Siria: La oposición se agrupa… y se arma
Simpatizantes del presidente sirio, Bashar Assad, durante una manifestación de apoyo en Damasco, Siria, el domingo 20 de noviembre.
Foto: AP
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El régimen de Siria, aislado y repudiado por la comunidad internacional, enfrenta ahora otra oposición… y ésta es interna. Unos cuantos militares que se han negado a participar en la criminal represión que ejerce Damasco contra civiles disidentes desertaron y crearon un embrionario ejército de liberación que ya tiene bases en Líbano y Turquía. Los opositores a Bashar al Assad también se organizaron en un Consejo Nacional de Transición que no está convencido de que la lucha armada sea la ruta a seguir para sacudirse la tiranía…
OUADI KHALED, LÍBANO (Proceso).- “Homs y Hama, dos de las ciudades sirias más golpeadas por las fuerzas de seguridad de su gobierno, están muy cerca de aquí. A sólo 40 kilómetros la primera. También lo están los soldados sirios, que podrían disparar contra nosotros si quisieran.
“No lo desean”, afirma Walid al Haddad, un capitán sirio que desertó en septiembre y cruzó la frontera hacia Líbano. “Aunque no se han atrevido a pasarse a este lado, espero que lo hagan, que venzan el terror que sienten. En todo caso no desean matar a sus hermanos”, comenta.
El encuentro se produce cerca de Ouadi Khaled, un pequeño pueblo en la esquina noreste de Líbano que siempre ha sido un lugar de paso para el contrabando. Ahora se ha convertido en una especie de base informal –hay otra en Turquía– del Ejército Sirio Libre (ESL), agrupación recientemente creada por soldados y oficiales que se han rehusado a participar en la sangrienta represión desatada por el presidente Bashar al Assad y su hermano Maher, jefe de las fuerzas armadas.
La ruta de infiltración en Siria ayuda a salir a simpatizantes de la oposición y sirve para introducir armas para las células del ESL que operan dentro de su país.
Al Haddad explica que el paso se ha complicado porque el gobierno ha sembrado miles de minas para proteger la frontera. “Pusieron minas anticarro”, ríe torciendo los labios, “como si tuviéramos tanques”. Entonces enuncia con seriedad lo que suena como una vaga esperanza: “Eso significa que sospechan que pronto desertarán unidades blindadas”.
La ventaja de que los soldados del otro lado tengan miedo de desertar, explica, es que son fuentes de información confiables: “Nos dicen dónde hay minas y dónde hay menos vigilancia”.
Golpes frescos
De unos 35 años, amable, nativo de Homs y armado con un fusil Kalashnikov, Al Haddad actúa con la calidez y amabilidad típicas de sus compatriotas. Sirve el té, que cae muy bien en el frío del otoño libanés, y acepta de buen grado las preguntas, aunque no las contesta todas. Aduce razones de confidencialidad militar. Pero se siente que no conoce la respuesta o que son cosas que no están resueltas… tan elementales como la estructura de mando del ESL. Hasta ahora, parece, cada quien hace lo que entiende que es necesario: los de Líbano, los de Turquía y los de una cantidad imprecisa de puntos en el interior de Siria.
“Hay comunicación, ¡sí que la hay!”, insiste, y pone como ejemplo que envían y reciben militantes que se mueven entre los distintos grupos, quienes llegan con mensajes e información. El principal canal de contacto, sin embargo, es la televisión árabe vía satélite, que transmite los videos caseros clandestinos.
Por la cadena saudita Al Arabiya, Al Haddad y dos de sus compañeros se enteraron –y celebraron con ruidosos aplausos– que cinco soldados más desertaron: aparecieron en la pantalla con una bandera del ESL y cada uno dio un breve discurso en el que se comprometió a luchar hasta la muerte. “Ya somos más de 15 mil hombres”, trata de convencer el capitán Al Haddad.
Cifras más o menos, estos tres estaban orgullosos. Sobre todo por los golpes recientes dados por el ELS nada menos que en la capital siria, Damasco: el pasado 16 de noviembre destruyó una base de la fuerza aérea en el suburbio de Harasta y cuatro días después –20 de noviembre– atacó con granadas la sede central del partido de los hermanos Assad, el Baas, en Damasco. Esos actos demuestran un salto cualitativo en las capacidades bélicas rebeldes.
Callar y obedecer
Un portavoz del ESL, sin embargo, rectificó el 21 de noviembre: su grupo no hizo nada contra las oficinas del Baas porque “nosotros no atacamos objetivos civiles”.
