Aquí todo es orfandad
Marcela Turati
Marcela Turati
Huérfana la sociedad, huérfanas ellas, huérfanos sus hijos... Son decenas de mujeres jóvenes, casi niñas, que con sus hijos en brazos llenan todas las mañanas la Secretaría de Fomento Social de Chihuahua en busca de apoyo económico para sacar adelante a sus familias. Son las niñas-viudas del sexenio de la violencia, y la entidad es la primera en el país en destinar recursos para atender a los huérfanos de la guerra contra el narco. Pero el dinero del Fanvi –experimento chihuahuense– es limitado y por el momento sólo alcanzará para apoyar a 2 mil 500 menores.
CIUDAD JUÁREZ, CHIH.- A partir de las nueve de la mañana la oficina de la Secretaría de Fomento Social parece una sala de maternidad. Por la puerta entran jovencitas que cargan bebés de meses, rodeadas de chiquillos un poco mayores que se les aferran a la ropa. Se anotan en una lista y esperan a que alguna trabajadora social las llame por su nombre de casadas.
“¡Señora Parra!... ¡señora Hernández!... ¡señora Ruiz!”, se escucha desde la recepción.
Al llegar su turno encargan a sus pequeños para pasar a la entrevista, en la que muestran varios documentos: actas de nacimiento, comprobantes de domicilio, constancias de estudio... y el acta de defunción del marido. Todas tienen algo en común: sus esposos fueron asesinados por el crimen organizado.
Estas madres-niñas-viudas compiten para que sus hijos sean beneficiarios del Fondo de Atención a Niños y Niñas Hijos de las Víctimas de la Lucha contra el Crimen (Fanvi), el primer programa del país destinado a aliviar, con recursos gubernamentales, las penurias de las familias de los asesinados durante el sexenio de la violencia.
Buscan becas, despensas, consultas médicas, apoyo jurídico y atención psicológica que podría salvar del naufragio a la familia descabezada y a definir el futuro de los menores.
Los recursos están muy disputados: sólo 2 mil 500 huérfanos del estado más violento del país podrán arañar beneficios de los 100 millones de pesos del fideicomiso. Mil 700 de esos niños son juarenses, a pesar de que demógrafos locales calculan que de 2008 a 2010 al menos 10 mil menores en esta ciudad quedaron huérfanos y de que los homicidios (más de 7 mil en tres años) van en aumento.
Cada tercer día salen de Ciudad Juárez paquetes a Chihuahua capital con 50 solicitudes para su análisis. Un mes después las familias sabrán si las aceptaron.
Niñas madres
Las historias que en la sala de espera narran estas mamás precoces, o los abuelos sin arrugas que se hacen cargo de los nietos huérfanos de padre y madre, develan los blancos donde impacta más la narcoguerra.
Verónica Nuño, la coordinadora local del fondo, lo describe así: “Casi siempre vienen las mamás de los niños –las viudas–, que en muchos casos vivían en unión libre, que no completaron la primaria o a lo mucho tienen la secundaria, porque no me ha tocado entrevistar a ninguna con prepa. Todas son jóvenes nacidas entre 1975 y 1990 con promedio de dos a tres hijos”.
En las casi 30 entrevistas diarias las trabajadoras sociales que encabeza Nuño han notado que muchos de estos huérfanos recientes no tienen papeles que acrediten su filiación con el difunto, porque nunca fueron registrados. Ese descuido los excluirá del fondo. Tampoco los hijos de las personas desaparecidas entran en las reglas.
Otra constante es que muchos de los niños desconocen qué le ocurrió a su papá, porque sus mamás mantienen una mentira para que no sufran. Los más grandes, algunas veces, desertan de la escuela por falta de recursos.
“En general, las que vienen no tienen trabajo: aunque quieran no pueden conseguirlo porque no tienen con quién dejar a sus hijos o porque les piden tener más estudios –explica Nuño a Proceso–. Algunas son operadoras de maquilas, venden ropas en las segundas (tianguis de ropa usada) o limpian casas. No tienen casa propia y después del suceso tuvieron que irse a vivir con familiares; casi siempre les ayuda su mamá o los suegros; unas, de plano, no tienen manera.”
La situación que narra este colectivo de viudas prematuras conmueve a las funcionarias que se encargan de ayudarlas a llenar los formularios y que, aunque tienen la instrucción de no ahondar en las historias, a veces fungen como psicólogas improvisadas de las solicitantes, les dan ánimo y les piden que salgan adelante por sus hijos. Una de ellas incluso lleva ropita para regalarla a las más amoladas.
En la sala está una de estas mujeres con las que se ensañó la violencia. Su nombre se reserva a petición suya. Tiene cuatro hijos (12, nueve, cinco y dos, sus edades) y la vida sólo le alcanza para laborar y pagar sus deudas.
“Trabajo en la maquila de tres a 12 pero si me dan chance me sigo hasta las seis de la mañana y los fines de semana, porque, como falta su sueldo, nos pega todo en lo económico”, dice ella, viuda desde hace dos años –tenía 26–, flaca, cara de agotamiento. Ella es caso único porque puede salir a trabajar. Su suegra (que perdió a dos hijos en el asesinato) cuida de los nietos y del hijo parapléjico por un balazo.
