Informe europeo: Los crímenes de San Juan Copala, puras disculpas
El sepelio de los activistas asesinados.
Foto: Miguel Dimayuga
Foto: Miguel Dimayuga
BRUSELAS (apro).- “Los cambios no se dan de la noche a la mañana, y un nuevo partido llegó al poder en Oaxaca después de 70 años de gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Sin embargo, la desarticulación entre el nivel federal y el estatal, la coexistencia de sistemas judiciales distintos y los pobres estándares existentes en materia de investigación continúan obstaculizando que haya progresos significativos, a pesar de los esfuerzos del gobierno” de Gabino Cué, para esclarecer el asesinato de los activistas Jyri Jaakkola y Bety Cariño, ocurridos el 27 de abril de 2010 en San Juan Copala.
En esos términos expresan sus conclusiones las eurodiputadas Satu Hassi, de Finlandia, y Franziska Keller, de Alemania, tras un viaje oficial que realizaron a la Ciudad de México y Oaxaca del 1 al 7 de septiembre pasados, con la finalidad de conocer el estado de las averiguaciones en torno al homicidio del ciudadano finlandés Jaakkola.
“Hemos escuchado repetidamente a las autoridades explicar que su falta de avances en la investigación del caso se debe a problemas de organización y administrativos. No obstante, esas mismas explicaciones ya las escuchamos hace un año y varias veces nos han prometido que resolverían esos problemas”, señalan las eurodiputadas.
Y añaden: “Tememos que sin voluntad política para deslindar responsabilidades, prevalecerá la impunidad. Una y otra vez, la gente siente que la credibilidad del Estado mexicano está en juego”.
Tales afirmaciones están contenidas en un reporte que debían presentar Hassi y Keller este jueves 8 ante el Parlamento Europeo, lo cual no será posible, debido a que su presentación fue pospuesta para el año entrante.
Ese reporte –del cual Apro tiene copia– explica que ellas decidieron visitar nuevamente el país motivadas por la falta de resultados en las pesquisas que lleven ante la justicia a los asesinos de Jaakkola y Cariño, quienes fueron acribillados en una emboscada perpetrada por presuntos paramilitares de la Unidad de Bienestar Social de la Región Triqui (Ubisort).
Ese reporte –del cual Apro tiene copia– explica que ellas decidieron visitar nuevamente el país motivadas por la falta de resultados en las pesquisas que lleven ante la justicia a los asesinos de Jaakkola y Cariño, quienes fueron acribillados en una emboscada perpetrada por presuntos paramilitares de la Unidad de Bienestar Social de la Región Triqui (Ubisort).
Ambas eurodiputadas viajaron a los mismos destinos de México del 30 de junio al 4 de julio de 2010. En aquella ocasión ningún funcionario del gobierno de Ulises Ruiz quiso recibirlas alegando que no tenían tiempo porque las elecciones locales celebradas el 4 de julio los absorbían.
En agosto y septiembre de 2010 también viajaron a México los padres de Jyri, Eeva-Leena y Raimo Jaakkola, quienes regresaron más recientemente en febrero de 2011. La eurodiputada Hassi viajó sola a México en diciembre de 2010, y en mayo pasado una delegación del Subcomité de Derechos Humanos del Parlamento Europeo también realizó una vista, que incluía en su agenda el caso de Jaakkola.
Como lo informó esta agencia en su momento, el 12 de julio Keller presentó en el Parlamento Europeo el reporte de ese primer viaje con Hassi.
Reportó que la situación en San Juan Copala era “terriblemente mala” en materia de derechos humanos, aunque los representantes del gobierno federal con los que se reunieron les aseguraron, dice, que no existía ninguna situación de emergencia.
En su conclusión final, la eurodiputada alemana sostiene:
“Aunque el gobierno mexicano se presenta sensible y comprometido con los derechos humanos, y ha firmado todos los acuerdos pertinentes más importantes de la Organización de las Naciones Unidas, falta que los implemente”.
Pesimismo
Las eurodiputadas se reunieron en México con autoridades federales y del estado de Oaxaca; sostuvieron un encuentro “de alto nivel” con Jon Izaguirre, oficial de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los derechos humanos, y se entrevistaron con testigos de la emboscada en que murieron Jaakkola y Cariño, con víctimas de la violencia en la zona y representantes de organizaciones de derechos humanos.
Las eurodiputadas afirman en su reporte que “muchos de sus interlocutores” consideran que la resolución de ese doble asesinato representa una prueba para terminar con la impunidad en el estado. A este respecto, agregan, “la identificación y castigo de los homicidas son puntos fundamentales para restaurar la normalidad en Oaxaca”.
El escrito denuncia que en México “existe una confusa división de competencias entre el poder federal y el estatal”. Expone que el caso de Jaakkola fue atraído nuevamente al ámbito estatal, aunque señala, en tono incrédulo, que la cuestión de la protección de las víctimas es una responsabilidad federal.
Refiere que “Rufino Juárez, el líder de Ubisort, un grupo paramilitar activo en la región de San Juan Copala, y presuntamente detrás del cerco a esa comunidad en el momento del ataque a la caravana de paz donde viajaba Jyri, fue arrestado en mayo último”.
Las eurodiputadas precisan que la detención de Juárez se dio justo unos días antes de la llegada de la misión del Subcomité de Derechos Humanos del Parlamento Europeo.
“Es importante notar –señalan—que Juárez no fue acusado por el asesinato de Jyri y Bety, sino de otros dos crímenes por los cuales se amparó. Uno de esos amparos fue concedido. Muchos nos expresaron sus temores sobre el futuro de ese proceso”.
Pretextos
El reporte, de 14 páginas, describe a manera de bitácora sus encuentros más significativos. El 3 de septiembre se entrevistaron con el gobernador Gabino Cué.
“Muchos funcionarios y empleados del antiguo gobierno (de Ulises Ruiz) han sobrevivido en el nuevo de Gabino Cué y tienden a obstruir mejoras en materia de transparencia y derechos humanos o medidas anticorrupción”, expone.
“Gabino Cué admitió que no había suficientes progresos en las investigaciones. Él calificó el asesinato como ‘un crimen premeditado’, cuyos autores materiales e intelectuales deben ser encontrados”.
