Miguel Ángel Granados Chapa
MÉXICO, D.F., 9 de mayo.- Valiente en vivo como por escrito, la periodista Anabel Hernández clamó el miércoles pasado por la seguridad necesaria para ejercer su oficio, y por la solidaridad de sus compañeros. Está amenazada de muerte. Ella, y su familia. Y dispone de información puntual de cómo el secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna, a quien citó por su nombre, ha dispuesto eliminarla, harto de la información sobre sus nexos con la delincuencia organizada y la actividad ilícita de la plana mayor que lo acompaña desde sus días en la Policía Federal Preventiva.
La periodista hablaba en el foro Impunidad como
Limitante de la Libertad de Prensa…, organizado por la representación de la ONU
en México y por el Senado de la República. El espacio en que hacía la denuncia,
el patio de la ya exsede de esa cámara, se hallaba muy poco poblado en ese
momento. Tras el acto inaugural, se habían retirado los representantes de los
organizadores. La voz de Anabel Hernández parecía no tener eco. No lo tuvo
allí, ante el monumento a Belisario Domínguez, y no lo tuvo en los medios, ni
ese día en los electrónicos, ni al día siguiente en los impresos. Ningún órgano
de difusión, entre los muchos que signaron el Acuerdo para la Cobertura
Informativa de la Violencia, recogió la denuncia de la periodista. Nadie tuvo
presente que el noveno de los criterios editoriales de ese acuerdo dispone
“solidarizarse ante cualquier amenaza o acción contra reporteros o medios”. Aun
los que tomaran demasiado al pie de la letra el que la solidaridad debe
producirse cuando los amagos provengan de la delincuencia organizada podrían
negar que el talante de García Luna para ese y otros efectos se asemeja a los
de esa fuente de peligro.
Anabel Hernández hizo ya la denuncia en diciembre pasado,
al presentar en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara su obra
Los señores del narco. También presentó una queja ante la Comisión Nacional de
Derechos Humanos, que concedió crédito a sus temores y gestionó medidas
cautelares. Pero la amenaza no cesa. Y ya ha tenido, aunque en forma indirecta,
expresiones concretas de lo que puede ocurrirle.
El 28 de noviembre pasado este semanario presentó
un adelanto de Los señores del narco. El primero de diciembre siguiente, en
vísperas de la presentación del libro en la FIL tapatía, Televisa fue el canal
escogido por el gobierno para castigar ese atrevimiento de la periodista, de
editorial Grijalbo y de Proceso. Un delincuente convertido en testigo
protegido, que sirve lo mismo para un barrido que para un fregado, apareció en
la pantalla señalando al reportero Ricardo Ravelo y a la revista misma de
recibir dinero del narcotráfico. Es parte de una estrategia vengativa. Se
comienza por debilitar el prestigio de un medio o de una o un reportero para dar
paso después a acciones directas, las que teme caigan sobre ella Anabel
Hernández.
La reportera ha fijado largamente su atención en
García Luna, desde que era director de la Agencia Federal de Investigación y
para congraciarse con la primera dama Marta Sahagún llegaba a Los Pinos con
portafolios repletos de regalos que no osan decir su nombre (Fin de fiesta en
Los Pinos.) Su mirada sobre el ahora secretario de Seguridad Pública se afinó
al escribir Los cómplices del presidente. La portada del libro, aparecido en
2008, los mostraba sin embozo: flanqueando a Calderón aparecen Juan Camilo
Mouriño, secretario de Gobernación a la hora de su muerte, y García Luna, cuya
permanencia resulta inexplicable, salvo para quienes en esas páginas han leído
las motivaciones que da la periodista a la complicidad entre el secretario y el
presidente.
En sus trabajos para Reporte Índigo, la revista
electrónica que dirige Ramón Alberto Garza, Anabel Hernández ha descrito el
enriquecimiento de García Luna, inexplicable a la luz de sus ingresos regulares
en el cuarto de siglo en que ha sido servidor público. La capacidad de ahorro
de un funcionario excepcionalmente bien pagado no es suficiente para consolidar
una fortuna inmobiliaria como la del antiguo director de la AFI.
Los señores del narco, como se aprecia desde la
portada, está dedicado sobre todo a Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, pero en el
libro abundan las referencias puntuales a García Luna. Le corresponde una parte
de responsabilidad en la huida del ahora primer capitán del narcotráfico en
México, porque en su área cuando era alto funcionario de la PFP, con funciones
de vigilancia penitenciario, estaban las cámaras que no fueron capaces de
registrar los movimientos del sinaloense en su camino hacia la calle, de que
goza desde hace ya más de 10 años. El director del penal de alta seguridad del
que se fugó El Chapo, Leonardo Beltrán Santana, a quien se imputó
responsabilidad en la escapatoria, está igualmente libre desde junio pasado,
por decisión del Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y
Readaptación Social, que depende de García Luna.
