Educación científica o religiosa
El papa Benedicto XVI.
Foto: María Grazia Picciarella
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Antes de morir, Charles Darwin habló con la reina Victoria de Inglaterra. La reina había sido una lectora entusiasta del libro de viajes del joven naturalista, hacía medio siglo, y su mecenas cuando le encargó una enciclopedia de los animales que Darwin había registrado en su viaje alrededor de África y Sudamérica, pero llevaba dos décadas irritada con él, desde la publicación de El origen de las especies.
Ella, como todo aquel que leyó El origen…, entendió que se trataba de un libro irreconciliable con la Biblia. O se creía en la Biblia o en la teoría de la evolución de las especies. O bien la fauna y la flora del planeta fueron creadas en seis días, en sus formas inmutables y por Dios, o fueron formándose a través de mutaciones graduales a lo largo de cientos de millones de años, sin un plan y sin intervención de ninguna inteligencia externa a ellos. O bien Dios era el gran creador de las formas perfectas de la vida o las formas de la vida eran un experimento azaroso, repleto de ensayos fatales, y Dios no existía.
La oposición de los dos relatos, el bíblico y el evolucionista, era clara, pero a últimas fechas se había convertido en una guerra cultural de odios desaforados. Los darwinistas, en su mayor parte jóvenes, querían suplir en las escuelas públicas el estudio de la Biblia por el estudio de El origen… Como réplica, los científicos religiosos y los sacerdotes exigían lo contrario, el retiro de las ideas darwinistas de la educación. ¿Qué pensaba Darwin mismo? La reina Victoria quería saberlo de sus propios labios.
La conversación ocurrió en 1882. Sus palabras exactas se han perdido, pero para reconstruirla se cuenta con las notas que una hija de Darwin tomó durante el encuentro, los párrafos donde Darwin en su autobiografía se expresa de la ciencia o la religión y las anotaciones que la reina hizo al margen de esa misma biografía. Y el asunto viene a cuento ahora que en México, 130 años después de esa conversación, resulta que está por reinstaurarse en las escuelas públicas y gratuitas la educación religiosa.
Eso ha sucedido así. Sigilosamente, pasando por abajo del radar de la atención pública, la Iglesia católica presentó el año pasado a la Cámara de Diputados la propuesta de integrar a la Constitución “el derecho a la libertad religiosa”. Sigilosamente, con una discreción de confabuladores, la inclusión de “la libertad religiosa” fue aprobada por 191 diputados de todos los partidos, incluyendo el partido mayor de la izquierda, el PRD, el 15 de diciembre, cuando los mexicanos nos preparábamos para partir a los destinos de nuestras vacaciones. Y sigilosamente de nuevo, mientras ocurre la veda de difusión de los candidatos presidenciables, en el Senado se prepara todo para que sea votada precisamente cuando estalle el ruido del arranque de la disputa electoral, y así la votación pase desapercibida.
Hay que anotarlo. La “libertad religiosa” es un término premeditadamente equívoco. En teoría concede a todas las religiones habidas el derecho a adoctrinar fuera de los templos, por ejemplo en los medios de comunicación y en las aulas del sistema de educación pública, pero traducida a la realidad implica que la Iglesia católica será su única beneficiaria. ¿Qué otra Iglesia puede en México colocar un sacerdote en cada escuela?
A menos que los senadores rechacen la enmienda constitucional, o incluyan en ella la exigencia de que cada alumno tenga la oferta real de estudiar religión con un cura, un rabino, un maestro zen, un pastor protestante o un humanista ateo, en la práctica la así llamada “libertad religiosa” supondrá que cada niño podrá optar entre ser adoctrinados cada mañana por un cura o ser el único, o casi el único, del salón que salga al patio de recreo en la hora de la doctrina.
Pero regresando al asunto de la incompatibilidad de una educación científica y una educación religiosa, regreso a la conversación de la reina Victoria y Charles Darwin. Darwin estaba encamado, con molestias atroces, y sin embargo se preocupó de darle a la reina una respuesta detallada.
Le explicó que él mismo había vivido en su propio cuerpo la batalla entre el relato bíblico y el relato evolucionista. A los 25 años prometió al Dios de la Biblia dedicar su vida “a desentrañar las leyes de su Creación perfecta”. Fue con sorpresa y espanto que al avanzar en sus observaciones de la Naturaleza se le volvió evidente la ausencia de una creación y de un creador. Tardó 20 años en redactar el penúltimo borrador de El origen…, y cuando lo hizo agregó un párrafo loando al creador del universo, para apaciguar a ese Dios en el que ya no creía pero cuya ausencia le aterrorizaba. Siete años de más investigaciones y más remordimientos transcurrieron hasta que redactó el texto publicable, y entonces, el rigor científico le impidió cualquier mención de Dios.
