Del juego al fuego
Consternadas y sin atención, muchas personas buscaban los cuerpos de familiares, amigos o compañeros de trabajo; les ofrecían mostrarles la lista y no lo cumplían… Algunos empleados que se salvaron, estremecidos por la catástrofe, deploraban también haber perdido el empleo, y unos más se proponían ya no laborar en los casinos porque, decían, todos han sido baleados, excepto el de Jorge Hank… Una extrabajadora, indignada, señalaba que sólo si un hijo del presidente, del gobernador o del procurador hubieran estado entre las víctimas los funcionarios se comprometerían “a luchar de verdad por el ciudadano”.
MONTERREY, NL.- “¿Por qué?, ¿por qué matan a gente trabajadora e inocente? ¡No es justo! ¡No…!”
Es Julia, quien reconoce el cuerpo de su hija, del mismo nombre. Tenía 24 años. En tanto, varios grupos lloran en la entrada del Servicio Médico Forense (Semefo).
La joven Julia era soltera y trabajaba en el Casino Royale. Su mamá prosigue consternada:
“Aún no la puedo sacar. Esperaremos el resultado de la autopsia. Creo que murió por el humo.”
Casi todo el rostro lo tiene mojado. Ya no puede hablar y su mirada se halla perdida. Su otra hija que la acompaña aún no da crédito.
Según médicos forenses, llegaron 52 cuerpos, de los cuales 42 son mujeres. Han sido identificados 46. Corre la voz de que los demás quedaron totalmente quemados.
La mañana del viernes 26 es nublada, pero la temperatura llega a 24 grados. Nadie está quieto. La oficina de información es un torbellino: gente entrando y saliendo todo el tiempo.
En el Semefo no hay lista de los fallecidos ni de los que han sido identificados. Los presentes reflejan dolor y tristeza. Cerca de 15 personas, instaladas en la entrada de la morgue, buscan familiares y amigos. Se molestan porque no hay quién les informe. La mayoría pretende hallar a mujeres mayores de 60 años a las que gustaba “distraerse en el lugar”.
Sale Luis de donde yacen los cuerpos, con los ojos rojos.
Vio a su primo Jesús, de 30 años, otro trabajador del Royale:
“Está muerto, está muerto… apenas llevaba una semana allí. No encontraba trabajo. Buscaba, buscaba y buscaba, y nada. De repente aquí le dieron chamba. Dejó hijos chicos. ¡No se vale!, ¡no se vale!…”
No habla más ni menciona su nombre completo:
“No quiero que me hagan propaganda. Sólo exijo que el gobierno ya pare todo esto. ¿De qué se trata? Que viene al rato el presidente… ¿a qué? Si sólo viene a hacer acto de presencia para la foto, lo considero como burla. En lugar de que ayude a los familiares de los asesinados y de verdad haga algo por Monterrey… Y nada. Donde sea, te matan sin deberla ni temerla.”
Prefiere no continuar, pero golpea con su puño derecho la pared. Suena su celular y se aleja para contestarlo.
“Calderón sólo es un teatrero”
María ya casi no ve por la inflamación de sus ojos:
“Vine a identificar a mi mamá; ella trabajaba en ese sitio. Ya la identifiqué. Me dicen que no tengo servicio para el panteón, y a muchos les están dando. Mi mamá tenía 58 años. Era muy trabajadora. No puedo creer que esté muerta, no puedo. Le encontraron quemaduras, aún no me dicen cómo falleció. Ya no quiero saber, ¿para qué? Qué triste, qué triste…”
Una mujer humilde de 60 años busca a una amiga de su edad que siempre estaba en el segundo piso:
“No la encuentro. No tengo su celular. Creo que no tiene familia. No hay listas de nada. Ojalá y aparezca. Me dicen que para entrar a la morgue debo traer su acta de nacimiento o una credencial de elector de ella o una foto de ella. No tengo nada de eso. Y debe acompañarme un familiar. Ya me voy porque me siento muy mal, se me baja la presión.”
Le ofrecen comida gratis en una carpa pequeña instalada a unos 10 metros. Y una psicóloga de la Secretaría de Salud de Nuevo León le proporciona sus datos, “por si necesita el servicio”.
