Los amorosos
Carlos Martínez García
Tomo el título del poema de Jaime Sabines para tratar la cuestión
del amor en los actos de gobierno y la política. El asunto ha sido abordado de
variadas formas a raíz de que Andrés Manuel López Obrador diera a conocer, en
estas páginas, su propuesta
Fundamentos para una república amorosa(La Jornada, 6 de diciembre).
En el sector de lopezobradoristas que han apoyado irrestrictamente al
personaje desde su campaña presidencial de 2006, la nueva propuesta del
candidato de la izquierda electoral para los comicios del año entrante ha sido
vista desde distintas perspectivas. Para unos se trata de un lema electoral que
es necesario en un ambiente caracterizado por la violencia, argumentan que el
recurso discursivo amoroso es imprescindible porque mucha gente necesita
escuchar algo distinto a la realidad que la flagela.
Para otros y otras, dentro del amplio abanico del movimiento que encabeza
López Obrador, el asunto del amor como motor para la acción política
necesariamente tiene que ir más allá de lo meramente discursivo. Es más una
reconstrucción ética, que nace de convicciones morales abrevadas en muchas
fuentes. A varias de éstas se refirió Andrés Manuel (las llama
reservas morales) en el artículo antes citado. La fuente a que más recurrió en su escrito es la Cartilla moral de Alfonso Reyes.
El mayor helenista mexicano dice en su pequeña obra, publicada en 1944, que
el ser humano “debe educarse para el bien. Esta educación, y las doctrinas en
que ella se inspira constituyen la moral o ética […] Todas las religiones
contienen también un cuerpo de preceptos morales, que coinciden en lo esencial.
La moral de los pueblos civilizados está toda contenida en el cristianismo”.
Reyes replica lo que varios autores del siglo XIX mexicano intentaron al
redactar catecismos cívicos y/o políticos, contribuir a formar ciudadanos
virtuosos, que a su vez con su virtuosidad contribuyesen a crear un entorno
social más hospitalario para todos.
En las trincheras opuestas a todo lo que sea y signifique Andrés Manuel López
Obrador, la propuesta de la república amorosa está dando para todo tipo de
acerbas críticas. Algunas de ellas demandan mayor sustancia programática sobre
cómo tomaría forma lo amoroso en el contexto de permanente enfrentamiento entre
las elites de los distintos partidos políticos. Otros críticos más lo han tomado
a chunga, y lanzan mordaces bromas contra López Obrador y quienes adoptan el
discurso fraternal.
Es importante discutir, razonar, dialogar acerca del amor y su papel en la
construcción de nuevos y mejores horizontes para el gobierno y los ciudadanos.
Ya en lo que el tema tiene de pertinente históricamente dentro de las fuerzas de
izquierda ha sido referido ayer en estas páginas por Luis Hernández Navarro
(
El amor en campaña). Es un grave error banalizar el asunto, pero también lo es romantizarlo sin caer en cuenta que el amor tiene sus entretelones, y que no son fáciles de abrir.
Concuerdo con la propuesta de López Obrador sobre la urgencia de que el país
se funde sobre bases firmes, una de ellas la honestidad. Si la honestidad
ciudadana, y sobre todo de sus gobernantes, resulta de fuertes convicciones
morales, el fruto es bueno para todos y todas. Pero corresponde a las
instituciones del Estado crear los marcos legales y las instancias que hagan
realidad su cumplimiento por aquellos que buscan, y se organizan, para evadir el
acatamiento de normas necesarias para salvaguardar la armonía social. Uno de los
pendientes en una real transición democrática es la penalización a los altos
grados de deshonestidad de las elites políticas. Si la persuasión moral no es
suficiente para hacer que se conduzcan honestamente en sus muy bien remunerados
puestos gubernamentales, que sean los inescapables efectos de las leyes y su
inmediata aplicación los que sirvan como diques a su voracidad. A escala lo
mismo debe ser cierto para ciudadanos que vulneran el bienestar de otros
ciudadanos.