Así expresaban sensibilidad hacia las preocupaciones del exterior: tanto las del flamante Consejo Nacional de Transición Sirio (CNTS) –una especie de gobierno embrionario que pretende unir y coordinar a la variopinta oposición bajo el modelo del Consejo Nacional de Transición de Libia– que insiste en rechazar la violencia, como las de otros países de la región y las potencias occidentales que advierten del peligro de que Siria caiga en una guerra civil.
“Ya lo estamos viendo y no nos gusta porque estamos a favor de una oposición no violenta”, declaró la secretaria de Estado estadunidense Hillary Clinton el viernes 18. Seis días más tarde, Burhan Ghaliun, uno de los líderes del CNTS, llamó al ESL a “llevar a cabo acciones defensivas para proteger a quienes han desertado, así como para proteger las manifestaciones pacíficas, pero sin tomar acciones ofensivas contra el ejército.”
La represión en Siria ha sido brutal: cañoneras han disparado contra edificios habitados en el puerto de Latakia, baterías han bombardeado barrios residenciales en Homs y tanques han avanzado sobre grupos de manifestantes desarmados en Hama.
Los shabiha (“fantasmas”) –milicianos gobiernistas al estilo de los basiyíes de Irán– recorren las calles y buscan casa por casa a personas que por una causa u otra fueron anotadas en listas negras; cuando las encuentran, las asesinan. Grupos de trabajadores que regresaban a sus casas fueron masacrados en puntos de control carreteros, sólo por sospechas. Periodistas y blogueros han desaparecido como represalia por sus escritos. Militares que se negaron a disparar contra civiles han sido fusilados.
Un informe de la ONU dado a conocer el 28 de noviembre acusó directamente a Siria de cometer “crímenes contra la humanidad”, entre ellos los asesinatos de al menos 256 niños por las fuerzas de seguridad.
Desde el 15 de marzo, cuando inició la insurrección civil, la represión del régimen ha dejado como saldo 3 mil 500 personas muertas, según las estimaciones conservadoras de la ONU, pero la ONG europea Avaaz asegura que las víctimas mortales son 6 mil 500. De hecho, el 22 de noviembre el Consejo de Derechos Humanos de la ONU aprobó por 122 votos contra 13 una condena contra las “violaciones sistemáticas de los derechos humanos” que cometen las autoridades sirias.
A pesar de la violencia gubernamental la resistencia civil no ha cejado en ciudades como Daraa, Deiz ez-Zor, Rastan, Latakia y barrios de Damasco, además de Homs y Hama.
El que la resistencia persista en esta última tiene un significado especial: cuando una parte de sus habitantes se rebeló en 1982 –dentro del enfrentamiento entre el grupo Hermanos Musulmanes y el gobierno–, el hoy difunto Hafez al Assad, padre de Bashar y entonces presidente vitalicio, aplicó una ofensiva con armamento pesado que literalmente redujo a escombros el centro histórico y otros barrios de la ciudad. Los 20 mil muertos de ese año obligaron a los habitantes de Hama a callar y obedecer.
A la muerte de Hafez en 2000, tras 30 años en el poder, Bashar lo sucedió. Era visto como un reformista que liberalizaría el régimen y lo acercaría a Occidente.
No quiso o no pudo vencer la resistencia interna. En política exterior siguió siendo uno de los escasos aliados de Irán y apoyo de dos organizaciones islamistas: la chiita Hezbollah, en Líbano, y la sunita Hamas, en Palestina. En el discurso su postura oficial es de rechazo frontal al Estado de Israel (que en 1967 ocupó el Golán sirio… y aún lo conserva), pero en los hechos la frontera mutua ha sido la más tranquila en cuatro décadas.
En lo interno Siria mantuvo su condición de Estado represor donde el poder es privilegio de la corriente religiosa de los Assad, la alauita, que pertenece a la rama chiita del Islam y que es minoría (15%) frente a la mayoría sunita (75%). La alta oficialidad del ejército sirio es alauita, pero los rangos medios y bajos son sunitas.
Al Haddad y sus dos compañeros son sunitas. Pese a ello rechazan la idea de que se trate de un conflicto sectario: “No tenemos ningún problema con los alauitas, esto no es asunto religioso. Es de libertades, de derechos. Y es de oportunidades para la gente: la economía es un desastre pues está en manos de un grupo muy pequeño. Hay muchos alauitas pobres porque no pertenecen a él”.
Ellos creen que una gran parte de los militares desertaría si sintiera que hay oportunidad de ganar: “Lo que necesitamos son armas, que la comunidad internacional nos apoye. Y que imponga una zona de exclusión aérea”. Pero se apresura a precisar: “¡No como en Libia!”