Un día antes, el 2 de septiembre, las eurodiputadas se encontraron con un grupo de funcionarios estatales de alto nivel, entre ellos algunos involucrados con los derechos humanos.
Reseña que “el mediador gubernamental de las negociaciones con los triquis, Arturo Peimbert, explicó las raíces del actual conflicto.
Defendió el éxito del gobierno de Oaxaca en llevarles educación y salud a los triquis. Explicó que los responsables del conflicto son los grupos armados y quienes les pagan, y no ve ninguna motivación política en el asesinato de tres triques a comienzos de agosto pasado, que motivó la suspensión del último intento de la comunidad por regresar a San Juan Copala. Para él se trató de una pelea entre borrachos”.
Ese mismo día, pero más tarde, se reunieron con el procurador general de Justicia del estado de Oaxaca, Manuel de Jesús López López. El funcionario les dijo que había “un número de problemas significativos” respecto al caso de Jaakkola y Cariño, ocasionados, en primer lugar, por la falta de protección de los testigos de la emboscada donde murieron, que no permite la obtención de testimonios.
Detalla el reporte: “Discutimos los problemas legales vinculados a la consiguiente implementación de la reforma al sistema mexicano de justicia, que implica la aplicación de diferentes métodos de investigación en diferentes estados”.
El procurador, continúa el reporte, “admitió que los procedimientos de investigación son muy pobres en general en México. El país no tiene especialistas en realizar autopsias, las cuales en general no son efectuadas. Insistentemente los miembros de la oficina del procurador presentes en la junta expresaron el temor de cometer cualquier error en la preparación de un expediente para emitir una orden de arresto, porque eso llevaría a un rechazo del juez para otorgarla”.
Las eurodiputadas concluyen que en el actual escenario mexicano de deterioro del respeto a los derechos humanos, el esclarecimiento de los asesinatos de Jaakkola y Cariño tendría “un impacto más amplio y contribuiría llevar justicia a los pueblos indígenas de Oaxaca”.
Alemania: El estigma de ser turco
Dolientes en Gaziantep, al sur de Turquía, en el funeral de una mujer que murió la semana pasada en un incendio en Ludwigshafen, Alemania, que mató a ocho inmigrantes turcas.
Foto: AP
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BERLÍN (apro).- “Llegamos a Berlín de noche, todo me parecía muy lindo, la entrada de la casa tenía azulejos con figuras hermosas. Todo estaba muy limpio, había una estufa revestida de cerámica, que nosotros no sabíamos que era una estufa, y los baños, que tampoco conocíamos”, recuerda Leyla Çelic.
“Fue muy linda la primera impresión –dice–. También cuando empecé a ir a la escuela. La ciudad era muy diferente del pueblo.”
Era finales de noviembre de 1978. Leyla Çelic tenía entonces siete años. Acababa de llegar a Berlín, junto con su madre y hermanos. El padre llevaba entonces 10 años en Alemania. “Su sueño era trabajar duro, ahorrar algo de dinero, regresar”, cuenta Leyla en entrevista con Apro.
El lugar para el regreso era el de origen, Kuruca Köyü, una aldea situada en el este de Turquía, muy cerca de la frontera con Irán, a un día de distancia de Estambul en auto.
Durante todos esos años, el padre había enviado a su familia gran parte de lo que ganaba, primero en una fábrica de ladrillos y luego como operario en la fabricación de marcos alemanes en la Imprenta Federal. Cada vez que le daban algunas semanas libres visitaba a su mujer y sus hijos, que ahora ya sumaban cinco.
“No sé, quizá mi padre disfrutaba estar solo acá, sin niños –dice Leyla. El hecho es que mi madre se dio cuenta de que él ya no quería volver y que ella no quería quedarse allá sola con los hijos.”
Ante un problema de salud de una de las niñas, la madre insistió en hacerla ver en Alemania. Días después apareció en Berlín con cuatro de sus hijos, ya que la mayor de las mujeres se había casado e ido de la casa. “Para mi padre fue un shock –cuenta Leyla–, porque vivía en un apartamento de una sola habitación, cocina y baño. Allí estuvimos seis meses, hasta que mi padre consiguió un apartamento más grande.”
La madre se empleó en el sector de limpieza de una universidad. El pensamiento que aún reinaba en la familia era trabajar, poder darse algunos gustos, ahorrar para construirse una casa bonita en Turquía, a donde un día habrían de regresar. La misma idea de estadía transitoria, mirada desde el interés opuesto, motivaba la decisión alemana de atraer fuerza de trabajo extranjera.
Los Gastarbeiter
La vergüenza es uno de los motores menos considerados de la historia. A ella se debe, en gran medida, que la Alemania de la posguerra, una nación sepultada bajo escombros morales y edilicios, se transformara, en poco más de 10 años, en una de las más ricas del planeta.
A comienzos de los sesenta, el empeño de los alemanes por olvidar y trabajar había llegado al cenit. El extraordinario crecimiento de la República Federal de Alemania había hecho que los sueldos se fueran por las nubes. El obrero quería ganar lo que antes ganaba un ingeniero. Alemania necesitaba mano de obra barata.
La búsqueda se concentró primero en los europeos del sur. Los italianos, griegos, españoles y portugueses se quedaron unos años y volvieron mayoritariamente a sus países tan pronto como pudieron.
En octubre de 1961 se firmó el acuerdo entre la RFA y Turquía. A los inmigrantes turcos se les asignaron puestos de trabajo poco calificados, en los que podían ser ignorados sin mucha dificultad. El rótulo llegó con ellos: Gastarbeiter, “trabajadores huéspedes”. La denominación oficial del gobierno alemán para estos hombres y mujeres implicaba que podían ingresar al país, sí, pero para dejarlo, como todo buen huésped, en el momento en que se les indicara.
“Pedimos mano de obra y nos llegaron personas”, resumió el escritor suizo Max Frisch, concentrando en una frase buena parte de las agonías del inmigrante.
“Trabajamos 40 años en la construcción. En varias empresas hicimos los trabajos más duros, los que nadie más quería hacer”, cuenta a Apro Dursum Guizel, un jubilado de 66 años, residente en Berlín. “Al comienzo vivimos en barracas, en condiciones casi inhumanas –dice–, trabajamos en turnos rotativos, pagamos impuestos, pero como trabajadores no calificados recibimos una renta de apenas 600 euros.”
