creemos que la historia de cada sociedad tiene sus regularidades.
Hoy México se encuentra en una encrucijada que lo puede llevar a seguir la tendencia predominante hacia la izquierda en el resto de América Latina o persistir en la vía conservadora del presente. Comparemos las modernizaciones desde arriba de 1780-1810, 1880-1910 y 1982-2012, o sea lo que se llamó las Reformas Borbónicas, el Porfiriato, para pasar luego a lo que hemos denominado el Periodo Neoliberal.
Encontramos entre los tres las siguientes coincidencias:
En el mundo se produce una gigantesca revolución técnica con sus consecuencias sociales y políticas. Durante las últimas décadas de la Colonia, la Revolución Industrial y sus secuelas; a finales del siglo XIX, la segunda Revolución Industrial, y a finales del siglo XX y principios del XXI el gigantesco boulversment de la informática.
En la Nueva España y luego en México, país atrasado, se intentan aplicar desde arriba reformas que le permitan integrarse a ese proceso. El poder está en manos de la Corona borbónica, Porfirio Díaz y la Tecnocracia.
Los efectos de esas reformas son muy desiguales. A la vez que benefician a algunos sectores de la población perjudican brutalmente a otros. Queriendo imponer los aspectos de la modernidad que convienen a las clases dominantes e impedir el desarrollo de las que benefician a los sectores populares, generalmente se produce una gran concentración de la riqueza y los ingresos.
Los intentos terminan en las tres ocasiones en grandes crisis económicas de origen exterior, que rápidamente se transforman en crisis multisectoriales en México.
Surgen pequeños grupos que cuestionan estas formas de modernización. Desarrollan una nueva ideología y se proponen actuar para cambiar las vías de reforma vigentes, enarbolando las banderas de soberanía, libertad, igualdad y justicia social. La derecha no aparece como partidaria del pasado, sino de un tipo de reformas, y la izquierda debe cuidarse muchísimo en no enraizarse en un pasado imaginariamente mejor, sino en ser protagonista de otro tipo de cambios posibles que tienen como faro el bienestar de las mayorías. En esas condiciones, el problema de para quién y con quién se hacen las reformas se vuelve central.
En los primeros dos casos, la modernización desde arriba acaba en una revolución social, mientras que aún no sabemos qué fin tendrá la etapa neoliberal. Durante esos periodos se dan olas de revoluciones sociales y políticas, como a finales del siglo XVIII y a principios del siglo XX. En cambio el neoliberalismo se mantiene, después de 30 años, pese a la convicción de muchos de que el modelo no ha alcanzado los objetivos deseados.
1
Desde finales del siglo XVIII la sociedad en Europa Occidental entró tempestuosamente en la era de la modernidad. El capitalismo industrial no puede existir sin revolucionar constantemente la tecnología, los sistemas de trabajo, la ideología y la cultura. Como decía E. J. Hobsbawm, la misma revolución que se llamó industrial en Inglaterra, fue política en Francia y filosófica en Alemania. Este fenómeno afectó no sólo a las metrópolis, sino también a sus colonias.
En la Nueva España la Ilustración y el liberalismo, opuestos a las ideas del antiguo régimen, se filtraron por mil caminos. Aun cuando no se desarrolló una cultura de la Ilustración digna de ese nombre, la diferencia entre escolasticismo y liberalismo, entre tradicionalismo y modernidad, se fue ampliando.
El imperio español, que se atrasaba cada vez más respecto a las otras potencias europeas, hizo un extemporáneo y efímero esfuerzo de modernización, que se conoce con el nombre de Reformas Borbónicas. Por primera vez en la historia de lo que sería más tarde México, entra en escena la modernización desde arriba.
Carlos III de España impulsó un conjunto de reformas en las colonias que debían centralizar el control en manos de una burocracia peninsular, que respondía directamente al rey, aumentar considerablemente las transferencias a la metrópoli y desarrollar su condición de mercados cautivos para los productos españoles. Se redujeron los privilegios con que contaba la Iglesia, la corporación feudal más poderosa de la Colonia, para pasarlos a la Corona.
En lo que respecta a las finanzas públicas, se aumentaron los impuestos, los monopolios estatales y los préstamos forzados para aumentar los ingresos. Se reformó el régimen de comercio, abriendo nuevos puertos americanos al comercio con España. Se crearon nuevos Consulados en Guadalajara y Veracruz y se abrió el comercio intercolonial entre la Nueva España y los virreinatos de Nueva Granada y Perú. En resumen, en 30 años se rompieron las bases del régimen que durante dos siglos había estrangulado al comercio, liberalizando a éste estrictamente dentro de los marcos del imperio. Se tomaron importantes medidas para estimular la producción de plata. Al mismo tiempo, se prohibieron actividades que competían con las exportaciones españolas.
Sobre esa modernización desde arriba ha dicho Brading que fue una segunda conquista de América y un aumento del poder de los ricos sobre los pobres. Se registró una caída de los salarios reales, los obrajes quebraron como efecto de la competencia de los productos industriales europeos, hubo crecientes dificultades de acceso a los alimentos básicos, impuestos mayores y exacciones de emergencia que redundaban en transferencias muy elevadas hacia la metrópoli. Los problemas de tierra en las comunidades se volvieron agudos, principalmente en las zonas que conocían los efectos del crecimiento demográfico o de la expansión de las haciendas.