Y es que hay algo más, murmuró Darwin. Hay quienes quieren creer que el abismo entre la religión bíblica y la ciencia puede salvarse con la buena disposición. Que se puede creer en lo que la Biblia dice los domingos y en lo que la nueva biología dice el resto de la semana. Hay quien quiere poder ser religioso con el lóbulo izquierdo del cerebro y científico con el lóbulo derecho. Bueno, posible sí es, pero mi historia es de alguien que lo intentó y descubrió que hacerlo implica renunciar a la coherencia intelectual.
La religión no sólo relata la vida de otra forma, sino con otro método. La religión exige al acólito actos de fe. La ciencia le exige observación. La religión le pide que tome por reales seres y eventos imaginarios –ángeles, arcángeles, demonios, vírgenes que dan a luz, muertos que resucitan, trasmutaciones del agua en vino–. La ciencia le pide que destierre lo imaginario de sus explicaciones del mundo.
Es en esa distinción entre la educación religiosa y la educación científica que estaban pensando los legisladores mexicanos cuando en la Constitución de 1857 describieron a la educación deseable como “laica” y sentaron las bases para construir un sistema de escuelas públicas que le quitara a la Iglesia católica el monopolio de la docencia. Es en la misma distinción que los legisladores de 1946 pensaron cuando describieron en el artículo 3° de la Carta Magna a la ya operante educación pública como obligatoriamente “laica y científica”. Y es esta distinción la que los legisladores que actualmente están dispuestos a aprobar “el derecho a la libertad de religión” parecen desconocer, o quieren olvidar para amistarse con la Iglesia católica.
Imagínese ahora el lector la confusión que se avecina para los alumnos de primaria y secundaria de nuestro país si un cura, desde el mismo pizarrón donde aprenden biología contemporánea, les enseña de milagros, personas aladas, particiones súbitas del mar, y demás hechos imaginarios y no naturales. Imagínese el lector la esquizofrenia que se volverá parte del currículum educativo cuando un cura los examine sobre valores católicos como la abstención sexual excepto por motivos procreativos, el rechazo de la anticoncepción, el repudio a la diversidad sexual, la intolerancia ante otras religiones, mientras el programa de la Secretaría de Educación los entera de lo saludable de una vida sexuada y placentera, la oferta de métodos anticonceptivos, la diversidad ideológica y los derechos de las minorías.
La manera más sencilla de evitar tal esquizofrenia sería que los legisladores que se proponen agradar a la Iglesia aprobando la enmienda, se decidan de una vez también por tachar la palabra “científica” del artículo que versa sobre la educación pública. ¿Qué más da? Para estos laxos legisladores, no importa retroceder al siglo XVII, sino quedar bien hoy con el arzobispo de México, para que a su vez el arzobispo pueda recibir al Papa Benedicto XVI esta primavera con la buena nueva de que México se ha enganchado al vagón de la contrarreforma que recorre el continente.
El papa Benedicto XVI.
Foto: María Grazia Picciarella
Foto: María Grazia Picciarella
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Antes de morir, Charles Darwin habló con la reina Victoria de Inglaterra. La reina había sido una lectora entusiasta del libro de viajes del joven naturalista, hacía medio siglo, y su mecenas cuando le encargó una enciclopedia de los animales que Darwin había registrado en su viaje alrededor de África y Sudamérica, pero llevaba dos décadas irritada con él, desde la publicación de El origen de las especies.
Ella, como todo aquel que leyó El origen…, entendió que se trataba de un libro irreconciliable con la Biblia. O se creía en la Biblia o en la teoría de la evolución de las especies. O bien la fauna y la flora del planeta fueron creadas en seis días, en sus formas inmutables y por Dios, o fueron formándose a través de mutaciones graduales a lo largo de cientos de millones de años, sin un plan y sin intervención de ninguna inteligencia externa a ellos. O bien Dios era el gran creador de las formas perfectas de la vida o las formas de la vida eran un experimento azaroso, repleto de ensayos fatales, y Dios no existía.
La oposición de los dos relatos, el bíblico y el evolucionista, era clara, pero a últimas fechas se había convertido en una guerra cultural de odios desaforados. Los darwinistas, en su mayor parte jóvenes, querían suplir en las escuelas públicas el estudio de la Biblia por el estudio de El origen… Como réplica, los científicos religiosos y los sacerdotes exigían lo contrario, el retiro de las ideas darwinistas de la educación. ¿Qué pensaba Darwin mismo? La reina Victoria quería saberlo de sus propios labios.
La conversación ocurrió en 1882. Sus palabras exactas se han perdido, pero para reconstruirla se cuenta con las notas que una hija de Darwin tomó durante el encuentro, los párrafos donde Darwin en su autobiografía se expresa de la ciencia o la religión y las anotaciones que la reina hizo al margen de esa misma biografía. Y el asunto viene a cuento ahora que en México, 130 años después de esa conversación, resulta que está por reinstaurarse en las escuelas públicas y gratuitas la educación religiosa.