También las funerarias aprovechan el momento, dan su publicidad, como Valle de la Paz. Los empleados de Protecto, empresa que asesora “en momentos difíciles” para “soluciones rápidas”, ofrecen su tarjeta de presentación, que reza: “Cremaciones, traslados, locales y foráneos”.
Policías, guardias, médicos, gente de la procuraduría, periodistas, abogados, familiares de víctimas, salen y entran de la pequeña oficina de información. A todos les piden los documentos para que puedan ver la lista, pero no la muestran.
Algunas sillas de plástico instaladas en la entrada del depósito de cadáveres se hallan ocupadas por familiares de fallecidos. No paran de sollozar. No platican nada entre ellos, no pueden.
Unos hacen fila. Les explican con detalle lo que deben entregar, pero no entienden, sólo muestran su tristeza y preocupación.
“En estos momentos me siento muy nerviosa, parece que estoy volando, no estoy concentrada”, externa Carmen, quien busca a su mamá de 58 años que acudió con amigas al casino.
Don Gabriel, de siete décadas cumplidas, cuenta que busca a su esposa. Se reserva su nombre:
“No entiendo nada, no tengo cabeza para nada, para qué demonios viene Calderón, sólo es un teatrero, queremos soluciones, ya no podemos, todo está muy mal.”
Tres familias de evidente buena posición económica esperan los cuerpos de sus muertos. No dan declaraciones. Sólo exigen que se acabe la violencia.
“Ya no podemos más –señala uno de ellos, un muchacho de unos 20 años–, este gobierno no hace nada”, lamenta.
Todo es caos. Muchos continúan preguntando por la lista. Siguen saliendo de la morgue personas desconsoladas. Se niegan a las entrevistas. Y nadie los consuela.
Atrás del Semefo se ubica el Hospital Universitario. Allí, de los 10 heridos que ingresaron, sólo permanecen tres. Dos son mujeres que, en breve, serán dadas de alta. Tampoco existe una lista. No hay ventanilla alguna para informar.
Un chofer que espera a una de las internadas, su prima, exige a través de este medio:
“Los políticos de ahora no merecen ningún respeto. Por fortuna mi ser querido está bien. Pero no debió morir tanta gente. Han dejado que México se hunda en todos los sentidos. Si no pueden terminar con el crimen organizado, que renuncien ya, pero ya…”
Por “los verdaderos culpables”
Es el jueves más difícil que ha vivido Monterrey. Así lo consideran sus habitantes. Son las 16:30 horas. La avenida San Jerónimo se ha cerrado, y el tráfico de autos se ve a lo lejos. Sobresalen los sonidos de diferentes sirenas. Hay 14 patrullas. En tanto, los bomberos intentan apagar el fuego del local de apuestas. Ambulancias del gobierno y privadas pasan entre el humo que apesta.
La fachada del Royale –edificio con 10 mil metros cuadrados de construcción– ha sido totalmente destruida. Una de sus paredes laterales, que daba a la avenida San Jerónimo, se derrumbó. Los dos pisos son consumidos por el fuego.
El Ejército vigila, lo mismo que personal de la procuraduría y de la policía federal y local. Pero no dan cuenta de nada. La gente que, desesperada y asustada, se les acerca para saber de sus conocidos, amigos o familiares, sólo escucha: “Llame a Locatel”.
Lo que queda del Royale no se aprecia bien por el humo. Se ve que la cocina y el restaurante son lo más dañado del edificio, en el primer piso. En la entrada se encontraba el Bingo, un juego de azar al que concurría la mayor parte de los clientes. Atrás eran los baños. Arriba, dicen, se hallaban las maquinitas.
Sacan y sacan cuerpos. No dejan que se acerque nadie. Primero eran seis, luego 23, siguió creciendo la cifra: 36.
Pasan las horas.
Una joven jugadora sale del local en estado de shock:
“Entraron tres tipos. Uno estaba todo pelón. Me sacaron con su arma. Ya no sé más. Mucha gente salió por la azotea. Yo sí vi que se llevaban a algunos… no sé, no sé. Rociaron gasolina. Ya no quiero decir más.”