El último zarpazo económico de la imperial España contra la economía de su Colonia fue una serie de medidas para transferir importantes fondos a sus cuentas, exhaustas por las repetidas guerras. De un promedio anual de 6.5 millones de pesos de ingresos fiscales en 1700-1769, se pasó a 17.7 millones en 1790-1799 y a 15.8 millones de pesos en 1800-1810. Es importante destacar que algunos de estos impuestos eran cubiertos principalmente por las clases populares. Se calcula que en los últimos 20 años de poder español, la Nueva España remitió a la metrópoli entre 250 y 280 millones de pesos, lo que equivalía a más del ingreso nacional en un año.
Al final de la Colonia, una generación de mexicanos descontenta con su realidad asumió un proyecto para el futuro que prometía mucho más de lo que las condiciones objetivas reales permitían realizar. Generalmente, estas utopías liberales no fueron sino la imagen más o menos deformada de las circunstancias existentes en los países más desarrollados. Durante el siglo XVIII se registraron más de 200 rebeliones indígenas y de negros esclavos o cimarrones, algunas de ellas inspiradas en un milenarismo antiespañol o en exigencias de mayores libertades y mejores condiciones para sus comunidades.
Iniciada la crisis de la Corona española en el periodo prerrevolucionario se produjo el intento del cabildo de la Ciudad de México en 1808 de convocar a un Congreso para que la Nueva España se gobernara autónomamente mientras la metrópoli estuviese ocupada por los franceses. Antes, en 1801, se había sublevado en Tepic el indio Mariano, que pretendía restablecer la monarquía indiana y nunca pudo ser capturado. Luego surgió en Querétaro una conspiración que comenzó a elaborar planes para la convocación de un Congreso novohispano.
2
El periodo de modernización en el Porfiriato (1880-1910) obedeció también a impulsos externos poderosos. La segunda Revolución Industrial estaba en plena marcha. La maquinaria moderna impulsada por el vapor sustituyó todas las otras formas de producir. Al mismo tiempo aparecieron nuevas fuentes de energía: la electricidad y el motor de gasolina. Hacia 1890, el número de lámparas eléctricas y la producción de petróleo se elevaron velozmente. Alrededor de 100 mil locomotoras, arrastrando sus 3 millones de vagones, cruzaban el mundo industrial. Los telégrafos, y más tarde los teléfonos, se generalizaron. Los países más desarrollados entraron en una fiebre colonialista y los imperios ingleses, franceses y alemanes crecieron rápidamente. En las metrópolis una acumulación vertiginosa de capital obligó a invertir en las colonias y los países dependientes. Pero el auge desembocó en una gran crisis en 1907, una mortífera guerra mundial y una cadena de revoluciones sociales que dieron la vuelta al mundo: México, Persia, China, Rusia, Hungría, Turquía y hasta Alemania.
En el último tercio del siglo XIX, el Estado mexicano se había consolidado. Pronto, Díaz se alió con los empresarios europeos y estadunidenses ofreciéndoles condiciones inmejorables para atraer capitales que lo ayudarían a modernizar el país y pacificarlo. Un río de dinero extranjero, al cual se le dio toda clase de alicientes y privilegios, fluyó en
el país. Para 1910 se habían ya invertido 2 mil 700 millones de dólares, 70% del total de las inversiones.
Se construyó una red ferroviaria que integró el mercado interno y estrechó los lazos de México con Estados Unidos. Renació la minería de la plata y la producción del cobre y la del petróleo se convirtieron por primera vez en exportaciones importantes. Lo mismo sucedió con el café, el henequén y el ganado, que fluía hacia Estados Unidos. La producción industrial para el mercado interno creció en el rubro de los textiles y se inició en los del papel, hierro y acero. Los migrantes del centro del país se establecieron en los pueblos mineros, en las haciendas y en las ciudades en crecimiento del norte. Miles de mexicanos iban a trabajar al país vecino. Todo eso creó relaciones económicas similares a las que existían antes entre la Colonia y la metrópoli en el siglo XVIII en lo que respecta a la orientación del crecimiento. El desarrollo del país se configuró de acuerdo con intereses externos. Esto era sobre todo evidente en la agricultura. Lo perverso del importante desarrollo de finales del siglo XIX es que poco benefició a las clases trabajadoras del campo y la ciudad y aumentó considerablemente los desequilibrios y las fricciones sociales. Una vez más, las reformas introducidas durante el Porfiriato fueron, en el sentido más puro, una modernización desde arriba. El pequeño grupo de empresarios y políticos que tenían el control del país no buscó en ningún momento un pacto social que distribuyera los beneficios aportados por el cambio a todos los sectores de la población.
El lema de la élite dominante era: “orden político y libertad económica”. Para librar a la clase obrera de la opresión del capital –decían Los Científicos en su órgano Revista Positiva– no hay que recurrir a un mejor reparto de la riqueza, sino a un mejor empleo de los capitales.
