Subteniente Colorado Montejo: torturado
Gloria Leticia Díaz
Gloria Leticia Díaz
Originario de Cárdenas, Tabasco, el subteniente
de Infantería José Freddy Colorado Montejo es un hombre de 31 años, de estatura
más bien baja, ojos rasgados y oscuros, piel morena... y la camisola de su
uniforme azul de reo de la prisión del Campo Militar Número 1 no puede ocultar
una pancita que revela que no es afecto al ejercicio.
Pero después de tres días de tortura a
manos de policías judiciales militares en instalaciones de la XXX Zona Militar
de Villahermosa, del 23 al 26 de mayo de 2009, Colorado firmó una declaración
en la que admitió ser varios centímetros más alto, de piel blanca, ojos color
miel, cuerpo de fisicoculturista, ser apodado El Rojo y recibir 25 mil pesos
mensuales de Los Zetas por darles información de los operativos castrenses.
No sólo eso. Bajo la amenaza que le
hicieron los militares de llamar a la maña (al crimen organizado) para que
matara a su mujer y a sus hijos delante de él, Freddy Colorado firmó documentos
en los que implicaba a cuatro soldados más y en los que aceptaba haber
reclutado para trabajar para Los Zetas.
Los cinco son procesados en la causa
penal 407/2009 en el Juzgado Tercero Penal Militar por delitos contra la salud
en su modalidad de “colaboración en cualquier manera en el fomento para
posibilitar el tráfico de narcóticos agravado”.
El subteniente Colorado narra la serie
de irregularidades que lo llevaron a la cárcel del Campo Militar Número 1,
donde estuvo del 31 de mayo de 2009 al 28 de abril de 2011, cuando fue
trasladado al Cefereso de Perote, Veracruz.
Adscrito al 57 Batallón de Infantería
de Cárdenas y comisionado para resguardar la base de operaciones de Pemex en La
Venta, Tabasco, el 23 de mayo de 2009 recibió la orden del comandante de su
batallón, Domingo Vargas Merlín, de presentarse ante el comandante de la Zona
Militar, general José de Jesús Ramírez García.
Antes de ser trasladado, los oficiales
Joa Omar Rodríguez Ocampo y Sandro Díaz le confiscaron el arma de cargo y el
celular, y además se le impidió redactar un escrito por el que dejaba
constancia de que la responsabilidad del resguardo de las instalaciones de
Pemex quedaba en manos del teniente Julio César Rodríguez Arenas.
Tortura y amenazas
En la XXX Zona Militar lo obligaron a
firmar una boleta de arresto por ocho días por “sustraer lo perteneciente a
Pemex”. El subteniente replicó: “Esto no es un arresto, es un delito y yo no lo
cometí”, pero le recordaron que si no firmaba podrían procesarlo por
desobediencia.
A las 10 de la noche lo entregaron a
policías judiciales militares vestidos de civil, comandados por el capitán
segundo de artillería Antonio Ruperto Gasca Pérez. Lo trasladaron a la
enfermería para hacerle una revisión médica.
Después lo llevaron a un cuarto de lo
que se conoce como la enfermería vieja. “Me taparon con vendas la cara, sólo me
dejaron libres las fosas nasales y la boca; me envolvieron con hule espuma el
tórax y me esposaron las manos y los pies a una silla metálica.
“Me golpearon los oídos y el estómago,
me dieron toques eléctricos en el cuerpo y en los testículos, me pusieron una
bolsa de plástico en la cara, me sumergieron en agua... y los golpes que no
acababan”, cuenta.
Al principio, asegura, los torturadores
le ofrecieron ser testigo protegido: querían que declarara que el general Jaime
Rufino Hernández Vázquez, quien antecedió a Ramírez García como comandante en
la XXX Zona Militar, trabajaba con Los Zetas.
Hernández Vázquez fue condecorado por
el secretario Guillermo Galván Galván el 20 de noviembre de 2008 por
“Perseverancia Institucional”. Meses después solicitó el retiro y desde
entonces salió del país, según el subteniente Colorado.
Freddy formó parte del grupo de enlace
del general Hernández Vázquez, pero con funciones de mantenimiento de la Zona
Militar. “No tenía información del movimiento de tropas; quienes hacen ese
trabajo son los que están en el GAOI (Grupo de Análisis de Orden Interno).