Laura García llega por su tía Elsa Martínez de Morales, de 72 años:
“Venía a jugar. No saben nada de su paradero. Ni ella se ha reportado, y no contesta su celular. Quiero gritar y llorar…”
Temerosa, una señora indaga el destino de su mamá, Petra Bustos Velázquez, de 63 años:
“Siempre juega aquí. Venía con mi hermana Ana, quien sí alcanzó a salir, pero de mi mamá no sabemos nada.”
Su hermana le contó que entraron dos personas con armamento y empezaron a sacar a la gente. “Cuando mi hermana se regresó a buscar a mi mamá, uno con su arma le dijo que se saliera”.
Señala que “no iban contra la gente, sino contra el casino. Rociaron todo con gasolina y a varios los sacaron a punto de pistola”.
Su hermana fue trasladada al Hospital Universitario porque se le bajó el azúcar. “Se puso muy mala, pero de mi mamá nadie nos quiere dar razón, no hay nada de información”.
Finaliza llorando:
“Qué miedo. Qué tristeza. Todo está todo fuera de control.”
Ya es de noche. Después de tres horas el fuego es controlado. El casino queda destruido. Sólo se alcanzan a apreciar escombros de color negro. Son las 20:30 horas. Llega el procurador general de Justicia de Nuevo León, Adrián de la Garza, quien informa que son 40 los muertos, cifra que “podría incrementarse”. No relaciona el suceso con el crimen organizado hasta “realizar las investigaciones”.
Tampoco hace contacto con la gente que espera algún dato de sus familiares. Algunos se enojan:
“Sólo viene a hacer su show y no sabe nada, no dice nada, y no hay listas, nada. Queremos saber a quiénes enviaron al hospital. Sólo quieren aparecer en la televisión.”
Trabajadora de la cocina del Royale desde hace un año, Clara Ibarra, de 29 años, mira con abatimiento el inmueble destruido. Cuenta a este semanario:
“Vine a ver a mis compañeros. Salí a las tres de la tarde, más temprano que de costumbre. Lo que nunca hago, siempre me quedo hasta más tarde, a las cuatro. Llegando a casa me enteré de lo que pasó. Me salvé.”
–¿Cuánta gente estaba trabajando a la hora del hecho?
–Había un buen en el turno, cerca de cien.
–¿Cuántos clientes dejó?
–Había pocos porque era temprano, unos 80. Si hubiera sido a las siete u ocho de la noche estaríamos hablando de más muertos. Es jueves de tardeada. Empezaba a las cinco. Consistía en promociones que dábamos cada hora. Había Bingo, maquinitas y apuestas de carreras.
Una mesera amiga suya, que salió ilesa, le narró:
“Llegaron apuntándoles y los sacaron. Que la intención no era agredir a la gente, pero aventaron las bombas y la gente salió volando. Les valió. Me preocupa que no encontramos a una compañera llamada Julia.”
Con agobio, expresa que era su fuente de trabajo “y ahora ya se acabó”. Sigue:
“Tengo miedo. Ya no sabes si estás bien en un trabajo. Estás luchando por ganarte la vida y llega alguien y te la quita nomás porque sí. Les pedimos a las autoridades que paren esto porque al paso que vamos ya no habrá Monterrey, de tanta gente que se ha muerto injustamente.
“La gente que venía aquí era adulta, acudía a distraerse. Sobre todo mujeres. Eran personas mayores que no tenían la facilidad para pararse y correr. Podían ser sus papás o abuelitos y les valió. Ojalá y las autoridades encuentren a los culpables, pero a los verdaderos.”
Al país “se lo cargó la chingada”
Siguen sacando cuerpos del Royale. No paran el rescate. Las sirenas aún suenan en todo su estertor. Se ha controlado el fuego, el humo disminuyó. Otra trabajadora, que no quiso ser nombrada, asegura que todo estaba monitoreado: “Hay gente que debe tener imágenes de quiénes eran y cómo llegaron”.
Conmovida, agrega que toda la gente fallecida se asfixió. “Ya con tanto humo, cómo corres”.
El olor a quemado es fuerte. Se observan los dos pisos en cenizas. Nada se salvó.