El único que en su momento pareció reparar en esta realidad fue el periodista Günter Wallraff. Menudo de cabello, bigotes y lentes de contacto negros, Wallraff se transformó, de 1983 a 1985, en Ali Levent Sinirlioglu, un trabajador turco prototípico, empleado en las tareas insalubres y mal pagadas junto a otros inmigrantes reales.
El libro que publicó sobre sus experiencias –Ganz unten, (Bien abajo), traducido al español como Cabeza de Turco– sorprendió a sus compatriotas. Se evidenció que estos inmigrantes realizaban los peores trabajos y eran brutalmente explotados.
Pero el éxito editorial de Wallraff sirvió más bien para ver a los inmigrantes turcos como víctimas, no como ciudadanos.
País de inmigración
Quizá el mayor intento de modernizar la consideración que la sociedad alemana tiene de los extranjeros en general, y de los turcos en particular, fue esbozado por el gobierno socialdemócrata-verde de Gerhard Schröder y Joschka Fischer (1998-2005). En el año 2001, el gobierno intentó declarar a Alemania como país de inmigración, algo que los conservadores han vetado hasta el día de hoy.
Dicho gobierno propuso modificar el fundamento de la nacionalidad alemana, trocando el “derecho de sangre” –se es alemán si el padre o la madre lo son– por el “derecho de suelo”: se es alemán por haber nacido en Alemania.
Este esfuerzo quizá habría avanzado un poco más si no se hubiese atravesado el 11 de setiembre de 2001. A partir de entonces muchos alemanes parecieron descubrir que el turco era musulmán y que sus pañuelos en la cabeza, sus mezquitas, su idioma y sus costumbres podían ser, en el fondo, un arma contra Occidente.
Organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, medios de comunicación masiva, fundaciones, conferencias y mesas redondas, programas estatales y privados, comenzaron a hablar del “turco” como problema, de su falta de integración y reconocimiento del “sistema de valores occidentales”, del sometimiento de las mujeres, de obligar a sus imanes a predicar en alemán y no en un idioma incontrolable.
Esta visión del turco como posible enemigo sirvió a la nueva generación de jóvenes turcos para esbozar una muy estilizada cultura de la resistencia y cultivar una imagen de sí mismos como héroes de una tradición amenazada. Lo que estos muchachos ahora saben sobre la patria de sus abuelos, sin embargo, son módicos conocimientos que a menudo provienen del folklore alemán.
“Si llamas inmigrante al nieto de un trabajador huésped, estás cometiendo un error lingüístico, porque los inmigrantes son personas que se mueven de un país a otro, pero ellos no se han movido desde hace dos o tres generaciones”, comenta a Apro el escritor Zafer Senocak, quien llegó junto a su padre a Múnich, a la edad de nueve años, proveniente de Estambul.
Un hito dentro de esta escalada fue el libro Deutschland schafft sich ab (Alemania se suprime a sí misma), el mayor best seller de los últimos años en el país, publicado en 2010 por Thilo Sarrazin. Político socialdemócrata y exmiembro del Banco Central Alemán, Sarrazin cree ver una continua pérdida del “capital intelectual” de Alemania a consecuencia de los inmigrantes. Estos son, a su juicio, menos preparados e inteligentes que los alemanes, pero se reproducen más, elevando así, asevera, el nivel de estupidez de la sociedad alemana.
El valor metodológico de las tesis de Sarrazin es casi nulo. Sin embargo, las expuso con seriedad y calma en todos los foros.
El debate que produjo el libro hizo visibles muchos puntos de vista sobre la inmigración, incluyendo el de los propios turcos.
“Si hay problemas en la sociedad, hay que tratarlos como problemas y no irse directamente a buscar el ‘origen nacional’ que tiene esta persona o aquella otra y hacer del trasfondo de un sujeto lo determinante, como si eso fuera lo que está en primer lugar. Esa tendencia seguramente ha lastrado toda la discusión”, argumenta Zafer Senocak.
Célula neonazi
El mayor golpe contra quienes abogan por el diálogo y la convivencia fue el descubrimiento en las últimas semanas de la así denominada “Célula Nacionalsocialista”, una especie de escuadrón de la muerte, formado por neonazis, que en los últimos 10 años asesinó a ocho turcos y a una agente de la policía alemana. Este grupo representa la más sistemática y brutal forma de racismo que se ha visto en la Alemania moderna.
Los miembros del grupo extremista –dos hombres, que al parecer se suicidaron, y una mujer– provienen del este de Alemania. Allí el porcentaje de extranjeros es ínfimo, pero la hostilidad contra ellos es parte del programa de varios partidos. Entre ellos está el partido neonazi, NPD, que tiene representación en los parlamentos de dos de sus estados federales y al que se le atribuyen conexiones con el grupo.
El gobierno alemán pidió disculpas por la serie de negligencias que habían permitido que este grupo asesinara con la misma arma a nueve personas, a pesar de haber sido detectado hace mucho tiempo por los servicios secretos alemanes. El papel de los propios agentes que infiltraban a las organizaciones extremistas es cuestionado. Se consigna su presencia en cercanías de los lugares donde se produjeron los asesinatos. Las hipótesis de las autoridades en su momento, como también frente a la bomba que los mismos neonazis hicieron estallar en 2003 en el barrio turco de la ciudad de Colonia, fue que se trataba de un ajuste de cuentas entre bandas de extranjeros rivales.
Que no se haya visto un móvil racista en el asesinato de ocho extranjeros con la misma arma es parte del sabor amargo que aún hoy sienten los inmigrantes turcos en Alemania. Éstos y sus descendientes suman hoy casi 3 millones de personas. Su presencia está tan extendida que el experimento de imaginar una Alemania sin ellos suena tan absurdo como la de pensar en una ciudad sin automóviles o árboles.
Pero los turco-alemanes siguen sufriendo el estigma de ser un proletariado, puesto que se les asignó hace 50 años. Salir de ello no es fácil, ni para ellos ni para el resto de alemanes.
FUENTE PROCESO
“Fue muy linda la primera impresión –dice–. También cuando empecé a ir a la escuela. La ciudad era muy diferente del pueblo.”
