Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

domingo, 2 de diciembre de 2012

El regreso del PRI- Decisiones, dudas y violencia- La transición de la transición: ¿hacia dónde?, ¿hasta cuándo?

El regreso del PRI
Arnaldo Córdova
Foto
Aspecto del enfrentamiento entre manifestantes y policías ayer en el centro de la ciudad
Foto Alfredo Domínguez
Con frecuencia, se ha venido discutiendo acerca del comportamiento que tendría el PRI una vez que asumiera de nuevo el gobierno de la República (cosa que ayer ocurrió en medio de un enorme aparato de protección policiaca y militar que fue un insulto a la ciudadanía, a la democracia y a las mismas instituciones republicanas). Sobre todo, se ha hecho patente, por parte de una inmensa mayoría de la población (por lo menos las casi dos terceras partes que no votaron por el candidato priísta), un muy justificado temor de que, con el nuevo presidente, el viejo partidazo reinstaure el modo autoritario de gobierno y, en primer término, la sucia corrupción y la impunidad que ahogaron al país durante decenios.
 
Ciertamente, parece haber razones más que suficientes para afirmar que la vuelta del PRI al gobierno estará mucho más acotada de lo que estaban sus anteriores regímenes autoritarios. Ya no pueden alegar una sobrerrepresentación popular; los priístas mismos se quedaron boquiabiertos al saber que habían ganado la Presidencia de la República con varios puntos de ventaja sobre el segundo lugar, pero sus votos equivalieron a poco más de 38 por ciento del total de los emitidos. Ya no pueden formar las mayorías parlamentarias absolutas de antaño. Y, entre otras cosas, la propia Presidencia ha perdido el antiguo poder entre constitucional e ilegal.
 
Se ha aducido también el hecho de que hoy hay una institucionalidad que impide, como nunca lo hizo en el pasado, el abuso del poder. Para empezar y es el dato más fuerte, tenemos hoy un Congreso plural que funciona sobre la base de una tupida y constante negociación entre todas las fuerzas políticas que vuelve limitados y, a veces, truncos, los propósitos autoritarios, vengan de donde vinieren. Se habla también de las instituciones electorales y de aquellas de control de la información o de regulación de los privados en los negocios. Tendríamos, así, formalmente, un verdadero cerco de contención que acota ya al autoritarismo.
 
Yo no estoy muy seguro de la eficacia de nuestras instituciones en el esfuerzo por democratizar la vida política del país y anular los impulsos autoritarios del poder. Nuestro democrático Congreso nos ha regalado adefesios legislativos como la nueva reforma laboral o la ley de asociaciones público privadas que van directamente en contra de los intereses del grueso de nuestra población, que es la que marca las pautas de la democracia en cualquier país. Las democracias sin el pueblo o con un pueblo fingido desaparecieron hace poco más de cien años. Nuestras instituciones democráticas y democratizadoras, sencillamente, son muy poco confiables.
 
Muchas instituciones destinadas a prevenir y a atacar la ponzoña de los monopolios sólo actúan para favorecer a esos monopolios. La presidenta del Ifai, sin razones claras, decidió proteger el secreto bancario, a sabiendas de que es la caparazón que alimenta toda clase de negocios turbios y malolientes que envenenan la economía. Nuestras instituciones electorales podrán alegar que actuaron, en las más diferentes circunstancias, amparadas en la ley y en la Constitución; pero es un hecho que, para una buena mitad de la ciudadanía, sus decisiones en 2006 y 2012 no fueron confiables, eso, por decir lo menos. La impresión es que todas esas instituciones, a la hora de la verdad, se rinden ante la voluntad de sus amos detentadores del poder.
 
Los priísas son portadores de varios estigmas. Por un lado, una gran mayoría sabe que siguen siendo los mismos como políticos y que, como tales, son para desconfiar. Por otro lado, por lo menos desde la época de Miguel de la Madrid (1982-1988), los tricolores han dejado de ser los antiguos nacionalistas y populistas que fueron desde los tiempos que siguieron a la Revolución y ahora, a la vista de todo mundo, se han derechizado tanto o más que los panistas. Eso se ha notado en todas sus decisiones políticas que han sido, recurrentemente, medidas de apoyo y promoción de los intereses de las élites del poder económico, nacionales y extranjeras, y en contra, de manera radical, de los intereses populares que alguna vez defendieron como parte de su ideario político.
 