Por la parte de atrás, cuatro trabajadoras, de 30 a 45 años, del turno de la noche, recuerdan que hace seis meses ya había sido baleado el casino. Las citaron para ver a la supervisora, pero no la encontraron. Su rostro muestra confusión y susto. Manifiestan “mucha, pero mucha tristeza”, y se dicen preocupadas “por haber perdido el trabajo”.
Una resalta:
“Bueno, es mejor estar vivas. Me siento muy mal por la gente que murió. Me siento impotente. Estoy mal, muy mal. Ya es mucho castigo. Cada rato hay balazos.”
Piden no escribir su nombre. Una de ellas alza la voz:
“Ahora quiero trabajar en otro lado, ya no en un casino, no, porque en todos ha habido balazos. Pero esto es una tragedia. No es posible que pase esto, ya es demasiado. Bueno, dicen que el casino es de Jorge Hank, pero no sabemos.”
La voz de otra de ellas sobresale:
“Cuentan que el casino Caliente, que sí es de Hank, es el único que se ha salvado, no le han hecho nada.”
Se acerca un joven. Desea saber si hay una lista. No halla a su hermano, que era guardia de seguridad en el Royale, Francisco Leobardo Robledo Guerrero, de 30 años. Tenía menos de un año trabajando ahí:
“No se ha contactado desde que sucedieron las cosas. No sabemos nada de él. Nadie nos responde. No hay atención. Del lado de San Jerónimo llegó el procurador, y sus guaruras no me dejaron acercarme. ¿De qué se trata? Dicen que nos ayudarán, y no es cierto.
“La situación está muy grave, muy grave, y nadie se responsabiliza.”
De regreso a la avenida San Jerónimo, dos varones se abrazan. Uno llora desconsoladamente… grita. Le avisaron que su hermana estaba en la morgue, Liliana González Zamarripa, de 25 años. Había acudido a jugar.
Junto a ellos, María Aurelia Monsiváis Estrada quería saber de su hermana María Guadalupe, de 26 años, que recargaba fichas:
“Laboraba en la parte de enfrente. Dicen que no nos van a dar información de los que salieron a pie, sólo de los que enviaron a los hospitales. Vamos al hospital y no nos dan nada.
“Mire, nada más de ver el edificio, duele. No es posible que personas inocentes con familia estén ahí tiradas, algunas tapadas. ¿Cómo es que hay gente que no se tienta el corazón para hacer este tipo de cosas? Dicen que tal vez a los que estaban hasta adelante los dejaron salir, pero no se sabe. ¡Dios mío!”
Un grupo de hombres, bien vestidos, de clase media alta, se mueven de un lado para otro. Sus ojos están desorbitados. Sólo uno comenta que no encuentran a su esposa y a tres hermanas de ella:
“¿Cómo se ha llegado a este extremo con el gobierno? No hace nada, se queda con los brazos cruzados, sigue haciéndose de la vista gorda…”
Mientras tanto, la cifra de muertos ya subió a 51; al principio, se rumoraba que sumaban 75.
Claudia Treviño pide auxilio. No da con su tía Elsa Martínez de Morales, de 72 años:
“Por favor. Nadie me informa. No sabemos nada. Mi tía venía con frecuencia. Es muy, muy triste, es una catástrofe. Pinche gobierno.”
Se resbala su llanto.
Un integrante de la Cruz Verde asegura que unos murieron quemados, pero la mayoría se intoxicaron, y que nadie recibió balazos.
Otra trabajadora del Royale, del turno de la mañana, cuenta:
“El casino estaba abierto las 24 horas. En total laboramos 170 personas. A esa hora se calcula que había 300 gentes, entre clientes y personal. La salida de emergencia, que está en la azotea, estaba muy chiquita. Conocía a muchos compañeros. ¡Qué horror y tristeza!”
No intenta contenerse:
“No puede ser que pase esto. ¿Cómo regresarles la vida? No le deseo nada malo a nadie, pero me hubiera gustado que un hijo del presidente hubiera estado aquí, un hijo del gobernador o un hijo del procurador. Para que sintieran este dolor y se comprometieran a luchar de verdad por el ciudadano. Lástima, los jodidos siempre son los más jodidos, y les vale.