* Economista e historiador. Investigador emérito de la UNAM con estudios en la Escuela Superior de Derecho y Economía de Tel Aviv y en la Universidad Nacional, y un doctorado en historia económica en la Universidad Humboldt de Berlín.
Correo electrónico: esemo602@hotmail.com
Los límites del neoliberalismo (II y última)
Los límites del neoliberalismo. Cartón: Rocha
MÉXICO, D.F. (Proceso).- En la segunda parte de este ensayo el historiador Enrique Semo, colaborador de Proceso, finaliza el análisis de tres periodos cruciales en México: las Reformas Borbónicas, el Porfiriato y el presente neoliberal; pero no se queda ahí: sugiere algunas rutas que la izquierda debería o podría seguir para que el país se sacuda del marasmo maquilador y sus crisis económicas recurrentes. Propone ante todo no aferrarse al pasado pues, dice, “el neoliberalismo no va a ser frenado por los nostálgicos del ogro filantrópico. Los tiempos mejores se tienen que construir con la argamasa del futuro”. El texto es resumen de la conferencia pronunciada el 27 de marzo como parte del ciclo “Los grandes problemas de la nación”, organizado por Morena.
Bajo el Porfiriato apareció una incipiente clase obrera, pero la prohibición general de huelgas y de asociación así como las condiciones extremadamente adversas de trabajo produjeron a final de cuentas las primeras grandes huelgas duramente reprimidas. En la clase media también se multiplicaron las tensiones pese a su crecimiento. Comenzó a surgir una intelectualidad crítica o incluso disidente. A finales del Porfiriato éste fue un sector de la población que acabó transformándose en una oposición al régimen. El predominio del capital extranjero en todas las ramas dinámicas, fuera de la agricultura, dificultaba el desarrollo de una burguesía mexicana independiente y fuerte. El nacionalismo comenzó a expresarse como resistencia al excesivo dominio del capital extranjero pero fue la modernización de la agricultura la que produjo las mayores tensiones. La creciente concentración de la propiedad de la tierra afectó negativamente a los pueblos libres y a los pequeños propietarios. Muchos de ellos tuvieron que abandonar sus tierras. Los peones de las haciendas vieron sus condiciones humanas degradarse. Las compañías deslindadoras vinieron a agravar los procesos de expropiación después de las Leyes de Colonización de 1883 y 1894.
El crecimiento y también las tensiones se fueron acumulando a lo largo de una generación completa y estallaron a raíz de una crisis económica en 1907-1910.
Ésta se inició en Estados Unidos y tuvo efectos graves para México. En aquel país el primer síntoma fue un “pánico bancario”, como se decía en aquella época. Una burbuja de especulación ligada con el cobre se transmitió a los grandes bancos y los trusts, que entonces eran la novedad. La crisis financiera se comunicó rápidamente al resto de la economía. Los efectos del pánico financiero en el país vecino comenzaron a sentirse en México, causando una recesión en 1907 y 1908.
La caída de los precios del cobre, la plata, el henequén y otros productos de exportación; la reducción de la oferta de trabajo para mexicanos en la construcción de ferrocarriles y la industria norteamericana; el déficit presupuestal a nivel federal y en los estados de la República; el cierre de minas importantes; la crisis en las fincas henequeneras y en el sistema de bancos de crédito y emisión recién creados, fueron algunos de los síntomas.
También se produjo una crisis política en los grupos dominantes y en el Estado, las pugnas entre los científicos por un lado y otros sectores de la clase dominante (los Madero y los Reyes, por ejemplo) menos favorecidos se agudizaron y el gobierno se vio cuestionado por la oposición en el último intento de reelección de Porfirio Díaz.
En México las dos revoluciones fueron precedidas por un periodo en que los círculos dominantes, embriagados por los éxitos de la modernización desde arriba, dejan de cumplir con el principio establecido en su tiempo por José María Luis Mora: cada gobierno debe “representar a toda la sociedad, a la vez que se defienden los intereses de una parte de ella”. Es decir que se puede favorecer a una clase, pero se debe tomar en cuenta a todas las demás. En un país eminentemente rural los campesinos sienten amenazadas sus comunidades no sólo por la expropiación de tierras, sino por el ataque a su tejido social, cosa que sucedió antes de la Revolución de Independencia y de la Revolución Mexicana. Los conflictos locales o parciales se multiplican hasta que surge una nueva identidad rebelde de más vastas proporciones.
III
Hablemos ahora del mundo y del México actual. Como en el pasado, México sigue siendo un país dependiente en el cual los grandes impulsos del cambio no parten de su realidad interna, sino que se encuentran subordinados a movimientos cuyo epicentro son los países desarrollados.
