LA RESERVA MORAL MEXICANA SALE A LA CALLE.
Autor: Pietro Ameglio.
En lo que va de este sexenio nuestro país se ha visto atravesado por un proceso de brutal violencia y conflictividad social que en muchos territorios podría incluso referirse –como bien señalaba Carlos Montemayor desde 2009– a una “guerra civil”.
El reciente informe del Equipo Bourbaki sobre el costo humano de la guerra en México apunta que el debilitamiento de los Estados-nación hace que éstos sean incapaces de responder a los grupos menos favorecidos y así se “conforman territorios sin gobierno… donde impera la otra ley”, donde se da una lucha despiadada “por la construcción de un monopolio trasnacional creciente de una nueva mercancía”. Y concluye: “Lo que sucede en la territorialidad mexicana forma parte de un proceso global que trasciende su territorialidad. Constituye un momento de una amplia y larga construcción que simultáneamente articula, conflictivamente, a nivel mundial muchos otros territorios nacionales. Es expresión, sin duda, de una lucha intercapitalista de carácter internacional… y lo será durante una muy larga duración”.
Pareciera que la profecía gubernamental se cumple: “Todos somos Juárez”, cada vez más todos los territorios del país están inmersos en una guerra por el control delictual o de los recursos naturales y humanos. La sociedad civil, en su mayoría, estamos padeciendo la realidad sin poder decir “¡ya basta!”, miramos aterrados –ya no sólo con miedo– la construcción de este proceso social que nos corta transversalmente, al grado de ni siquiera poder proponer un lema alternativo: “Nadie quiere ser Juárez” pero en cambio sí “todos somos solidarios con los que viven en Juárez”.
La espiral de violencia en que la autoridad y el crimen organizado nos han instalado tiene un mecanismo motor que ellos y nosotros alimentamos continuamente, intencionalmente o no: la siembra de la inseguridad ciudadana, algo muy diferente a lo que podría ser la construcción de la seguridad. Como sostenía Hannah Arendt, corremos así el riesgo de asumir algún rol de complicidad o de silencio que ayuda a que el proceso se reproduzca: “Una minoría puede tener mucho más poder que su número si la mayoría sólo la observa sin intervenir en sus acciones… (se vuelve un) aliado latente”.
Hace pocas semanas recordábamos ese hecho social increíblemente esperanzador que fue la firma de los Acuerdos de San Andrés entre el EZLN y el gobierno hace 15 años; hace menos de cinco años en México se luchaba, a través de la resistencia civil y pacífica (zapatismo, movimiento oaxaqueño y el de oposición al fraude electoral), por grandes territorios de autonomía, de cambio social, de construcción de un tejido social igualitario, justo, libre y democrático. Hoy día una inmensa mayoría del pueblo mexicano luchamos por “salir a la calle”, “por sobrevivir”, por “romper el encierro”. No luchamos por un gran territorio autónomo, sino por una calle. No es poca la distancia social en que nos ha sumido este proceso de guerra en tan pocos años.
En la historia de la mayoría de los pueblos del mundo, en contados momentos de excepcional inhumanidad se ha manifestado públicamente –de muy diferentes formas– una porción muy importante de la sociedad diciendo “¡ya basta!”, una especie de delimitación de una frontera moral que no se está dispuesto a atravesar, una expresión de indignación moral y rebelión ética. En estas masas las personas tienen identidades muy diferentes y hasta contradictorias, pero ante esa coyuntura se unen por metas y valores superiores, incluso a veces para salvaguardar su propia existencia material. Estas acciones aparecen pocas veces en la historia, pero cuando lo hacen tienen un carácter decisivo en el proceso social que impugnan. Es lo que se llama la reserva moral de una sociedad, que actúa en excepcionales momentos de peligro de la vida y la moral de una nación y sus individuos.