“Perdón por lo que digo, pero a este país ya se lo llevó la chingada. Puras mentiras nos dicen, no somos pendejos.”
Se limpia sus ojos con su suéter:
“Estoy cansada de todo esto, disculpen.”
MONTERREY, NL.- “¿Por qué?, ¿por qué matan a gente trabajadora e inocente? ¡No es justo! ¡No…!”
Es Julia, quien reconoce el cuerpo de su hija, del mismo nombre. Tenía 24 años. En tanto, varios grupos lloran en la entrada del Servicio Médico Forense (Semefo).
La joven Julia era soltera y trabajaba en el Casino Royale. Su mamá prosigue consternada:
“Aún no la puedo sacar. Esperaremos el resultado de la autopsia. Creo que murió por el humo.”
Casi todo el rostro lo tiene mojado. Ya no puede hablar y su mirada se halla perdida. Su otra hija que la acompaña aún no da crédito.
Según médicos forenses, llegaron 52 cuerpos, de los cuales 42 son mujeres. Han sido identificados 46. Corre la voz de que los demás quedaron totalmente quemados.
La mañana del viernes 26 es nublada, pero la temperatura llega a 24 grados. Nadie está quieto. La oficina de información es un torbellino: gente entrando y saliendo todo el tiempo.
En el Semefo no hay lista de los fallecidos ni de los que han sido identificados. Los presentes reflejan dolor y tristeza. Cerca de 15 personas, instaladas en la entrada de la morgue, buscan familiares y amigos. Se molestan porque no hay quién les informe. La mayoría pretende hallar a mujeres mayores de 60 años a las que gustaba “distraerse en el lugar”.
Sale Luis de donde yacen los cuerpos, con los ojos rojos.
Vio a su primo Jesús, de 30 años, otro trabajador del Royale:
“Está muerto, está muerto… apenas llevaba una semana allí. No encontraba trabajo. Buscaba, buscaba y buscaba, y nada. De repente aquí le dieron chamba. Dejó hijos chicos. ¡No se vale!, ¡no se vale!…”
No habla más ni menciona su nombre completo:
“No quiero que me hagan propaganda. Sólo exijo que el gobierno ya pare todo esto. ¿De qué se trata? Que viene al rato el presidente… ¿a qué? Si sólo viene a hacer acto de presencia para la foto, lo considero como burla. En lugar de que ayude a los familiares de los asesinados y de verdad haga algo por Monterrey… Y nada. Donde sea, te matan sin deberla ni temerla.”
Prefiere no continuar, pero golpea con su puño derecho la pared. Suena su celular y se aleja para contestarlo.
“Calderón sólo es un teatrero”
María ya casi no ve por la inflamación de sus ojos:
“Vine a identificar a mi mamá; ella trabajaba en ese sitio. Ya la identifiqué. Me dicen que no tengo servicio para el panteón, y a muchos les están dando. Mi mamá tenía 58 años. Era muy trabajadora. No puedo creer que esté muerta, no puedo. Le encontraron quemaduras, aún no me dicen cómo falleció. Ya no quiero saber, ¿para qué? Qué triste, qué triste…”
Una mujer humilde de 60 años busca a una amiga de su edad que siempre estaba en el segundo piso:
“No la encuentro. No tengo su celular. Creo que no tiene familia. No hay listas de nada. Ojalá y aparezca. Me dicen que para entrar a la morgue debo traer su acta de nacimiento o una credencial de elector de ella o una foto de ella. No tengo nada de eso. Y debe acompañarme un familiar. Ya me voy porque me siento muy mal, se me baja la presión.”
Le ofrecen comida gratis en una carpa pequeña instalada a unos 10 metros. Y una psicóloga de la Secretaría de Salud de Nuevo León le proporciona sus datos, “por si necesita el servicio”.
También las funerarias aprovechan el momento, dan su publicidad, como Valle de la Paz. Los empleados de Protecto, empresa que asesora “en momentos difíciles” para “soluciones rápidas”, ofrecen su tarjeta de presentación, que reza: “Cremaciones, traslados, locales y foráneos”.