Según el soldado entrevistado en los
jardines de la prisión militar, luego de varias sesiones de tortura, sin
conseguir que implicara a su exjefe, los judiciales militares lo acusaron a él
de reclutar soldados y le dijeron que tenían un testigo: un indocumentado
hondureño llamado Juan Carlos Martínez Sosa, El Negro Hondureño.
Esposado a la silla metálica y con las
vendas de los ojos aflojadas, Colorado Montejo pudo ver a su acusador: un
hombre flaco, con el rostro hinchado por los golpes y el brazo vendado, quien
frente a él fue golpeado para que dijera que Freddy era uno de los militares a
quienes Los Zetas entregaban 25 mil pesos mensuales.
“Cuando los judiciales militares me
mostraron fotos de mi mujer y mis hijos y dijeron que iban a ir por ellos para
matarlos delante de mí, me doblé. Les dije que firmaba lo que quisieran pero
que no les hicieran daño”, cuenta Colorado con voz entrecortada.
Los otros cinco militares involucrados,
apunta, también fueron torturados y obligados a firmar declaraciones.
El 31 de mayo, Freddy y sus compañeros
fueron trasladados en avión al Distrito Federal e internados en la prisión del
Campo Militar Número 1.
En su declaración preparatoria, el 1 de
junio de 2009 en el Juzgado Tercero Penal Militar (documento del que este
semanario tiene copia), el subteniente denunció las torturas físicas y
psicológicas a las que fue sometido para autoinculparse e implicar a cuatro
soldados más.
Narró el momento en el que sucumbió a
las órdenes de los policías militares. Con la foto de su mujer e hijos le
dijeron que “iban a pasar los datos a La Maña para que matara a mi familia; o
si no, que me iban a tirar en una calle de la ciudad con las fotografías de mi
esposa y mis hijos nada más, y después ellos calentarían el terreno para que me
localizara La Maña y me mataran a mí y a mi familia, dejándoles un mensaje de
que yo era dedo”.
Amenazado, explicó, señaló a sus
compañeros. Dice que incluso fue videograbado.
En el documento también señaló a un
civil vestido sólo con una trusa, vendado de los ojos y esposado a una silla,
quien habría sido golpeado en su presencia para acusarlo de tener relaciones
con otro oficial procesado por delitos contra la salud. De esa persona Freddy
sólo señaló que fue militar pero que no conoce su nombre.
En los primeros días de junio de 2009
pudo comunicarse con su familia, que lo había buscado desde el día de su
detención.
Por la incomunicación y las acusaciones
contra Freddy, el 6 de julio, su padre, Javier Colorado Ramos, interpuso una
queja ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) en la que
explica cómo le fue negada la información del paradero de su hijo en las
instalaciones militares de Tabasco y pide que se verifique su estado de salud,
porque “prácticamente fue secuestrado por la misma milicia”. La queja tiene el
número CNDH/3/2009/3172/Q.
El subteniente Colorado cuenta que
después de que su padre denunció los hechos acudió un visitador de la CNDH a
entrevistarlo. Desde que su familia fue notificada de la admisión de la queja,
el 14 de julio de 2009, no volvieron a saber nada del organismo.
El testigo que señala a Freddy y a sus
compañeros de estar al servicio de Los Zetas, Juan Carlos Martínez Sosa, está
preso actualmente en la cárcel de Villahermosa, procesado con otras tres
personas por robo de vehículo y asociación delictuosa agravada, según el
expediente 125/2009 del Juzgado Cuarto Penal de Primera Instancia del Distrito
Judicial de Centro. Proceso tiene copias de ese documento.
Martínez Sosa fue detenido la tarde del
18 de mayo de 2009 en un operativo policiaco en Villahermosa manejando un
automóvil robado; fue puesto a disposición del Ministerio Público la madrugada
del día siguiente, lo arraigaron y rindió cuatro declaraciones ministeriales.
El 21 de julio fue puesto a disposición de un juez.
En una ampliación de su declaración
ministerial, el 23 de mayo, Martínez Sosa asume que trabajaba para el “cártel
del Golfo, es decir para Los Zetas”, y que su función era “ser operativo para
usar armas como la nueve milímetros, R-15 (…) secuestrar personas, transportar
droga, transportar polleros, es decir personas indocumentadas, y cobrar las
cuotas de la gente que trabaja con nosotros”.
Después de operar en Palenque, se
indica en la declaración ministerial, marchó a Villahermosa como escolta de un
hombre apodado El Cejas, quien “se encargaba de pagar a los informantes”.