En las últimas décadas de México hemos visto aparecer esta reserva moral en la calle con el masivo trabajo voluntario ante la ineficiencia gubernamental frente a los sismos del 85, en la multitudinaria concentración del Zócalo que pidió el “alto a la guerra” y el fin de los bombardeos gubernamentales a los zapatistas el 11 de enero del 94, en el repudio a la masacre de Acteal (22 de diciembre del 97), en las gigantescas marchas contra el desafuero de López Obrador y el fraude electoral de 2006, en las igualmente enormes marchas de Oaxaca por la destitución del gobernador Ulises Ruiz…
En esta etapa los hechos sociales de elevada inhumanidad, por desgracia, sobreabundan: asesinato de niños en la guardería ABC en Hermosillo, fusilamiento en los albergues de rehabilitación de adicciones en Ciudad Juárez, masacre de Salvárcar, intento de exterminio de una familia entera de Juárez –los Reyes– hoy exiliada en su propio país, asesinato de niños y familias en retenes militares, asesinatos de periodistas, asesinatos de caravaneros con ayuda humanitaria y de triquis de San Juan Copala... Por supuesto que el marco de fondo son los casi 40 mil muertos de esta guerra hecha en nuestro nombre sin ningún consenso ciudadano, donde el énfasis está en el aniquilamiento hacia jóvenes y mujeres de la sociedad civil. Considero estos hechos que menciono rápidamente como de excepcional inhumanidad por varias razones, y se trata, por tanto, del tipo de hechos que no se pueden dejar pasar y normalizar sin masivas expresiones públicas en la calle de repudio ciudadano y exigencia de justicia inmediata.
Sin embargo, la reserva moral no es sólo una cuestión de cantidad de gente y masas; hay cuerpos que concentran –por su identidad social (obispos de todas las Iglesias, cleros, rectores, intelectuales y artistas, líderes políticos, campesinos-obreros…)– más fuerza moral que otros y esos son precisamente los que pensamos que han estado (casi) ausentes –con sus cuerpos delante– en manifestaciones públicas claras ante tamañas inhumanidades, para convocar a la sociedad civil a acciones, protegerla y hacer una crítica y presión fuertes hacia el poder y las fuerzas de la violencia.
Al hablar de acciones no nos referimos al plano declarativo mediático o de política institucional, sino a otros grados de acciones no violentas. Ya no basta con ser críticos del orden social o de ciertas autoridades, sino que es necesario comprometerse en ayudar a cambiar el proceso constituyente de la violencia, desprocesar la cultura inhumana.
Como señalaba Arendt: “El más claro signo de deshumanización no es la rabia ni la violencia, sino la evidente ausencia de ambas. La rabia no es en absoluto una reacción automática ante la miseria y el sufrimiento como tales… la ausencia de emociones ni causa ni promueve la racionalidad. El distanciamiento y la ecuanimidad frente a una insoportable tragedia pueden ser aterradores, especialmente cuando no son el resultado de un control, sino que constituyen una evidente manifestación de incomprensión”.
La reciente tragedia que atravesó al gran poeta y amigo Javier Sicilia con el brutal asesinato de su hijo Juan Francisco y seis personas más en Cuernavaca ha hecho que Javier, con enorme valor y determinación moral, convocara –con su ejemplo– a esa importante reserva moral mexicana a salir a la calle con fuerza inusual para expresar ¡alto a la guerra!, ¡justicia ya para todos en México! Desde el ángulo de la lucha social, Javier ha dado un giro notable: no sólo denunciar, sino quedarse en el espacio para asegurarse de que si las autoridades no cumplen, “se larguen”. Es lo que en Brasil llaman la “firmeza permanente” cuando se refieren a la no violencia activa.
Esta coherencia epistémica y moral ha hecho que enormes porciones de la sociedad civil nacional se identifiquen con su lucha y su proclama de “estamos hasta la madre”, tomen conciencia de su vulnerabilidad e involucramiento en el proceso nacional, se sumen decididamente en la calle, en espacios virtuales y de todo tipo, construyendo movilizaciones, acciones directas y una esperanza que creíamos muy lejana. Que este gran movimiento de indignación y determinación moral y material para detener esta guerra, y no el mesianismo ilusorio, crezca y logre sus objetivos dependerá de nuestro principio de realidad, de la organización y unidad de todos, de una capacidad de escucha y apertura amplias y de la construcción de acciones y objetivos, como decía Gandhi: sencillos, reales, entendibles por las grandes mayorías de abajo, posibles de alcanzarse. Él y el zapatismo han dado grandes ejemplificaciones históricas en este sentido con la sal y la tierra.
Es un proceso largo de lucha social en el que todos tenemos que sumar nuestros cuerpos y reflexión en la calle a fin de que crezca la esperanza y no la ilusión, tomando conciencia, como también señalaba el Mahatma, de que “la verdad radica en que el poder está en la gente”.