Explican que no desean ver aviones militares occidentales en su cielo, hasta el momento. Pero sus dirigentes están cambiando de posición. El 16 de noviembre, el CNTS y los Hermanos Musulmanes declararon que están “abiertos” a una intervención de Turquía para “proteger al pueblo”.
Y el 24 de noviembre, Riyadh al-Asaad, uno de los jefes del ESL, fue más allá de pedir la zona de exclusión y habló de “la creación de un área segura” en territorio sirio para proteger a los civiles que huyen de la violencia, y de “ataques aéreos en ciertos blancos estratégicos que son cruciales para el régimen”.
Aislamiento
El régimen de los Assad se ha quedado casi aislado. Su único amigo es Irán. Después de que incumplió un acuerdo con la Liga Árabe para detener la violencia, este organismo suspendió su membresía y adelantó que le impondrá sanciones. El gobierno sirio enfureció aún más a sus vecinos al permitir que turbas oficialistas atacaran las embajadas de países como Arabia Saudita, Qatar y Turquía.
El 15 de noviembre el rey de Jordania pidió la renuncia de Assad. Y el 22 del mismo mes el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan, figura que ha alcanzado un gran liderazgo regional, hizo a un lado la cortesía diplomática para pedir un cambio: “Bashar al Assad sale y dice ‘pelearé hasta la muerte’. Por el amor de Dios, ¿contra quién peleas? Pelear contra tu propio pueblo hasta la muerte no es heroísmo. Es cobardía. Si quieres ver a alguien que pelea contra su gente hasta la muerte, mira a la Alemania nazi, mira a Hitler, a Mussolini”.
La inusual fuerza de esta declaración no significa, sin embargo, que en el interés de Turquía esté ir a la guerra con Siria, un país con el que tiene numerosos lazos económicos y con el que comparte una frontera muy complicada, en la que además se mueve el Partido de los Trabajadores del Kurdistán, una organización que desde los ochenta sostiene una guerra de guerrillas contra los turcos.
Y Occidente ha mostrado hasta ahora poco apetito por inmiscuirse.
Siria no es Libia: es un país más poblado, mucho más diverso geográficamente y también más delicado en un sentido estratégico debido a su posición central en una zona convulsa.
Al Haddad y sus amigos toman té y cuentan anécdotas jocosas sobre sus antiguos jefes. Esperan que tarde o temprano los soldados que vigilan la frontera deserten.
Sin embargo, la impresión que queda es que al ESL le falta mucho para constituirse en una milicia capaz de ser un reto para el ejército sirio, y que la fuerza de la rebelión seguirá descansando, como desde hace ocho meses, en la resistencia inaudita de un pueblo desarmado.
OUADI KHALED, LÍBANO (Proceso).- “Homs y Hama, dos de las ciudades sirias más golpeadas por las fuerzas de seguridad de su gobierno, están muy cerca de aquí. A sólo 40 kilómetros la primera. También lo están los soldados sirios, que podrían disparar contra nosotros si quisieran.
“No lo desean”, afirma Walid al Haddad, un capitán sirio que desertó en septiembre y cruzó la frontera hacia Líbano. “Aunque no se han atrevido a pasarse a este lado, espero que lo hagan, que venzan el terror que sienten. En todo caso no desean matar a sus hermanos”, comenta.
El encuentro se produce cerca de Ouadi Khaled, un pequeño pueblo en la esquina noreste de Líbano que siempre ha sido un lugar de paso para el contrabando. Ahora se ha convertido en una especie de base informal –hay otra en Turquía– del Ejército Sirio Libre (ESL), agrupación recientemente creada por soldados y oficiales que se han rehusado a participar en la sangrienta represión desatada por el presidente Bashar al Assad y su hermano Maher, jefe de las fuerzas armadas.
La ruta de infiltración en Siria ayuda a salir a simpatizantes de la oposición y sirve para introducir armas para las células del ESL que operan dentro de su país.
Al Haddad explica que el paso se ha complicado porque el gobierno ha sembrado miles de minas para proteger la frontera. “Pusieron minas anticarro”, ríe torciendo los labios, “como si tuviéramos tanques”. Entonces enuncia con seriedad lo que suena como una vaga esperanza: “Eso significa que sospechan que pronto desertarán unidades blindadas”.
La ventaja de que los soldados del otro lado tengan miedo de desertar, explica, es que son fuentes de información confiables: “Nos dicen dónde hay minas y dónde hay menos vigilancia”.