Policías, guardias, médicos, gente de la procuraduría, periodistas, abogados, familiares de víctimas, salen y entran de la pequeña oficina de información. A todos les piden los documentos para que puedan ver la lista, pero no la muestran.
Algunas sillas de plástico instaladas en la entrada del depósito de cadáveres se hallan ocupadas por familiares de fallecidos. No paran de sollozar. No platican nada entre ellos, no pueden.
Unos hacen fila. Les explican con detalle lo que deben entregar, pero no entienden, sólo muestran su tristeza y preocupación.
“En estos momentos me siento muy nerviosa, parece que estoy volando, no estoy concentrada”, externa Carmen, quien busca a su mamá de 58 años que acudió con amigas al casino.
Don Gabriel, de siete décadas cumplidas, cuenta que busca a su esposa. Se reserva su nombre:
“No entiendo nada, no tengo cabeza para nada, para qué demonios viene Calderón, sólo es un teatrero, queremos soluciones, ya no podemos, todo está muy mal.”
Tres familias de evidente buena posición económica esperan los cuerpos de sus muertos. No dan declaraciones. Sólo exigen que se acabe la violencia.
“Ya no podemos más –señala uno de ellos, un muchacho de unos 20 años–, este gobierno no hace nada”, lamenta.
Todo es caos. Muchos continúan preguntando por la lista. Siguen saliendo de la morgue personas desconsoladas. Se niegan a las entrevistas. Y nadie los consuela.
Atrás del Semefo se ubica el Hospital Universitario. Allí, de los 10 heridos que ingresaron, sólo permanecen tres. Dos son mujeres que, en breve, serán dadas de alta. Tampoco existe una lista. No hay ventanilla alguna para informar.
Un chofer que espera a una de las internadas, su prima, exige a través de este medio:
“Los políticos de ahora no merecen ningún respeto. Por fortuna mi ser querido está bien. Pero no debió morir tanta gente. Han dejado que México se hunda en todos los sentidos. Si no pueden terminar con el crimen organizado, que renuncien ya, pero ya…”
Por “los verdaderos culpables”
Es el jueves más difícil que ha vivido Monterrey. Así lo consideran sus habitantes. Son las 16:30 horas. La avenida San Jerónimo se ha cerrado, y el tráfico de autos se ve a lo lejos. Sobresalen los sonidos de diferentes sirenas. Hay 14 patrullas. En tanto, los bomberos intentan apagar el fuego del local de apuestas. Ambulancias del gobierno y privadas pasan entre el humo que apesta.
La fachada del Royale –edificio con 10 mil metros cuadrados de construcción– ha sido totalmente destruida. Una de sus paredes laterales, que daba a la avenida San Jerónimo, se derrumbó. Los dos pisos son consumidos por el fuego.
El Ejército vigila, lo mismo que personal de la procuraduría y de la policía federal y local. Pero no dan cuenta de nada. La gente que, desesperada y asustada, se les acerca para saber de sus conocidos, amigos o familiares, sólo escucha: “Llame a Locatel”.
Lo que queda del Royale no se aprecia bien por el humo. Se ve que la cocina y el restaurante son lo más dañado del edificio, en el primer piso. En la entrada se encontraba el Bingo, un juego de azar al que concurría la mayor parte de los clientes. Atrás eran los baños. Arriba, dicen, se hallaban las maquinitas.
Sacan y sacan cuerpos. No dejan que se acerque nadie. Primero eran seis, luego 23, siguió creciendo la cifra: 36.
Pasan las horas.
Una joven jugadora sale del local en estado de shock:
“Entraron tres tipos. Uno estaba todo pelón. Me sacaron con su arma. Ya no sé más. Mucha gente salió por la azotea. Yo sí vi que se llevaban a algunos… no sé, no sé. Rociaron gasolina. Ya no quiero decir más.”
Laura García llega por su tía Elsa Martínez de Morales, de 72 años:
“Venía a jugar. No saben nada de su paradero. Ni ella se ha reportado, y no contesta su celular. Quiero gritar y llorar…”
Temerosa, una señora indaga el destino de su mamá, Petra Bustos Velázquez, de 63 años:
“Siempre juega aquí. Venía con mi hermana Ana, quien sí alcanzó a salir, pero de mi mamá no sabemos nada.”
