Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

domingo, 17 de marzo de 2013

El Despertar- Autodefensas e institucionalidad fallida- Pacto por México

El Despertar
Los compañeros del alba
José Agustín Ortiz Pinchetti
 
El trayecto de AMLO cumple casi cuatro décadas y ya marcó, para siempre, la historia de México. Hoy tiene el apoyo de millones, y está construyendo un partido nacional. En la hora inicial en Tabasco, sólo contó con un puñado que lo acompañó en esta aventura interminable. Hace unos días murió uno de ellos: Alberto Pérez Mendoza. Moreno, de cabello muy oscuro, bajito, de lentes, en apariencia tímido, hablaba poco, con fuerte acento tropical. Lo estoy mirando con su chamarra azul, camisa blanca, me mira afable tras los lentes. Me saluda con breve sonrisa. Me dicen que tenía unos 60 años, se negaba a confesarlos. Podría pasar por cuarentón. No tenía un nombre espectacular como tanto gusta a sus paisanos: Russel, Darwin, Wilson, Lenin. Incluso un gobernador le puso a uno de sus hijos Luzbel. Él se llamaba simplemente Alberto, y le decían Beto.
 
 
Si quisiera caracterizarlo con una sola palabra usaría lealtad, que compartía con la vieja guardia obradorista. Lealtad y modestia. A pesar de sus méritos no protagonizan, permanecen en la penumbra, aunque algunos, como APM, estén entre los mejores operadores políticos del país.
 
En el país de los tránsfugas asombra la consistencia de esta gente, y concretamente la de Alberto. Acompañaron a AMLO en el brevísimo intento de transformar al PRI de Tabasco. Lo siguieron en la fundación del Frente Democrático Nacional y del PRD y en la primera campaña para la gubernatura en un estado donde la oposición era vista como una traición a la patria. Lo siguieron en los éxodos. Resistieron el acoso y la represión. Fundaron periódicos, ocuparon curules, reorganizaron varias veces al PRD hasta hacer ganar a AMLO en 1994 (triunfo que le arrebataron por fraude, como lo comprobó el que esto escribe). Luego fueron a la capital con Andrés a la jefatura de Gobierno. Todos tuvieron puestos claves y fueron impecables. Pérez Mendoza fue director de Patrimonio Inmobiliario y organizó, como abogado, la defensa de los intereses del GDF y luego batalló contra el desafuero y en defensa del voto en 2006 y en la construcción de Morena en el sureste y en el dificilísimo Yucatán. Y así hubiera seguido.
 
Algún día se escribirá la historia de la hora del alba del obradorismo. Pérez Mendoza pudo ser el cronista. Por su experiencia como líder y porque era excelente periodista y hombre de pocas palabras, que son los mejores para escribir y para recordar. Dicen que se sentía muy bien y libró un examen médico general días antes de que, en un tranquilo desayuno familiar, cayera fulminado. AMLO escribió su epitafio en un tuit: Amigo y compañero de 36 años de lucha. Hizo de su vida una línea recta. Lo recordaremos con admiración.
Autodefensas e institucionalidad fallida
Más allá de las diferencias inocultables entre las distintas expresiones de autodefensa armada que han salido a la luz pública en semanas y meses recientes –particularmente en entidades como Guerrero, Michoacán, Oaxaca, Chiapas y Morelos–, el denominador común de todas ellas es un clima generalizado de zozobra y exasperación ante el colapso de la seguridad pública en el país, una sensación compartida de que las leyes no son respetadas o se aplican de manera facciosa y una profunda pérdida de confianza en las autoridades, no sólo por su incapacidad para brindar protección a la ciudadanía en general, sino también por el desprecio y la arrogancia en su trato con los entornos rurales y comunitarios, en particular.
 
Es significativo que ese deterioro se haya acelerado en forma pronunciada durante el desarrollo de la guerra contra el narcotráfico emprendida por el gobierno federal en el sexenio pasado, cuyo objetivo, de acuerdo con el discurso oficial, era restablecer el imperio de la ley y el estado de derecho en las franjas del país donde operaban los grupos delictivos. En efecto, durante los pasados seis años las acciones gubernamentales se centraron en acabar con los infractores de la ley –circunstancia que causó la muerte de decenas de miles de individuos, incluyendo un número indeterminado de bajas colaterales–; se equiparó a los delincuentes con enemigos de México y se orientaron las acciones militares y policiales al abatimiento y captura de capos mayores y menores, cuyo impacto en la estructura de la criminalidad fue más mediático que real.