Enrique Peña Nieto lo ha venido a confirmar con las primeras iniciativas o anuncio de intenciones que ha hecho desde los días de la campaña electoral. Fue el candidato de las derechas mexicanas y no se arredra ante posible críticas cuando hace sus planteamientos antinacionalistas (como en el caso del petróleo) o antipopulares (como cuando obligó a las bancadas priístas a que votaran a favor de la reforma laboral de Calderón; sólo las protestas y las presiones que vinieron de algunos sectores de su partido lo obligaron a moderar el talante derechista de la propuesta del presidente). Su gobierno estará al servicio del gran capital y de los intereses más retrógrados y reaccionarios del país.
 
Podría pensarse que hay muchos priístas que no están contentos con el derrotero derechizador de su partido, que lo ha vuelto casi indistinguible del PAN. Pues, si los hay, francamente no se ven o ni siquiera se notan. Hace menos de dos semanas, el líder del tricolor, Pedro Joaquín Coldwell, afirmó que, a los escépticos, que juzgan que el regreso del PRI significa el retorno del pasado, hay que hacerles notar que este es otro país y el nuestro es otro partido que, siendo fiel a sus raíces, tiene la mira puesta en el futuro (La Jornada, 17/XI/2012). De hecho, ése es el nuevo leitmotiv de los priístas. No quieren saber si su partido se viene derechizando; ellos están contentos con el ritornello de sus dirigentes de que el suyo es un partido de nuevo cuño.
 
Se piensa también que los gobernadores priístas se han convertido en una fuerza en sí misma y que el futuro mandatario tendrá que lidiar con ellos, como nueva plataforma de intereses hacia adentro y hacia fuera. No confío mucho en la autonomía de los gobernadores del tricolor. Frente a un poder tan colosal como el que se pone en manos de Peña Nieto, los gobernadores, juntos o separados, poco podrán hacer en contra y, eso, si es que de verdad son un poder independiente. Ya veremos cómo, uno por uno, al igual que lo ha hecho Manlio Fabio Beltrones, el único que se enfrentó por el poder al mexiquense, irán apechugando y rindiéndose al que manda de verdad.
 
Los priístas apestan a los mismos olores del pasado, sólo que ahora son más derechistas. Como se vio en la campaña electoral, siguen practicando las malas artes de la política y, ahora con el poder presidencial en sus manos, lo veremos más a menudo. Probablemente, volveremos a repetir con nuestro gran dramaturgo Rodolfo Usigli: Dondequiera encuentras impostores, impersonadores, simuladores; asesinos disfrazados de héroes, burgueses disfrazados de líderes; ladrones disfrazados de diputados, ministros disfrazados de sabios, caciques disfrazados de demócratas, charlatanes disfrazados de licenciados, demagogos disfrazados de hombres. ¿Quién les pide cuentas? Todos son unos gesticuladores hipócritas. (El gesticulador, Ed. Stylo, México, 1947, p. 127)
 
Decisiones, dudas y violencia
Tras tomar posesión como presidente de la República, Enrique Peña Nieto formuló una serie de compromisos de gobierno sin duda necesarios. El primero de ellos fue emprender un viraje en la estrategia de seguridad vigente hasta el sábado pasado a fin de poner al Estado al lado de las víctimas y familiares e incluir en ella el combate a las adicciones, el rescate de los espacios públicos y la promoción de proyectos productivos; asimismo, ofreció enviar al Congreso una iniciativa de reforma para unificar en uno solo los 33 códigos penales –de las 32 entidades más el federal– con el propósito de crear mejores condiciones para combatir la impunidad.
Por otra parte, el político mexiquense se comprometió a emprender, en un plazo no mayor a dos meses, una cruzada nacional contra el hambre; a establecer un seguro de vida para jefas de familia; a reducir a 65 años la edad requerida para ser incluido en las pensiones del programa de adultos mayores; a promover una reforma educativa que incluiría la creación del servicio civil de carrera docente y terminar con las plazas magisteriales vitalicias y hereditarias; a restablecer en el país el transporte ferroviario de pasajeros; a licitar dos nuevas cadenas de televisión abierta, ampliar el acceso a la banda ancha y propiciar una mayor competencia en telefonía, transmisión de datos, televisión y radio. Por último, Peña Nieto prometió elaborar un proyecto de Ley Nacional de Deuda Pública y Responsabilidad Hacendaria que buscaría acotar el endeudamiento de los gobiernos estatales.