Éste “ha tratado a toda costa –escribe la
periodista en Los señores del narco– de que los casos contra su grupo no
trasciendan. En la SIEDO hay una pila de expedientes que duermen el sueño de
los justos con imputaciones directas contra él y su equipo por sus presuntos
nexos con la delincuencia organizada; la PGR se ha negado a entregarlos; ni
siquiera permitió que los comisionados del Instituto Federal de Acceso a la
Información Pública les echaran un vistazo. Se entiende por qué”.
También se rehúsa a informar sobre el número de
averiguaciones previas abiertas contra García Luna entre 1999 y 2008. “En enero
de 2009 –dice Anabel Hernández– el IFAI resolvió un recurso de inconformidad
interpuesto porque la PGR se había negado a dar la información. El instituto
ordenó a la procuraduría que entregara el expediente, pero hasta el cierre de
la edición de este libro la procuraduría no había cumplido con la orden”.
La tenacidad inteligente de la periodista incomoda
y, más aún, irrita al secretario García Luna. Frente a sus amenazas, ella
requiere solidaridad del gremio y seguridad para el ejercicio de su oficio. En
el antiguo Senado reprochó a las agrupaciones de periodistas, y a todos quienes
a ese oficio se dedican, el limitarse a contar periodistas muertos. Es preciso
evitar que mueran. Tiene razón Anabel Hernández, quien debe saber que no está
sola.
Régimen tocado
Pedro
Miguel
El calderonato ya no tiene para dónde hacerse. El
clamor ciudadano, inocultable, ha recono-cido la raíz de la violencia en las
acciones gubernamentales, y el régimen no pudo distorsionar (ni con Televisa,
ni con sus membretes Causa Ciudadana o México Unido contra la Delincuencia) el
mensaje de la Marcha Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad.
Con todo y el desmadre de la espontaneidad y de un
liderazgo que no pretendió serlo, las palabras pronunciadas en el Zócalo
capitalino y en otras plazas del país y del mundo, y la inmensa mayoría de las
consignas escritas en mantas y pancartas, apuntaron a la responsabilidad del
gobierno federal por el baño de sangre y por la violencia desbocada que padece
la población.
Amplios sectores de la socie- dad han caído en la
cuenta de un hecho que la izquierda sabía desde siempre: que el principal
factor de violencia contra la gente ha provenido, históricamente, del poder
público y de sus derivaciones caciquiles, charras y paramilitares.
No hubo forma de edulcorar los reclamos ni de
diluir o desviar los señalamientos directos contra Felipe Calderón, Genaro
García Luna y el resto, por la ofensiva criminal que sufren millones de
mexicanos.
En la arena de disputa polí-tica que fueron las
movilizaciones de ayer, quedó despejado, por lo pronto, el peligro de que la
exasperación de la gente fuera transformado en respaldo a los intentos de mano
dura y autoritarismo agravado, como ocurrió en las marchas previas contra la
inseguridad, convocadas por las mafias televisivas y los membretes
oligárquicos.
Como parte de los intentos del régimen por minimizar
los daños causados por las marchas y concentraciones, no faltaron las voces
ciudadanas que achacaron a éstas el propósito de “pactar con los narcos”.
Tal despropósito fue desmentido por la amplitud de las protes- tas, por la
lucidez de sus reclamos y por los testimonios irreprochables de algunos –sólo
unos cuantos– de quienes han perdido a seres queridos a manos de alguno de los
bandos delictivos, entre los cuales las fuerzas públicas desbocadas y
descontroladas no es el menos importante. Pero no estaría de más recordar que
quien ha pactado desde siempre con las organizaciones del narcotráfico ha sido,
precisamente, el responsable de combatirlas, es decir, el gobierno federal, el
cual, en su tramo presente, parece aplicado a impulsar el control monopólico
del mercado por uno de ellos en detrimento de los demás.
La hipocresía del calderonato está tocada. La
exigencia formulada por Javier Sicilia de que se despida a García Luna pone a
la administración ante una disyuntiva de difícil solución: o sacrifica al
cerebro de toda su estrategia de ocultamientos y simulaciones sangrientas o
enfrenta la pérdida de los últimos rescoldos de credibilidad y, con ella, los
pocos márgenes que le quedan para no parecer una dictadura.
Falta camino por andar. Es preciso, por ejemplo,
poner en el centro de la conciencia colectiva la relación causal que va del
modelo económico impuesto hace tres décadas al actual clímax de crueldad y
destrucción humana. Se requiere, además, construir vías y cursos específicos de
acción para forzar a quienes detentan el poder público a cumplir con sus
obligaciones constitucionales de proteger la vida humana y garantizar la
seguridad pública.
Una propuesta específica es enjuiciar –en
instancias internacionales, porque las nacionales están cerradas a piedra y
lodo– a quienes han sido omisos en su deber de llevar a juicio a 90 por ciento
de los presuntos delincuentes y han propiciado o permitido masacres.
Habrá que esperar a ver hasta dónde llega la
capacidad del calderonato para simular que escucha a la población (se sospecha
que no llegará muy lejos).
Y, en lo inmediato, hay que procesar y dar cauce al
formidable debate político generado por la Marcha Nacional y las movilizaciones
paralelas y por las propuestas de Sicilia, quien ha sido, por lo pronto, un
valioso portavoz del dolor y del hartazgo colectivos.
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