Según el documento, El Negro Hondureño
da una serie de apodos y descripciones de cinco policías ministeriales y de
cuatro militares que presuntamente colaboraban con Los Zetas.
De las referencias de los militares,
Martínez Sosa describe a El Rojo como “una persona del sexo masculino, de color
de piel blanca, de pelo color café, de ojos claros de color miel, de
aproximadamente 1.65 metros de estatura, medio robusto, con cuerpo marcado y
que hace ejercicio”.
En el auto de formal prisión, de fecha
25 de julio de 2009, el juez de la causa, Rutilo Ramón Pérez, consideró como
prueba para inculpar a Martínez Sosa por los delitos de robo de vehículo
calificado y asociación delictuosa agravada la “declaración de José Freddy
Colorado Montejo alias El Rojo”.
Sin embargo, en la declaración
preparatoria del 21 de julio ante el mismo juzgado, Martínez Sosa reconoce
únicamente la declaración ministerial que hizo el 19 de mayo, y las otras tres
“no las ratifico porque no dije eso, ya que eso lo pusieron los soldados y los
policías; ni las firmas reconozco”.
Teniente Hernández Hernández: calumniado
Gloria Leticia Díaz
Gloria Leticia Díaz
En la guerra contra el narcotráfico, un
escrito anónimo le basta a la justicia militar para relacionar a un soldado con
un capo y procesarlo por delitos contra la salud.
Es lo que le pasó al teniente Julián
Hernández Hernández y a seis oficiales más, ahora procesados por haber recibido
“fajos de billetes” de manos de Arturo Beltrán Leyva, El Barbas o El Jefe de Jefes.
Al menos así lo señala una carta
anónima enviada al secretario de la Defensa, Guillermo Galván Galván, fechada
el 24 de diciembre de 2009, ocho días después de que el capo fue ejecutado por
fuerzas especiales de la Marina y cuatro antes de que Proceso (edición 1729)
revelara el testimonio de uno de los cinco detenidos en el operativo,
identificado como El Cocinero:
Éste dijo que “el día del ataque el
llamado Jefe de Jefes esperaba a comer en su departamento nada menos que al
comandante de la XXIV Zona Militar con sede en Cuernavaca”, el general Leopoldo
Díaz Pérez, así como a “un capitán y un mayor del Ejército”.
Los nombres de Julián Hernández y sus
compañeros, que no se conocían, aparecieron en un documento anónimo redactado
con lenguaje castrense. Esa “prueba” y recortes de periódico son los únicos
elementos en su contra incluidos en la causa penal 896/2009 que se le abrió por
“colaboración en cualquier manera en el fomento para posibilitar el tráfico de
narcóticos agravado”.
Lo que el teniente Hernández califica
de libelo fue escrito en computadora y supuestamente redactado por una mujer
que asegura que sostenía relaciones sentimentales con un sargento y que fue
testigo de un encuentro entre siete oficiales de la XXIV zona con “un hombre
alto, de barba” que era custodiado por seis personas.
El “hombre de barba” habría entregado
fajos de billetes a los oficiales en un bar, y después todos –los militares, la
firmante del anónimo, el hombre de barba y sus guardaespaldas– se dirigieron a
un hotel a las afueras de Cuernavaca. Presuntamente quien entregó el dinero era
El Barbas.
Originario de un pueblo de la Huasteca
Hidalguense, Julián Hernández ingresó al Ejército, como muchos de su pueblo,
“para salir de pobre”.
Adscrito al Tercer Regimiento Blindado
de Reconocimiento, de la XXIV Zona Militar de Cuernavaca, estuvo al frente de
una sección de fusileros integrada por 30 elementos de tropa. Tenía como
función patrullar las calles y comunidades en Morelos.
“¿Qué sabes de Beltrán?”
Residente de la Zona Militar desde
2006, se le ordenó presentarse ante el coronel del Tercer Regimiento, Jesús
García García, la mañana del 28 de diciembre de 2009. En la oficina del coronel
encontró a otro teniente que había recibido la misma indicación que él.
García García les comentó: “Yo no los
necesito, no sé qué se trae el comandante de la zona (Leopoldo Díaz) con
ustedes”.
A las 10 de la mañana un teniente
coronel se dirigió a ambos tenientes y les exigió que le entregaran sus armas
de cargo y sus celulares, mientras policías judiciales militares vestidos de
civil les ordenaron que los condujeran a sus habitaciones.