Eso ha sucedido así. Sigilosamente, pasando por abajo del radar de la atención pública, la Iglesia católica presentó el año pasado a la Cámara de Diputados la propuesta de integrar a la Constitución “el derecho a la libertad religiosa”. Sigilosamente, con una discreción de confabuladores, la inclusión de “la libertad religiosa” fue aprobada por 191 diputados de todos los partidos, incluyendo el partido mayor de la izquierda, el PRD, el 15 de diciembre, cuando los mexicanos nos preparábamos para partir a los destinos de nuestras vacaciones. Y sigilosamente de nuevo, mientras ocurre la veda de difusión de los candidatos presidenciables, en el Senado se prepara todo para que sea votada precisamente cuando estalle el ruido del arranque de la disputa electoral, y así la votación pase desapercibida.
Hay que anotarlo. La “libertad religiosa” es un término premeditadamente equívoco. En teoría concede a todas las religiones habidas el derecho a adoctrinar fuera de los templos, por ejemplo en los medios de comunicación y en las aulas del sistema de educación pública, pero traducida a la realidad implica que la Iglesia católica será su única beneficiaria. ¿Qué otra Iglesia puede en México colocar un sacerdote en cada escuela?
A menos que los senadores rechacen la enmienda constitucional, o incluyan en ella la exigencia de que cada alumno tenga la oferta real de estudiar religión con un cura, un rabino, un maestro zen, un pastor protestante o un humanista ateo, en la práctica la así llamada “libertad religiosa” supondrá que cada niño podrá optar entre ser adoctrinados cada mañana por un cura o ser el único, o casi el único, del salón que salga al patio de recreo en la hora de la doctrina.
Pero regresando al asunto de la incompatibilidad de una educación científica y una educación religiosa, regreso a la conversación de la reina Victoria y Charles Darwin. Darwin estaba encamado, con molestias atroces, y sin embargo se preocupó de darle a la reina una respuesta detallada.
Le explicó que él mismo había vivido en su propio cuerpo la batalla entre el relato bíblico y el relato evolucionista. A los 25 años prometió al Dios de la Biblia dedicar su vida “a desentrañar las leyes de su Creación perfecta”. Fue con sorpresa y espanto que al avanzar en sus observaciones de la Naturaleza se le volvió evidente la ausencia de una creación y de un creador. Tardó 20 años en redactar el penúltimo borrador de El origen…, y cuando lo hizo agregó un párrafo loando al creador del universo, para apaciguar a ese Dios en el que ya no creía pero cuya ausencia le aterrorizaba. Siete años de más investigaciones y más remordimientos transcurrieron hasta que redactó el texto publicable, y entonces, el rigor científico le impidió cualquier mención de Dios.
Y es que hay algo más, murmuró Darwin. Hay quienes quieren creer que el abismo entre la religión bíblica y la ciencia puede salvarse con la buena disposición. Que se puede creer en lo que la Biblia dice los domingos y en lo que la nueva biología dice el resto de la semana. Hay quien quiere poder ser religioso con el lóbulo izquierdo del cerebro y científico con el lóbulo derecho. Bueno, posible sí es, pero mi historia es de alguien que lo intentó y descubrió que hacerlo implica renunciar a la coherencia intelectual.
La religión no sólo relata la vida de otra forma, sino con otro método. La religión exige al acólito actos de fe. La ciencia le exige observación. La religión le pide que tome por reales seres y eventos imaginarios –ángeles, arcángeles, demonios, vírgenes que dan a luz, muertos que resucitan, trasmutaciones del agua en vino–. La ciencia le pide que destierre lo imaginario de sus explicaciones del mundo.
Es en esa distinción entre la educación religiosa y la educación científica que estaban pensando los legisladores mexicanos cuando en la Constitución de 1857 describieron a la educación deseable como “laica” y sentaron las bases para construir un sistema de escuelas públicas que le quitara a la Iglesia católica el monopolio de la docencia. Es en la misma distinción que los legisladores de 1946 pensaron cuando describieron en el artículo 3° de la Carta Magna a la ya operante educación pública como obligatoriamente “laica y científica”. Y es esta distinción la que los legisladores que actualmente están dispuestos a aprobar “el derecho a la libertad de religión” parecen desconocer, o quieren olvidar para amistarse con la Iglesia católica.
Imagínese ahora el lector la confusión que se avecina para los alumnos de primaria y secundaria de nuestro país si un cura, desde el mismo pizarrón donde aprenden biología contemporánea, les enseña de milagros, personas aladas, particiones súbitas del mar, y demás hechos imaginarios y no naturales. Imagínese el lector la esquizofrenia que se volverá parte del currículum educativo cuando un cura los examine sobre valores católicos como la abstención sexual excepto por motivos procreativos, el rechazo de la anticoncepción, el repudio a la diversidad sexual, la intolerancia ante otras religiones, mientras el programa de la Secretaría de Educación los entera de lo saludable de una vida sexuada y placentera, la oferta de métodos anticonceptivos, la diversidad ideológica y los derechos de las minorías.
