Tu nombre en la noche
Posted: 25 Apr 2011 04:52 PM PDT
Cuando me despertó el chirrido de las llantas al frenar violentamente junto a mi edificio no tuve que mirar por la ventana para saber quiénes eran. Tampoco habría visto gran cosa si me hubiese asomado, porque era noche cerrada. De todos modos, preferí no hacerlo. Hacía tiempo que esperábamos su visita. Sin embargo, no podía evitar preguntarme de cuánto tiempo disponíamos… ¿Cuánto tiempo hasta que llamasen al timbre?¿Cuánto tiempo hasta que algún vecino les abriera la puerta?¿Cuánto tiempo hasta que subieran las escaleras y golpearan en nuestra puerta?¿Cuánto tiempo hasta que…? Y, lo más importante: ¿qué íbamos a hacer con esa pequeña fracción de tiempo disponible?¿Seríamos lo bastante rápidos?¿Nos paralizaría el miedo?
El plan había sido ensayado muchas veces. Habíamos tenido mucho tiempo para practicar. Naturalmente, la cosa no había empezado al día siguiente de la aprobación de las reformas de la ley. No, eso hubiera sido demasiado evidente. Después de que la llamada Ley de Seguridad Nacional fuera cambiada y sus reformas aprobadas en el congreso, el ejército comenzó a detener a presuntos malhechores. Entraban en sus casas de noche, se los llevaban y nunca nadie volvía a saber de ellos. Al principio nos alegramos, como todos. ¿Cómo no alegrarse? Al fin y al cabo, se trataba de delincuentes, de narcotraficantes, de asesinos, de torturadores. O por lo menos eso nos decían. Las cosas habían llegado a tal extremo en el país que incluso nos pareció que la situación mejoraría. Por lo menos, nos decíamos, ahora se estaba haciendo algo.
Luego, las cosas comenzaron a cambiar…dejamos de ver la tele cuando amigos de amigos empezaron a desaparecer. Incluso en la capital, que hasta entonces había sido el último reducto seguro del país, la gente desaparecía sin dejar rastro. Recordé haber leído en algún lugar que eso ya había ocurrido en otras dictaduras, en otros países, en otros tiempos. Pero nosotros –pensábamos aún- no vivíamos en una dictadura. Una noche los oí frenar en mi calle y oí el grito desesperado de una mujer antes de que la metieran a culetazos en el carro. Gritó su nombre. Creo que era su nombre. Un nombre de mujer en cualquier caso. El nombre se quedó flotando en mi memoria y supe que esa mujer, a quien no conocía, nos estaba pidiendo a todos nosotros –testigos silenciosos de la barbarie cometida con nuestro consentimiento- que le dijéramos a alguien, a quien fuera, que ella ya no estaría más.
Pero incluso sin ver la tele las noticias llegaban. Llegaban a través de sms’s, a través de cadenas de emails con la lista creciente de los nombres de los desaparecidos, llegaban a través de Facebook en forma de peticiones desesperadas, como fuera llegaban. Los postes de luz comenzaron a cubrirse de fotocopias en blanco y negro con los rostros de los desaparecidos. Caminar por la calle era una tortura. Los rostros, jóvenes o viejos, guapos o feos, te veían acusadoramente. Y te avisaban de que tú podrías ser el siguiente. Y el miedo, el miedo atroz, permanente, que te paralizaba los huesos.
Fue cuando desaparecieron a mi cuñada y a su esposo que el miedo pareció quebrarse. Se llevaron a los niños, también. Mi esposo salió a buscarlos en vano. Recorrió todos los hospitales, todas las comandancias, todas las morgues. Llamó a todas las puertas y a todos los contactos, pero evidentemente, no sirvió de nada. Mientras tanto, yo miraba a mis hijos y pensaba en qué haría si llegaba el momento. En qué haría cuando llegase el momento. Porque llegaría. Ahora sabía que llegaría. No necesité esperar las llamadas anónimas para saber que mi esposo estaba siendo incómodo y que sus preguntas molestaban. Tampoco tuve el valor para decirle que lo dejara estar, que nunca iba a encontrarlos, que lo que hacía nos ponía en peligro. Lo único que pude hacer fue pensar en un plan desesperado. En cómo aprovecharía esos últimos segundos para tratar de poner a salvo a los niños. Hablé con la vecina y lo dejé todo dispuesto. Vendrían a por nosotros, pero tal vez lograríamos salvar a los niños.
Y me senté a esperar a que llegara esa noche en que el chirrido de las llantas contra el asfalto me despertaría.