La otra base sobre la que desea edificar Andrés Manuel la república amorosa
es la justicia. En nuestro país campea la injusticia, y una gran parte de ella
es resultado histórico de la maquinaria gubernamental en sus distintos niveles.
Cuando desde las instancias oficiales de procuración de justicia se fabrican
horrores ilegales y penales, cuando el encubrimiento político de la corrupción
galopante se mediatiza y deja pasar por correligionarios del corrupto en turno
(
para no dar armas a los enemigos), cuando desde el poder se deja el mensaje a la sociedad de que lo cotidiano es la impunidad, no nos espantemos de que en buena parte de esa sociedad haya aventajados discípulos de esos connotados maestros. Es inaplazable que las instituciones del Estado mexicano se reorienten para caminar por el sendero de la justicia.
Un programa político y de gobierno hace bien al manifestar que busca
implantar la honestidad y la justicia como características esenciales de su
funcionamiento interno, a la vez que sean puentes para su trato con los
ciudadanos. El otro elemento de la triada que busca implantar Andrés Manuel
López Obrador en la conciencia del país es el amor. Aquí entramos en terrenos
más difíciles, en tierras que competen al fuero interno de cada quien. No se
puede amar por decreto de nadie, hace falta un proceso personal (aunque no
individualista) para decidir reorientar la vida y ponerla al servicio de los
demás.
Disyuntiva final
Luis Linares Zapata
El asueto de fin de año se lleva también las nebulosas que
continuamente la opinocracia inyecta en el ánimo colectivo. Poco a poco se va
asentando la ruta a seguir en el definitorio año 2012. La disyuntiva que se le
presenta a los mexicanos, ya bien definida desde hace tiempo, ahora se torna
transparente. Y la trascendencia de la decisión, implícita en la venidera
elección muestra, a las claras, su complicada realidad. No hay de otra: será
inevitable elegir entre dos modos distintos de conducir los asuntos públicos. Y
habrá que inclinarse por alguna de las dos rutas delineadas en la presente
contienda. Habrá, en fin, que inclinarse por alguna de esas dos opciones de
convivencia ofertadas ante la soberana voluntad del pueblo.
No existe, en sentido estricto y en la actualidad, el deseado tripartidismo.
Dos agrupaciones partidarias, las del PRI y el PAN, ofrecen horizontes y métodos
casi idénticos. Las diferencias entre ellas dos son, ciertamente, menores,
indistinguibles. Las disonancias las dan, si acaso, los rostros o las sonrisas
aunadas al catálogo de promesas y cánticos que, por lo demás, se entonan al
unísono. Ninguna inquietud sobresale del conjunto de frases lanzadas al viento,
sólo planos de voces intercaladas, sustituibles unas por otras. Los dos coros,
uno de panistas y el otro de la innoble coalición formada alrededor del PRI
(Verde y Panal), responden a las pulsiones que emanan desde las meras cúspides
del poder establecido. Es en ese ambiente donde anidan y donde se nutren sus
comunes intereses, diseñados para regocijo de las élites y plagados de rampante
desigualdad.
En el lado opuesto del cuadrilátero ha ido puliendo sus rasposas aristas una
opción que, a pesar de su destierro, a pesar del ninguneo con que se le ha
tratado, se levanta, con valores propios, como una esperanza de cambio real. Un
cambio que bien puede considerarse radical por las consecuencias distributivas
que acarrea en su médula espinal. Y no la podrán hacer de lado a pesar de las
tácticas para esquivar su masiva presencia. No podrán arrinconarla, destazarla,
destriparla tal como hicieron en 2006. La fuerza de su ofrecimiento, empapado en
honrada justicia solidaria, le aporta el cuerpo requerido para atraer la
simpatía de buena parte del electorado.