“A los dos judiciales que iban conmigo
les pedí algún oficio que justificara su actuación. Nunca lo hicieron y me
dijeron que traían órdenes contra nosotros y que más valía que cooperara”,
cuenta. “Ya en mi alojamiento se llevaron documentos personales, cámara de
video, un GPS, cargadores de mi pistola, ropa, fornituras, chalecos tácticos, y
me preguntaban por un celular, que yo les insistía en que no tenía.
“Me ordenaron desnudarme y empezaron a
golpearme. ‘¿Qué sabes de Arturo Beltrán?’, preguntaban, y yo les decía: ‘Sobre
mi cama está la revista Proceso. Todo lo que sé está ahí’. Y siguieron los
golpes.”
El otro teniente y él fueron subidos a
una vagoneta blanca con placas del Distrito Federal; de reojo vio cómo otro
oficial fue subido a un vehículo particular. Dentro de los autos los judiciales
militares les vendaron los ojos.
Conocedor de la Zona Militar, Julián
advirtió que los vehículos nunca la abandonaron y que fueron llevados a
instalaciones del Patronato del Campo Militar, donde cada uno fue conducido a
un cuarto para ser torturado, afirma.
Recuerda: “Me sentaron en una silla
metálica, me ataron los pies, me pusieron una bolsa de plástico en la cabeza
mientras me golpeaban el estómago; me envolvieron en una cobija mojada y me
dieron toques eléctricos; por momentos quedé inconsciente, pero me despertaban
a golpes”.
Deliberadamente, asegura, los
judiciales militares se comunicaban por radio con otra persona, aparentemente
“un mando”, quien decía que por órdenes superiores los siete oficiales tenían
que ser detenidos, y cuando los torturadores informaron que el teniente
Hernández se negaba a “cooperar”, la voz dio la instrucción de tirarlo en
calles de Cuernavaca y “hablarle a La Maña para que me mataran”.
Con esa advertencia, añade, los
torturadores lo subieron a una camioneta y simularon llevarlo a las calles de
la ciudad; lo tiraron al pavimento, pero en realidad nunca salieron de la Zona
Militar.
“Me dejaron un rato tirado y de repente
oí un carro, me subieron a él y escuché a gente que decía: ‘¡Traicionaste al
patrón!’. Pero eran las mismas voces de los policías judiciales militares y la
misma camioneta; les dije que ya los había descubierto y me golpearon otra vez.
“Me llevaron al vivero de la Zona
Militar; yo seguía negando todo y me dijeron que tenían luz verde para ir por
mis papás, mi hijo y su mamá, que a ella la iban a violar. Escuché otra vez que
por radio les decían a quienes me golpeaban que ya iban por el ‘paquete’, y
daban señas de la ruta que se sigue para ir a la casa de mi hijo; cuando
estaban supuestamente a una cuadra entré en pánico y les dije que dejaran en
paz a mi familia, que iba a firmar lo que quisieran.”
Julián dice que, ablandado por los
golpes y la tortura psicológica, recibió un documento con una declaración
fabricada que tendría que aprenderse.
“No quiere cooperar”
La mañana del 29 de diciembre, los
siete militares llegaron a las oficinas de la Procuraduría General de Justicia Militar
en el Distrito Federal, donde fueron atendidos por el jefe de Averiguaciones
Previas, el mayor Jesús Rosario Aragón Valenzuela.
“Le dije al mayor que no sabía por qué
estaba ahí, que los judiciales militares me habían torturado. El mayor puso un
gesto de desagrado y les gritó a los judiciales: ‘¡Éste no quiere cooperar y yo
no estoy jugando!’. Llegaron dos judiciales miliares y el mayor dijo que me
llevaran al baño. Ahí otra vez empezaron a golpearme. Les dije que ya estaba
bueno, que me dejaran en paz.
“El mayor me dijo: ‘No te preocupes,
vas a salir en unos tres años’. Y firmé lo que me puso enfrente.”
El teniente Hernández recuerda cómo un
sargento, detenido con él, le dijo al mayor Aragón que tenía derecho a hacer
una llamada, que le permitiera hacerla, y el agente le respondió: “Eso sólo
pasa en Estados Unidos. Estás en México y aquí te chingas”.