El mundo vive cambios epocales. Por una parte la consolidación, enteramente dentro del escenario capitalista, de una nueva revolución tecnológica que ha abierto el paso de la civilización industrial a la civilización informática. Por otra, el fracaso de los intentos de construir sociedades poscapitalistas en el siglo XX, que pretendían asegurar el desarrollo de las capacidades humanas desde un orden equitativo, justo y fraternal. Tampoco tuvo éxito el Estado de Bienestar cuyos restos están siendo desmantelados ante nuestros ojos. Probablemente los primeros ensayos de construir sociedades socialistas o sociedades socialdemócratas en el siglo XX fueron prematuros o se dieron en escenarios inadecuados. También acabaron en la derrota varios movimientos revolucionarios en el Tercer Mundo. A diferencia de los dos casos anteriores, la modernización desde arriba mexicana (1982-2012) se produce en un periodo de hegemonía indisputada del capital financiero mundial que ha penetrado en los rincones más recónditos, como la familia y la mente de los individuos.
Ha cambiado la relación entre las compañías trasnacionales y los Estados nacionales. Las redes en las firmas y sus relaciones externas han hecho posible un considerable aumento del poder del capital vis-a-vis el trabajo, con el descenso concomitante de la influencia de los sindicatos y otras organizaciones obreras. Han surgido nuevos centros de desarrollo capitalista, como los BRIC, mientras los veteranos se encuentran sumidos en una profunda crisis. Simultáneamente, actividades criminales y mafias que se han transformado en redes globales, proveyendo los medios para el tráfico de drogas, junto con cualquier forma de comercio ilegal demandado por nuestras sociedades, desde armas sofisticadas hasta carne humana. El “pensamiento único” o Consenso de Washington, expresión ideológica de la nueva hegemonía, es absolutamente opuesto a la Ilustración y al Liberalismo de los siglos XVI-XVIII y al socialismo y al nacionalismo anticolonialista de principios del siglo XX.
Como en las dos ocasiones anteriores, el periodo de auge termina en el mundo con una crisis financiera aguda desde los años 2008-2009 cuyo desarrollo futuro nadie puede prever. Mientras –como declaró recientemente Juan Somavía, director general de la Organización Internacional de Trabajo en 2011– el desempleo ha llegado a un nivel histórico de 200 millones de personas en el mundo y la economía en esta nueva desaceleración sólo está generando la mitad de puestos de trabajo demandados por la dinámica demográfica.
En México a partir de 1982 el modelo de sustitución de importaciones fue reemplazado por una apertura comercial y financiera irreflexiva, total y extraordinariamente corrupta. Se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y se abrieron las puertas irrestrictamente a la inversión extranjera. Hubo un proceso de desindustrialización y expansión de la maquila. Se privatizó la banca y se dio fin a la reforma agraria, abriendo la puerta a la privatización de los ejidos. La economía informal adquirió un carácter estructural, probando que la demanda decreciente de trabajo en la producción se ha transformado en un excedente crónico alucinante de trabajadores: 50% de la fuerza de trabajo está en la economía informal.
Como en los dos casos anteriores, las Reformas Borbónicas y el Porfiriato, ha habido una concentración aguda del ingreso y una reducción del nivel de vida en la mayoría de los sectores populares. El único éxito ha sido hasta ahora convertir a México en un importante exportador de productos industriales que se ha confundido con la incorporación del país al proceso de globalización. Sin embargo hay que decir que las maquiladoras que explican este aumento son principalmente extranjeras, sobre todo norteamericanas, y su integración con la industria nacional es muy baja. Al mismo tiempo ha aparecido una nueva clase media ocupada en los servicios, muy modesta pero sostenida artificialmente por el crédito al consumo. Desde 1982 la economía y la sociedad han conocido cambios profundos a partir de un golpe de Estado pacífico orquestado por una tecnocracia formada en Estados Unidos.
Veamos el parecido con los sucesos de los otros dos finales de siglo, las Reformas Borbónicas y el Porfiriato. En las tres ocasiones los cambios en los centros de la economía mundial fueron introducidos a México por intereses extranjeros y en condiciones de una modernización desde arriba. Hoy como ayer, el progreso social y económico del país ha sido extremadamente desigual y ha terminado en una crisis muy profunda.
Pero también hay diferencias muy importantes. Mientras que en los dos casos anteriores el proceso terminó en una revolución, esta vez no se le ve al neoliberalismo un fin tan violento. Aparte de los factores internacionales, una de las causas internas de la diferencia es que en México la reforma electoral ha abierto algunos canales a la expresión popular. El sistema tripartita que ha surgido ha creado esperanzas. No es casualidad que en dos ocasiones (1988 y 2006) de irrupción popular en la política, ésta se realizó a través de las elecciones. Hubo un tiempo en que la tesis de la “transición democrática” se hizo cada vez más popular. Tal parecía que lo único que quedaba a discutir era el cómo, cuándo y dónde se daba cada paso en la culminación del proceso. Ahora sabemos que ésta era una ilusión. En el presente se da una democracia frágil y contaminada por las viejas formas de hacer política.