 
En contraste, mientras que se destinaron presupuestos millonarios a las dependencias federales designadas para hacerse cargo de la seguridad pública, las autoridades fueron omisas en el fortalecimiento y la depuración de las corporaciones policiacas de los tres niveles de gobierno, particularmente el municipal, y en el acercamiento de éstas con la sociedad –condición necesaria para que tenga éxito cualquier política de seguridad. En el curso de la cruenta y confusa guerra calderonista, cuya dinámica de violencia y muerte no se ha disipado durante los primeros 100 días del gobierno de Enrique Peña Nieto, en muchas entidades se fortaleció y amplió la percepción de que el poder público abdica de su responsabilidad más básica –la de garantizar la vida y la integridad física de los ciudadanos– y de que, a medida que avanza la violencia indiscriminada, no queda más remedio que recurrir a la autoprotección.
 
Tal perspectiva resulta doblemente trágica: por un lado, porque presenta a la seguridad –una condición que debiera ser garantizada por el Estado– como algo a lo que sólo se puede acceder en la medida en que se toman acciones por mano propia, y, por el otro, porque hace que parezcan carentes de sentido la elaboración de leyes, la existencia de corporaciones policiales y de instancias de procuración de justicia, y, en general, los mecanismos diseñados para preservar el monopolio estatal de la violencia y de la coerción legítimas.
 
Tan improcedente como las descalificaciones automáticas que se han formulado en contra de las autodefensas comunitarias –a las que se equipara sin mayor reparo y análisis conceptual con grupos guerrilleros o paramilitares– resultaría la pretensión de que ese tipo de expresiones se conviertan en regla ante el retroceso generalizado del estado de derecho, no sólo porque ello contravendría la legalidad y las nociones más elementales del pacto social, sino porque albergaría el riesgo de que el vacío de autoridad fuera llenado no por grupos emanados de las comunidades, sino por la delincuencia organizada; de que se multiplique el baño de sangre que azota al país, y de que se consuma, por esa vía, el declive de una institucionalidad estatal que actualmente se encuentra muy próxima a la condición de fallida.
 
 
Pacto por México
Néstor de Buen
Nunca he sabido qué es exactamente el famoso Pacto por México. Pero ahora leo un desplegado de diputados y senadores en el que se oponen a que los acuerdos a que se llegue en el famoso pacto sustituyan simbólica o prácticamente las funciones de uno de los tres Poderes de la Unión, pretendiendo que sea sólo en el nivel legislativo donde se discutan, analicen e impulsen los cambios a nuestro marco normativo.
 
 
Temen que la estrategia de los impulsores del Pacto por México sea apropiarse de la tribuna del Congreso de la Unión para hacer de ella su centro de operaciones. Sugieren que en el recuento de sus acciones fueran principalmente las iniciativas que han trascendido a reformas en un marco de operación política.
 
Vale la pena observar que se están oponiendo a que el Presidente de la República, en el juego de sus pretensiones de omnipotencia, conduzca a la construcción de una democracia distorsionada. Lo que me lleva a la conclusión de que el pacto fue inspirado por la Presidencia.
 
Creo que se trata de una especie de grito de independencia del Poder Legislativo y ciertamente me extraña esta manera de interpretar la Constitución que hipotéticamente convertiría en normas obligatorias los acuerdos del famoso pacto, lo que me parece absurdo.
 
Los legisladores no pueden desconocer las pretensiones de nuestra población. Por el contrario, deben tomarlas muy en cuenta como, en general, todas las formas de manifestación de las ideas que puedan derivar de un acuerdo de un grupo ajeno al poder y me refiero de manera particular a lo que se produce en la prensa, en la radio y en la televisión, generalmente obra de gentes preparadas y sensibles. Por supuesto que tienen sentido crítico de las acciones gubernamentales y eso es lo más interesante.
 
La visión de nuestro mundo que se deriva de lo dicho en el desplegado es que existe un grupo de privilegiados que son los únicos que pueden expresar sus puntos de vista sobre las necesidades y el desarrollo del país. Ese grupo se encierra en la Cámara de Diputados y en el Senado de la República y por lo visto tiene la pretensión de cerrar el acceso a las ideas que surjan en la sociedad civil, un poco como si sus credenciales de legisladores les diera derecho a hacerse ajenos a las ideas que nazcan de la población en general.
 
¿Como ignorar, por ejemplo, las discusiones de ese grupo formidable denominado Los hombres de negro, lo que, por cierto, es discriminatorio ya que en el grupo está una mujer y muy brillante, por lo que deberían buscar otra denominación?
 
Pero por lo visto se trata de convertir al Poder Legislativo en un local cerrado que no sólo imposibilite el ingreso de otras personas sino, sobre todo, de otras ideas. Esa propuesta no me gusta. Por el contrario, creo que habría que crear en ambas cámaras un departamento de opiniones, con una publicación diaria que se repartiera entre los legisladores (suponiendo que todos saben leer) y que quedara a cargo de un periodista o un comentarista crítico.
De hecho ya existe y eso es, por lo visto, lo que el desplegado trata de impedir que prospere.
 
La verdad de las cosas es que si estuviere vedado el acceso al Congreso de la Unión de cualquier idea, el resultado sería espantoso.

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