Golpes frescos
De unos 35 años, amable, nativo de Homs y armado con un fusil Kalashnikov, Al Haddad actúa con la calidez y amabilidad típicas de sus compatriotas. Sirve el té, que cae muy bien en el frío del otoño libanés, y acepta de buen grado las preguntas, aunque no las contesta todas. Aduce razones de confidencialidad militar. Pero se siente que no conoce la respuesta o que son cosas que no están resueltas… tan elementales como la estructura de mando del ESL. Hasta ahora, parece, cada quien hace lo que entiende que es necesario: los de Líbano, los de Turquía y los de una cantidad imprecisa de puntos en el interior de Siria.
“Hay comunicación, ¡sí que la hay!”, insiste, y pone como ejemplo que envían y reciben militantes que se mueven entre los distintos grupos, quienes llegan con mensajes e información. El principal canal de contacto, sin embargo, es la televisión árabe vía satélite, que transmite los videos caseros clandestinos.
Por la cadena saudita Al Arabiya, Al Haddad y dos de sus compañeros se enteraron –y celebraron con ruidosos aplausos– que cinco soldados más desertaron: aparecieron en la pantalla con una bandera del ESL y cada uno dio un breve discurso en el que se comprometió a luchar hasta la muerte. “Ya somos más de 15 mil hombres”, trata de convencer el capitán Al Haddad.
Cifras más o menos, estos tres estaban orgullosos. Sobre todo por los golpes recientes dados por el ELS nada menos que en la capital siria, Damasco: el pasado 16 de noviembre destruyó una base de la fuerza aérea en el suburbio de Harasta y cuatro días después –20 de noviembre– atacó con granadas la sede central del partido de los hermanos Assad, el Baas, en Damasco. Esos actos demuestran un salto cualitativo en las capacidades bélicas rebeldes.
Callar y obedecer
Un portavoz del ESL, sin embargo, rectificó el 21 de noviembre: su grupo no hizo nada contra las oficinas del Baas porque “nosotros no atacamos objetivos civiles”.
Así expresaban sensibilidad hacia las preocupaciones del exterior: tanto las del flamante Consejo Nacional de Transición Sirio (CNTS) –una especie de gobierno embrionario que pretende unir y coordinar a la variopinta oposición bajo el modelo del Consejo Nacional de Transición de Libia– que insiste en rechazar la violencia, como las de otros países de la región y las potencias occidentales que advierten del peligro de que Siria caiga en una guerra civil.
“Ya lo estamos viendo y no nos gusta porque estamos a favor de una oposición no violenta”, declaró la secretaria de Estado estadunidense Hillary Clinton el viernes 18. Seis días más tarde, Burhan Ghaliun, uno de los líderes del CNTS, llamó al ESL a “llevar a cabo acciones defensivas para proteger a quienes han desertado, así como para proteger las manifestaciones pacíficas, pero sin tomar acciones ofensivas contra el ejército.”
La represión en Siria ha sido brutal: cañoneras han disparado contra edificios habitados en el puerto de Latakia, baterías han bombardeado barrios residenciales en Homs y tanques han avanzado sobre grupos de manifestantes desarmados en Hama.
Los shabiha (“fantasmas”) –milicianos gobiernistas al estilo de los basiyíes de Irán– recorren las calles y buscan casa por casa a personas que por una causa u otra fueron anotadas en listas negras; cuando las encuentran, las asesinan. Grupos de trabajadores que regresaban a sus casas fueron masacrados en puntos de control carreteros, sólo por sospechas. Periodistas y blogueros han desaparecido como represalia por sus escritos. Militares que se negaron a disparar contra civiles han sido fusilados.
Un informe de la ONU dado a conocer el 28 de noviembre acusó directamente a Siria de cometer “crímenes contra la humanidad”, entre ellos los asesinatos de al menos 256 niños por las fuerzas de seguridad.
Desde el 15 de marzo, cuando inició la insurrección civil, la represión del régimen ha dejado como saldo 3 mil 500 personas muertas, según las estimaciones conservadoras de la ONU, pero la ONG europea Avaaz asegura que las víctimas mortales son 6 mil 500. De hecho, el 22 de noviembre el Consejo de Derechos Humanos de la ONU aprobó por 122 votos contra 13 una condena contra las “violaciones sistemáticas de los derechos humanos” que cometen las autoridades sirias.
A pesar de la violencia gubernamental la resistencia civil no ha cejado en ciudades como Daraa, Deiz ez-Zor, Rastan, Latakia y barrios de Damasco, además de Homs y Hama.
