¿Qué sabemos de la muerte?
José Cueli
La injerencia militar de las potencias no ha reducido la barbarie del cruento conflicto tribal; simplemente ha dado respaldo de blindados y fuerza aérea a una de las barbaries. Al igual que en Libia y, antes en Afganistán e Irak, la doble moral ha quedado exhibida hoy día en Costa de Marfil. Como dice el editorial de nuestro periódico el martes pasado. El episodio muestra la urgencia de exigir a las naciones occidentales más contención y buena voluntad ante los conflictos que desgarran a varias naciones de Asia y África; y menos entusiasmo por el uso de la fuerza militar; más y más ayuda efectiva para el desarrollo y menos bombardeos; más sentido de la responsabilidad nacional y conciencia de la legalidad internacional, y menos injerencias armadas, tan inescrupulosas como ineficaces.
El problema que planteamos aquí, como señala Emmanuel Levinas, es el siguiente: ¿acaso la relación con la muerte del prójimo no revela su sentido, no lo articula por la profundidad de la repercusión, del miedo que se siente ante la muerte de otros? ¿Es acertado medir ese temor con arreglo al conatus, la perseverancia en mi ser, su comparación con la amenaza que pesa sobre mi ser, amenaza que se presenta como única fuente de afectividad? En Heidegger, el origen de toda afectividad es la angustia, que es una angustia por el ser (el miedo está supeditado a la angustia, es una modificación de ella). ¿El miedo es algo derivado? La relación con la muerte está concebida como experiencia de la nada en el tiempo. Aquí buscamos otras dimensiones de sentido, tanto para el sentido del tiempo como para el sentido de la muerte.
Y es que la realidad, hasta donde es permitido conocerla, sobrepasa la peor ficción. Los acontecimientos y la tragedia la desbordan, el lenguaje se ve rebasado y la conciencia no alcanza a procesar lo que presenciamos; la racionalidad y la cordura no encuentran asidero posible.
A pesar de que la historia, aparentemente, ha dado cuenta de episodios bélicos anteriores de estos acontecimientos, no sólo parece no servirnos de algo, peor aún, no hemos entendido nada. Más bien pareciera que ni siquiera se ha registrado en la memoria, como si no hubiese dejado huella ni inscripción alguna. ¿Cómo intentar dar cuenta de semejante fenómeno?
Si el asunto se juega entre las coordenadas de la memoria, la repetición, el olvido, la destructividad y la muerte, una referencia obligada son las reflexiones de Jacques Derrida en torno al concepto de Freud acerca de la pulsión de muerte, que el destacado filósofo francés enlaza al asunto del archivo y la memoria. Sin ambages, el pensador calificaba este tipo de desastres como archivos del mal y, al respecto, concluía: “… archivos del mal disimulados, destruidos, prohibidos, desviados (reprimidos)”.
Su tratamiento es a la vez masivo y refinado en el curso de guerras civiles o internacionales, de manipulaciones privadas o secretas. Nunca se renuncia, en el inconsciente mismo, a apropiarse de un poder sobre el documento, sobre su posesión, su retención o su interpretación.
El asunto del archivo y la memoria resulta en extremo complejo. Derrida empieza por cuestionarse si no habría que comenzar por intentar puntualizar el asunto del archivo y se pregunta: “¿No es preciso comenzar por distinguir el archivo de aquello a lo que con demasiada frecuencia, en especial a la experiencia de la memoria y el retorno al origen, más también lo arcaico y lo arqueológico, el recuerdo o la excavación, en resumidas cuentas la búsqueda del tiempo perdido? Exterioridad de un lugar, puesta obra topográfica de una técnica de consignación, constitución de una instancia y de un lugar de autoridad (el arconte, el arkheion, es decir, frecuentemente el Estado, e incluso un Estado patriárquico o fratiárquico). Tal vez sería la condición del archivo”.
Con esta propuesta enlaza el sicoanálisis y la problemática del archivo. Para él, el texto freudiano insiste sobre la teoría de la archivación (Eindruck, druck, drücken). Para Freud esa archivación no sería sólo pérdida sino, a decir de Derrida, resultaría más bien una tesis irresistible, ya que apuntaría a una perversión radical, a la diabólica pulsión de muerte, de agresión de destrucción, como consecuencia, una pulsión de pérdida. Ello conduce al olvido, a la amnesia, a la aniquilación incluso del archivo, como memorias de la muerte. La pulsión de muerte es lo que más tarde Derrida llamará mal de archivo.
Las imágenes, los acontecimientos, los argumentos y las acciones bélicas brutales e irracionales que presenciamos en África o en México son claro ejemplo del mal de archivo, del mal radical, de la pulsión de muerte, que, borrando su archivo, acecha silenciosa y furtiva a la humanidad entera.
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