Salud de la nación
Luis Linares Zapata
Las baterías críticas del país se han enfocado, en su casi totalidad, sobre el Ejecutivo federal y su declaración de guerra al narcotráfico. La figura del Sr. Calderón ocupa, claro está, el sitial preferente en la discusión o, más bien, en la disputa por las opciones presentes para las factibles salidas a la crisis de salud que se padece. Sobre su persona recaen las peticiones, los gritos, los alaridos o las consignas que exigen detener la sangría entre los mexicanos. No más sangre derramada, claman por todos los confines. Un cambio de estrategia (si la hay) que lleve a la tranquilidad o, al menos, a un margen aceptable de justicia y paz.
La ansiada luz al final del túnel no aparece por lado alguno. La angustia colectiva derivada de tal oscuridad es ya una densa, pesada realidad que todo lo abarca y contamina. Un día sus efectos se ciernen sobre la marcha de los negocios, en la insuficiente creación de nuevas empresas, en las inversiones inestables o en el crecimiento negado. En otras se encajonan en la descomposición social, en la falta de oportunidades para la juventud, en la ausencia de expectativas para llevar una vida normal y tranquila. Las instituciones mismas resienten el golpeteo de la incredulidad y la falta de confianza se generaliza. El alma misma de la nación parece tocada, trastocada, sin bálsamo que la conforte o le cure las heridas. La búsqueda de un núcleo capaz de conjuntar las energías, ahora dispersas y encontradas, se torna tarea que se agota en sí misma o se vuelve redundante. Las correas de transmisión laterales, para arriba o hacia debajo de los distintos grupos sociales se han atascado. No circulan ni se robustecen las fuerzas que podrían recuperar la alegría, canalizar las ganas de progreso, apreciar los esfuerzos y dar certidumbre para el mañana. En pocas palabras, la salud de la nación se tambalea y no haya reposo.
Centrar la crítica en las habilidades del Sr. Calderón para gobernar al país, es ya, tiempo perdido. Pruebas de sus incapacidades se han dado con suficiencia. Poco, en cambio, se ha dicho de las demás fuentes de responsabilidades que han hecho posible este estado de cosas tan deplorable que nos circunda. La lección que brindan los sucesos trágicos de la actualidad no ha sido trabajada con visión envolvente, pormenorizada, bien cimentada en información dura, constructora de escenarios alternos. El poco aprecio por la vida democrática es una verdad que no requiere demostración, pero que de ahí se deriva un cúmulo inmenso de consecuencias negativas para toda la vida organizada. A cada paso se le trampea, se le desvía, se le contradice con cinismo rayano en la desvergüenza. A las elecciones se va armado hasta los dientes de subterfugios y mecanismos ilegales que las tornan ejercicios inertes, incapaces de soportar una aceptable o funcional legitimidad. Ese centro neurálgico emanado de la voluntad ciudadana, sostén de cualquier ejercicio legítimo del poder público. Los partidos, en cambio, se atrincheran en sus propios feudos y se enfrascan en pleitos por el escalafón, por el coto de influencia y el reparto faccioso del botín. Sus horizontes quedan entonces cercenados, no atisban hacia fuera ni penetran las urgentes necesidades de los ciudadanos. Sus miras a lo largo son cortas y no pueden diseñar ofertas atractivas realizables, fincadas en las necesidades y aspiraciones de la gente. Pero también los votantes tienen su lugar en este despeñadero. En muchos estados no se cansan de votar por el conocido, aunque sea probadamente malo. Tamaulipas es un caso espectacular en su enfermiza monotonía partidaria.
¿Cuál o cuáles serán las consecuencias de que una televisora imponga a un candidato y trate de llevarlo, a golpes de imagen y frases huecas, hasta la Presidencia de la República? La apuesta que hizo Televisa al apadrinar, día con día, a Peña Nieto cae muy por fuera de sus capacidades y derechos. No podrá manejar las consecuencias de tal aventura. Si logra su cometido será, después, la directa responsable de otra Presidencia incapaz de gobernar con independencia y en beneficio del pueblo. Si fracasa en el intento quedará a merced de los rivales ofendidos. Las penalidades inherentes a su indebida intromisión en la lucha por el poder son y serán mayúsculas. En todo caso, el fenómeno mismo es un síntoma del estado que guarda la vida democrática en México. No se trata de un medio de comunicación que toma, abiertamente, partido por uno u otro aspirante, una u otra postura ideológica. Aquí se dirime, en efecto, la legalidad, la legitimidad de una concesión pública para asociarse, en lo oscurito, con un aspirante, tratar de imponerlo como candidato y hacerlo su presidente. Una tarea por demás ingrata para la democracia.
Pero quizá el modelo de acumulación concentrada de la riqueza, vigente en el país, sea el que concita la mayor de las responsabilidades por lo que ahora acontece en la nación. Las grotescas desigualdades que provoca se ramifican en incontables formas que infectan el cuerpo colectivo, el familiar y el individual de los mexicanos. ¿Cómo surge y se desarrolla un delincuente como el Sr. Kilo, capaz de matar a tantos indefensos viajeros? ¿De dónde salió el tristemente famoso Pozolero? ¿Qué impulsa a tantos miles de jóvenes a la vida loca del crimen? ¿Hasta cuándo se pondrá orden, paz, tranquilidad y se tendrá la seguridad ansiada?