Dos fraudes electorales, el de 1988 y el de 2006; el distanciamiento de la clase política de los grandes problemas nacionales; los constantes conflictos poselectorales locales; el crecimiento del crimen organizado y de la corrupción masiva, ponen en riesgo la democracia incipiente recién conquistada. Podemos decir que las viejas formas de cambio tienen una reciedumbre mayor que el cambio negociado que es la base de la democracia. Las oligarquías políticas y económicas del país están firmemente unidas en defensa de la modernización desde arriba llamada neoliberalismo. A partir de 2006 el Ejército ha sido sacado a la calle con el objetivo explícito de la lucha contra el narcotráfico. Felipe Calderón y el jefe del Estado Mayor le han dado al fenómeno un contenido político: se construye el Estado militarizado y la corrupción adquiere una continuidad entre crimen y política, extraordinariamente disolvente. Pese a la demagogia sobre la democracia en los medios se oyen ecos peligrosos de esa política de la Nueva España, cuando un reformador borbónico como el marqués de Croix, después de reprimir sangrientamente un movimiento de protesta, decía: “de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer y no para discutir ni opinar en los altos asuntos de gobierno”, y reminiscencias de la “paz sepulcral” porfiriana que en algún momento se condensó en el famoso telegrama: “Mátalos en caliente”.
La oligarquía actual no quiere ceder y los sectores populares no tienen la fuerza ni la organización para imponer la negociación. Una oportunidad de cambio progresista por la vía electoral está con el candidato de las izquierdas, Andrés Manuel López Obrador.
Con su triunfo se produciría un cambio importante en la relación de fuerzas a favor del pueblo. Pero la verdadera alternativa sólo comenzará a definirse si su victoria se manifiesta con una mayoría indisputable en las urnas y si ésta se apoya en una fuerte movilización social, antes y/o después de las elecciones.
No olvidemos que en la situación mundial actual hay una diferencia fundamental con las dos crisis anteriores. No existen olas revolucionarias comparables a las del siglo XVIII ni a las del principio del siglo XX que dieron la vuelta al mundo y cambiaron radicalmente su faz durante un siglo. El dominio del capitalismo es total. La salida pactada como alternativa democrática al momento confrontacional es posible, pero difícil.
La izquierda actual de México, como la de toda América Latina, ha abandonado las posiciones radicales del pasado. Poco se parece a las fuerzas de Morelos o Guadalupe Victoria de la Independencia o a los liberales radicales y a los anarquistas de la gran Revolución. Su plataforma es la de un frente muy amplio, muy diverso en sus ideologías, que se concentra en introducir desde el gobierno una serie de cambios que restituyan posiciones populares perdidas debido a la política de los gobiernos priistas y panistas que han gobernado desde 1982.
¿Qué podrá esperarse del triunfo de una vasta alianza de este tipo? Ante todo, frenar la descomposición que crea la corrupción y las prácticas clientelares; una nueva política agraria que asegure una mayor independencia alimentaria; la reducción paulatina de las exenciones fiscales a las grandes empresas; la creación de una política social que permita la ampliación a buen paso del mercado interno y aumente considerablemente la importancia de las industrias pequeñas y medianas nacionales para abastecerlo. Pugnar también por una reforma del TLCAN que propicie, entre otras cosas, la libertad migratoria que ahora no existe. En una palabra, cambiar las políticas que benefician exclusivamente a las trasnacionales extranjeras o mexicanas por políticas que tengan el objetivo del bienestar social y la soberanía.
Una izquierda tan heterogénea como la mexicana o la latinoamericana en la actualidad no puede ir más allá de modificaciones al funcionamiento del capitalismo. Antes que nada la alternativa al neoliberalismo mexicano debe enfrentarse con el mito de Margaret Thatcher: there is no alternative! Si, amedrentado, el discurso de la izquierda mira hacia atrás, hacia la mistificación de la Revolución Mexicana que utilizó el PRI durante 40 años, caerá inevitablemente en los lastres y las ilusiones del siglo XX. La alternativa está sólo en el futuro, no podemos guiarnos por el refrán “cualquier tiempo pasado fue mejor”. El neoliberalismo no va a ser frenado por los nostálgicos del ogro filantrópico. Los tiempos mejores se tienen que construir con la argamasa del futuro.
La desaparición del “socialismo realmente existente” no ha resuelto las contradicciones sociales y culturales del capitalismo, que sigue siendo, como lo dijo Carlos Marx en su tiempo, un sistema que sólo puede avanzar sembrando en el camino la guerra, la desocupación y la desigualdad extrema.
La práctica actual de una izquierda amplia con objetivos que no trascienden el capitalismo, no cancela la hipótesis socialista. “Un mapamundi que no incluye la utopía, no vale siquiera la pena de ser mirado”, decía Oscar Wilde. Estamos ante una tradición filosófica que se remonta a épocas muy lejanas, a una aspiración humana que no se puede eliminar por arte de magia.
Es imposible extirpar un cuerpo de ideas, un pensamiento político, expresiones artísticas y literarias rebeldes y, sobre todo, una tradición de lucha que han existido durante siglos y que no pueden ser borradas de un manazo. La verdadera alternativa no se agota en la lucha contra el neoliberalismo. Debe comprender que las raíces del mal están en el capitalismo.