La manera más sencilla de evitar tal esquizofrenia sería que los legisladores que se proponen agradar a la Iglesia aprobando la enmienda, se decidan de una vez también por tachar la palabra “científica” del artículo que versa sobre la educación pública. ¿Qué más da? Para estos laxos legisladores, no importa retroceder al siglo XVII, sino quedar bien hoy con el arzobispo de México, para que a su vez el arzobispo pueda recibir al Papa Benedicto XVI esta primavera con la buena nueva de que México se ha enganchado al vagón de la contrarreforma que recorre el continente.
Ella, como todo aquel que leyó El origen…, entendió que se trataba de un libro irreconciliable con la Biblia. O se creía en la Biblia o en la teoría de la evolución de las especies. O bien la fauna y la flora del planeta fueron creadas en seis días, en sus formas inmutables y por Dios, o fueron formándose a través de mutaciones graduales a lo largo de cientos de millones de años, sin un plan y sin intervención de ninguna inteligencia externa a ellos. O bien Dios era el gran creador de las formas perfectas de la vida o las formas de la vida eran un experimento azaroso, repleto de ensayos fatales, y Dios no existía.
La oposición de los dos relatos, el bíblico y el evolucionista, era clara, pero a últimas fechas se había convertido en una guerra cultural de odios desaforados. Los darwinistas, en su mayor parte jóvenes, querían suplir en las escuelas públicas el estudio de la Biblia por el estudio de El origen… Como réplica, los científicos religiosos y los sacerdotes exigían lo contrario, el retiro de las ideas darwinistas de la educación. ¿Qué pensaba Darwin mismo? La reina Victoria quería saberlo de sus propios labios.
La conversación ocurrió en 1882. Sus palabras exactas se han perdido, pero para reconstruirla se cuenta con las notas que una hija de Darwin tomó durante el encuentro, los párrafos donde Darwin en su autobiografía se expresa de la ciencia o la religión y las anotaciones que la reina hizo al margen de esa misma biografía. Y el asunto viene a cuento ahora que en México, 130 años después de esa conversación, resulta que está por reinstaurarse en las escuelas públicas y gratuitas la educación religiosa.
Eso ha sucedido así. Sigilosamente, pasando por abajo del radar de la atención pública, la Iglesia católica presentó el año pasado a la Cámara de Diputados la propuesta de integrar a la Constitución “el derecho a la libertad religiosa”. Sigilosamente, con una discreción de confabuladores, la inclusión de “la libertad religiosa” fue aprobada por 191 diputados de todos los partidos, incluyendo el partido mayor de la izquierda, el PRD, el 15 de diciembre, cuando los mexicanos nos preparábamos para partir a los destinos de nuestras vacaciones. Y sigilosamente de nuevo, mientras ocurre la veda de difusión de los candidatos presidenciables, en el Senado se prepara todo para que sea votada precisamente cuando estalle el ruido del arranque de la disputa electoral, y así la votación pase desapercibida.
Hay que anotarlo. La “libertad religiosa” es un término premeditadamente equívoco. En teoría concede a todas las religiones habidas el derecho a adoctrinar fuera de los templos, por ejemplo en los medios de comunicación y en las aulas del sistema de educación pública, pero traducida a la realidad implica que la Iglesia católica será su única beneficiaria. ¿Qué otra Iglesia puede en México colocar un sacerdote en cada escuela?
A menos que los senadores rechacen la enmienda constitucional, o incluyan en ella la exigencia de que cada alumno tenga la oferta real de estudiar religión con un cura, un rabino, un maestro zen, un pastor protestante o un humanista ateo, en la práctica la así llamada “libertad religiosa” supondrá que cada niño podrá optar entre ser adoctrinados cada mañana por un cura o ser el único, o casi el único, del salón que salga al patio de recreo en la hora de la doctrina.
Pero regresando al asunto de la incompatibilidad de una educación científica y una educación religiosa, regreso a la conversación de la reina Victoria y Charles Darwin. Darwin estaba encamado, con molestias atroces, y sin embargo se preocupó de darle a la reina una respuesta detallada.
Le explicó que él mismo había vivido en su propio cuerpo la batalla entre el relato bíblico y el relato evolucionista. A los 25 años prometió al Dios de la Biblia dedicar su vida “a desentrañar las leyes de su Creación perfecta”. Fue con sorpresa y espanto que al avanzar en sus observaciones de la Naturaleza se le volvió evidente la ausencia de una creación y de un creador. Tardó 20 años en redactar el penúltimo borrador de El origen…, y cuando lo hizo agregó un párrafo loando al creador del universo, para apaciguar a ese Dios en el que ya no creía pero cuya ausencia le aterrorizaba. Siete años de más investigaciones y más remordimientos transcurrieron hasta que redactó el texto publicable, y entonces, el rigor científico le impidió cualquier mención de Dios.