El mismo 29 de diciembre, los siete
oficiales fueron conducidos a dormitorios de la Policía Judicial Militar, en el
Campo Militar Número 1. Estuvieron hasta el 31 de diciembre esposados a las
literas e incomunicados. “Querían que se borraran las huellas de la tortura
antes de que nos hicieran el certificado médico para pasar a la prisión
militar, pero no fue suficiente; a pesar de estar todos golpeados, el médico
puso en el certificado ‘sin novedad’. Yo reclamé y me dijo que como podía
caminar no había novedad”, dice Julián.
Cuando los soldados iban a rendir su
declaración preparatoria le pidieron al primer abogado civil que vieron por los
juzgados militares que los defendiera.
“El licenciado pidió peritajes por los
golpes y alegó que nuestras declaraciones no era válidas por haber sido
torturados. Cuando el licenciado salió del Campo Militar lo alcanzaron soldados
y le dijeron que no se metiera en nuestro caso, que ya todo estaba armado. El
abogado se asustó y se negó a defendernos.”
Su actual defensor, también civil,
tramitó un amparo directo contra el auto de formal prisión en el Juzgado
Tercero de Distrito, que resultó favorable: se ordena al juez militar que
libere a los presos porque el auto no está fundado ni motivado.
Un tribunal colegiado ratificó la
resolución, pero el juzgado militar les volvió a dictar formal prisión.
Hernández tiene miedo porque su familia
está vigilada y se indigna porque su imagen es utilizada en una campaña interna
de la Sedena contra la corrupción.
“Un amigo me vino a ver y me dijo que
les habían pasado un video en el que aparece mi rostro: aparezco como un mal
ejemplo de soldado, diciendo que yo trabajé para Beltrán y que ahora estoy en
la cárcel. Mi amigo me dijo que después de ver ese video había decidido que ya
no volvería a visitarme, que tenía miedo de que lo metieran a la prisión por
hablar conmigo. Eso es lo que más me duele, que además de que me tienen
encerrado, manchen mi imagen y mis amigos me dejen solo.”
El teniente Julián Hernández fue
trasladado el 28 de abril de 2011 al penal de máxima seguridad de Perote. l
Cabo Pérez Arriaga: “No la pude salvar...”
Gloria Leticia Díaz
Gloria Leticia Díaz
“Cada 15 días más o menos me pasa lo
mismo: despierto con angustia, sudoroso. Sueño con los ojos de la niñita a la
que no pude salvar. Estaba destrozada por los balazos. El material que llevaba
en mi botiquín no me alcanzó para atender a los seis heridos. Estaban vivos y
el helicóptero nunca llegó para sacarlos de ahí.”
Quien relata es Eladio Pérez Arriaga,
cabo de sanidad del 24 Regimiento de Caballería Motorizada. Está procesado
junto con otros 18 militares acusados de disparar contra una camioneta en la
que viajaban ocho miembros de la familia Esparza Galaviz, todo porque el
conductor, Adán Abel Esparza, no detuvo la marcha al pasar por un retén
instalado el 1 de junio de 2007 en las inmediaciones de La Joya de los
Martínez, en la sierra de Sinaloa.
Las víctimas, dos mujeres, de 17 y 25
años, y tres niños, de siete, cuatro y dos años, fueron de los primeros “daños
colaterales” de la “guerra contra el crimen organizado”, lanzada por Calderón
en diciembre de 2006.
Flaco, moreno, marcado el rostro por el
paño que deja la exposición constante al sol, Eladio es hijo de un soldado que
no conoció: murió enfrentando a la guerrilla de Lucio Cabañas en la sierra de
Atoyac.
De 37 años y de origen humilde, se
enlistó en el Ejército el 1 de mayo de 1996 y dos años después se integró al
cuerpo de sanidad. Como integrante del Cuarto Regimiento de Caballería
Motorizada estuvo en Reynosa y en Tehuacán antes de ser enviado a Culiacán el
27 de mayo de 2007.
Tres días después sería incorporado a
una unidad encabezada por el capitán Cándido Alday Aldana, que tenía como
misión erradicar plantíos de mariguana en la sierra.
El 1 de junio, mientras la tropa se
dedicaba a quemar los sembradíos, el capitán recibió un mensaje de alerta por
radio: militares habían sido atacados en un sitio muy cerca de donde se
encontraba Alday.
“Esa noticia nos puso nerviosos a
todos”, recuerda Pérez Arriaga, quien esa noche, asegura, se recargó en un
árbol alejado del dispositivo de revisión que ordenó el capitán, porque “por
estrategia, los de sanidad y los de transmisiones siempre estamos en la
retaguardia”.