El que la resistencia persista en esta última tiene un significado especial: cuando una parte de sus habitantes se rebeló en 1982 –dentro del enfrentamiento entre el grupo Hermanos Musulmanes y el gobierno–, el hoy difunto Hafez al Assad, padre de Bashar y entonces presidente vitalicio, aplicó una ofensiva con armamento pesado que literalmente redujo a escombros el centro histórico y otros barrios de la ciudad. Los 20 mil muertos de ese año obligaron a los habitantes de Hama a callar y obedecer.
A la muerte de Hafez en 2000, tras 30 años en el poder, Bashar lo sucedió. Era visto como un reformista que liberalizaría el régimen y lo acercaría a Occidente.
No quiso o no pudo vencer la resistencia interna. En política exterior siguió siendo uno de los escasos aliados de Irán y apoyo de dos organizaciones islamistas: la chiita Hezbollah, en Líbano, y la sunita Hamas, en Palestina. En el discurso su postura oficial es de rechazo frontal al Estado de Israel (que en 1967 ocupó el Golán sirio… y aún lo conserva), pero en los hechos la frontera mutua ha sido la más tranquila en cuatro décadas.
En lo interno Siria mantuvo su condición de Estado represor donde el poder es privilegio de la corriente religiosa de los Assad, la alauita, que pertenece a la rama chiita del Islam y que es minoría (15%) frente a la mayoría sunita (75%). La alta oficialidad del ejército sirio es alauita, pero los rangos medios y bajos son sunitas.
Al Haddad y sus dos compañeros son sunitas. Pese a ello rechazan la idea de que se trate de un conflicto sectario: “No tenemos ningún problema con los alauitas, esto no es asunto religioso. Es de libertades, de derechos. Y es de oportunidades para la gente: la economía es un desastre pues está en manos de un grupo muy pequeño. Hay muchos alauitas pobres porque no pertenecen a él”.
Ellos creen que una gran parte de los militares desertaría si sintiera que hay oportunidad de ganar: “Lo que necesitamos son armas, que la comunidad internacional nos apoye. Y que imponga una zona de exclusión aérea”. Pero se apresura a precisar: “¡No como en Libia!”
Explican que no desean ver aviones militares occidentales en su cielo, hasta el momento. Pero sus dirigentes están cambiando de posición. El 16 de noviembre, el CNTS y los Hermanos Musulmanes declararon que están “abiertos” a una intervención de Turquía para “proteger al pueblo”.
Y el 24 de noviembre, Riyadh al-Asaad, uno de los jefes del ESL, fue más allá de pedir la zona de exclusión y habló de “la creación de un área segura” en territorio sirio para proteger a los civiles que huyen de la violencia, y de “ataques aéreos en ciertos blancos estratégicos que son cruciales para el régimen”.
Aislamiento
El régimen de los Assad se ha quedado casi aislado. Su único amigo es Irán. Después de que incumplió un acuerdo con la Liga Árabe para detener la violencia, este organismo suspendió su membresía y adelantó que le impondrá sanciones. El gobierno sirio enfureció aún más a sus vecinos al permitir que turbas oficialistas atacaran las embajadas de países como Arabia Saudita, Qatar y Turquía.
El 15 de noviembre el rey de Jordania pidió la renuncia de Assad. Y el 22 del mismo mes el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan, figura que ha alcanzado un gran liderazgo regional, hizo a un lado la cortesía diplomática para pedir un cambio: “Bashar al Assad sale y dice ‘pelearé hasta la muerte’. Por el amor de Dios, ¿contra quién peleas? Pelear contra tu propio pueblo hasta la muerte no es heroísmo. Es cobardía. Si quieres ver a alguien que pelea contra su gente hasta la muerte, mira a la Alemania nazi, mira a Hitler, a Mussolini”.
La inusual fuerza de esta declaración no significa, sin embargo, que en el interés de Turquía esté ir a la guerra con Siria, un país con el que tiene numerosos lazos económicos y con el que comparte una frontera muy complicada, en la que además se mueve el Partido de los Trabajadores del Kurdistán, una organización que desde los ochenta sostiene una guerra de guerrillas contra los turcos.
Y Occidente ha mostrado hasta ahora poco apetito por inmiscuirse.
Siria no es Libia: es un país más poblado, mucho más diverso geográficamente y también más delicado en un sentido estratégico debido a su posición central en una zona convulsa.
Al Haddad y sus amigos toman té y cuentan anécdotas jocosas sobre sus antiguos jefes. Esperan que tarde o temprano los soldados que vigilan la frontera deserten.
Sin embargo, la impresión que queda es que al ESL le falta mucho para constituirse en una milicia capaz de ser un reto para el ejército sirio, y que la fuerza de la rebelión seguirá descansando, como desde hace ocho meses, en la resistencia inaudita de un pueblo desarmado.
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