Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

viernes, 22 de marzo de 2013

Al papa Francisco, espinalmente- De la brecha al abismo- Perdonar lo imperdonable

Al papa Francisco, espinalmente
Jorge Mansilla Torres*
Me dirijo a su altísima investidura católica, papa Francisco, en procura de justicia y reivindicación de la memoria y el ejemplo de un sacerdote jesuita sacrificado cruelmente por el fascismo en Bolivia, hace 33 años.
 
El 22 de marzo de 1980, como usted recordará, fue asesinado en Bolivia el jesuita Luis Espinal Camps, cura tercermundista de amoroso prestigio entre la población boliviana. El servicio de Inteligencia del Ejército (SIE) ordenó su secuestro la noche del 21, se le aplicó brutal tormento físico durante seis horas en un matadero municipal y fue muerto a balazos al amanecer del sábado.
Unas nueve horas después, un indígena topó con el cadáver de Espinal en un sitio pedregoso de la periferia alta de La Paz. Estaba desnudo, amordazado, tenía las manos atadas a la espalda y en la autopsia le contaron siete perforaciones de bala calibre 38 en el cuerpo; tenía los ojos resecos por tanta lágrima echada.

Aquel suceso ha debido ser del conocimiento del obispo jesuita don Jorge Mario Bergoglio, que por entonces era el rector del Colegio Máximo de la  Universidad de San Miguel, en Buenos Aires, porque el deceso de un sacerdote en tan violentas circunstancias ocurre muy rara vez o, al decir de las abuelas, pasa a la muerte de un obispo.

El padre Espinal predicaba los alcances de la Teología de la Liberación y era periodista, crítico y guionista de cine. Junto con ejercer su sacerdocio, dirigía el semanario Aquí, fundado por él en 1978, de contenido antifascista, denunciante de la corrupción y el narcotráfico que marcaron la dictadura del general Bánzer (1971-77) y firme objetor de las presiones del FMI  para impedir la democratización y el ejercicio de las libertades, máxime si en esa época ocurrieron hasta tres golpes de Estado consecutivos.

Desde su número inicial, el periódico Aquí fue puesto en la lista de aversiones de la burguesía adolarada que explota al pueblo adolorido, como  mienta el refranero criollo. De Aquí, cuyo tiraje se agotaba en las calles en menos de dos horas, se dijo aforísticamente: Los diarios que no se venden son los más comprados

Contra ese hebdomadario y su valiente director se vaciaron amenazas públicas y anónimas,  oficiales y oficiosas, atentados dinamiteros y furibundos ataques mediáticos. El Diario, órgano emérito de la derecha, por ejemplo, le lanzó una pedrada editorial titulada Las espinas de Espinal, unas semanas antes de que el héroe jesuita fuera asesinado.

Papa Francisco, quienes quebraron la vida de Luis Espinal fueron señalados de inmediato por la opinión pública: el jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), coronel Luis Arce Gómez; los directores de los organismos de represión política Guido Benavides y Rafael Loayza; los agentes del Departamento de Orden Político  (DOP) Guillermo Moscoso, Julio Torres, Alberto Beto Chacón, Jorge Ramírez, Melquiades Torres y Galo Trujillo, así como los paramilitares Míster Atlas, Nayo, Loco Ormachea y Tombo Gemio, entre otros.

Ninguno de ellos fue denunciado penalmente y tampoco hay certeza de que la Compañía de Jesús, filial boliviana, hubiese iniciado alguna gestión judicial contra ese comando de criminales. Lo que sí consta a la sociedad civil es que hoy, ancianos e impunes, aquéllos cobran puntualmente el Bono Dignidad, una pensión económica mensual que otorga el gobierno democrático de Evo Morales a las personas mayores de 60 años.

No hubo juicio ni justicia para el padre Espinal. A Cristo al menos, y guardadas las distancias, sus enemigos le hicieron comparecer ante el Sanedrín de jueces alquilones, de Caifás fue a Pilatos y de éste a Herodes; el imperio romano le pidió, mofándose, hablar en defensa propia y Cristo no lo hizo. Espinal, empero, fue sacrificado en secreto, bajo la oscura noche de la cobardía y la venganza.

En 1983, un grupo de ciudadanos elevó un reclamo ante la Congregación para la Doctrina de la Fe, a cargo del arzobispo alemán Joseph Ratzinger, a sabiendas de que se trataba del ex tribunal del Santo Oficio medieval, la Inquisición. Obviamente, no se obtuvo respuesta alguna de esa dependencia, cernidora de la Teología de la Liberación y sus predicadores.