Corrí entonces a despertar a los niños. A empellones los saqué de la cama mientras abajo, en la calle, el timbre comenzaba a sonar. A rastras los empujé por el pasillo hasta llegar al departamento de la vecina. Sabía que estaba despierta. Tenía que estarlo, como todos los demás. Hacía meses que nadie lograba conciliar un sueño profundo en el país. Y yo estaba tan cansada.
Todo ocurrió muy deprisa. Me cubrieron la cabeza y me bajaron a golpes por las escaleras. Oí los gritos de mi esposo pero no logré distinguir que decía. Luego, estaba dentro de una camioneta. Había más gente allí, sentí sus respiraciones, pero no decían nada. Oí pasos y otro cuerpo cayó sobre mí. Supe al instante que era mi esposo, pero parecía inconsciente, porque no respondía a mi voz. La pick-up no arrancaba todavía. ¿Qué esperaban?¿Era parte del juego?
Los oí entonces. Los gritos de mis hijos. Y entonces, cuando la camioneta al fin arrancó, grité mi nombre. Quizá para que me oyeran los niños, donde fuera que estuviesen. O para que alguien, en algún lugar, supiera que ya no estábamos.
@europaenllamas
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Cero amenazas Posted: 25 Apr 2011 11:03 PM PDT
México D.F., año 2015
En el año 2011, fue promulgada la reforma de la Ley de seguridad Nacional, después de causar mucho revuelo en todos los sectores de la vida nacional. En teoría, el objetivo de la ley era proteger la seguridad del Estado. En la práctica, la ley sirvió como fundamento legal para que los militares ejercieran la arbitrariedad libremente. Cansados de los continuos abusos, ha nacido un movimiento insurgente: un grupo de personas dispuestas a acabar con aquella situación. I —Presidente, hay una amenaza en Cuauhtémoc. —¿Otra más? Ya es la cuarta de esta semana. —Sí, señor. Parece ser que los insurgentes están organizándose. Nos indican que están formándose bastiones por todo el país. —¿Las comunicaciones permanecen intervenidas? —Como siempre, Presidente— respondió lleno de ironía. —Bueno, General, ¿Qué está esperando? Las órdenes son las de siempre. Eliminen a las amenazas. —¿Y el procedimiento? El presidente lo miró lleno de desdén. —¿Cuál procedimiento? El General asintió. Enseguida, tomó el teléfono y dio la orden de que fuesen detenidos todo aquel que resultase medianamente sospechoso. Claro estaba que él podía hablar confiadamente por el aparato. Tanto él, como un privilegiado círculo de allegados al gobierno podían mantener con seguridad largas conversaciones. Sus líneas estaban seguras. II En alguna calle de Cuauhtémoc —Usted no tiene derecho a transitar por esta zona. El hombre se dio la vuelta, y vio que el militar le estaba apuntando directamente a la cara con su arma. —Disculpe, oficial… —Coronel— le espetó, mientras mantenía el arma en la misma posición —Está bien, Coronel… Como usted diga, pero, ¿Cree que habría alguna posibilidad de bajar esa arma? Martínez soltó una sonrisa sardónica. Tener todo aquel poder le resultaba el vicio más placentero. —Sabes que te puedo disparar ya mismo en la cara. Sólo con decir que eras una amenaza para la seguridad del Estado es suficiente para lavarme las manos. —Algún día pagarán todas las que han hecho. —Me está faltando el respeto. —Sólo le digo la verdad— masculló.
Con la mirada llena de ira, bajó el arma lentamente, mientras el hombre tragaba grueso. Por algunos milisegundos tuvo la sensación de haber evadido la amenaza, pero al captar la lujuria que despedían sus ojos, supo que aquello sólo había comenzado. De repente escuchó un disparo, y sintió un profundo dolor en su pie derecho.
—Estás arrestado, por desafío a la autoridad. Aquel hombre quiso soltar un aullido de dolor, pero sabía que aquello no haría más que complacer la sed de sangre de aquel asesino con placa. Para su pesar, no logró dominar sus rodillas y estas flaquearon ante la sensación de dolor. Rápidamente todo su peso se derrumbó en el suelo. Lo siguiente que sintió fue la punta de la bota clavarse directamente en su estómago, acompañada por un escupitajo. —Levántate, cabrón. Su voluntad entera se debatía si entre hacerle caso a ese “Coronel”, a pesar que hacerlo implicaba hacer un esfuerzo casi sobrehumano; o si quedarse allí tirado, deseando su muerte. Lo único que pudo darle por toda respuesta a su orden fue un tosido acompañado por sangre. —Si quieres mátame— decidió finalmente. —Si tú me lo pides… Lo último que escuchó aquel hombre en su vida fue el sonido sordo de ese disparo.
Paola Maita
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martes, 26 de abril de 2011
PATEANDO PIEDRAS-TU NOMBRE EN LA NOCHE-CERO AMENAZAS-
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