No podemos entonces permitir que las autoridades se adueñen del “consenso ciudadano” sin consultar nada, actuando como si lo tuvieran, “fabricándolo” a través de los medios, como diría Chomsky. De ahí que entonces la tarea –desde la iniciativa de lucha de Javier Sicilia y un amplio movimiento social no violento nacional que lo acompaña– sea la de resistir; no paralizarse; reflexionar colectivamente; reconstruir los vínculos y el tejido social roto; retomar la calle y romper el encierro; humanizar a todos los actores del conflicto, no satanizarlos ni caer en la trampa de que el fin justifica los medios; presionar a las autoridades a que consensúen con la sociedad y a que den un enfoque social y no armado a los problemas.
Así, a partir de la reconstrucción de esta autonomía y cooperación (individual y colectiva) “debemos ser capaces de sensibilizarnos ante cualquier acto de inhumanidad y tratar de que la desobediencia debida sea la respuesta de todo nuestro pueblo: una moral de la autonomía se forja cuando se comprende y se aprende que hay que desobedecer toda orden de inhumanidad” (J. C. Marín).
* Fundador de Servicio Paz y Justicia (1987) y académico de la UNAM y del Claustro de Sor Juana.
El nombre, por supuesto, es ficticio. La joven de no más de 22 años que se lo adjudica sonríe al decirlo, en uno de los escasos momentos en los que sus ojos no se ven tan ausentes.
Reacia al principio a narrar su historia, La reina del sur acepta la charla con la condición de no dar ningún detalle que revele su identidad. Tiene miedo, igual que su familia. No puede saber si alguien los sigue, ni quién se les acerca y para qué. “Estamos aquí –dice finalmente– para preguntar por mi hermano y uno de sus amigos, que hace una semana viajaron del Distrito Federal a Monterrey, y luego a Matamoros, para comprar una camioneta. La última vez que supimos de él fue el 9 de abril a las 3 de la tarde; luego se cortó toda la comunicación.”
Desde ese momento, ella y su familia han peregrinado por agencias del Ministerio Público de Monterrey y la ciudad de México, por el Servicio Médico Forense y ahora por la SIEDO. En todos ellos, lamentó, ha recibido el mismo trato frío, la misma indiferencia, incluso los mismos regaños. “Hasta me han preguntado los cabrones: ‘¿Para qué dejan ir a sus familiares ahí?’”
Los policías admiten sin reparos que no pueden hacer nada por ellos. No se atreven a circular por la zona donde desapareció el hermano de Teresa. La libertad de tránsito, dice ella, es letra muerta, y sentimos que vivimos secuestrados en nuestro propio país.
En la voz de la joven por momentos se asoma un rencor sordo sin respuestas. ¡Pinche gobierno, es pura burocracia! ¡No entiendo para qué tantas fiscalías, si todos saben lo que pasa, pero se hacen de la vista gorda!
Paradojas de la vida: ella, que toma el nombre de un personaje de novela, tuvo que vérselas de repente con la realidad más cruda, la que jamás pensó enfrentar. Nunca pensé que estas cosas nos alcanzarían a mí y a mi familia. No sabes si tu pariente está vivo o muerto, y esto que estamos pasando de verdad que no se lo deseo a nadie.
Pese a todo, la joven se da cuenta de que el miedo no es una opción. “Al principio sí teníamos temor, pero ¿de qué sirve? Si te quieren chingar, lo van a hacer de todas maneras. Por eso antes tenía miedo y ahora no. Por eso vamos a todos lados a pedir información, y les decimos ‘oye, no me trates así’. Vamos a agotar todas las posibilidades y a seguir buscando.”
Aunque en la SIEDO y otras agencias ha visto a grupos de personas que están en su misma situación, hasta ahora no he tenido cabeza para acercarme a preguntarles nada. Ojalá que no estén igual que nosotros, porque en el CAPEA (Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes) te hacen perder todo el día.
Teresa sigue en las escalinatas, pero parte de ella no está ahí. En el fondo, sigue sin asimilar que esto no sólo pasa en Ciudad Juárez, que no diferencia raza, estatus ni sexo. Uno piensa que en provincia están mejor, y ahora resulta que lo más seguro es el DF.