Tampoco, Su Santidad, hubo reacción ni pronunciamiento siquiera misericordioso del Vaticano cuando, en agosto de 1971,  otro sacerdote tercermundista, el oblato Mauricio Lefebvre, fue asesinado a balazos en La Paz  durante el golpe militar fascista organizado por el embajador de Estados Unidos, Douglas Henderson, y ejecutado por el coronel Hugo Bánzer para la posterior implementación de la imperialista Doctrina de la Seguridad  Nacional y su bastarda cauda, la  Operación Cóndor en los países del Cono Sur.

El padre Lefebvre, canadiense nacionalizado boliviano,  pagó con su vida haber oblado su sacerdocio a la defensa de los derechos humanos y a la denuncia del sistema de dependencia capitalista que sumía al país. Lo mataron cuando asistía en las calles a las víctimas del vendaval de pólvora golpista. Una ráfaga de metralleta Garant le dio en el pecho por ir a auxiliar a un médico también solidario, Pinto, que se desangraba en una esquina.

Los autores de la muerte de Lefebvre y de unos 220 patriotas muertos ese 21 de agosto de 1971 fueron identificados. Eran, además de la milicia republicana y de la Fuerza Aérea, los miembros del llamado Ejército Cristiano Nacionalista montado  por los coroneles Andrés Sélich y Mario Adett y activado por  paramilitares de apellidos Ivanovic, Eterovic, Cerruto, Valverde Barbery y una banda de forajidos denominada Los Marqueses.

Triunfante el golpe militar de Bánzer y de los partidos Movimiento Nacionalista Revolucionario y Falange Socialista, el ya ministro del Interior, Mario Adett, admitió que el padre Mauricio murió en enfrentamiento armado contra nosotros por haber tomado partido con los extremistas (Documental La otra cara de la moneda, de la Oficina del Filme, Montreal, Canadá, 1972).
 
En suma, el oblato Mauricio tenía también en su contra haber escrito un mensaje autocrítico el 12 de octubre de 1967, a sólo tres días de la ejecución, por órdenes de la CIA, del guerrillero Ernesto Che Guevara en La Higuera. Ese hombre, dijo en tal documento, arriesgó el pellejo y murió por sus ideas, y yo me  pregunto ¿cuántos de nosotros, curas de sacristía, estaríamos en aptitud de imitarlo, de morir por la palabra evangélica que proclamamos? (Libro Arriesgar el pellejo, Editorial Burillo, La Paz, 1983).
 
Vuelvo, papa Francisco, a Luis Espinal, que a sus 48 años, en la mera víspera de su martirologio,  el 20 de marzo de 1980,  escribió estas letras alumbradoras: “No hay que dar la vida muriendo. ¡Fuera los slogans que dan culto a la muerte! La revolución necesita de hombres lúcidos, conscientes y realistas, pero con ideal. Y si un día nos toca dar la vida, lo haremos con la sencillez de quien cumple una tarea más y sin gestos melodramáticos”.
 
Esas palabras son un mentís a la alegre declaración de otro jesuita, comunicador radiofónico en Bolivia, quien sostuvo que el padre Espinal era casi un suicida, él quería morir, él quería que lo maten (sic), aseveraciones hechas ante la periodista Paula Jordán Ramos, de La Prensa, el 20 de octubre de 2010.  
 
En abril de 1980,  usted, papa Francisco, decía, al inaugurar  una biblioteca en la Facultad  de Filosofía y Teología de la Universidad de San Miguel, que los jesuitas son doctrineros y constructores, hombres que cons­truyen la Iglesia con el arma de la doctrina, hombres que no temen adoctrinar incluso con las paredes que edifican. 
 
El doctrinero padre Espinal escribió 31 Oraciones a quemarropa que ahora están selladas en los muros de la memoria histórica de los bolivianos, católicos o no.  Una sola de esas oraciones tiene más contenido humano, Su Santidad, que el millar de editoriales que contra el gobierno de Evo Morales y el proceso de cambios anda escribiendo en La Paz un jerarca  jesuita que, al parecer, tiene la franquicia de administración de la verdad en Bolivia, porque en cada uno de sus artículos pregunta que reta: ¿Es o no es verdad? Eso no es verdad, le retrueca risueñamente el vulgo lector.
 
