Los gerentes de los fondos de inversión de EU pueden comprar cualquier cosa, excepto respeto
Paul Krugman*
Alec MacGillis, editor sénior de The New Republic, publica un artículo fantástico en la última edición sobre cómo el amor de los gerentes de los fondos de inversión por el presidente Barack Obama se ha convertido en un odio ciego y feroz. Su principal argumento es que sienten que les han faltado el respeto: “No fue cualquiera quien los criticó; fue el presidente de Estados Unidos, señala Eugene Fama, un legendario profesor de Finanzas de la Universidad de Chicago... Muchos (gerentes de fondos de inversiones) empezaron siendo pobres, e hicieron una enorme cantidad de dinero y, de paso, crearon miles y miles de empleos. Están acostumbrados a ser el sueño americano y, ahora, tenemos a un presidente que los mira con desprecio como si fueran los malos. Pese a todas las bravatas y desparpajo que acontecen en su mundo, parecería que los gerentes están extrañamente inseguros con respecto a su propósito”.
Y continuó: “Durante años, ‘la mayoría de la gente del sector de servicios financieros fue vista con enorme y descomunal respeto y adulación’, dice Daley (Bill Daley, ex jefe de Estado Mayor de Obama)... Barney Frank, ex presidente del Comité de Servicios Financieros de la Cámara de Representantes, fue más mordaz: ‘No sólo quieren que representemos sus intereses, quieren que les digamos que lo que hacen es muy bueno. Quieren ser honrados por lo que hacen por la sociedad. Y Obama ha herido sus sentimientos. Elevar sus impuestos no sólo es un golpe para sus ingresos. Es un golpe para su ingreso síquico, una falla para reconocer el enorme bien que hacen por el mundo’”.Esto me parece completamente correcto. Cuando ganas mil millones de dólares por año, puedes comprar lo que quieras, lo que significa que los bienes y servicios casi no generan utilidad marginal. Lo que anhelas, entonces, es lo que el dinero no puede comprar: respeto. De hecho, lo he visto en acción en reuniones en las que se mezclan profesores y los grandes magnates financieros. Podría pensarse que la gente millonaria es segura; al contrario, son inseguros, porque quieren que se respete su intelecto. Y me consta que a algunos de los primeros partidarios millonarios de Obama en parte los motivaba el atractivo de estar en el círculo interno de una forma que no podía ofrecer Hillary Clinton, con su largo historial y conexiones.
Y ahora Obama dice lo que diría cualquiera que esté prestando atención: que esta gente con mucho dinero se lo ganaba, en cierto grado, en formas socialmente destructivas. Y así que se vuelven locos, precisamente porque en sus adentros saben que tiene razón.
Y dado que en la política el dinero habla, esta mezquindad, esta muestra de ego y vanidad lastimada, podrían tener desastrosas consecuencias.
Cuidado con el círculo vicioso
Uno de los argumentos clave pronunciados por los proponentes de la austeridad fiscal, aun en una economía profundamente deprimida, ha involucrado cierto tipo de versión macroeconómica de la Prueba de Pascal. Sí, admiten los de mente más abierta, el costo del crédito es muy bajo en Estados Unidos y Gran Bretaña. Sí, la aritmética sugiere que recortar el gasto ahora no ayudará mucho a mejorar las perspectivas fiscales de largo plazo. Pero nunca se sabe: tal vez el último billón de dólares de gasto sea el causante de una repentina pérdida de confianza del mercado, convirtiéndolo en Greeeciiiaaa (se escuchan ruidos siniestros).
Dejemos de lado las enormes diferencias entre los países que tienen sus propias monedas (y deuda denominada en éstas) y los que no. En cambio, permítame señalar que hay otros riesgos. Específicamente, si dejar que una economía siga estando persistentemente deprimida reduce las perspectivas de crecimiento de largo plazo –y hay muy buena evidencia de ese efecto–, entonces la austeridad en una economía abatida tiene enormes costos e, incluso, podría llevar a un círculo vicioso en que el achicamiento del potencial lleva a aún más austeridad y así sucesivamente.
Efectivamente, tal vez eso esté pasando en este momento en el gobierno del primer ministro, David Cameron. Entonces, ¿los defensores de la austeridad admitirán que podrían estar cometiendo un terrible error; que lejos de proteger el futuro podrían estar destruyéndolo?
Chutzpahmacroeconómico
Chutzpah, de acuerdo con la antigua definición, es cuando asesinas a tus padres y después pides piedad porque te quedaste huérfano. Me encontré pensando en esa definición mientras leía la descripción de Justin Fox de las declaraciones recientes de Jean-Claude Trichet.
Jean-Claude Trichet, a pocos meses de jubilarse, no se arrepiente de nada en sus ocho años como presidente del Banco Central Europeo, escribió Fox, director editorial del Harvard Business Review Group, en un artículo de HBR.org. “Al menos, es lo que dijo el jueves por la noche en la Escuela Kennedy de Harvard cuando un estudiante se lo preguntó a quemarropa. ‘No me arrepiento de nada’, fue la respuesta. Pero al escuchar toda su charla... quedó claro que Trichet sí se arrepintió de algo en los últimos años. Lamenta que los economistas no lo hayan aconsejado mejor”, indicó.
Trichet se queja de lo que, dice, fue una falla de la macroeconomía para generar directrices útiles en la crisis. En general, simpatizo con esa visión. Mucha de la macroeconomía moderna no sólo resultó inútil sino más bien dañina, porque socavó el consenso macroeconómico operable que teníamos; consenso que pudo y debió haber llevado a una mejor respuesta.