Su sueño fue interrumpido por disparos
y, “de reflejo”, accionó dos veces su arma.
“Todo fue en segundos. Cuando me
levanté vi de donde venía la balacera, luego escuché que gritaban ‘¡sanidad,
sanidad!’, y fui corriendo a donde estaba una camioneta patas pa’rriba. Dos
cayeron en el acto –una señora y un menor–, seis estaban heridos. No me daba
abasto. Se me acabó todo el material de mi botiquín. ‘¡Atiende a mi hijo!’, me
gritaban, y yo lloraba porque no tenía con qué atenderlos”, cuenta.
Según el cabo, los superiores al mando
de la unidad ordenaron trasladar a los heridos a un punto específico donde
llegaría un helicóptero a recogerlos. Pero nunca llegó, por lo que los propios
campesinos trasladaron a los enfermos. “La gente nos quería linchar, de milagro
salimos vivos”, recuerda Eladio.
A pesar de la inconformidad, los
soldados se quedaron resguardando el lugar hasta que llegó el personal de la
Procuraduría General de la República a hacerse cargo.
Para entonces la noticia de la matanza
estaba regada. El padre de la familia denunció que no recibió advertencia de
que se detuviera antes de la balacera, que los soldados estaban borrachos y
drogados y tuvieron que sortear varios retenes en el camino a Culiacán, adonde
llegaron nueve horas después de salir de La Joya de los Martínez, en un
recorrido que normalmente toma cinco horas.
Para él, su estancia en la prisión
tiene una explicación “política”: es una estrategia de la Sedena para detener
el escándalo que causó la muerte de inocentes por las balas del Ejército.
Alday y su unidad fueron trasladados a
la cárcel militar de Mazatlán. De 20 soldados que participaron, la Procuraduría
de Justicia Militar consignó a 19 en la causa penal 1531/2007. Actualmente, en
el Primer Juzgado Penal Militar se les siguen además las causas acumuladas
1895/2007 y 456/2008.
Ahí, refiere Pérez Arriaga, policías
judiciales militares lo interrogaron durante dos días. Dice que no lo
torturaron pero que lo amenazaron con hacerlo si no aceptaba que había
disparado contra la familia o si no señalaba a los soldados que sí lo hicieron.
Mientras los policías lo presionaban,
él se empezó a convulsionar. Se desmayó y despertó ocho días después en el
Hospital Militar Regional en Mazatlán.
“No me respondían las piernas. Estuve
en silla de ruedas un tiempo y después, cuando nos trasladaron al Campo Militar
Número 1, estuve otros 15 días en el hospital, en cama. Los doctores dijeron
que fue por estrés.”
En la recomendación 40/2007 de la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos se reproduce la valoración del cabo
realizada por un psiquiatra del Hospital Militar de Mazatlán:
“El paciente presentó trastorno por
estrés agudo con la siguiente sintomatología: embotamiento emocional subjetivo,
reducción en su relación con el entorno, así como reexperimentación del evento
traumático generado precisamente por los hechos suscitados el 1 de junio de
2007 en la comunidad de La Joya de los Martínez, municipio de Sinaloa de Leyva,
en el estado de Sinaloa, en los que se encontró involucrado.”
Aunque en la recomendación se asegura
que el tratamiento psicofarmacológico al que está sometido Pérez Arriaga es
adecuado, para él no lo es; ya son cuatro años de ver imágenes aterradoras que
lo asaltan de día y de noche. “Los doctores me dicen que se me va a pasar.
quieren que tome unas pastillas para dormir, pero yo no quiero tomarlas”.
Sostiene que en la reconstrucción de
los hechos, que se llevó a cabo en el Campo Militar, los peritos descartaron
que él haya disparado contra la camioneta. Por eso confía en que en el Consejo
de Guerra, próximo a realizarse, todo se aclare y se le ponga en libertad.
Aun considerándose inocente tiene
temor: “A veces no quiero salir de la cárcel; pienso que los familiares de los
niños que murieron pueden matarme”.
–¿Qué le diría a los familiares de las víctimas,
tras cuatro años de estar en la cárcel? –se le pregunta.
“Aunque no tuve la culpa, quiero
pedirles perdón. Yo también sufrí esa noche: vi a mis hijos en esos niños. Les
pediría que me crean, que hubiera dado mi vida por salvar a esos inocentes.”
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