Hasta el Estado Mayor Ge­neral –distante unas 12 cuadras del lugar donde lo aprehendieron– fue llevado Espinal por sus captores esa medianoche del viernes 21 de marzo de 1980.  Allí fue agredido a bofetadas y patadas por el jefe de la Inteligencia mi­litar, Arce Gómez. Luego, desde ese edificio castrense al sur de la ciudad, la siniestra comitiva trasladó al jesuita hasta el matadero municipal de Achachicala, en el  extremo norte de La Paz, camino a El Alto, donde le infligieron cruel suplicio.
 
No hubo nunca silencio ni resignación en Bolivia por esos hechos. El domingo 23 de marzo, día del multitudinario acompañamiento que se dio a Espinal hasta su sepultura, en muchas calles de la ciudad apareció una pinta decidora: ¡Arcesino!
 
Los pueblos ungieron a Luis Espinal y Mauricio Lefebvre  como héroes de la liberación nacional. Sus nombres se honran en obras y espacios, desde la denominación de calles, plazas  y colegios hasta la invocación en los tributos laicos a la Pachamama, la madre tierra, por ejemplo, así como en las postulaciones políticas o familiares por la felicidad y la bienaventuranza.
 
Hago también de su conocimiento, papa Francisco, que aquel Arce Gómez fue encarcelado en los años 80 en Estados Unidos, acusado de narcotráfico. En abril de 1993 se lo extraditó a Bolivia y  fue condenado a 30 años de prisión,  junto al general Luis García Meza, cabecillas ambos de un cruento golpe de Estado.
 
El 17 de julio de 1980 –a cuatro meses de la muerte de Espinal– esos personajes y el ejército republicano provocaron  la muerte de unos 130 patriotas que, con gritos y piedras, se opusieron en las calles a una bien artillada acción golpista contra el débil gobierno de doña Lidia Gueiler, presidenta de Bolivia, quien estuvo siete meses en el mando ejecutivo sentada sobre fusiles humeantes.
 
Fue este mismo sicópata, Arce Gómez, quien dijo por la TV oficial, en abril de 1981,  que los bolivianos que se le opusieran deberían caminar con su testamento bajo el brazo. El general García Meza, a su vez, cumplió su promesa de ajustar cuentas (matar) con el intelectual socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz; el fatal amago fue dicho 28 días antes de la violenta asonada, según consignó el viernes 19 de junio de ese año el semanario Apertura, dirigido por la periodista católica Ana María Campero.
 
Aquel golpe de Estado, ha de ser bueno saberlo, respetado papa Francisco, fue cometido  como un primer globo de ensayo para demostrar que los cárteles del narcotráfico internacional podrían hacerse de cualquier gobierno en América Latina con la brutalidad armada o con prácticas seudodemocráticas bien forradas de dinero sucio, como denunció el periodista Gregorio Selser en su libro El cuartelazo de los cocadólares (Mex-sur Edi­torial,  1983).
 
Finalmente, deseo precisar que no impetro aquí sus buenos oficios ante la curia romana para que se declare beato ni proclame santo a Luis Espinal Camps. Como amigo suyo, su compañero en la facultad de periodismo (ISCTOP) de la Universidad Católica de La Paz (1977-79) y su colega en la conmocionada existencia del se­manario Aquí, sólo pido el reconocimiento vati­cano, la dignidad de exhibir su ejemplar vida comprometida con el destino de un pueblo de América Latina, la mención universal –que eso significa el fonema católico– de la identidad solidaria del irrepetible sacerdote jesuita. 
 
Papa Francisco, agradezco su disposición para considerar el objeto de este mensaje.
Espinalmente.
* Periodista y ex embajador del Estado Plurinacional de Bolivia en México
 
De la brecha al abismo
Gabriela Rodríguez
Hay nuevo papa, justo cuando la Iglesia católica parece no tener en qué sostener su autoridad moral. Si en algo estamos de acuerdo todos, creyentes y no creyentes, es que el momentum que vive esa Iglesia es crítico, está a la orilla del abismo, dice Bernardo Barranco.
 
Antes de ser papa y bien a tono con su formación jesuita, Jorge Bergoglio se caracterizó por un decidido intento de acercar la Iglesia católica a los pobres, tal vez el rasgo más distintivo con respecto a los dos anteriores pontífices, que hacían alarde de los lujos en que vivían. Sin embargo, a la hora de defender los derechos humanos de los pobres, el ex arzobispo de Buenos Aires no parece diferenciarse de los papas ni del resto de los obispos: tiene una posición ortodoxa, en especial al desconocer los derechos ligados a las libertades civiles y políticas del individuo, particularmente de las mujeres, de las personas menores de edad y de quienes tienen una orientación no heterosexual.