Las decisiones referidas son plausibles, en principio, pero está por verse las concepciones y los medios a utilizar para concretarlas. En el caso de la cruzada contra el hambre, por ejemplo, puede tratarse de un programa para enfrentar la marginación y la miseria o si se piensa en un plan asistencialista más como los que viene poniendo en práctica el Ejecutivo federal desde tiempos de Salinas. Por lo que hace al prometido cambio en la estrategia de seguridad, cabe preguntar si el nuevo presidente podrá deslindarse con facilidad de las inercias bélicas y violentas inducidas por su antecesor en el cargo. En lo referido a la reforma educativa, es claro que la propuesta de Peña Nieto podría colocarlo en una ruta de colisión con la dirigencia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), encabezada por Elba Esther Gordillo. En cuanto a los acotamientos legales al endeudamiento de las entidades federativas, la propuesta tendrá que vencer las previsibles resistencias de los gobernadores, priístas en su mayoría.
Lo cierto es que Peña Nieto asumió, junto con el cargo presidencial, compromisos formidables cuyo cumplimiento será seguido muy de cerca por un país agraviado por la violencia, exasperado por la persistencia del modelo económico neoliberal y asfixiado por las enormes limitaciones de la institucionalidad democrática formal.
 
Algo de esos malestares se dejó sentir ayer en forma violenta en el curso de las movilizaciones de protesta por la asunción del propio Peña Nieto. Sin afán de justificar las agresiones contra las fuerzas del orden ni de condonar los excesos cometidos por éstas en la contención de las protestas, las lamentables confrontaciones de ayer, que dejaron un saldo de varios heridos, algunos de ellos graves, y decenas de detenidos, tienen como telón de fondo un encono social que ha sido privado de cualquier cauce legal de expresión.
 
No debe pasar inadvertido, por último, que la agresividad exhibida ayer por grupos de manifestantes contrastó sobremanera con el carácter cívico y pacífico de las abundantes movilizaciones realizadas en el curso de este año por las principales corrientes que desde septiembre pasado optaron por desconocer al mexiquense como presidente: #YoSoy132 y el Movimiento Regeneración Nacional. Tal contraste lleva a preguntarse en qué medida el actuar de los grupos violentos pudo haber sido inducido desde algún ámbito del poder público o de los poderes fácticos que operan en el país. Ni las bombas molotov ni la brutalidad policial benefician a ninguno de los protagonistas abiertos y asumidos de la escena política ni al país en general y es por ello necesario despejar los muchos puntos oscuros que arrojan las lamentables confrontaciones ocurridas ayer en los alrededores del Palacio Legislativo de San Lázaro y en diversos puntos del Centro Histórico de la capital de la República.
Protesta-Hernández
La transición de la transición: ¿hacia dónde?, ¿hasta cuándo?
Rolando Cordera Campos
Con el arribo del PRI a la Presidencia de la República se vuelve a hablar y a soñar, a veces como pesadilla, en una transición peculiar y circular, como la que hace lustros imaginaron los jóvenes turcos de la revolución neoliberal de los años noventa. Es claro que la transición política mexicana no es la suma simple de actos decisivos o providenciales, sino un proyecto complejo y sinuoso que se ha dado a ritmos diversos a lo largo del tiempo.
 
1997, cuando el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y la primera elección constitucional del jefe de Gobierno de la capital, es una fecha simbólica, poderosa, para rehacer la cronología de nuestra evolución reciente. De darle carácter fundacional, ese año marcaría también no un recodo, sino el fin de la transición a la democracia, entendida esta última como un sistema político plural y plenamente competitivo.

No hay consenso sobre esto, hasta el extremo de que el presidente Fox inauguró su gobierno proclamando que la transición se estrenaba. De tomarlo en serio, que en este caso y los demás es de alta peligrosidad, podría pensarse que la tristemente célebre alternancia no fue sino una jugarreta más del autoritarismo priísta presidencial el que, desde otro polo de la interpretación política, se presenta ahora como restauración.

Como quiera que haya sido y vaya a ser, mito fundacional o frustración permanente, lo cierto es que, desde 1988, la democracia a secas o como aspiración sin fecha de término, se volvió la lingua franca de la política nacional. De su capacidad para renovar el lenguaje político de todos, conforme a sus criterios maestros, depende y dependerá que, además, la democracia se vuelva forma de vida ciudadana, bien público. No lo es.