¿Pero viniendo de Trichet? Después de todo, durante la crisis se caracterizó por su disposición, incluso compulsión, a echar por la ventana las cosas que de hecho sabemos. Desechó todo lo que sabemos de la demanda agregada a favor de la fundamentalmente inverosímil (y ahora fallida) doctrina de austeridad expansiva. Y, ahora, habiendo rechazado e ignorado voluntariamente lo que decía la macroeconomía, se queja de que la macroeconomía no ofrece suficientes guías útiles de política. Increíble.
*Premio Nobel de Economía 2008
© 2012 The New York Times
Los niños de la esperanza
Carlos Bonfil
La redada. París, 16 de julio de 1942, un jueves negro. Apenas un mes después de haber decretado las autoridades de ocupación nazi en Francia la obligación para todo ciudadano judío de llevar, como señal de identificacion racial una estrella de David de color amarillo pegada a la ropa, la policía francesa procede a una redada masiva impresionante. De modo sorpresivo, 13 mil judíos son detenidos e internados en el tristemente célebre Velódromo de Invierno (Vel d’Hiv), para luego ser enviados a los campos de exterminio de Auschwitz. Apenas 25 personas sobrevivieron a esa deportación. Esa redada, uno de los episodios más vergonzosos en la historia francesa contemporánea, ha sido ampliamente documentada por los historiadores, pero rara vez había tenido una ilustracion contundente en el cine de ficción.
En 1974 el realizador francés Michel Mitrani narra una historia de amor con estos acontecimientos como telón de fondo en Les guichets du Louvre (Los accesos del Louvre), una denuncia valiente, pero cargada de tintas melodramáticas y maniqueísmos simplistas. Los niños de la esperanza (La rafle), de la directora francesa Roselyne Bosch, aborda por segunda ocasión este acontecimiento histórico por el que apenas en 1995 el presidente Jacques Chirac ofreció disculpas oficiales, y lo hace, una vez más, mediante una historia de amor, pero sobre todo de la mirada de los niños que vivieron azorados esta súbita cancelación de su libertad y de sus esperanzas. Uno de esos niños es Joseph Wiseman, personaje sobreviviente, a partir de cuyo testimonio novelado la cineasta estructura su relato.El resorte dramático central de la historia apenas difiere de lo mostrado por Steven Spielberg en La lista de Schindler. Se trata de enfatizar aquí el impulso de solidaridad de algunos ciudadanos franceses que, en contraste con la mezquindad moral de muchos otros, lograron rescatar de la tragedia del exterminio planificado a cerca de 8 mil judíos, escondiéndolos en sus casas, conminándoles a despojarse de la estrella de David amarilla para confundirse con el resto de la población. En Los niños de la esperanza, esta solidaridad afectiva se concentra en las figuras estelares del doctor Scheinbaum (Jean Reno) y la enfermera protestante Annette Monod (Mélanie Laurent), quienes en su meritorio afán por asistir a los detenidos judíos se dan tiempo suficiente para compartir una historia de amor bastante convencional y poco consistente. Esta proliferación de buenos sentimientos tiene como contraparte las imágenes grotescas de un Hitler vociferante y las turbias componendas del funcionario responsable de la deportación, René Bousquet, y del dirigente Pierre Laval, hombre fuerte del gobierno colaboracionista del mariscal Pétain.
El propósito de la deportación masiva era, a todas vistas, congraciarse con el gobierno nazi, colaborando en el proyecto de limpieza étnica, y de paso expulsar de Francia a una población judía, cuya presencia se sentía creciente, incómoda y amenazante. Una parte muy importante de la población francesa, sometida a la persuasión de la propaganda y presa de sus propios prejuicios raciales, fue cómplice moral de la faena represiva. La película alude a estas realidades sociales, pero no profundiza en el tema, interesada como está en resaltar el aspecto humano de la historia y el lucimiento dramático de sus estrellas. El tono final es el de una teleserie y la factura no tiene como consecuencia mayor originalidad o brillantez formal. Hay incluso un gusto algo dudoso al mostrar el proceso de la deportación como espectáculo de corte hollywoodense, con los miles de deportados ingresando al portentoso espacio del velódromo de invierno entre gritos, imprecaciones y lamentos, o sugiriendo de modo absurdo las penurias padecidas (días enteros sin alimentos, sin agua, sin atención médica), a través de rostros juveniles con aspecto paradójicamente saludable. Posiblemente se trate de las exigencias de toda gran producción, pero con un tema tan delicado y con heridas apenas hoy cerradas, un tacto mayor y una contención escénica más controlada, habrían sido un acierto en la película.
El cine de ficción tiene un largo camino por recorrer antes de poder abordar este tipo de tragedias históricas con el rigor, la visión crítica y la ecuanimidad con que lo ha venido haciendo el cine documental. Cabe al respecto señalar dos cintas emblemáticas: Le chagrin et la pitié (El dolor y la piedad), de Marcel Ophuls, y el formidable testimonial fílmico de la deportación, Shoa, de Claude Lanzmann. Lo que permite una cinta como Los niños de la esperanza es que a partir de un relato poco inspirado en términos narrativos y formales, se logre llamar la atención de modo masivo hacia fenómenos históricos insuficientemente divulgados, que ciertamente merecen estudiarse más y comprenderse mejor.
Los niños de la esperanza se exhibe en Cinépolis Interlomas, Cinemex Altavista, Cinemanía Loreto y Lumière Reforma. Los documentales mencionados están disponibles en tiendas de autoservicio o renta de videos (Mix Up o Videodromo Condesa).
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