Era finales de noviembre de 1978. Leyla Çelic tenía entonces siete años. Acababa de llegar a Berlín, junto con su madre y hermanos. El padre llevaba entonces 10 años en Alemania. “Su sueño era trabajar duro, ahorrar algo de dinero, regresar”, cuenta Leyla en entrevista con Apro.
El lugar para el regreso era el de origen, Kuruca Köyü, una aldea situada en el este de Turquía, muy cerca de la frontera con Irán, a un día de distancia de Estambul en auto.
Durante todos esos años, el padre había enviado a su familia gran parte de lo que ganaba, primero en una fábrica de ladrillos y luego como operario en la fabricación de marcos alemanes en la Imprenta Federal. Cada vez que le daban algunas semanas libres visitaba a su mujer y sus hijos, que ahora ya sumaban cinco.
“No sé, quizá mi padre disfrutaba estar solo acá, sin niños –dice Leyla. El hecho es que mi madre se dio cuenta de que él ya no quería volver y que ella no quería quedarse allá sola con los hijos.”
Ante un problema de salud de una de las niñas, la madre insistió en hacerla ver en Alemania. Días después apareció en Berlín con cuatro de sus hijos, ya que la mayor de las mujeres se había casado e ido de la casa. “Para mi padre fue un shock –cuenta Leyla–, porque vivía en un apartamento de una sola habitación, cocina y baño. Allí estuvimos seis meses, hasta que mi padre consiguió un apartamento más grande.”
La madre se empleó en el sector de limpieza de una universidad. El pensamiento que aún reinaba en la familia era trabajar, poder darse algunos gustos, ahorrar para construirse una casa bonita en Turquía, a donde un día habrían de regresar. La misma idea de estadía transitoria, mirada desde el interés opuesto, motivaba la decisión alemana de atraer fuerza de trabajo extranjera.
Los Gastarbeiter
La vergüenza es uno de los motores menos considerados de la historia. A ella se debe, en gran medida, que la Alemania de la posguerra, una nación sepultada bajo escombros morales y edilicios, se transformara, en poco más de 10 años, en una de las más ricas del planeta.
A comienzos de los sesenta, el empeño de los alemanes por olvidar y trabajar había llegado al cenit. El extraordinario crecimiento de la República Federal de Alemania había hecho que los sueldos se fueran por las nubes. El obrero quería ganar lo que antes ganaba un ingeniero. Alemania necesitaba mano de obra barata.
La búsqueda se concentró primero en los europeos del sur. Los italianos, griegos, españoles y portugueses se quedaron unos años y volvieron mayoritariamente a sus países tan pronto como pudieron.
En octubre de 1961 se firmó el acuerdo entre la RFA y Turquía. A los inmigrantes turcos se les asignaron puestos de trabajo poco calificados, en los que podían ser ignorados sin mucha dificultad. El rótulo llegó con ellos: Gastarbeiter, “trabajadores huéspedes”. La denominación oficial del gobierno alemán para estos hombres y mujeres implicaba que podían ingresar al país, sí, pero para dejarlo, como todo buen huésped, en el momento en que se les indicara.
“Pedimos mano de obra y nos llegaron personas”, resumió el escritor suizo Max Frisch, concentrando en una frase buena parte de las agonías del inmigrante.
“Trabajamos 40 años en la construcción. En varias empresas hicimos los trabajos más duros, los que nadie más quería hacer”, cuenta a Apro Dursum Guizel, un jubilado de 66 años, residente en Berlín. “Al comienzo vivimos en barracas, en condiciones casi inhumanas –dice–, trabajamos en turnos rotativos, pagamos impuestos, pero como trabajadores no calificados recibimos una renta de apenas 600 euros.”
El único que en su momento pareció reparar en esta realidad fue el periodista Günter Wallraff. Menudo de cabello, bigotes y lentes de contacto negros, Wallraff se transformó, de 1983 a 1985, en Ali Levent Sinirlioglu, un trabajador turco prototípico, empleado en las tareas insalubres y mal pagadas junto a otros inmigrantes reales.
El libro que publicó sobre sus experiencias –Ganz unten, (Bien abajo), traducido al español como Cabeza de Turco– sorprendió a sus compatriotas. Se evidenció que estos inmigrantes realizaban los peores trabajos y eran brutalmente explotados.
Pero el éxito editorial de Wallraff sirvió más bien para ver a los inmigrantes turcos como víctimas, no como ciudadanos.
País de inmigración
Quizá el mayor intento de modernizar la consideración que la sociedad alemana tiene de los extranjeros en general, y de los turcos en particular, fue esbozado por el gobierno socialdemócrata-verde de Gerhard Schröder y Joschka Fischer (1998-2005). En el año 2001, el gobierno intentó declarar a Alemania como país de inmigración, algo que los conservadores han vetado hasta el día de hoy.
Dicho gobierno propuso modificar el fundamento de la nacionalidad alemana, trocando el “derecho de sangre” –se es alemán si el padre o la madre lo son– por el “derecho de suelo”: se es alemán por haber nacido en Alemania.
Este esfuerzo quizá habría avanzado un poco más si no se hubiese atravesado el 11 de setiembre de 2001. A partir de entonces muchos alemanes parecieron descubrir que el turco era musulmán y que sus pañuelos en la cabeza, sus mezquitas, su idioma y sus costumbres podían ser, en el fondo, un arma contra Occidente.
Organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, medios de comunicación masiva, fundaciones, conferencias y mesas redondas, programas estatales y privados, comenzaron a hablar del “turco” como problema, de su falta de integración y reconocimiento del “sistema de valores occidentales”, del sometimiento de las mujeres, de obligar a sus imanes a predicar en alemán y no en un idioma incontrolable.
Esta visión del turco como posible enemigo sirvió a la nueva generación de jóvenes turcos para esbozar una muy estilizada cultura de la resistencia y cultivar una imagen de sí mismos como héroes de una tradición amenazada. Lo que estos muchachos ahora saben sobre la patria de sus abuelos, sin embargo, son módicos conocimientos que a menudo provienen del folklore alemán.
“Si llamas inmigrante al nieto de un trabajador huésped, estás cometiendo un error lingüístico, porque los inmigrantes son personas que se mueven de un país a otro, pero ellos no se han movido desde hace dos o tres generaciones”, comenta a Apro el escritor Zafer Senocak, quien llegó junto a su padre a Múnich, a la edad de nueve años, proveniente de Estambul.