La hipótesis socialista inmersa en el pensamiento contemporáneo, en lo específico de cada país, en el optimismo intelectual basado en la capacidad de entender y resolver problemas prácticos, es la única arma contra la rendición incondicional y un regreso absoluto a las costumbres capitalistas que nos exige el “pensamiento único”. Es necesario y es posible aprender a vivir en la tensión constante entre las modestas tareas actuales y las aspiraciones de emancipación de la humanidad, que deben ser reconstruidas sobre la marcha, fusionando el pasado con el futuro.
* Economista e historiador. Investigador emérito de la UNAM con estudios en la Escuela Superior de Derecho y Economía de Tel Aviv y en la Universidad Nacional, y un doctorado en historia económica en la Universidad Humboldt de Berlín.
Correo electrónico: esemo602@hotmail.com
Bajo el Porfiriato apareció una incipiente clase obrera, pero la prohibición general de huelgas y de asociación así como las condiciones extremadamente adversas de trabajo produjeron a final de cuentas las primeras grandes huelgas duramente reprimidas. En la clase media también se multiplicaron las tensiones pese a su crecimiento. Comenzó a surgir una intelectualidad crítica o incluso disidente. A finales del Porfiriato éste fue un sector de la población que acabó transformándose en una oposición al régimen. El predominio del capital extranjero en todas las ramas dinámicas, fuera de la agricultura, dificultaba el desarrollo de una burguesía mexicana independiente y fuerte. El nacionalismo comenzó a expresarse como resistencia al excesivo dominio del capital extranjero pero fue la modernización de la agricultura la que produjo las mayores tensiones. La creciente concentración de la propiedad de la tierra afectó negativamente a los pueblos libres y a los pequeños propietarios. Muchos de ellos tuvieron que abandonar sus tierras. Los peones de las haciendas vieron sus condiciones humanas degradarse. Las compañías deslindadoras vinieron a agravar los procesos de expropiación después de las Leyes de Colonización de 1883 y 1894.
El crecimiento y también las tensiones se fueron acumulando a lo largo de una generación completa y estallaron a raíz de una crisis económica en 1907-1910.
Ésta se inició en Estados Unidos y tuvo efectos graves para México. En aquel país el primer síntoma fue un “pánico bancario”, como se decía en aquella época. Una burbuja de especulación ligada con el cobre se transmitió a los grandes bancos y los trusts, que entonces eran la novedad. La crisis financiera se comunicó rápidamente al resto de la economía. Los efectos del pánico financiero en el país vecino comenzaron a sentirse en México, causando una recesión en 1907 y 1908.
La caída de los precios del cobre, la plata, el henequén y otros productos de exportación; la reducción de la oferta de trabajo para mexicanos en la construcción de ferrocarriles y la industria norteamericana; el déficit presupuestal a nivel federal y en los estados de la República; el cierre de minas importantes; la crisis en las fincas henequeneras y en el sistema de bancos de crédito y emisión recién creados, fueron algunos de los síntomas.
También se produjo una crisis política en los grupos dominantes y en el Estado, las pugnas entre los científicos por un lado y otros sectores de la clase dominante (los Madero y los Reyes, por ejemplo) menos favorecidos se agudizaron y el gobierno se vio cuestionado por la oposición en el último intento de reelección de Porfirio Díaz.
En México las dos revoluciones fueron precedidas por un periodo en que los círculos dominantes, embriagados por los éxitos de la modernización desde arriba, dejan de cumplir con el principio establecido en su tiempo por José María Luis Mora: cada gobierno debe “representar a toda la sociedad, a la vez que se defienden los intereses de una parte de ella”. Es decir que se puede favorecer a una clase, pero se debe tomar en cuenta a todas las demás. En un país eminentemente rural los campesinos sienten amenazadas sus comunidades no sólo por la expropiación de tierras, sino por el ataque a su tejido social, cosa que sucedió antes de la Revolución de Independencia y de la Revolución Mexicana. Los conflictos locales o parciales se multiplican hasta que surge una nueva identidad rebelde de más vastas proporciones.
III
Hablemos ahora del mundo y del México actual. Como en el pasado, México sigue siendo un país dependiente en el cual los grandes impulsos del cambio no parten de su realidad interna, sino que se encuentran subordinados a movimientos cuyo epicentro son los países desarrollados.
El mundo vive cambios epocales. Por una parte la consolidación, enteramente dentro del escenario capitalista, de una nueva revolución tecnológica que ha abierto el paso de la civilización industrial a la civilización informática. Por otra, el fracaso de los intentos de construir sociedades poscapitalistas en el siglo XX, que pretendían asegurar el desarrollo de las capacidades humanas desde un orden equitativo, justo y fraternal. Tampoco tuvo éxito el Estado de Bienestar cuyos restos están siendo desmantelados ante nuestros ojos. Probablemente los primeros ensayos de construir sociedades socialistas o sociedades socialdemócratas en el siglo XX fueron prematuros o se dieron en escenarios inadecuados. También acabaron en la derrota varios movimientos revolucionarios en el Tercer Mundo. A diferencia de los dos casos anteriores, la modernización desde arriba mexicana (1982-2012) se produce en un periodo de hegemonía indisputada del capital financiero mundial que ha penetrado en los rincones más recónditos, como la familia y la mente de los individuos.