Y es que hay algo más, murmuró Darwin. Hay quienes quieren creer que el abismo entre la religión bíblica y la ciencia puede salvarse con la buena disposición. Que se puede creer en lo que la Biblia dice los domingos y en lo que la nueva biología dice el resto de la semana. Hay quien quiere poder ser religioso con el lóbulo izquierdo del cerebro y científico con el lóbulo derecho. Bueno, posible sí es, pero mi historia es de alguien que lo intentó y descubrió que hacerlo implica renunciar a la coherencia intelectual.
La religión no sólo relata la vida de otra forma, sino con otro método. La religión exige al acólito actos de fe. La ciencia le exige observación. La religión le pide que tome por reales seres y eventos imaginarios –ángeles, arcángeles, demonios, vírgenes que dan a luz, muertos que resucitan, trasmutaciones del agua en vino–. La ciencia le pide que destierre lo imaginario de sus explicaciones del mundo.
Es en esa distinción entre la educación religiosa y la educación científica que estaban pensando los legisladores mexicanos cuando en la Constitución de 1857 describieron a la educación deseable como “laica” y sentaron las bases para construir un sistema de escuelas públicas que le quitara a la Iglesia católica el monopolio de la docencia. Es en la misma distinción que los legisladores de 1946 pensaron cuando describieron en el artículo 3° de la Carta Magna a la ya operante educación pública como obligatoriamente “laica y científica”. Y es esta distinción la que los legisladores que actualmente están dispuestos a aprobar “el derecho a la libertad de religión” parecen desconocer, o quieren olvidar para amistarse con la Iglesia católica.
Imagínese ahora el lector la confusión que se avecina para los alumnos de primaria y secundaria de nuestro país si un cura, desde el mismo pizarrón donde aprenden biología contemporánea, les enseña de milagros, personas aladas, particiones súbitas del mar, y demás hechos imaginarios y no naturales. Imagínese el lector la esquizofrenia que se volverá parte del currículum educativo cuando un cura los examine sobre valores católicos como la abstención sexual excepto por motivos procreativos, el rechazo de la anticoncepción, el repudio a la diversidad sexual, la intolerancia ante otras religiones, mientras el programa de la Secretaría de Educación los entera de lo saludable de una vida sexuada y placentera, la oferta de métodos anticonceptivos, la diversidad ideológica y los derechos de las minorías.
La manera más sencilla de evitar tal esquizofrenia sería que los legisladores que se proponen agradar a la Iglesia aprobando la enmienda, se decidan de una vez también por tachar la palabra “científica” del artículo que versa sobre la educación pública. ¿Qué más da? Para estos laxos legisladores, no importa retroceder al siglo XVII, sino quedar bien hoy con el arzobispo de México, para que a su vez el arzobispo pueda recibir al Papa Benedicto XVI esta primavera con la buena nueva de que México se ha enganchado al vagón de la contrarreforma que recorre el continente.
Educación científica o religiosa (2)
Defienden Estado laico frente al Senado.
Foto: Benjamin Flores
Foto: Benjamin Flores
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Lo lograron los legisladores mexicanos, aprobar la reforma constitucional que da derecho a “la libertad religiosa” para obsequiársela al Papa Benedicto XVI, que recién visitó nuestro país. Una grata nueva para el pontífice que ha promovido a través de sus obispos idéntica reforma en otras constituciones nacionales, para abrir la posibilidad de que la Iglesia católica coloque a un sacerdote en cada aula del sistema de educación público. En un texto previo a la aprobación de la reforma, narraba yo en este espacio, una conversación ocurrida entre Charles Darwin y la reina Victoria hace 130 años. En Inglaterra se debatía, precisamente, si en las aulas los niños debían estudiar la Biblia o El origen de las especies, y la reina quería preguntarle si acaso a él no le parecía factible que ambos libros fueran enseñados.
Encamado, enfermo, Darwin de inmediato decepcionó a su reina. No veía cómo la Biblia y El origen pudiesen conciliarse. El origen, le dijo, contradice a la Biblia palabra por palabra y de principio a fin. El origen describe un mundo en perpetuo cambio, en perpetua diversificación de sus formas, sin un plan predeterminado, donde la perfección es una ilusión. En cambio la Biblia describe un mundo creado por un Creador, con un plan divino de perfeccionamiento, que el Creador vigila. Pero hay todavía algo más, dijo Darwin. La religión es una teoría de cómo debe ser la vida: se acerca a la realidad para ajustarla a sus ideales. La ciencia observa lo real para aprehenderlo. La religión declara su relato de la vida completo y perfecto, y al que lo pone en duda lo declara pecador y hereje. La ciencia en cambio es un relato siempre en construcción: se sabe incompleto e inexacto, siempre por corregir y alargar.
Pero mister Darwin, dijo la reina irritada, la ciencia no tiene nada que decirnos sobre cómo debemos vivir los humanos. Su Origen muestra a la vida animal como una lucha donde triunfa el más dotado. Aun si eso fuese cierto, dijo la reina Victoria, y suponiendo sin conceder que no existiese un Dios que regulara más amorosamente la vida, tendríamos que inventarlo, para proteger a los débiles. Medio siglo más tarde Nietzsche lo habría de reiterar en Más allá del bien y del mal: La belleza de la religión no es su verdad, sino su mentira. “La religión es un neoplatonismo que debemos forzarnos a creer”.