En una de las sillas hay una veinteañera de piercing en los labios, llamada Verónica, que dice: “El día 12 de este mes me mataron a mi esposo. Era mesero en el México Típico. Vio un asalto, quiso ayudar y le dispararon. Tengo tres hijos (de dos a cuatro años). Quiero trabajar pero no puedo; tengo epilepsia. Todavía no asimilo lo que pasó y no sé qué decirle a mi niña mayor cuando me pregunta”.
En la hilera de enfrente está una joven de 24 años, madre de tres y viuda de un comerciante que no quiso pagar la cuota de mil pesos que le exigían por su puesto de estéreos. No puede trabajar porque él murió abrazándola y una bala le dio en la pierna. Se lamenta porque no puede controlar la ira de su hijo de siete años ni la tristeza del resto.
“Cuando me preguntan por él les muestro su foto y les digo que ahí está. No puedo decirles más. Saben que falleció pero no de qué forma”, dice la joven acompañada de su padre, un abuelo de 48 años que además de mantener a la familia de su hija se hace cargo de su esposa diabética y de dos hijos en edad escolar. En su despensa ya se acabaron los cereales, los yogures y las carnes.
Otra que hace fila es la señora Hernández, pareja de un policía con quien vivía en unión libre y que mantenía a sus cuatro hijos; tres no llevaban su apellido y no pueden recibir beneficios. “Me lo mataron cuando entró a la frecuencia de radio de la policía un narcocorrido; cuando eso pasa, no saben cuál patrulla va a caer... y le tocó a él”, dice resignada y serena esta viuda, la mayor de todas: tiene 30 años.
Las circunstancias que plantean estas mujeres son una fotografía de la realidad social de esta ciudad que, además de ser la más peligrosa del país, es la capital nacional de los embarazos de adolescentes (cuatro de cada 10 parturientas son menores de edad); ciudad que es puntera en hogares encabezados por mujeres, son más los números de divorcios que las uniones en el Registro Civil, y la mitad de los pobladores no tiene preparatoria.
La mayoría de las viudas entrevistadas coinciden en que comenzaron a vivir con su pareja a los 16 años. A esa edad se inauguraron como niñas-madres. Sus parejas eran de su edad: la mayoría de los asesinados que dejaron a sus familias en el desamparo era de menos de 30.
“Desde el año pasado no he podido cobrar su afore porque no tengo comprobante de domicilio, no tengo recibos de agua o luz porque vivimos en el kilómetro 30, sin servicios. No tengo IFE ni papeles, porque aunque llevábamos cinco años y tenemos dos hijos, nunca nos casamos”, lamenta una joven de 21 años.
Se desahoga y explica que su esposo trabajaba en el car wash donde lo asesinaron, que en el funeral se dio cuenta de que la engañaba con otra y que lo habían reclutado como narcomenudista. “Nosotros éramos muy religiosos, pero quizás él quería parecerse al amigo que tenía carro nuevo con estéreo, que se apantalló pensando en ropa chida y chavas porque yo ya no salía por cuidar a los niños”.
Entre sus pertenencias ella sólo encontró mil 500 pesos que gastó en el entierro. Se deprimió por la traición y la ausencia al grado de no poder encargarse de sus hijos. Hasta ahora, cuando se cumplirá el aniversario del deceso, tuvo ánimo para hacer los trámites.
Muchas, como ella, repiten la misma frase: al momento del asesinato pensaron que se volvían locas. Tampoco saben qué decir cuando sus niños les preguntan por su papá. Sus pequeños se volvieron hipersensibles: lloran cuando ven en el periódico fotos de hombres ejecutados, sufren en Navidad y en festivales escolares, tiemblan si ellas se les pierden de vista. Algunos perdieron la beca por bajar de calificaciones o volverse agresivos o retraídos. Las colegiaturas que pagan tienen la economía familiar ahorcada.
“Mi niña está así como la ve, llorando todo el día; se tiene que hacer lo que ella diga y no me deja salir a ninguna parte. La psicóloga dice que tiene miedo de que como le arrebataron a su papá también me lleven a mí.
“Es que todos estábamos con él cuando lo mataron con su hermano. Los sicarios nos dijeron que nos quitáramos nosotras y a los niños; ella intentó abrazarlo pero la aventaron. Vimos todo”, dice serena esta mujer que trabajaba en el municipio, mientras su niña de cinco años la abraza como koala y ella la llena de besos durante la entrevista. Lamenta que los sicarios se equivocaran: buscaban a los antiguos dueños de la casa que ese trágico día su familia estrenaba.
Casi todas dicen que les gustaría que sus hijos recibieran terapia y minimizan su propio dolor. Lo mismo una joven guapa de 21 años que parió a la niña –ahora de 10 meses– que carga en brazos el mismo día en que a su esposo, a su cuñado y a sus sobrinos los asesinaron en un asalto, que aún no siente que le “cae el 20” de que tiene una bebé y si no está deprimida siente mucha ira.