Su hermana le contó que entraron dos personas con armamento y empezaron a sacar a la gente. “Cuando mi hermana se regresó a buscar a mi mamá, uno con su arma le dijo que se saliera”.
Señala que “no iban contra la gente, sino contra el casino. Rociaron todo con gasolina y a varios los sacaron a punto de pistola”.
Su hermana fue trasladada al Hospital Universitario porque se le bajó el azúcar. “Se puso muy mala, pero de mi mamá nadie nos quiere dar razón, no hay nada de información”.
Finaliza llorando:
“Qué miedo. Qué tristeza. Todo está todo fuera de control.”
Ya es de noche. Después de tres horas el fuego es controlado. El casino queda destruido. Sólo se alcanzan a apreciar escombros de color negro. Son las 20:30 horas. Llega el procurador general de Justicia de Nuevo León, Adrián de la Garza, quien informa que son 40 los muertos, cifra que “podría incrementarse”. No relaciona el suceso con el crimen organizado hasta “realizar las investigaciones”.
Tampoco hace contacto con la gente que espera algún dato de sus familiares. Algunos se enojan:
“Sólo viene a hacer su show y no sabe nada, no dice nada, y no hay listas, nada. Queremos saber a quiénes enviaron al hospital. Sólo quieren aparecer en la televisión.”
Trabajadora de la cocina del Royale desde hace un año, Clara Ibarra, de 29 años, mira con abatimiento el inmueble destruido. Cuenta a este semanario:
“Vine a ver a mis compañeros. Salí a las tres de la tarde, más temprano que de costumbre. Lo que nunca hago, siempre me quedo hasta más tarde, a las cuatro. Llegando a casa me enteré de lo que pasó. Me salvé.”
–¿Cuánta gente estaba trabajando a la hora del hecho?
–Había un buen en el turno, cerca de cien.
–¿Cuántos clientes dejó?
–Había pocos porque era temprano, unos 80. Si hubiera sido a las siete u ocho de la noche estaríamos hablando de más muertos. Es jueves de tardeada. Empezaba a las cinco. Consistía en promociones que dábamos cada hora. Había Bingo, maquinitas y apuestas de carreras.
Una mesera amiga suya, que salió ilesa, le narró:
“Llegaron apuntándoles y los sacaron. Que la intención no era agredir a la gente, pero aventaron las bombas y la gente salió volando. Les valió. Me preocupa que no encontramos a una compañera llamada Julia.”
Con agobio, expresa que era su fuente de trabajo “y ahora ya se acabó”. Sigue:
“Tengo miedo. Ya no sabes si estás bien en un trabajo. Estás luchando por ganarte la vida y llega alguien y te la quita nomás porque sí. Les pedimos a las autoridades que paren esto porque al paso que vamos ya no habrá Monterrey, de tanta gente que se ha muerto injustamente.
“La gente que venía aquí era adulta, acudía a distraerse. Sobre todo mujeres. Eran personas mayores que no tenían la facilidad para pararse y correr. Podían ser sus papás o abuelitos y les valió. Ojalá y las autoridades encuentren a los culpables, pero a los verdaderos.”
Al país “se lo cargó la chingada”
Siguen sacando cuerpos del Royale. No paran el rescate. Las sirenas aún suenan en todo su estertor. Se ha controlado el fuego, el humo disminuyó. Otra trabajadora, que no quiso ser nombrada, asegura que todo estaba monitoreado: “Hay gente que debe tener imágenes de quiénes eran y cómo llegaron”.
Conmovida, agrega que toda la gente fallecida se asfixió. “Ya con tanto humo, cómo corres”.
El olor a quemado es fuerte. Se observan los dos pisos en cenizas. Nada se salvó.
Por la parte de atrás, cuatro trabajadoras, de 30 a 45 años, del turno de la noche, recuerdan que hace seis meses ya había sido baleado el casino. Las citaron para ver a la supervisora, pero no la encontraron. Su rostro muestra confusión y susto. Manifiestan “mucha, pero mucha tristeza”, y se dicen preocupadas “por haber perdido el trabajo”.