Sin simplismos y recurriendo a argumentos teológicos, Jorge Bergoglio considera que las mujeres son naturalmente ineptas para ejercer cargos políticos, al referirse a la candidatura presidencial de la senadora Cristina Fernández de Kirchner: El orden natural y los hechos nos enseñan que el hombre es el ser político por excelencia; las Escrituras nos demuestran que la mujer siempre es el apoyo del hombre pensador y hacedor, pero nada más que eso. Organizó en Argentina la oposición al matrimonio homosexual porque “La esencia del ser humano tiende a la unión del hombre y de la mujer como recíproca realización, atención y cuidado (…) El matrimonio precede al Estado, es base de la familia, célula de la sociedad, anterior a toda legislación y anterior a la misma Iglesia. De ahí que la aprobación del proyecto de ley en ciernes –se refiere a la que autorizó el matrimonio gay– significaría un real y grave retroceso antropológico”.

Calificar de ineptas para gobernar a las mujeres y considerar retroceso antropológico el matrimonio gay son actos de violación de los derechos humanos, es negar la dignidad humana de las mujeres, así como de lesbianas y homosexuales: si ni ellas ni ellos son seres humanos con igualdad de derechos, ¿entonces qué son?

Por eso es tan oportuna la publicación del libro De la brecha al abismo, título del libro colectivo que acaba de publicar la asociación civil Católicas por el Derecho a Decidir (CDD). Se trata de un conjunto de textos analíticos sobre el discurso de los obispos mexicanos, producto del seminario coordinado por Evelyn Aldaz y Consuelo Mejía, de CDD, y por Susana Lerner, de El Colegio de México. La considero una lectura indispensable para quienes están interesados en comprender el discurso de los obispos católicos mexicanos y su influencia en la sexualidad, la salud reproductiva y los derechos humanos. Los autores de los artículos son Ana Amuchástegui, Alberto Athié, Alejandro Brito, Carlos Fazio, Fernando González, Guadalupe Cruz, Julián Cruzalta, Lucía Melgar, Susana Lerner y quien escribe estas líneas.
 
Hay análisis de múltiples procesos culturales y políticos; aquí sólo doy introducción a algunos. Guadalupe Cruz relata la lucha por ordenar a las mujeres como sacerdotes, nos recuerda la excomunión de aquellas siete mujeres que fueron excomulgadas por haberse ordenado sacerdotes en un barco sobre el Danubio, hecho que llegó a valorarse en 2007 como delito penal, condena que no ha merecido ninguno de los sacerdotes por abuso sexual. Después de dar testimonio del encuentro de la comunidad eclesial como espacio para defender los derechos humanos, el ex sacerdote Alberto Athié explica el momento en que se vio orillado a renunciar: se dio cuenta de que dentro de la institución se contradecían los derechos, por más de 15 años denunció las violaciones a los derechos humanos de niñas y niños cometida por sacerdotes, obispos, cardenales y personalidades importantes en la estructura; lo más perverso de todo es que ese comportamiento no correspondía a personas aisladas, sino que era toda una conducta institucional y de carácter estructural. Para fray Julián Cruzalta, hay que relacionar la crisis de la Iglesia católica con la creciente importancia de los derechos humanos; existe una profunda relación entre la progresiva estima de los derechos humanos y el creciente desprestigio de la Iglesia católica, los derechos humanos ponen en evidencia la ambigüedad que entraña la Iglesia en sí misma, mientras el discurso clerical habla del amor sin límites y de generosidades heroicas, al mismo tiempo falta al respeto a muchas personas. No sólo los estados violan los derechos humanos, también lo hacen las iglesias y las organizaciones trasnacionales: se atenta contra la libertad de expresión, se queman libros prohibidos, se combate a quien opina diferente.
 
Silenciar en vez de detener la violencia son mecanismos que han permitido a la Iglesia sostener su autoridad, señala el investigador Fernando González. ¿Será por esa razón que nuestros políticos actuales veneran al Papa y a los obispos?
Perdonar lo imperdonable
José Cueli
Dios nunca se cansa de perdonar, pero nosotros a veces, nos cansamos de pedir perdón. Un poco de misericordia hace al mundo menos frío y más justo, afirmó el papa Francisco en una de sus primeras oraciones públicas como líder de millones de católicos en el mundo.
 