O la de 23 años que vio agonizando a su esposo, muerto de 53 balazos en la esquina de su casa por un lío de drogas.
“Mi suegra me dice que vuelva a hacer mi vida pero no puedo porque todavía lloro a mi esposo” dice. “Tengo amigas que de volada se volvieron a juntar para no estar solas ni extrañar al muchacho, pero yo no quiero. De perdida mi esposo no me dejó sola, me dejó a las niñas y siempre que las veo me acuerdo de él”.
Retos del Fanvi
En enero de este año el Consejo Nacional de Seguridad informó que durante el sexenio de Felipe Calderón 34 mil 500 personas han sido asesinadas por la narcoviolencia. Las estimaciones de especialistas señalan que al menos 50 mil menores de edad perdieron a su padre o madre (Proceso 1755 y 1774). A pesar del diagnóstico, el gobierno federal no ha aplicado políticas para atender la emergencia social.
En una gira por Veracruz el pasado 23 de marzo la directora del DIF nacional, Cecilia Landerreche, dijo que la institución que encabeza apenas confecciona un padrón de infantes huérfanos por la violencia y tampoco ha definido cómo atenderlos, aunque destacó que lo que sí han hecho es agilizar los trámites de adopción.
“Estamos conformando un programa institucional para atender estos casos. Hay diversas estadísticas pero ninguna contundente, desde el gobierno federal estamos trabajando para juntar toda la información de este problema nacional”, atinó a decir.
Hasta el momento, Chihuahua ha sido la única entidad que se considera responsable del destino de los hijos e hijas de las personas asesinadas. Países como Colombia o Italia tienen políticas de Estado que brindan atención a las víctimas de sus conflictos armados.
El académico y psicoterapeuta Hugo Almada, miembro ciudadano del comité técnico del fideicomiso, considera al Fanvi un acierto que responde a las necesidades de los ciudadanos.
“Es de elemental humanidad atender a estos niños. Ellos no son responsables de las acciones de sus padres”, afirma. “Además, es por una razón táctica: si queremos que vuelvan a ser seres de paz y que haya convivencia armónica, digna, respetuosa, tenemos que atender el daño psicoemocional y cultural que la violencia ha producido.
“El nivel de afectación que enfrentan es muy grande: perdieron a su papá o mamá en situaciones muy difíciles, en muchos casos les tocó ver al papá asesinado. Si no tienen acompañamiento terapéutico adecuado, no tendrán capacidad de expresar y procesar emociones ni asimilar hechos que les permitan salir adelante (…) Si se les atiende, se contribuye a desactivar los círculos de la violencia para reincorporarlos a una vida plena y satisfactoria.”
Almada y la consejera Emilia Sandoval presentaron al comité –integrado por funcionarios del gobierno estatal, empresarios y universidades– un documento en el que afirman que a los niños no se les debe condicionar el apoyo por su rendimiento escolar, ya que la pérdida les afecta emocionalmente; se les deben impartir terapias permanentes de resiliencia para ayudarlos a procesar el duelo y los terapeutas que los atiendan deberán capacitarse.
“Deben garantizarles un lugar seguro para sus reuniones, así como la dotación de transporte y el acercamiento geográfico, y deberían involucrarse los gobiernos municipales y federal, así como las Iglesias, la iniciativa privada, las universidades y las organizaciones civiles, para generar corresponsabilidad.”
Dora Dávila, del recién fundado centro ciudadano de Atención a las Personas Víctimas de la Violencia, pone énfasis en la atención médica que requieren, ya que ha notado que los niños expuestos a la violencia presentan “gastritis, úlceras, problemas del hígado, insomnio, hiperactividad, enojo, angustia, mucho estrés” y un par de ellos ha desarrollado lupus.
Ricardo Tuda, director de Fomento Social en Juárez, señala en entrevista que los datos de las familias serán manejados confidencialmente, por lo que las familias pueden acudir a solicitar el apoyo estatal sin miedo a la judicialización de sus casos.
“Siempre preguntan si también vamos a apoyar a los hijos de los criminales. A ellos también se les va a apoyar, no nos interesa saber la actividad que realizaban los padres, sólo nos interesa que hayan tenido una muerte violenta (…) Dicen los especialistas que las condiciones suelen repetirse, los hijos buscan imitar el patrón de actividad de sus padres, sea bueno o malo, y eso los hace vivir en situaciones de riesgo, y a nosotros prender los focos rojos, porque queremos que vivan una situación normal”, comenta Ricardo Tuda.
El fiscal de Atención a Víctimas y Ofendidos del Delito para la Zona Norte, Abraham Martínez, señala: “Es importante sanar internamente a las personas para que rehagan sus vidas y alcancen la felicidad”.
Ninguno de los entrevistados sabe cuánto durará el dinero del fideicomiso o cuáles serán sus alcances. Por ahora todo está por diseñarse. Todos cruzan los dedos para que éste no sea un programa temporal y peregrino. Dos mil 500 niños y niñas serán el medidor del éxito del primer programa de atención a huérfanos de la guerra.
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