Un hito dentro de esta escalada fue el libro Deutschland schafft sich ab (Alemania se suprime a sí misma), el mayor best seller de los últimos años en el país, publicado en 2010 por Thilo Sarrazin. Político socialdemócrata y exmiembro del Banco Central Alemán, Sarrazin cree ver una continua pérdida del “capital intelectual” de Alemania a consecuencia de los inmigrantes. Estos son, a su juicio, menos preparados e inteligentes que los alemanes, pero se reproducen más, elevando así, asevera, el nivel de estupidez de la sociedad alemana.
El valor metodológico de las tesis de Sarrazin es casi nulo. Sin embargo, las expuso con seriedad y calma en todos los foros.
El debate que produjo el libro hizo visibles muchos puntos de vista sobre la inmigración, incluyendo el de los propios turcos.
“Si hay problemas en la sociedad, hay que tratarlos como problemas y no irse directamente a buscar el ‘origen nacional’ que tiene esta persona o aquella otra y hacer del trasfondo de un sujeto lo determinante, como si eso fuera lo que está en primer lugar. Esa tendencia seguramente ha lastrado toda la discusión”, argumenta Zafer Senocak.
Célula neonazi
El mayor golpe contra quienes abogan por el diálogo y la convivencia fue el descubrimiento en las últimas semanas de la así denominada “Célula Nacionalsocialista”, una especie de escuadrón de la muerte, formado por neonazis, que en los últimos 10 años asesinó a ocho turcos y a una agente de la policía alemana. Este grupo representa la más sistemática y brutal forma de racismo que se ha visto en la Alemania moderna.
Los miembros del grupo extremista –dos hombres, que al parecer se suicidaron, y una mujer– provienen del este de Alemania. Allí el porcentaje de extranjeros es ínfimo, pero la hostilidad contra ellos es parte del programa de varios partidos. Entre ellos está el partido neonazi, NPD, que tiene representación en los parlamentos de dos de sus estados federales y al que se le atribuyen conexiones con el grupo.
El gobierno alemán pidió disculpas por la serie de negligencias que habían permitido que este grupo asesinara con la misma arma a nueve personas, a pesar de haber sido detectado hace mucho tiempo por los servicios secretos alemanes. El papel de los propios agentes que infiltraban a las organizaciones extremistas es cuestionado. Se consigna su presencia en cercanías de los lugares donde se produjeron los asesinatos. Las hipótesis de las autoridades en su momento, como también frente a la bomba que los mismos neonazis hicieron estallar en 2003 en el barrio turco de la ciudad de Colonia, fue que se trataba de un ajuste de cuentas entre bandas de extranjeros rivales.
Que no se haya visto un móvil racista en el asesinato de ocho extranjeros con la misma arma es parte del sabor amargo que aún hoy sienten los inmigrantes turcos en Alemania. Éstos y sus descendientes suman hoy casi 3 millones de personas. Su presencia está tan extendida que el experimento de imaginar una Alemania sin ellos suena tan absurdo como la de pensar en una ciudad sin automóviles o árboles.
Pero los turco-alemanes siguen sufriendo el estigma de ser un proletariado, puesto que se les asignó hace 50 años. Salir de ello no es fácil, ni para ellos ni para el resto de alemanes.
FUENTE PROCESO
India: un país sin hijas
Niñas durante una procesión religiosa en Nueva Delhi.
Foto: AP
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NUEVA DELHI. (apro).- Es imposible entrevistar a Mitu Khurana por las tardes. Después de dar clase en la universidad, pasa el resto del día exclusivamente con sus gemelas. Con unos grandes ojos negros, la cara redonda y la voz triste, la pediatra de Delhi se ha enfrentado a situaciones terribles para ver crecer a sus hijas, Guddu y Paari, ahora con 6 años de edad.
Mitu no quiso perder a sus gemelas. Su familia política le hizo comer un pastel con huevo, siendo ella alérgica, y acabó en el hospital con una ecografía revelando las dos niñas que se estaban gestando en su interior. “Mi suegra, mis cuñadas y mi exmarido me presionaron, abusaron de mí, no me daban de comer ni de beber y hasta me llegaron a empujar por una escalera de dos pisos para que abortara”, explica Mitu con el tono grave, y una cadencia lenta, apurando el llanto.
“Entré en una depresión severa y estuve a punto de suicidarme. Mis hijas y yo estamos con vida gracias a mis padres”, añade Mitu. Éstos la apoyaron para volver a casa, tener a las niñas y hasta amenazaron a la familia política con llamar a la policía si no dejaban marchar a su hija intacta.
Con 35 años y una tenacidad indómita, Mitu sigue esperando la resolución de la demanda que interpuso en 2008 contra su exmarido, su familia política y el hospital donde se le practicó la ecografía para averiguar el sexo del bebé. “Me siento muy sola. Muy pocas mujeres en la sociedad están dispuestas a hablar claro y alto sobre lo que está pasando”, añade.
Por el momento, el juez responsable de su caso le aconsejó “tratar de rehacer su matrimonio”. Desde hace dos años su marido ha solicitado la custodia de las niñas en el juzgado como una manera de presionarla para que abandone las denuncias. Mitu no tiene miedo. Con la voz triste, sus gemelas por las tardes y el apoyo de sus padres, sigue adelante. “No quiero que mis hijas se enfrenten al mismo mundo que yo”, concluye la médico.
Discriminación
La mezcla explosiva de la caída de la fertilidad, el acceso a la tecnología y la perseverancia de la mentalidad tradicional ha provocado que en las últimas tres décadas hasta 12 millones de mujeres indias aborten a sus bebés de sexo femenino, según el estudio publicado por la revista británica The Lancet, en colaboración con el Centro para la Investigación de Salud Global de la Universidad de Toronto.
“Al mismo tiempo que se ha abaratado la tecnología, han aumentado las posibilidades económicas de muchos indios que ahora pueden permitirse pagar una ecografía para averiguar el sexo del bebé”, señala Prabhat Jha, director del citado centro de investigación canadiense.
