Penultimátum
EU: ¿restricciones a la posesión de armas?
Cuando hace 10 años se exhibió Bowling for Columbine, su director Michael Moore fue calificado de manipulador, demagogo, hipócrita, enemigo público número uno de Estados Unidos, que es como decir de la humanidad. Había motivos para que poderosos grupos se sintieran aludidos en el documental en que el polémico cineasta examina las causas por las que tantas personas mueren en su país por arma de fuego.
Moore tomó como punto de partida la masacre ocurrida en 1999 en la escuela preparatoria de Columbine, y en la que dos jóvenes se suicidan luego de matar a 14 compañeros y un profesor de su
escuela. A partir de este lamentable hecho dibuja una negra imagen de Estados Unidos, sobre la obsesión de sus habitantes con la violencia en todas sus formas. Y sobre los poderosos intereses que se mueven en torno a la fabricación y venta de armas. Sin olvidarse de la facilidad para adquirirlas (con sólo abrir una cuenta en un banco) y utilizarlas. Como el niño de seis años que al sur de Denver le roba un arma a su tío y con ella mata a una compañerita de su escuela.
En esa campaña de desprestigio todos vieron la mano de la poderosa Asociación Nacional del Rifle, presidida por Charlton Heston. La entrevista que Moore le hace al legendario actor habla por sí sola y contrasta por sus silencios y argumentos con las voces de quienes critican tanto a dicha asociación, como el músico Marilyn Manson o Matt Stone, uno de los creadores de la popular e irreverente caricatura South Park.
La reciente masacre en la escuela primaria Sandy Hook conmocionó al mundo. Hizo que, finalmente, la inmensa mayoría de los estadunidenses exija al presidente Obama y al Congreso modificar la legislación que permite la posesión de armas, haciéndola más estricta. La indignación ciudadana arrinconó también, y por primera vez, a la influyente asociación que defiende el derecho de tenerlas y que ataca despiadadamente a quienes, sean o no legisladores, se atreven a proponer aunque sea una leve regulación a la venta y posesión lo mismo de pistolas y rifles que de los sofisticados fusiles de asalto que usan los cuerpos de seguridad estadunidenses. Hasta la industria del espectáculo (con Hollywood y las principales cadenas de televisión a la cabeza) reaccionó advirtiendo sobre lo negativo de difundir, por ahora, programas violentos.
La novia del Xolotlán
Sergio Ramírez
Un corrido de aires festivos canta a Managua como la novia del Xolotlán, nombre del lago de sus orillas en lengua náhuatl. Una capital con una leyenda idílica, antes de que el terremoto de la medianoche del 22 de diciembre de 1972, hace ahora 40 años, la hiciera desaparecer; el Xolotlán, un lago de cristal, aunque fuera la cloaca de la ciudad; lagunas volcánicas de celofán, y de terciopelo la sierra que la custodiaba desde el sur.
Toda aquella vida quedó sepultada entre una inmensa polvareda, los edificios se quebraron por el espinazo, las casas de adobe sucumbieron sin remedio, y el terremoto cobró una cifra de vidas que nunca fue determinada, pero que bien puede llegar a 20 mil. La madrugada del día siguiente, cuando la gente no salía aún del aturdimiento, los vecinos se preguntaban de acera a acera cómo les había ido, y yo escuché a alguien responder: “A mí más o menos bien, sólo mi mamá…” O alguien decía:
Sólo mi hermano. Que un solo miembro de una familia hubiera muerto no dejaba de ser un consuelo, porque algunas habían perdido dos, o tres, o a todos.
Las paredes derruidas enseñaban muebles revueltos y descalabrados en dormitorios y salas, los colgajos de los alambres del tendido eléctrico pendían sueltos junto con los adornos luminosos de Navidad instalados en las calles. De alguna casa en ruinas salía un ataúd, otro más navegaba llevado en hombros entre el humo. Pronto no habría más ataúdes. En las aceras, cubiertas de cascajos, ripios y rótulos comerciales derribados, se alineaban los cadáveres sobre puertas desgajadas o sobre el piso desnudo, liados en sábanas.
Era como una película a la que hubieran quitado el sonido. Algunos vecinos se mecían lentamente en sus mecedoras en las puertas como si se tratara de una mañana de domingo, o una tarde de esas de tertulia apacible. No había gritos, ni lamentos, ni siquiera se oía crepitar las llamas que iluminaban las ventanas de los edificios con resplandor rojizo, ardiendo sin prisa ni estorbo porque el cuartel de bomberos se había derrumbado sobre los camiones apagafuegos.
La naturaleza tenía en las horas del alba esa indiferencia inocente que sucede a las catástrofes, la tierra antes conmovida en paroxismos ahora impasible, mientras las columnas de humo de los incendios se elevaban en volutas espesas por encima de los edificios derruidos. Un extraño orden reinaba en el agitado tráfico de vehículos que cedían el paso en las bocacalles donde los semáforos colgaban apagados, como si las luces rojas y verdes siguieran funcionando. Comenzaba ya el éxodo que luego sería total: camiones, camionetas de acarreo arracimadas de muebles y colchones, carretones de mano que transportaban muertos o heridos, taxis, motocicletas, bicicletas. Días después no quedaría nadie dentro del área mandada a alambrar por Somoza, un gran cementerio de ruinas, y un gran hedor.