No es casual que las palabras de la reina Victoria resuenen en un México donde la moral laica, encarnada en las leyes civiles, parece haber fracasado. Como el Estado no logra hacer cumplir las leyes –peor todavía, como el Estado mismo viola a menudo sus propias leyes–, ha resurgido en México el lenguaje de la buena fe religiosa. El candidato de la izquierda a la Presidencia lo emplea, la candidata de las derechas, curioso: más discreta, lo insinúa, y la reconquista de la Iglesia católica del sistema público educativo no encuentra resistencia, ni siquiera en la élite intelectual. Me lo tuiteó así un atento lector hace dos semanas: “Mejor que los niños crean en el Infierno y el Paraíso a que sean delincuentes, ¿o no, Sabina?”
Regreso a Darwin. Es una higiene intelectual siempre regresar a Darwin, el Moisés que separó las aguas de la religión y las de la ciencia hace ya siglo y medio. Darwin replicó: Pero no es necesario “inventar” la moral. Existe una moral natural, que nace de la vida misma. Someternos a una moral imaginada por seres imaginarios es una violencia terrible. ¿A qué llama usted moral?, lo interrumpió la reina. Darwin replicó: Moral son las conductas que protegen y aumentan los recursos del grupo y vuelven mejor su convivencia. Y se explicó con mayor cuidado. Explicó que desde la publicación de El origen, preocupado por sus posibles implicaciones sociales, se había dado a la tarea de observar qué hacen los animales además de luchar. Cayó en la cuenta que sólo luchan una pequeña porción de sus días, cuando hay escasez de comida o territorio o parejas sexuales. Cuando no hay escasez, se la pasan bastante bien: toman el sol, se limpian unos a los otros, construyen moradas, juegan y tienen sexo recreativo. Es decir, colaboran amistosamente.
Las especies gregarias, según dijo Darwin en aquella conversación y según lo escribió en El origen del hombre, poseen una moral natural. Es decir, conductas para evitar la escasez donde vendría a cuento la lucha. La moral, de cierto, parece ser una ventaja evolutiva considerable. No en vano las especies morales son las más difundidas en el planeta. Las hormigas, las ratas, los monos, los peces que viven en comunidad, las diversas aves que viven en parvadas. Los seres humanos, añadió Darwin, son la especie más abundante del planeta y la más moral. Y luego formuló un deseo. Esperaba que en una nueva era científica, la especie humana cifrara, gradualmente, una moral natural, por tanto menos opresiva que la moral judeocristiana.
Inspirados por Darwin, eso hemos hecho los monos pensantes los últimos 130 años. De esa moral atenta a la naturaleza y no a los dioses, se desprenden valores, algunos de los cuales coinciden con los de las viejas religiones –la prohibición del asesinato, el robo y la mentira, notablemente–, pero otros de sus valores se oponen flagrantemente. La ciencia defiende la diversidad sexual, el sexo recreativo, el control de la maternidad, el aumento de los bienes comunes y la libertad de pensamiento, porque son benéficos al grupo, mientras niega los milagros y los seres divinos.
Es en las aulas donde se forma el pensamiento de las generaciones venideras. Es en las aulas donde se decide el futuro de una cultura. Lo saben el Papa Benedicto XVI y sus obispos. Lo curioso es que los legisladores de nuestro Congreso lo ignoren y permitan que nuestra educación pública dé un brinco atrás. Un brinco de unos 130 años.
De la Madrid, la teleserie de la “Familia feliz”
Homenaje al expresidente Miguel de la Madrid en Palacio Nacional.
Foto: Benjamin Flores
Foto: Benjamin Flores
MÉXICO, D.F. (apro).- El lunes 2 de abril, en el marco de los funerales de Estado de Miguel de la Madrid, la “familia feliz” volvió a reunirse públicamente en Palacio Nacional. Muchas historias, traiciones, pactos y golpes bajos y hasta arrepentimientos (como el del mismo expresidente que pronto fue acallado por su familia, por Carlos Salinas y él mismo) han ocurrido en este grupo que puede protagonizar una teleserie. Una misma trama los une ahora: el retorno al edificio icono del poder presidencial.
Hubo una época en que a la mayoría de los asistentes a este funeral se le conoció como “la familia feliz”. Formaban parte de una gran madre –la Secretaría de Hacienda–, un padre providencial que a todos les dio trabajo y poder –el Banco de México-, y se fusionaron para llegar al poder en la Secretaría de Programación y Presupuesto, creada en 1979 por José López Portillo, el “último presidente de la Revolución”, como él mismo se definió.