“Los hijos varones son considerados como un plan de pensiones. El aborto de la segunda hija –la primera es por lo general bienvenida- es fruto de una decisión racional adoptada por las familias más educadas, urbanas y pertenecientes a la elite que no desean tener más de dos hijos”, añade vía Skype desde Toronto. Las castas más bajas tienden a imitar el comportamiento de las altas.
El niño permite perpetuar el linaje de la familia y ostentar su honor, además de ser el encargado de cuidar a los padres cuando éstos envejecen. El hombre es quien ocupa la calle, la plaza, los bares, la noche, los puestos del gobierno, los rickshaw, los mercados, las tiendas de alcohol, los colegios, los hospitales.
El hombre se para en mitad de la acera para orinar tranquilamente a mediodía en Nueva Delhi, cualquier día de la semana. El hombre se roza bruscamente contra las nalgas de la clienta en el ultramarinos o la pasajera del autobús público. No en balde Naciones Unidas afirmó en un estudio reciente que la capital india es una de las urbes mundiales donde las mujeres sufren más acoso sexual y también es conocida como la capital de las violaciones en el resto del país.
El hombre abandona a la hija en el orfanato. El hombre hace lo que le viene en gana.
Con un hijo no hay que preocuparse por si le violan nada más alcanzar la pubertad, como les ocurre a muchas adolescentes indias, quienes después de atravesar esta violenta experiencia se ven obligadas a ejercer la prostitución. Las hijas son percibidas como una carga porque todo lo que se invierte en ellas va a parar a la familia del marido, de manera que son como un fondo perdido. Las viejas referencias se cruzan con las nuevas tecnologías y refuerzan el pasado frente al futuro.
De este modo, muchas niñas no tienen la posibilidad de nacer, no son alimentadas de igual forma que sus hermanos varones, no las llevan al médico cuando están enfermas, abandonan antes la escuela y sus familias no se alegran en el hospital cuando las ven en brazos de la madre tras el parto. Las mujeres en la sociedad india no tienen mucho más valor que como portadoras de un futuro hijo varón en sus entrañas.
Hasta los 18 años las jóvenes no pueden casarse, dice la ley, pero, como la mayoría de las normas en el país, esta sigue una trayectoria paralela con la realidad. El pago de la dote por parte de la familia de la novia a la del novio está prohibido en India desde 1961, pero sigue a la orden del día. Un auto, un departamento, un viaje a París, una moto: las clases medias cada vez quieren más.
“Novias quemadas”
Rekha Bezboruah, directora de la ONG Errata, que se dedica al avance de la mujer en la India, también considera que “el consumismo que ha venido de la mano de la globalización se ha topado con una cultura patriarcal, de manera que una hija supone principalmente para los padres unos gastos inmensos para el pago de la dote, la celebración de la boda y su educación, además del miedo por su seguridad”.
Hay ocasiones en que la familia política no se encuentra satisfecha, ya sea porque la dote no es suficiente o porque la cónyuge es de una casta inferior o porque la mujer no concibe un hijo varón. Y entonces prenden fuego en la cocina a la esposa envuelta en el sari, que se transforma de súbito en una trampa mortal, y lo hacen pasar por un accidente doméstico. El fenómeno es conocido en la India como burning brides, novias quemadas. O les echan ácido en el rostro y el cuerpo y así la mujer queda desechada, es más inservible que nunca.
El aborto está permitido en el subcontinente, pero desde 1996 es ilegal determinar el sexo del bebé a través de una ecografía. Los ginecólogos no muestran muchos reparos a la hora de ganar un dinero extra y entregan un caramelo azul o rosa a cambio como código de información sobre el género del bebé.
La mayoría de las clínicas de maternidad en Nueva Delhi, y el resto del país, lucen en sus paredes un mensaje muy claro: “En este hospital está prohibido la realización de una ecografía para averiguar el sexo del feto”. Pero al atravesar la puerta, la mayoría de los médicos sencillamente le ponen un precio al “riesgo” que corren.
“Evidentemente esto se produce, en gran parte, por el lucro del lobby médico y la convivencia de políticos y jueces, la mayoría de ellos hombres de casta alta interesados en perpetuar el sistema patriarcal”, explica Sabu George, un activista indio que volvió a su país en la década de los noventa con un doctorado de la Universidad americana de Cornell y una perspectiva del mundo diferente bulléndole en la cabeza.
“Es significativo que sólo diez médicos hayan sido condenados por esta práctica durante 15 años que lleva la ley en vigor”, añade.
El estudio publicado por The Lancet muestra que la primera niña tiene las mismas posibilidades de ser bienvenida al mundo que su hermano, pero la segunda lo tiene bastante más crudo. Sólo 836 nacen por cada mil niños. El hijo varón hereda la tierra, mantiene el apellido y es el encargado de encender la pira funeraria en el hinduismo y, de este modo, permitir salir de la rueda de la reencarnación y alcanzar la moksha.
Los padres no quieren a sus hijas de vuelta en casa. Es una carga y una vergüenza pública. Hay un dicho hindú que señala que tener una hija es como plantar una flor en un jardín ajeno. Se convierte en una hemorragia abierta. Una inversión sin retorno.
Los datos del último censo realizado en 2011 muestran una proporción de 914 niñas por cada mil niños menores de seis años, la peor cifra desde la independencia en 1947.
“Las cifras del último censo han sido una llamada de atención muy dura. El mal uso de las máquinas de ecografías se ha extendido a zonas más recónditas como a las poblaciones tribales y los estados fronterizos donde antes no se daba esta práctica ya que ahora es móvil y hasta se puede hacer el test por Internet”, advierte Sushma Kapoor, directora regional en India de la Agencia de Naciones Unidas para la Mujer (ONU Mujeres).
Kapoor se lamenta de que “se desperdicie la mitad del potencial de una sociedad”. Señala: “El aborto de las niñas erosiona enormemente los derechos de la mujer. Es necesario un cambio profundo en la mentalidad del país”.
“Este desequilibrio social sólo trae un aumento de la violencia y el tráfico de mujeres desde otras regiones ú otros países. Dichas mujeres son utilizadas como máquinas para parir y trabajar sin la posibilidad de integrarse en el nuevo lugar. También se provoca la poliandria, el hecho de que una mujer tenga varios maridos, como varios hermanos a la vez”, advierte Kapoor al hablar sobre unas consecuencias que ya empiezan a ser más que visibles en los pueblos de la India.