En relación con el perdón y los conflictos que tendrá que enfrentar el papa Francisco, reviso algunas notas escritas como parte de mi colaboración semanal en nuestro periódico. No en balde hay que regresar a los clásicos: Paul Ricoeur en Memoria, historia y olvido y el Psicoanálisis en la espléndida traducción de Adolfo Castañón y el comentario al Epílogo que amablemente me envió:

Estas tres partes desembocan en un Epílogo: el difícil perdón en que culminan las anteriores y donde el itinerario del libro y aun del propio Paul Ricoeur cobra un peso específico y de ética al vincular las artes de la memoria y del olvido con las cuestiones de la justicia y conferir así a la filosofía a la historia una resonancia mayor (por no decir una trascendencia) en el contexto de un mundo secularizado.

El perdón y el círculo de la amnesia, la amnistía y el olvido cierran una reflexión –la de Paul Ricoeur– iniciada a la luz preocupada de la memoria y de la historia con un elogio de la despreocupación que no es olvido sino gracia y libertad ante las heridas de la memoria y los purgatorios de la historia. Paul Ricoeur concluye su obra con una frase que de hecho está redactada e impresa como si fuese un poema: Bajo la historia, la memoria y el olvido/ Bajo la memoria y el olvido, la vida./ Pero escribir la vida es otra historia./ Incabamiento.

Jacques Derrida, con quien me vuelvo a encontrar aquí, tiene razón: el perdón se dirige a lo imperdonable o no es. Es incondicional, sin excepción ni restricción. No presupone una petición de perdón: “No se puede perdonar o no se debería perdonar; sólo hay perdón –si hay–, allí donde hay algo imperdonable.

El lenguaje que se intenta adaptar al imperativo pertenece a una herencia religiosa, digamos abrahámica, para agrupar en ella al judaísmo, los cristianismos y los islamismos. Pero esta tradición, compleja y diferenciada, incluso conflictiva, es a la vez singular y está en vías de universalización. Es singular en el sentido de que es fruto de la memoria abrahámica de las religiones del Libro y dentro de la interpretación judía, y sobre todo cristiana, del prójimo y del semejante.

A una cristianización que ya no necesita de la Iglesia cristiana (ídem), como se ve en el ámbito japonés y con motivo de ciertas expresiones del fenómeno de mundialatinización del discurso cristiano. Esta simple observación plantea el gran problema de las relaciones entre lo fundamental y lo histórico para cualquier mensaje ético con pretensión universal, incluido el discurso de los derechos del hombre. A este respecto, se puede hablar de supuesto universal, sometido a la discusión de una opinión pública en vías e formación a escala mundial. A falta de tal ratificación, uno puede preocuparse de la canalización del test de universalización en beneficio de la confusión entre universalización en el orden moral, internalización de rango político y globalización de rango cultural.
 
Jacques Derrida piensa en todas las escenas de arrepentimiento, de confesión, de perdón o de excusas que se multiplican en la escena geopolítica desde la última guerra y, de modo acelerado, desde hace algunos años. Ahora bien, gracias a estas escenificaciones, se difunde de modo no crítico el lenguaje abrahámico del perdón. ¿Qué sucede con el espacio teatral sobre el que se representa la gran acción del arrepentimiento? ¿Qué sucede con esta teatralidad? Me parece que se puede adivinar aquí la existencia de un fenómeno del abuso comparable a aquellos que hemos denunciado repetidas veces en esta obra, ya se trate del presunto deber de memoria o de la era de la conmemoración: Pero el simulacro, el ritual automático, la hipocresía, el cálculo o la torpe imitación participaron a menudo y se invitan como parásitos en esta ceremonia de la culpabilidad.
 
El hecho de que la noción de crimen contra la humanidad y la pederastia sigan estando en el horizonte de toda geopolítica del perdón constituye, sin duda, la última prueba de esta vasta discusión. Por mi parte, formularé de nuevo el problema en estos términos: si existe el perdón al menos como himno –como himno abrahámico, si se quiere–, ¿hay perdón para nosotros? ¿Algo de perdón? O hay que decir, con Derrida:
 
“Siempre que el perdón está al servicio de una finalidad, aunque sea noble y espiritual (rescate o redención, reconciliación, salvación), siempre que tiende a restablecer la normalidad (social, nacional, política, sicológica) mediante el trabajo del duelo, mediante alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el perdón no es puro –ni su concepto–. El perdón no es, ni debería ser, ni normal ni normativo ni normalizador. Debería seguir siendo excepcional y extraordinario, a prueba de lo imposible: como si interrumpiera la corriente ordinaria de la temporalidad histórica”.
 
Es esta prueba de lo imposible la que debe afrontar el papa Francisco.

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