La “familia feliz” de los tecnócratas estaba predestinada a ser gobernada por los “político-políticos”, es decir, los operadores surgidos de la entraña del PRI, acostumbrados a ganar elecciones, a formar alianzas y pactos de poder, con trayectoria en el Congreso, los gobiernos estatales, desentendidos de las finanzas nacionales.
Paradójicamente, fue López Portillo quien decidió encumbrarlos con Miguel de la Madrid, al nombrarlo candidato presidencial del PRI en 1982. La “familia feliz” acabó por satanizar a Jolopo, recordado por los “orgullos de su nepotismo”, por la corrupción de su gobierno que se cobijó en la bonanza petrolera y por su último gran pecado: la nacionalización de la banca, en septiembre de 1982, tras la debacle del peso y de los precios del petróleo.
A José López Portillo no le hicieron funerales de Estado como a Miguel de la Madrid. Falleció disminuido física y mentalmente, distanciado de su propia generación. Gran profesor de teoría del Estado en la UNAM, López Portillo nunca imaginó que acabaría por desmantelar a este mismo Estado que teorizó en sus cátedras universitarias.
Con Miguel de la Madrid, la “familia feliz” copó los grandes centros de decisión política, financiera, electoral y gubernamental. Fue un destacado abogado egresado de la UNAM, pero también el primer Chicago Boy que trajo la ortodoxia financiera al país. Su gobierno no sólo enfrentó los vaivenes de una crisis económica imparable, sino grandes desastres naturales y crisis políticas con consecuencias históricas innegables: el sismo del 85, el huracán Gilberto, la fractura del PRI en 1987 con la salida de la Corriente Democrática, el inicio frontal de la “guerra contra las drogas”, a raíz del caso Camarena, entre muchos otros sucesos.
Dentro de la “familia feliz” no todo fue miel sobre hojuelas. La sucesión presidencial de 1988 rompió la cohesión política de esa elite. En el seno del gobierno se impuso el “grupo compacto” formado por Carlos Salinas de Gortari, titular de la SPP. Ese “grupo compacto” le ganó la sucesión a otros personajes que aspiraron a la candidatura del PRI: Manuel Bartlett, el férreo secretario de Gobernación (ahora candidato de la izquierda al Senado); Alfredo del Mazo González, (el “hermano que nunca tuvo” el propio De la Madrid y tío del actual candidato presidencial priista); y Sergio García Ramírez (actual consejero del IFE).
El “grupo compacto” de Salinas tuvo la habilidad de escalar y volverse indispensable. Así lo bautizó Manuel Camacho Solís, el teórico político del salinismo. A él pertenecieron varios personajes que fueron colaboradores de primera línea de Salinas en la SPP: Pedro Aspe, Luis Donaldo Colosio, Ernesto Zedillo, Patricio Chirinos, José Córdoba, María de los Ángeles Moreno, María Elena Vázquez Nava, Rogelio Montemayor, Sócrates Rizzo, Otto Granados, Francisco y Carlos Rojas, Jacques Rogozinski, principalmente. Aliados fundamentales de ese “grupo compacto” fueron Emilio Gamboa Patrón, poderoso secretario privado de Miguel de la Madrid; Manlio Fabio Beltrones, el heredero del poder de Fernando Gutiérrez Barrios; y Carlos Hank González, el hombre más poderoso de su generación, a quien De la Madrid lo mantuvo en la “banca” durante el sexenio de la renovación moral de la sociedad.
El “grupo compacto” de Salinas se deshizo tras la sucesión de 1994. La irrupción de la guerrilla zapatista, el homicidio de Luis Donaldo Colosio, la designación de Ernesto Zedillo como candidato emergente, el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu y la debacle financiera de diciembre del mismo año marcaron el fin del sueño de la generación salinista.
Fue un desarreglo en el reparto del poder de los tecnócratas que aprendieron a hacer política con instrumentos de control financiero y se distanciaron de una sociedad que pedía un cambio político.
A pesar del pleito feroz entre Carlos Salinas y Ernesto Zedillo no existió diferencia sustancial en el manejo del modelo económico entre uno y otro. La ruptura en la cúpula fue por los saldos negativos del sexenio salinista, la persecución judicial al “hermano incómodo” y la alternancia que acabó por derrotar al PRI en los comicios presidenciales del 2000.
Los funerales de Miguel de la Madrid trajeron de nuevo esta historia que no ha terminado de ser contada. El gobierno de Felipe Calderón, más que una ruptura, lo que intenta en el ocaso de su sexenio es un pacto con aquella “familia feliz” y ese “grupo compacto” que se ha reciclado en torno a Enrique Peña Nieto.
Están muy cerca de retornar al poder presidencial. Aún no sabemos si los funerales fueron la anticipación del retorno o el recuerdo de batallas que pueden revivir.
Hubo una época en que a la mayoría de los asistentes a este funeral se le conoció como “la familia feliz”. Formaban parte de una gran madre –la Secretaría de Hacienda–, un padre providencial que a todos les dio trabajo y poder –el Banco de México-, y se fusionaron para llegar al poder en la Secretaría de Programación y Presupuesto, creada en 1979 por José López Portillo, el “último presidente de la Revolución”, como él mismo se definió.