En el Campo de Marte de la avenida Roosevelt, donde funcionaban varios cuarteles y se hallaban las instalaciones de la Academia Militar, los muros del perímetro se habían colapsado, y sobre un montón de escombros un gordo vestido de civil empuñaba una ametralladora Thompson, como si temiera un asalto inminente a aquellas instalaciones que no existían más. Centenares de soldados habían muerto en sus covachas, aplastados por los muros, allí y en los cuarteles de la loma de Tiscapa, donde despachaba Somoza, que se había quedado solo en su residencia de El Retiro, con el micrófono del radioteléfono de su Mercedes Benz en la mano. Nadie respondía. Unos militares estaban muertos, o heridos, otros habían desertado para correr en busca de sus familiares, las cadenas de mando se habían roto. Hasta después del mediodía llegarían en camiones tropas del ejército de Honduras desde Tegucigalpa, y más tarde otras de Estados Unidos, transportadas en avión desde la zona del Canal de Panamá.
Las vitrinas destrozadas de las tiendas ofrecían sus mercancías a todo el que quisiera tomarlas, trajes de gala, pianos eléctricos, perfumes, relojes, canastas navideñas, champaña, vinos, televisores, refrigeradores, equipos deportivos. Para los que nunca habían tenido nada era una fiesta, y el saqueo no tardó en empezar. Nunca olvido la imagen de un sargento vestido con su uniforme caqui, en el hombro un televisor, llevando de la mano a un niño que arrastraba una bolsa colmada de mercancías, alejándose ambos apaciblemente calle abajo. Más tarde, cuando la ciudad fue cercada con alambre de púas, serían los altos oficiales del ejército de Somoza los dueños de la rapiña.
La vieja Managua idílica fue borrada del mapa, pero nunca de la memoria, ni de la imaginación. Hay tantas Managuas de antes del terremoto como cabezas que recuerdan con nostalgia barrios, esquinas, calles, cines, cantinas, fritangas, restaurantes. Hoy lo que existe es una ciudad que ha multiplicado su número de habitantes, más de millón y medio, pero que nunca recuperó su centro, y es hoy un archipiélago de islotes dispersos, resultado también del cataclismo.
Una ciudad que no es ciudad, hecha para los vehículos, pero no para la gente, sin sentido urbano, sin aceras, sin espacios de recreación, sin parques, sin áreas verdes, contaminada por los rótulos incontables que asoman por todas partes y por el ruido, fruto de la improvisación y de la desidia, marcada por los signos más ofensivos de la pobreza masiva que conviven con los de una modernidad impostada, en un abismo de contrastes. La pobre y desarrapada novia del Xolotlán.
Masatepe, diciembre 2012
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Caso Televisa: más preguntas que respuestas
Luego de tres meses de una detención que devino en escándalo inmediato, el miércoles pasado un tribunal de Nicaragua declaró culpables de lavado de dinero, crimen organizado y tráfico de drogas a 18 ciudadanos mexicanos que fueron arrestados en un paso fronterizo de ese país centroamericano a bordo de seis camionetas con logotipos de Televisa en las que se hallaron más de 9 millones de dólares en efectivo, escondidos en compartimientos secretos, además de que se descubrieron trazas de cocaína.
Los peritajes sobre la autenticidad de la firma del ejecutivo de Televisa Amador Narcia, presente en documentos incautados a los 18 capturados, no han sido concluidos, y no se ha esclarecido el tema de las decenas de llamadas telefónicas presuntamente realizadas por una de las hoy sentenciadas, Raquel Alatorre Correa, a ese directivo de la empresa.
Ayer la PGR anunció que en enero próximo iniciará trámites para lograr la extradición de 15 de los sentenciados, en lo que constituye el más reciente paso de las autoridades federales mexicanas en una investigación que, hasta ahora, se ha traducido en el aseguramiento de una docena de inmuebles en diversas entidades, con un valor total estimado de 41 millones de pesos, una decena de vehículos de lujo, joyas, lingotes y monedas de oro. Por su parte, la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal emprendió una pesquisa para ubicar a los responsables de supuestamente otorgar registros fraudulentos a los vehículos confiscados en Nicaragua.
Sin embargo, hasta ahora las tres investigaciones –la que iniciaron las autoridades nicaragüenses, la federal y la capitalina– arrojan más preguntas que respuestas en torno al caso.
En primer lugar, a estas alturas sigue sin saberse a ciencia cierta si los delincuentes mexicanos atrapados en Nicaragua contaban con algún grado de cobertura de cómplices al interior de la empresa televisiva, con cuyo nombre, así fuera por usurpación con fines delictivos, se conoce popularmente el episodio.
Por otra parte, los organismos de procuración de justicia han señalado en repetidas ocasiones que el grupo delictivo, bajo la fachada de un equipo televisivo, transportaba grandes cantidades de dinero de México a Centroamérica para adquirir droga e introducirla a nuestro país; pero resulta poco creíble que sejemante manera de operar hubiese sido posible sin la colaboración corrupta de autoridades policiales, aduanales y migratorias de México, Guatemala y El Salvador. Asimismo, cabe preguntarse si el grupo habría podido llevar a cabo tales trasiegos sin formar parte de alguna de las organizaciones delictivas de México y del área centroamericana.
En suma, la existencia misma del grupo delictivo que protagonizó el llamado
Caso Televisaparece indicar que la penetración de la criminalidad organizada en instituciones públicas y corporaciones privadas puede ser mucho más profunda y extendida de lo que suele suponerse, y que posiblemente los 18 mexicanos sentenciados en Nicaragua sean sólo la punta de una madeja que debe ser desenredada por las autoridades de varios países.
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