Son, en efecto, dos las coordenadas que orientarán el futuro ciudadano. Una,
la más conocida, tiene que ver, como se ha dicho hasta el cansancio, con la
continuidad del orden establecido. Una experiencia que acumula ya más de 30 años
de escaso crecimiento, cruentos manojos de penurias, descontento generalizado,
inserción subordinada a la globalidad y crisis recurrentes forma el sello que
distingue al modelo impuesto. Es el distintivo, inequívoco, que lo acompaña y
que, con gemelas ofertas de pura forma, trata de prolongarse a pesar de los
golpes y fracasos sufridos. Poco es lo que puede esperarse que no sea más de lo
mismo. Las chatas promesas de cambio que vienen enarbolando los abanderados
promovidos desde el poder cupular chocan de frente con la estridente realidad.
Tampoco se adivinan mejores tiempos sólo porque tales promesas de seguridad y
cambio devengan de acicalados candidatos que proclaman, con voz meliflua, su
alegada capacidad para conducir los esfuerzos colectivos hacia puerto distinto
al actual. Y no lo son, porque la biografía de todos ellos destaca el mismo
ambiente de élite desprendida de la base de sustento. Los adalides lanzados al
ruedo de las campañas son individuos amasados por sus patrones y empujados por
compactas cuadrillas de socios. Sus posiciones han sido dictadas y se arrellanan
con los privilegios de sus mentores o de esos sus cómplices en múltiples
negocios. Es por ello que las simpatías que se les adhieren provienen, en su
mayoría, del espectro ideológico de la derecha, tal como revela, con precisión,
la encuesta publicada por el diario Reforma (Enfoque, 18/12/11). De
esta singular manera, es, y será, de necios, esperar que personas con similares
instrumentos, ya probados en sus limitantes, procreen ideas renovadoras,
justicieras, humanas. Es y será fútil enrolarse con candidatos aprisionados por
rituales y conductas inerciales, esperando resultados diversos, innovadores,
capaces de sostener el anhelado bienestar.
La otra opción de gobierno es una que aparece como alternativa para modular y
conducir, con arraigados valores, la convivencia. Una que es distinta en origen
y, más todavía, con pretensiones de semilla fundadora. Una, en fin, que se
plantee la renovación integral de la sociedad. Propuesta que no ha surgido de la
casualidad y, menos aún, de una mente calenturienta. Pues, a pesar de la versión
malévola que corre por ahí, tampoco la apadrina un mesías supuestamente tropical
o un grupúsculo de seguidores iluminados. Versión ideada y esparcida desde los
conspicuos retablos de la opinocracia, ciertamente de corte clasista. Los
pretendidos efectos disolventes de tal conseja y crítica, sin embargo, se
estrellan ante el empuje de los de abajo, la mera causa eficiente que define su
existencia y, sobre todo, le da contenido a sus pretensiones de bienestar.
El fin del mundo
José Steinsleger
Sería azaroso preguntarse si el fin del mundo ya aconteció,
transcurre día a día, o si el que viene en camino tomará forma de bola de fuego
destructora de todo lo existente, conllevando ciertas propuestas de última hora
para arrepentirnos de nuestros desmanes terrenales.
En los primeros meses del año, los medios de comunicación más importantes de
Estados Unidos divulgaron la profecía del ingeniero y pastor Harold Camping
(89), quien profetizó el día del juicio final para el 21 de mayo de 2011, cuando
un violento terremoto marcaría el inicio de la cuenta regresiva a las 6 pm, hora
del Este.
Camping afirmó que los no creyentes pagarían caras sus burlas, viviendo un
calvario de terror:
cinco meses de fuego, azufre y plagas forzarían a los ateos, agnósticos y creyentes de otras confesiones a temblar de miedo.
Grupos de ateos profesionales rechazaron el vaticinio y diseminaron ropas de
desprovista de cuerpos ascendidos. Otros soltaron muñecas sexuales infladas con
helio, y en 26 de los 50 estados de la Unión la empresa Bart Centre abrió el
sitio web Eternal Earth Bound Pets, ofreciendo el rescate y adopción de
las mascotas de los cristianos seleccionados para ir al cielo.