Una resalta:
“Bueno, es mejor estar vivas. Me siento muy mal por la gente que murió. Me siento impotente. Estoy mal, muy mal. Ya es mucho castigo. Cada rato hay balazos.”
Piden no escribir su nombre. Una de ellas alza la voz:
“Ahora quiero trabajar en otro lado, ya no en un casino, no, porque en todos ha habido balazos. Pero esto es una tragedia. No es posible que pase esto, ya es demasiado. Bueno, dicen que el casino es de Jorge Hank, pero no sabemos.”
La voz de otra de ellas sobresale:
“Cuentan que el casino Caliente, que sí es de Hank, es el único que se ha salvado, no le han hecho nada.”
Se acerca un joven. Desea saber si hay una lista. No halla a su hermano, que era guardia de seguridad en el Royale, Francisco Leobardo Robledo Guerrero, de 30 años. Tenía menos de un año trabajando ahí:
“No se ha contactado desde que sucedieron las cosas. No sabemos nada de él. Nadie nos responde. No hay atención. Del lado de San Jerónimo llegó el procurador, y sus guaruras no me dejaron acercarme. ¿De qué se trata? Dicen que nos ayudarán, y no es cierto.
“La situación está muy grave, muy grave, y nadie se responsabiliza.”
De regreso a la avenida San Jerónimo, dos varones se abrazan. Uno llora desconsoladamente… grita. Le avisaron que su hermana estaba en la morgue, Liliana González Zamarripa, de 25 años. Había acudido a jugar.
Junto a ellos, María Aurelia Monsiváis Estrada quería saber de su hermana María Guadalupe, de 26 años, que recargaba fichas:
“Laboraba en la parte de enfrente. Dicen que no nos van a dar información de los que salieron a pie, sólo de los que enviaron a los hospitales. Vamos al hospital y no nos dan nada.
“Mire, nada más de ver el edificio, duele. No es posible que personas inocentes con familia estén ahí tiradas, algunas tapadas. ¿Cómo es que hay gente que no se tienta el corazón para hacer este tipo de cosas? Dicen que tal vez a los que estaban hasta adelante los dejaron salir, pero no se sabe. ¡Dios mío!”
Un grupo de hombres, bien vestidos, de clase media alta, se mueven de un lado para otro. Sus ojos están desorbitados. Sólo uno comenta que no encuentran a su esposa y a tres hermanas de ella:
“¿Cómo se ha llegado a este extremo con el gobierno? No hace nada, se queda con los brazos cruzados, sigue haciéndose de la vista gorda…”
Mientras tanto, la cifra de muertos ya subió a 51; al principio, se rumoraba que sumaban 75.
Claudia Treviño pide auxilio. No da con su tía Elsa Martínez de Morales, de 72 años:
“Por favor. Nadie me informa. No sabemos nada. Mi tía venía con frecuencia. Es muy, muy triste, es una catástrofe. Pinche gobierno.”
Se resbala su llanto.
Un integrante de la Cruz Verde asegura que unos murieron quemados, pero la mayoría se intoxicaron, y que nadie recibió balazos.
Otra trabajadora del Royale, del turno de la mañana, cuenta:
“El casino estaba abierto las 24 horas. En total laboramos 170 personas. A esa hora se calcula que había 300 gentes, entre clientes y personal. La salida de emergencia, que está en la azotea, estaba muy chiquita. Conocía a muchos compañeros. ¡Qué horror y tristeza!”
No intenta contenerse:
“No puede ser que pase esto. ¿Cómo regresarles la vida? No le deseo nada malo a nadie, pero me hubiera gustado que un hijo del presidente hubiera estado aquí, un hijo del gobernador o un hijo del procurador. Para que sintieran este dolor y se comprometieran a luchar de verdad por el ciudadano. Lástima, los jodidos siempre son los más jodidos, y les vale.
“Perdón por lo que digo, pero a este país ya se lo llevó la chingada. Puras mentiras nos dicen, no somos pendejos.”
Se limpia sus ojos con su suéter:
“Estoy cansada de todo esto, disculpen.”