Desde el Centro de Investigación de Políticas Públicas American Enterprise Institute en Washington D.C., el investigador Nicholas Eberstadt no se siente muy optimista. “Lo peor queda todavía por delante”, señala.
“El feticidio femenino va a aumentar en todo el mundo al producirse la colusión de los siguientes factores: la despiadada preferencia por el hijo varón, la baja tasa de fertilidad, y la expansión en el uso del test prenatal para averiguar el sexo del feto”, explica Eberstadt.
“Este fenómeno ya tiene lugar en China, Vietnam, la India y el este de Asia, pero seguramente se extenderá por las antiguas repúblicas soviéticas, el África subsahariana y Medio Oriente”, advierte. “El cambio se puede producir a través de la concienciación de la sociedad civil tal y como sucedió en Corea del Sur, pues las leyes no son suficientes”, añade Eberstadt.
El activista indio Sabu George decide celebrar el Diwali, un festival de las luces, en el Centro de Formación de la Mujer en el distrito de Alwar, el estado septentrional del Rajastán. Ésta es una de las regiones donde se dan las cifras más dolorosas de feticidios femeninos desde hace décadas. Pero durante los últimos diez años esta práctica se ha extendido desde los conservadores estados del noroeste del subcontinente hacia el este y sur, sobre todo entre las familias más pudientes y educadas, según un estudio reciente realizado por la Universidad de Toronto.
Rajbala, una viuda con un hijo de 18 años, disfruta de una segunda legislatura como líder local. Trata de disimular una fea quemadura en el brazo sobre la que no desea hablar. Con otras representantes locales saborean los dulces típicos –ladoos, gulabis- de la festividad más importante de la India, en la que se venera particularmente a Lakshmi, la diosa de la fortuna en el hinduismo.
Entre el caleidoscopio formado por sus saris fucsias, azul turquesa, azafrán, las mujeres comentan que han de cubrirse la cabeza con el velo dentro de casa en presencia de los miembros de sus familias políticas. Hablan de que el precio de la ecografía ilegal más el aborto puede rondar los 150 euros en el distrito de Alwar frente a los 20 mil que tendrían que pagar las castas más altas para la dote de una hija antes del casamiento o alrededor de 5 mil las más bajas.
“Preferiría que mi hija cuidara de mí, pero aquí el sistema es así”, comenta otra de las líderes locales, Swaraj, de 45 años.
Todas tienen un hijo varón y todas están esterilizadas. “¿Lo hubieran hecho después de tener sólo hijas?”
“¡Imposible!”, se ríe Swaraj nerviosa mientras se ajusta el velo azul eléctrico sobre la cabeza. “Si sólo tuviera hijas, entonces me tocaría pagar la dote sin recibir nada a cambio”, añade con indignación.
Del vientre de Lakshmi, uno de los avatares de lo sagrado femenino, según el hinduismo, nació todo lo demás: mares, montañas, ríos, dioses.
Mientras se intercambian dulces y las luces de Diwali comienzan a parpadear al caer la noche, los indios invocan el poder de la diosa, pero se olvidan de quién los trae a este mundo.
Mitu no quiso perder a sus gemelas. Su familia política le hizo comer un pastel con huevo, siendo ella alérgica, y acabó en el hospital con una ecografía revelando las dos niñas que se estaban gestando en su interior. “Mi suegra, mis cuñadas y mi exmarido me presionaron, abusaron de mí, no me daban de comer ni de beber y hasta me llegaron a empujar por una escalera de dos pisos para que abortara”, explica Mitu con el tono grave, y una cadencia lenta, apurando el llanto.
“Entré en una depresión severa y estuve a punto de suicidarme. Mis hijas y yo estamos con vida gracias a mis padres”, añade Mitu. Éstos la apoyaron para volver a casa, tener a las niñas y hasta amenazaron a la familia política con llamar a la policía si no dejaban marchar a su hija intacta.
Con 35 años y una tenacidad indómita, Mitu sigue esperando la resolución de la demanda que interpuso en 2008 contra su exmarido, su familia política y el hospital donde se le practicó la ecografía para averiguar el sexo del bebé. “Me siento muy sola. Muy pocas mujeres en la sociedad están dispuestas a hablar claro y alto sobre lo que está pasando”, añade.
Por el momento, el juez responsable de su caso le aconsejó “tratar de rehacer su matrimonio”. Desde hace dos años su marido ha solicitado la custodia de las niñas en el juzgado como una manera de presionarla para que abandone las denuncias. Mitu no tiene miedo. Con la voz triste, sus gemelas por las tardes y el apoyo de sus padres, sigue adelante. “No quiero que mis hijas se enfrenten al mismo mundo que yo”, concluye la médico.
Discriminación
La mezcla explosiva de la caída de la fertilidad, el acceso a la tecnología y la perseverancia de la mentalidad tradicional ha provocado que en las últimas tres décadas hasta 12 millones de mujeres indias aborten a sus bebés de sexo femenino, según el estudio publicado por la revista británica The Lancet, en colaboración con el Centro para la Investigación de Salud Global de la Universidad de Toronto.
“Al mismo tiempo que se ha abaratado la tecnología, han aumentado las posibilidades económicas de muchos indios que ahora pueden permitirse pagar una ecografía para averiguar el sexo del bebé”, señala Prabhat Jha, director del citado centro de investigación canadiense.
“Los hijos varones son considerados como un plan de pensiones. El aborto de la segunda hija –la primera es por lo general bienvenida- es fruto de una decisión racional adoptada por las familias más educadas, urbanas y pertenecientes a la elite que no desean tener más de dos hijos”, añade vía Skype desde Toronto. Las castas más bajas tienden a imitar el comportamiento de las altas.
El niño permite perpetuar el linaje de la familia y ostentar su honor, además de ser el encargado de cuidar a los padres cuando éstos envejecen. El hombre es quien ocupa la calle, la plaza, los bares, la noche, los puestos del gobierno, los rickshaw, los mercados, las tiendas de alcohol, los colegios, los hospitales.