Ha cambiado la relación entre las compañías trasnacionales y los Estados nacionales. Las redes en las firmas y sus relaciones externas han hecho posible un considerable aumento del poder del capital vis-a-vis el trabajo, con el descenso concomitante de la influencia de los sindicatos y otras organizaciones obreras. Han surgido nuevos centros de desarrollo capitalista, como los BRIC, mientras los veteranos se encuentran sumidos en una profunda crisis. Simultáneamente, actividades criminales y mafias que se han transformado en redes globales, proveyendo los medios para el tráfico de drogas, junto con cualquier forma de comercio ilegal demandado por nuestras sociedades, desde armas sofisticadas hasta carne humana. El “pensamiento único” o Consenso de Washington, expresión ideológica de la nueva hegemonía, es absolutamente opuesto a la Ilustración y al Liberalismo de los siglos XVI-XVIII y al socialismo y al nacionalismo anticolonialista de principios del siglo XX.
Como en las dos ocasiones anteriores, el periodo de auge termina en el mundo con una crisis financiera aguda desde los años 2008-2009 cuyo desarrollo futuro nadie puede prever. Mientras –como declaró recientemente Juan Somavía, director general de la Organización Internacional de Trabajo en 2011– el desempleo ha llegado a un nivel histórico de 200 millones de personas en el mundo y la economía en esta nueva desaceleración sólo está generando la mitad de puestos de trabajo demandados por la dinámica demográfica.
En México a partir de 1982 el modelo de sustitución de importaciones fue reemplazado por una apertura comercial y financiera irreflexiva, total y extraordinariamente corrupta. Se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y se abrieron las puertas irrestrictamente a la inversión extranjera. Hubo un proceso de desindustrialización y expansión de la maquila. Se privatizó la banca y se dio fin a la reforma agraria, abriendo la puerta a la privatización de los ejidos. La economía informal adquirió un carácter estructural, probando que la demanda decreciente de trabajo en la producción se ha transformado en un excedente crónico alucinante de trabajadores: 50% de la fuerza de trabajo está en la economía informal.
Como en los dos casos anteriores, las Reformas Borbónicas y el Porfiriato, ha habido una concentración aguda del ingreso y una reducción del nivel de vida en la mayoría de los sectores populares. El único éxito ha sido hasta ahora convertir a México en un importante exportador de productos industriales que se ha confundido con la incorporación del país al proceso de globalización. Sin embargo hay que decir que las maquiladoras que explican este aumento son principalmente extranjeras, sobre todo norteamericanas, y su integración con la industria nacional es muy baja. Al mismo tiempo ha aparecido una nueva clase media ocupada en los servicios, muy modesta pero sostenida artificialmente por el crédito al consumo. Desde 1982 la economía y la sociedad han conocido cambios profundos a partir de un golpe de Estado pacífico orquestado por una tecnocracia formada en Estados Unidos.
Veamos el parecido con los sucesos de los otros dos finales de siglo, las Reformas Borbónicas y el Porfiriato. En las tres ocasiones los cambios en los centros de la economía mundial fueron introducidos a México por intereses extranjeros y en condiciones de una modernización desde arriba. Hoy como ayer, el progreso social y económico del país ha sido extremadamente desigual y ha terminado en una crisis muy profunda.
Pero también hay diferencias muy importantes. Mientras que en los dos casos anteriores el proceso terminó en una revolución, esta vez no se le ve al neoliberalismo un fin tan violento. Aparte de los factores internacionales, una de las causas internas de la diferencia es que en México la reforma electoral ha abierto algunos canales a la expresión popular. El sistema tripartita que ha surgido ha creado esperanzas. No es casualidad que en dos ocasiones (1988 y 2006) de irrupción popular en la política, ésta se realizó a través de las elecciones. Hubo un tiempo en que la tesis de la “transición democrática” se hizo cada vez más popular. Tal parecía que lo único que quedaba a discutir era el cómo, cuándo y dónde se daba cada paso en la culminación del proceso. Ahora sabemos que ésta era una ilusión. En el presente se da una democracia frágil y contaminada por las viejas formas de hacer política.
Dos fraudes electorales, el de 1988 y el de 2006; el distanciamiento de la clase política de los grandes problemas nacionales; los constantes conflictos poselectorales locales; el crecimiento del crimen organizado y de la corrupción masiva, ponen en riesgo la democracia incipiente recién conquistada. Podemos decir que las viejas formas de cambio tienen una reciedumbre mayor que el cambio negociado que es la base de la democracia. Las oligarquías políticas y económicas del país están firmemente unidas en defensa de la modernización desde arriba llamada neoliberalismo. A partir de 2006 el Ejército ha sido sacado a la calle con el objetivo explícito de la lucha contra el narcotráfico. Felipe Calderón y el jefe del Estado Mayor le han dado al fenómeno un contenido político: se construye el Estado militarizado y la corrupción adquiere una continuidad entre crimen y política, extraordinariamente disolvente. Pese a la demagogia sobre la democracia en los medios se oyen ecos peligrosos de esa política de la Nueva España, cuando un reformador borbónico como el marqués de Croix, después de reprimir sangrientamente un movimiento de protesta, decía: “de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer y no para discutir ni opinar en los altos asuntos de gobierno”, y reminiscencias de la “paz sepulcral” porfiriana que en algún momento se condensó en el famoso telegrama: “Mátalos en caliente”.