La “familia feliz” de los tecnócratas estaba predestinada a ser gobernada por los “político-políticos”, es decir, los operadores surgidos de la entraña del PRI, acostumbrados a ganar elecciones, a formar alianzas y pactos de poder, con trayectoria en el Congreso, los gobiernos estatales, desentendidos de las finanzas nacionales.
Paradójicamente, fue López Portillo quien decidió encumbrarlos con Miguel de la Madrid, al nombrarlo candidato presidencial del PRI en 1982. La “familia feliz” acabó por satanizar a Jolopo, recordado por los “orgullos de su nepotismo”, por la corrupción de su gobierno que se cobijó en la bonanza petrolera y por su último gran pecado: la nacionalización de la banca, en septiembre de 1982, tras la debacle del peso y de los precios del petróleo.
A José López Portillo no le hicieron funerales de Estado como a Miguel de la Madrid. Falleció disminuido física y mentalmente, distanciado de su propia generación. Gran profesor de teoría del Estado en la UNAM, López Portillo nunca imaginó que acabaría por desmantelar a este mismo Estado que teorizó en sus cátedras universitarias.
Con Miguel de la Madrid, la “familia feliz” copó los grandes centros de decisión política, financiera, electoral y gubernamental. Fue un destacado abogado egresado de la UNAM, pero también el primer Chicago Boy que trajo la ortodoxia financiera al país. Su gobierno no sólo enfrentó los vaivenes de una crisis económica imparable, sino grandes desastres naturales y crisis políticas con consecuencias históricas innegables: el sismo del 85, el huracán Gilberto, la fractura del PRI en 1987 con la salida de la Corriente Democrática, el inicio frontal de la “guerra contra las drogas”, a raíz del caso Camarena, entre muchos otros sucesos.
Dentro de la “familia feliz” no todo fue miel sobre hojuelas. La sucesión presidencial de 1988 rompió la cohesión política de esa elite. En el seno del gobierno se impuso el “grupo compacto” formado por Carlos Salinas de Gortari, titular de la SPP. Ese “grupo compacto” le ganó la sucesión a otros personajes que aspiraron a la candidatura del PRI: Manuel Bartlett, el férreo secretario de Gobernación (ahora candidato de la izquierda al Senado); Alfredo del Mazo González, (el “hermano que nunca tuvo” el propio De la Madrid y tío del actual candidato presidencial priista); y Sergio García Ramírez (actual consejero del IFE).
El “grupo compacto” de Salinas tuvo la habilidad de escalar y volverse indispensable. Así lo bautizó Manuel Camacho Solís, el teórico político del salinismo. A él pertenecieron varios personajes que fueron colaboradores de primera línea de Salinas en la SPP: Pedro Aspe, Luis Donaldo Colosio, Ernesto Zedillo, Patricio Chirinos, José Córdoba, María de los Ángeles Moreno, María Elena Vázquez Nava, Rogelio Montemayor, Sócrates Rizzo, Otto Granados, Francisco y Carlos Rojas, Jacques Rogozinski, principalmente. Aliados fundamentales de ese “grupo compacto” fueron Emilio Gamboa Patrón, poderoso secretario privado de Miguel de la Madrid; Manlio Fabio Beltrones, el heredero del poder de Fernando Gutiérrez Barrios; y Carlos Hank González, el hombre más poderoso de su generación, a quien De la Madrid lo mantuvo en la “banca” durante el sexenio de la renovación moral de la sociedad.
El “grupo compacto” de Salinas se deshizo tras la sucesión de 1994. La irrupción de la guerrilla zapatista, el homicidio de Luis Donaldo Colosio, la designación de Ernesto Zedillo como candidato emergente, el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu y la debacle financiera de diciembre del mismo año marcaron el fin del sueño de la generación salinista.
Fue un desarreglo en el reparto del poder de los tecnócratas que aprendieron a hacer política con instrumentos de control financiero y se distanciaron de una sociedad que pedía un cambio político.
A pesar del pleito feroz entre Carlos Salinas y Ernesto Zedillo no existió diferencia sustancial en el manejo del modelo económico entre uno y otro. La ruptura en la cúpula fue por los saldos negativos del sexenio salinista, la persecución judicial al “hermano incómodo” y la alternancia que acabó por derrotar al PRI en los comicios presidenciales del 2000.
Los funerales de Miguel de la Madrid trajeron de nuevo esta historia que no ha terminado de ser contada. El gobierno de Felipe Calderón, más que una ruptura, lo que intenta en el ocaso de su sexenio es un pacto con aquella “familia feliz” y ese “grupo compacto” que se ha reciclado en torno a Enrique Peña Nieto.
Están muy cerca de retornar al poder presidencial. Aún no sabemos si los funerales fueron la anticipación del retorno o el recuerdo de batallas que pueden revivir.
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