El anuncio del sitio no se prestaba a dudas existenciales: “Prometiste tu
vida a Jesús. Ahora estás a salvo. Pero cuando llegue el Éxtasis… ¿qué sucederá
con las amadas mascotas que dejes atrás?” En pocas horas, 259 creyentes no
tuvieron reparos en celebrar con los ateos pragmáticos un contrato válido por
diez años: 135 dólares por la primera mascota, y 20 más por mascota
adicional.
La empresa garantizaba que el animal tendría compañeros, cuidados y amor
aunque sus amos cristianos se hubieran ido al cielo. Aunque también advirtió que
si el fin del mundo no llegaba en el día y a la hora señalados, no habría
devolución de dinero. Pero eso sí: de llegar “… todos los rescatistas serían
notificados para que se pongan en acción”.
Luego de que el fatídico acontecimiento no tuvo lugar, los escuchas de Radio
Family, emisora fundada por el pastor en San Francisco (1958), y con sede en
Oakland (66 repetidoras nacionales), fueron enterados de que en lugar de la
profecía se había producido un
terremoto espiritual.
Casting añadió: “He probado, matemáticamente, que todos y cada uno de los
creyentes en mi profecía son los verdaderos, y están seguros eternamente con
Dios en el cielo… y el resto serán aniquilados por completo junto al mundo
físico en su totalidad, el 21 de octubre de 2011”.
Muchos de los seguidores del religioso renunciaron a sus empleos y vendieron
todas sus pertenencias. Sin contar casos más graves, como la madre que estuvo
por matar a sus dos hijos, o la niña rusa que se quitó la vida. Acerca del
dinero de los donantes, Casting manifestó que no sería devuelto, pues “… nunca
le decimos a nadie lo que debe hacer con sus posesiones. Esto es totalmente
entre ellos y Dios”.
Casting ya había pronosticado el fin del mundo para el 21 de mayo de 1988. Y
cuando el vaticinio falló, publicó el libro titulado ¿1994?, donde
afirmaba que el evento se postergaba para el 6 de septiembre de 1994.
La profecía del 21 de octubre pasado tampoco se hizo realidad, y los ateos
organizados decidieron otorgar al pastor el Premio Ig Nobel 2011 (a la
ignominia), junto con Dorothy Karting, quien predijo el fin del mundo en 1954,
así como Pat Robertson lo anunció en 1982, Elizabeth Clare Prophet en 1990, Lee
Jang Rin en 1992 y Credonia Mwerinde en 1999.
Parecería que en asuntos apocalípticos, el día del juicio final cuenta menos
que la opción creer/no creer. Soplando el polvo de When profecy falls
(libro publicado en 1956 por los sicólogos estadunidenses Leon Fesinger,
Henry Riecken y Stanley Schachter), el bloguero Alejandro Agostinellei concluyó
que conviene no tomar el asunto a la ligera.
Periodista y editor del sitio Factor 302, Agostinelli subrayó algunos
párrafos de la referida investigación, donde se dice que la actitud de
compromiso hacia el sistema de creencias es tan fuerte que casi ninguna otra
acción es preferible. En el fondo, puede ser menos doloroso tolerar la
disonancia cognitivaque desechar la creencia y admitir que uno ha estado equivocado.
Por consiguiente, no importa cuán profunda sea la diferencia entre la
expectativa y la realidad. En ambos casos, los fieles cerrarán los ojos ante las
evidencias de que sus creencias están erradas.
Agostinelli ofrece también la percepción del antropólogo de la religión
Alejandro Frigerio, quien sostiene que la llamada
disonancia cognitivamenospreciaría la
plasticidad de los sistemas de creencias. O lo que es igual: siempre se podrá elaborar algún contrargumento o justificación, minimizando la inventiva de la gente a jugar con estos sistemas que nunca están sistematizados.
Si yo creo en el principio más general de una voluntad divina –sostiene
Frigerio–, puedo aceptar sin disonancia tanto la idea de que ésta quiera acabar
con la humanidad, como que después nos quiera dar otra oportunidad.
Ahora sólo cabe esperar y tener fe para el 2012. Las profecías de los mayas
no han dicho (aún) la última palabra.
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