Carta abierta a los magistrados de la SCJN
Gabriela Patishtán y Héctor Patishtán, hijos de Alberto.
Foto: Germán Canseco
Foto: Germán Canseco
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Hay que decir, en honor a la verdad, que el Poder Judicial y ustedes, que son su más alta instancia, tienen un extraño gusto por la injusticia y el desprecio. Nunca pude entender por qué se negaron a ir a los diálogos que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad sostuvo con los poderes de la nación en el castillo de Chapultepec. No obstante que una buena parte de la impunidad que existe en nuestra nación y una buena parte de los inocentes que están en las cárceles son consecuencia del Poder Judicial, ustedes, resguardados en la opacidad, la intocabilidad y la omisión que siempre ha caracterizado al poder que representan, se han negado desde hace mucho a aceptar o a decir algo sobre la gran responsabilidad que el Poder Judicial tiene en la tragedia humanitaria que vive la nación.
Si me permito decirles esto, que hace mucho tenía ganas de decirles, es porque recientemente, el 6 de marzo de 2013, una parte de ustedes rechazó el recurso de inocencia que el profesor Alberto Patishtán Gómez presentó ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) después de 12 años de un calvario atroz. Tres votos en contra (José Ramón Cossío, Jorge Pardo y Alfredo Gutiérrez) y dos a favor (Olga Sánchez Cordero y Arturo Saldívar) bastaron para ratificar, con esa extraña y horrenda paz del verdugo, la condena al sufrimiento de un hombre inocente. A pesar de la ausencia del debido proceso, como en el caso de Florence Cassez; a pesar de la demostrada fabricación de pruebas en su contra, de su tarea en favor de la gente –en 2010 Samuel Ruiz le entregó en la cárcel el premio JTatic Samuel JCanan Lum—, a Patishtán se le ratificó su condena de 60 años. Con ello cometieron un doble crimen: no sólo el inocente sacrificado selló para siempre la impunidad de los verdaderos verdugos, sino que los policías asesinados, en la masacre que se le atribuye a Patishtán, jamás encontrarán justicia.
¿Cuál fue el criterio que los llevó a liberar a la francesa Cassez y a ratificar la sentencia del indio tzotzil Patishtán? ¿Los indios siguen siendo, para quienes imparten la justica en México, sujetos de desprecio y criminales, no obstante su inocencia? Les pregunto esto porque al comparar los dos casos algo no cuadra. En ambos, el debido proceso estuvo viciado desde el origen. En ambos, sin embargo, hay una diferencia. Mientras Cassez sigue siendo sospechosa del crimen que se le atribuyó (ella alcanzó su libertad sólo y únicamente porque su proceso estaba tan viciado que era imposible saber si era o no culpable), Patishtán es inocente. A las tremendas irregularidades de su proceso se suma, por parte de sus abogados, la demostración de su inocencia. ¿Por qué entonces una está libre y el otro preso? ¿Su aplicación de la justicia depende de los intereses y de las presiones políticas o criminales? En todo caso, su negativa al recurso de inocencia de Patishtán no honró a la justicia, sino al crimen.
Su negativa, lejos de darnos una esperanza, nos ratifica que entre la brutalidad criminal, la ineptitud y la corrupción de las policías, y la opacidad de los jueces en sus sentencias, los ciudadanos sólo conocemos el miedo y la desconfianza ante quienes dicen protegernos e impartir justicia. Desde hace casi dos años, con un proceso perfectamente documentado, esperamos las sentencias de los asesinos de mi hijo Juan Francisco y de sus amigos. Desde hace 12, con un proceso viciado y la demostración de su inocencia, esperamos la liberación de Patishtán. Pero ni unas ni otra han llegado. Hemos visto, en cambio, cómo unos jueces sin escrúpulos liberaron al asesino confeso de Rubí Frayre Escobedo y cómo su madre, Marisela, era asesinada delante del Palacio de Gobierno de Chihuahua…
Fragmento del análisis que se publica en la edición 1899 de la revista Proceso, ya en circulación.
Si me permito decirles esto, que hace mucho tenía ganas de decirles, es porque recientemente, el 6 de marzo de 2013, una parte de ustedes rechazó el recurso de inocencia que el profesor Alberto Patishtán Gómez presentó ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) después de 12 años de un calvario atroz. Tres votos en contra (José Ramón Cossío, Jorge Pardo y Alfredo Gutiérrez) y dos a favor (Olga Sánchez Cordero y Arturo Saldívar) bastaron para ratificar, con esa extraña y horrenda paz del verdugo, la condena al sufrimiento de un hombre inocente. A pesar de la ausencia del debido proceso, como en el caso de Florence Cassez; a pesar de la demostrada fabricación de pruebas en su contra, de su tarea en favor de la gente –en 2010 Samuel Ruiz le entregó en la cárcel el premio JTatic Samuel JCanan Lum—, a Patishtán se le ratificó su condena de 60 años. Con ello cometieron un doble crimen: no sólo el inocente sacrificado selló para siempre la impunidad de los verdaderos verdugos, sino que los policías asesinados, en la masacre que se le atribuye a Patishtán, jamás encontrarán justicia.
¿Cuál fue el criterio que los llevó a liberar a la francesa Cassez y a ratificar la sentencia del indio tzotzil Patishtán? ¿Los indios siguen siendo, para quienes imparten la justica en México, sujetos de desprecio y criminales, no obstante su inocencia? Les pregunto esto porque al comparar los dos casos algo no cuadra. En ambos, el debido proceso estuvo viciado desde el origen. En ambos, sin embargo, hay una diferencia. Mientras Cassez sigue siendo sospechosa del crimen que se le atribuyó (ella alcanzó su libertad sólo y únicamente porque su proceso estaba tan viciado que era imposible saber si era o no culpable), Patishtán es inocente. A las tremendas irregularidades de su proceso se suma, por parte de sus abogados, la demostración de su inocencia. ¿Por qué entonces una está libre y el otro preso? ¿Su aplicación de la justicia depende de los intereses y de las presiones políticas o criminales? En todo caso, su negativa al recurso de inocencia de Patishtán no honró a la justicia, sino al crimen.
Su negativa, lejos de darnos una esperanza, nos ratifica que entre la brutalidad criminal, la ineptitud y la corrupción de las policías, y la opacidad de los jueces en sus sentencias, los ciudadanos sólo conocemos el miedo y la desconfianza ante quienes dicen protegernos e impartir justicia. Desde hace casi dos años, con un proceso perfectamente documentado, esperamos las sentencias de los asesinos de mi hijo Juan Francisco y de sus amigos. Desde hace 12, con un proceso viciado y la demostración de su inocencia, esperamos la liberación de Patishtán. Pero ni unas ni otra han llegado. Hemos visto, en cambio, cómo unos jueces sin escrúpulos liberaron al asesino confeso de Rubí Frayre Escobedo y cómo su madre, Marisela, era asesinada delante del Palacio de Gobierno de Chihuahua…
Fragmento del análisis que se publica en la edición 1899 de la revista Proceso, ya en circulación.
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