Nuestro presidente católico
Roberto Blancarte
Al presidente Calderón le salió lo Felipe de Jesús. En un comunicado escueto, tan vergonzante como equívoco y confuso, la Presidencia de la República informó que el Presidente realizará una visita de Estado a la República del Perú. Nada más que a partir del segundo párrafo del comunicado, en realidad lo que se informa es que “en respuesta a una invitación diplomática, el jefe del Ejecutivo mexicano realizará una visita oficial a la santa sede para asistir el 1 de mayo próximo a la ceremonia de beatificación del papa Juan Pablo II, a efectuarse en la plaza de San Pedro en la Ciudad del Vaticano”. Luego, como para curarse en salud, o si se quiere siguiendo el dicho de “explicación no pedida, acusación manifiesta”, el comunicado de Presidencia señala que “esta visita es congruente con los principios de laicidad del Estado mexicano y responde a los lazos de amistad y de cooperación existentes entre México y el Estado Vaticano”. Luego se dice que “la asistencia del jefe del Ejecutivo refrenda la profunda cercanía de millones de mexicanos con la figura de Juan Pablo II y la especial vinculación que cultivó entre nuestro pueblo durante su pontificado”. Finalmente, Presidencia señala que este acto estará presidido por el papa Benedicto XVI en su carácter de jefe de Estado y sumo pontífice de la Iglesia católica apostólica romana, y asistirán jefes de Estado y de gobierno, así como representantes de varias naciones”.
El comunicado es muy revelador de la perenne confusión del gobierno mexicano respecto a con quién están tratando. México y el Estado Vaticano no tienen cooperación alguna. Las relaciones que el Estado mexicano estableció en 1992 no fueron con el Estado Vaticano, sino con un ente llamado “santa sede”, que tiene personalidad jurídica internacional. El truco es que la santa sede es, simultáneamente, cabeza de la Iglesia católica y del Estado Vaticano y eso genera muchísima ambigüedad al tratar con ella. De hecho, la propia curia romana, que es el gobierno de la santa sede para el conjunto de la Iglesia católica, empuja a esa ambigüedad cuando trata con jefes de Estado que son católicos o que presiden países con mayoría de católicos, buscando eliminar la diferencia entre creencias personales y función pública. Saben en el Vaticano que esa es la mejor manera de influir en las legislaciones y políticas de esos países e ignoran el principio de separación entre lo público y lo privado. Es por ello que el comunicado de Presidencia intencionalmente pretende enfatizar que el presidente Calderón asistirá como jefe de Estado para visitar a otro jefe de Estado, en una ceremonia a la que asistirán otros jefes de Estado o de gobierno.
Sin embargo, el sol no se puede tapar con un dedo. En realidad Felipe Calderón va al Vaticano, en tanto que presidente católico, a una ceremonia de beatificación que concierne básicamente a la feligresía católica. Si se trataba de cumplir, para eso está el embajador de México ante la santa sede. El asunto plantea varios problemas. Para empezar el del carácter de la participación del presidente. Aclaremos: no hay nada ilegal en esta visita. La Ley de asociaciones religiosas y culto público señala que las autoridades federales, estatales y municipales “no podrán asistir con carácter oficial a ningún acto religioso de culto público ni a actividad que tenga motivos o propósitos similares”. Pero también agrega que “en los casos de prácticas diplomáticas, se limitarán al cumplimiento de la misión que tengan encomendada…”. En otras palabras, el Presidente puede alegar (y por eso lo señala el comunicado) que recibió una invitación diplomática y con ese carácter asiste a la ceremonia.
El problema no es legal, sino político, en la medida en que el presidente está confundiendo sus creencias personales con su función pública. El espíritu de la ley es muy claro: hay que evitar confusiones y por eso los funcionarios no deben asistir a ceremonias religiosas. Luego se entiende que algunos, para efectos diplomáticos, tienen que hacerlo y por eso se les dispensa de la prohibición. Pero cuando el presidente está asistiendo a dicha ceremonia no por estar obligado a hacerlo, sino porque, como católico, quiere hacerlo, está irremediablemente confundiendo las esferas. No es Felipe Calderón acudiendo en su tiempo libre a la misa dominical. Es el Presidente de México, en cuanto tal, acudiendo por gusto y sin obligación acudiendo a una ceremonia de su iglesia. Y de allí se desprende otro problema, que sí tiene que ver con la laicidad del Estado mexicano. Se trata del principio de igualdad de todas las creencias y la no discriminación por esos motivos. Felipe Calderón, al actuar como presidente católico, aunque no quiera, o quizás a propósito, está enviando un mensaje a todos, incluyendo a los 20 millones de mexicanos y mexicanas que no son católicos. Y aunque él diga lo contrario, se filtra una desigualdad y una discriminación, de manera inevitable.
Me pregunto: ¿en qué estaba pensando el Presidente? ¿No tiene mejores cosas que hacer? ¿No se nos está despedazando el país? ¿No sería mejor que estuviera en San Fernando, Tamaulipas, atendiendo lo que dice preocuparle más? ¿O va acaso al Vaticano en busca de un milagro?
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