En tanto el vocablo remite siempre a la igualdad, no sobra insistir en que el discurso democrático no se restringe al proceso de conformación y transmisión del poder constituido, trasciende la igualdad ante las urnas y busca extenderse al plano de las relaciones sociales. Sólo así, se propone, pueden asegurarse dosis crecientes de cohesión social. Sólo así, podríamos agregar, se demuestra al ciudadano común el valor que para él tiene la democracia que se presenta también como forma de gobierno.

De cara al cambio de gobierno, hay que insistir: lo que está sobre la mesa es un cambio de régimen que le permita al país pasar del cambio de manos y mandos que auspician las urnas, al cambio de usos y la revisión de objetivos que los votos no dan por sí solos pero que sí exigen si se les estudia e interpreta con algún rigor y perspectiva histórica. De la democracia sin adjetivos que proclamó Enrique Krauze sin demasiado respeto por la historia tan bien cultivada por él, habría que pasar al Estado y el gobierno con objetivos, a cuya deliberación y determinación se renunció en aras del mercado que en la economía y la política todo lo curaría.

Los franceses solían llamar a los años que siguieron al fin de la Segunda Guerra los treinta gloriosos, en el mismo sentido que Eric Hobsbawm hablaba de la edad de oro del capitalismo. Los de la tercera posguerra, una vez pasada la parranda de la caída del muro y la euforia globalista, han sido más bien dolorosos y hoy amenazan con tornarse desastrosos. Algo parecido puede decirse de la primera quincena del México democrático.
 
Los procesos y resultados fundamentales del nuevo sistema político han sido duramente cuestionados en dos de las tres elecciones presidenciales ocurridas y no sólo por la academia o el grupúsculo, sino por casi un tercio del electorado que ha apoyado a una fuerza que cuestiona con fiereza la calidad del conjunto del sistema político. Junto con esto, el mal desempeño económico e institucional ha agudizado una cuestión social abrumada por la peor de las combinaciones imaginables: empleo desprotegido y mal pagado; pobreza de masas; desigualdad económica y social en todos los planos.
 
El Estado que presidió la transición no ha podido proveer los bienes básicos indispensables para una sociedad habitable y la inseguridad individual, física y social se ha apoderado de experiencias e imaginarios a todo lo largo y ancho de nuestra geografía.
 
Si de forjar un acuerdo nacional por México se trata hoy, lo primero es reconocer esa y otras realidades, para empezar a dar a la política un valor de uso que la aleje sostenidamente del absurdo sistema de costos y precios a que la ha llevado la gran confusión de la época: confundir el intercambio político ciudadano, siempre diálogo y deliberación comunicativa, con el toma y daca mercantil interminable, donde los supuestos expertos de la modernización aprenden a calcular el precio de lo que sea sin entender el valor de nada.
 
Al renunciar a cualquier pretensión de cambio de régimen, se ha convertido a la política normal en una suerte de anomalía serial, que sólo sirve para posponer no la crisis sino su reconocimiento. Al soslayar la debilidad enorme de las fuerzas sociales organizadas, se festina la precoz colonización que del espacio deliberativo formal hicieron los llamados poderes fácticos, mientras la gestión supuestamente democrática se alimenta de los estamentos corporativos que aseguraron su supervivencia con furtivos pactos con los gobiernos que emergieron en el mal llamado periodo de la alternancia.
 
Ahora, ante el desencanto social y el temor colectivo, para muchos habitantes del mundo tan raro en que ha desembocado el pluralismo representativo, sólo queda el griterío un tanto histérico que clama por las reformas que tanto necesitamos, mientras se busca poner en la congeladora las nuevas reglas y restricciones del pluralismo político.
 
Más que arrinconarlos, estos criterios primordiales requieren del oxígeno que sólo puede darles la ampliación democrática y la colonización del espacio público por la educación y la cultura. Con una pluralidad social extendida; severos problemas económicos y de desarticulación y desigualdad sociales; frente a la creciente y devastadora violencia criminal, la idea de una democracia que se retroalimenta de su segunda alternancia puede resultar desafiante y provocadora: nos obliga a preguntarnos si no vivimos más bien una profunda disonancia entre sus criterios fundamentales y la realidad cotidiana.
 
Es preciso reconocer, escribió Bobbio, que hasta ahora no se ha visto en el escenario de la historia otra democracia que no sea la conjugada con la sociedad de mercado. Pero hoy, con las crisis y los saltos devenidos retrocesos, habría que empezar a darnos cuenta de que el abrazo del sistema político democrático con el sistema económico capitalista es, al mismo tiempo, vital y mortal; o mejor dicho, es mortal además de vital.

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