Quizá por todo eso, la guerra contra el narcotráfico le suena falsa. “Nada más le están tapando el ojo al macho, porque el gobierno ya sabe dónde están los criminales. Más que guerra contra el narco, me suena a guerra contra los más jodidos. Antes llegaban a quitarte el dinero, y ahora pueden quitarte hasta la vida”.
“Más que al narco, me suena a guerra contra los más jodidos”
Fernando Camacho Servín
Periódico La Jornada
Domingo 17 de abril de 2011, p. 5
Domingo 17 de abril de 2011, p. 5
Sentada en las escalinatas de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), Teresa Mendoza se abraza las piernas, y pone la mirada y la mente en un lugar muy lejos de ahí.
A veces, ser La reina del sur no sirve de nada cuando hay que lidiar con la incertidumbre de un hermano desaparecido, con el miedo de ser el próximo en sufrir algún daño, o con la indiferencia de las autoridades que, en el papel, están ahí para ayudar. Porque la indiferencia también es un delito; y duele bien cabrón.El nombre, por supuesto, es ficticio. La joven de no más de 22 años que se lo adjudica sonríe al decirlo, en uno de los escasos momentos en los que sus ojos no se ven tan ausentes.
Reacia al principio a narrar su historia, La reina del sur acepta la charla con la condición de no dar ningún detalle que revele su identidad. Tiene miedo, igual que su familia. No puede saber si alguien los sigue, ni quién se les acerca y para qué. “Estamos aquí –dice finalmente– para preguntar por mi hermano y uno de sus amigos, que hace una semana viajaron del Distrito Federal a Monterrey, y luego a Matamoros, para comprar una camioneta. La última vez que supimos de él fue el 9 de abril a las 3 de la tarde; luego se cortó toda la comunicación.”
Desde ese momento, ella y su familia han peregrinado por agencias del Ministerio Público de Monterrey y la ciudad de México, por el Servicio Médico Forense y ahora por la SIEDO. En todos ellos, lamentó, ha recibido el mismo trato frío, la misma indiferencia, incluso los mismos regaños. “Hasta me han preguntado los cabrones: ‘¿Para qué dejan ir a sus familiares ahí?’”
Los policías admiten sin reparos que no pueden hacer nada por ellos. No se atreven a circular por la zona donde desapareció el hermano de Teresa. La libertad de tránsito, dice ella, es letra muerta, y sentimos que vivimos secuestrados en nuestro propio país.
En la voz de la joven por momentos se asoma un rencor sordo sin respuestas. ¡Pinche gobierno, es pura burocracia! ¡No entiendo para qué tantas fiscalías, si todos saben lo que pasa, pero se hacen de la vista gorda!
Paradojas de la vida: ella, que toma el nombre de un personaje de novela, tuvo que vérselas de repente con la realidad más cruda, la que jamás pensó enfrentar. Nunca pensé que estas cosas nos alcanzarían a mí y a mi familia. No sabes si tu pariente está vivo o muerto, y esto que estamos pasando de verdad que no se lo deseo a nadie.
Pese a todo, la joven se da cuenta de que el miedo no es una opción. “Al principio sí teníamos temor, pero ¿de qué sirve? Si te quieren chingar, lo van a hacer de todas maneras. Por eso antes tenía miedo y ahora no. Por eso vamos a todos lados a pedir información, y les decimos ‘oye, no me trates así’. Vamos a agotar todas las posibilidades y a seguir buscando.”
Aunque en la SIEDO y otras agencias ha visto a grupos de personas que están en su misma situación, hasta ahora no he tenido cabeza para acercarme a preguntarles nada. Ojalá que no estén igual que nosotros, porque en el CAPEA (Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes) te hacen perder todo el día.
Teresa sigue en las escalinatas, pero parte de ella no está ahí. En el fondo, sigue sin asimilar que esto no sólo pasa en Ciudad Juárez, que no diferencia raza, estatus ni sexo. Uno piensa que en provincia están mejor, y ahora resulta que lo más seguro es el DF.
Quizá por todo eso, la guerra contra el narcotráfico le suena falsa. “Nada más le están tapando el ojo al macho, porque el gobierno ya sabe dónde están los criminales. Más que guerra contra el narco, me suena a guerra contra los más jodidos. Antes llegaban a quitarte el dinero, y ahora pueden quitarte hasta la vida”.
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