La oligarquía actual no quiere ceder y los sectores populares no tienen la fuerza ni la organización para imponer la negociación. Una oportunidad de cambio progresista por la vía electoral está con el candidato de las izquierdas, Andrés Manuel López Obrador.
Con su triunfo se produciría un cambio importante en la relación de fuerzas a favor del pueblo. Pero la verdadera alternativa sólo comenzará a definirse si su victoria se manifiesta con una mayoría indisputable en las urnas y si ésta se apoya en una fuerte movilización social, antes y/o después de las elecciones.
No olvidemos que en la situación mundial actual hay una diferencia fundamental con las dos crisis anteriores. No existen olas revolucionarias comparables a las del siglo XVIII ni a las del principio del siglo XX que dieron la vuelta al mundo y cambiaron radicalmente su faz durante un siglo. El dominio del capitalismo es total. La salida pactada como alternativa democrática al momento confrontacional es posible, pero difícil.
La izquierda actual de México, como la de toda América Latina, ha abandonado las posiciones radicales del pasado. Poco se parece a las fuerzas de Morelos o Guadalupe Victoria de la Independencia o a los liberales radicales y a los anarquistas de la gran Revolución. Su plataforma es la de un frente muy amplio, muy diverso en sus ideologías, que se concentra en introducir desde el gobierno una serie de cambios que restituyan posiciones populares perdidas debido a la política de los gobiernos priistas y panistas que han gobernado desde 1982.
¿Qué podrá esperarse del triunfo de una vasta alianza de este tipo? Ante todo, frenar la descomposición que crea la corrupción y las prácticas clientelares; una nueva política agraria que asegure una mayor independencia alimentaria; la reducción paulatina de las exenciones fiscales a las grandes empresas; la creación de una política social que permita la ampliación a buen paso del mercado interno y aumente considerablemente la importancia de las industrias pequeñas y medianas nacionales para abastecerlo. Pugnar también por una reforma del TLCAN que propicie, entre otras cosas, la libertad migratoria que ahora no existe. En una palabra, cambiar las políticas que benefician exclusivamente a las trasnacionales extranjeras o mexicanas por políticas que tengan el objetivo del bienestar social y la soberanía.
Una izquierda tan heterogénea como la mexicana o la latinoamericana en la actualidad no puede ir más allá de modificaciones al funcionamiento del capitalismo. Antes que nada la alternativa al neoliberalismo mexicano debe enfrentarse con el mito de Margaret Thatcher: there is no alternative! Si, amedrentado, el discurso de la izquierda mira hacia atrás, hacia la mistificación de la Revolución Mexicana que utilizó el PRI durante 40 años, caerá inevitablemente en los lastres y las ilusiones del siglo XX. La alternativa está sólo en el futuro, no podemos guiarnos por el refrán “cualquier tiempo pasado fue mejor”. El neoliberalismo no va a ser frenado por los nostálgicos del ogro filantrópico. Los tiempos mejores se tienen que construir con la argamasa del futuro.
La desaparición del “socialismo realmente existente” no ha resuelto las contradicciones sociales y culturales del capitalismo, que sigue siendo, como lo dijo Carlos Marx en su tiempo, un sistema que sólo puede avanzar sembrando en el camino la guerra, la desocupación y la desigualdad extrema.
La práctica actual de una izquierda amplia con objetivos que no trascienden el capitalismo, no cancela la hipótesis socialista. “Un mapamundi que no incluye la utopía, no vale siquiera la pena de ser mirado”, decía Oscar Wilde. Estamos ante una tradición filosófica que se remonta a épocas muy lejanas, a una aspiración humana que no se puede eliminar por arte de magia.
Es imposible extirpar un cuerpo de ideas, un pensamiento político, expresiones artísticas y literarias rebeldes y, sobre todo, una tradición de lucha que han existido durante siglos y que no pueden ser borradas de un manazo. La verdadera alternativa no se agota en la lucha contra el neoliberalismo. Debe comprender que las raíces del mal están en el capitalismo.
La hipótesis socialista inmersa en el pensamiento contemporáneo, en lo específico de cada país, en el optimismo intelectual basado en la capacidad de entender y resolver problemas prácticos, es la única arma contra la rendición incondicional y un regreso absoluto a las costumbres capitalistas que nos exige el “pensamiento único”. Es necesario y es posible aprender a vivir en la tensión constante entre las modestas tareas actuales y las aspiraciones de emancipación de la humanidad, que deben ser reconstruidas sobre la marcha, fusionando el pasado con el futuro.
* Economista e historiador. Investigador emérito de la UNAM con estudios en la Escuela Superior de Derecho y Economía de Tel Aviv y en la Universidad Nacional, y un doctorado en historia económica en la Universidad Humboldt de Berlín.
Correo electrónico: esemo602@hotmail.com
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