El hombre se para en mitad de la acera para orinar tranquilamente a mediodía en Nueva Delhi, cualquier día de la semana. El hombre se roza bruscamente contra las nalgas de la clienta en el ultramarinos o la pasajera del autobús público. No en balde Naciones Unidas afirmó en un estudio reciente que la capital india es una de las urbes mundiales donde las mujeres sufren más acoso sexual y también es conocida como la capital de las violaciones en el resto del país.
El hombre abandona a la hija en el orfanato. El hombre hace lo que le viene en gana.
Con un hijo no hay que preocuparse por si le violan nada más alcanzar la pubertad, como les ocurre a muchas adolescentes indias, quienes después de atravesar esta violenta experiencia se ven obligadas a ejercer la prostitución. Las hijas son percibidas como una carga porque todo lo que se invierte en ellas va a parar a la familia del marido, de manera que son como un fondo perdido. Las viejas referencias se cruzan con las nuevas tecnologías y refuerzan el pasado frente al futuro.
De este modo, muchas niñas no tienen la posibilidad de nacer, no son alimentadas de igual forma que sus hermanos varones, no las llevan al médico cuando están enfermas, abandonan antes la escuela y sus familias no se alegran en el hospital cuando las ven en brazos de la madre tras el parto. Las mujeres en la sociedad india no tienen mucho más valor que como portadoras de un futuro hijo varón en sus entrañas.
Hasta los 18 años las jóvenes no pueden casarse, dice la ley, pero, como la mayoría de las normas en el país, esta sigue una trayectoria paralela con la realidad. El pago de la dote por parte de la familia de la novia a la del novio está prohibido en India desde 1961, pero sigue a la orden del día. Un auto, un departamento, un viaje a París, una moto: las clases medias cada vez quieren más.
“Novias quemadas”
Rekha Bezboruah, directora de la ONG Errata, que se dedica al avance de la mujer en la India, también considera que “el consumismo que ha venido de la mano de la globalización se ha topado con una cultura patriarcal, de manera que una hija supone principalmente para los padres unos gastos inmensos para el pago de la dote, la celebración de la boda y su educación, además del miedo por su seguridad”.
Hay ocasiones en que la familia política no se encuentra satisfecha, ya sea porque la dote no es suficiente o porque la cónyuge es de una casta inferior o porque la mujer no concibe un hijo varón. Y entonces prenden fuego en la cocina a la esposa envuelta en el sari, que se transforma de súbito en una trampa mortal, y lo hacen pasar por un accidente doméstico. El fenómeno es conocido en la India como burning brides, novias quemadas. O les echan ácido en el rostro y el cuerpo y así la mujer queda desechada, es más inservible que nunca.
El aborto está permitido en el subcontinente, pero desde 1996 es ilegal determinar el sexo del bebé a través de una ecografía. Los ginecólogos no muestran muchos reparos a la hora de ganar un dinero extra y entregan un caramelo azul o rosa a cambio como código de información sobre el género del bebé.
La mayoría de las clínicas de maternidad en Nueva Delhi, y el resto del país, lucen en sus paredes un mensaje muy claro: “En este hospital está prohibido la realización de una ecografía para averiguar el sexo del feto”. Pero al atravesar la puerta, la mayoría de los médicos sencillamente le ponen un precio al “riesgo” que corren.
“Evidentemente esto se produce, en gran parte, por el lucro del lobby médico y la convivencia de políticos y jueces, la mayoría de ellos hombres de casta alta interesados en perpetuar el sistema patriarcal”, explica Sabu George, un activista indio que volvió a su país en la década de los noventa con un doctorado de la Universidad americana de Cornell y una perspectiva del mundo diferente bulléndole en la cabeza.
“Es significativo que sólo diez médicos hayan sido condenados por esta práctica durante 15 años que lleva la ley en vigor”, añade.
El estudio publicado por The Lancet muestra que la primera niña tiene las mismas posibilidades de ser bienvenida al mundo que su hermano, pero la segunda lo tiene bastante más crudo. Sólo 836 nacen por cada mil niños. El hijo varón hereda la tierra, mantiene el apellido y es el encargado de encender la pira funeraria en el hinduismo y, de este modo, permitir salir de la rueda de la reencarnación y alcanzar la moksha.
Los padres no quieren a sus hijas de vuelta en casa. Es una carga y una vergüenza pública. Hay un dicho hindú que señala que tener una hija es como plantar una flor en un jardín ajeno. Se convierte en una hemorragia abierta. Una inversión sin retorno.
Los datos del último censo realizado en 2011 muestran una proporción de 914 niñas por cada mil niños menores de seis años, la peor cifra desde la independencia en 1947.
“Las cifras del último censo han sido una llamada de atención muy dura. El mal uso de las máquinas de ecografías se ha extendido a zonas más recónditas como a las poblaciones tribales y los estados fronterizos donde antes no se daba esta práctica ya que ahora es móvil y hasta se puede hacer el test por Internet”, advierte Sushma Kapoor, directora regional en India de la Agencia de Naciones Unidas para la Mujer (ONU Mujeres).
Kapoor se lamenta de que “se desperdicie la mitad del potencial de una sociedad”. Señala: “El aborto de las niñas erosiona enormemente los derechos de la mujer. Es necesario un cambio profundo en la mentalidad del país”.
“Este desequilibrio social sólo trae un aumento de la violencia y el tráfico de mujeres desde otras regiones ú otros países. Dichas mujeres son utilizadas como máquinas para parir y trabajar sin la posibilidad de integrarse en el nuevo lugar. También se provoca la poliandria, el hecho de que una mujer tenga varios maridos, como varios hermanos a la vez”, advierte Kapoor al hablar sobre unas consecuencias que ya empiezan a ser más que visibles en los pueblos de la India.
Desde el Centro de Investigación de Políticas Públicas American Enterprise Institute en Washington D.C., el investigador Nicholas Eberstadt no se siente muy optimista. “Lo peor queda todavía por delante”, señala.
“El feticidio femenino va a aumentar en todo el mundo al producirse la colusión de los siguientes factores: la despiadada preferencia por el hijo varón, la baja tasa de fertilidad, y la expansión en el uso del test prenatal para averiguar el sexo del feto”, explica Eberstadt.
“Este fenómeno ya tiene lugar en China, Vietnam, la India y el este de Asia, pero seguramente se extenderá por las antiguas repúblicas soviéticas, el África subsahariana y Medio Oriente”, advierte. “El cambio se puede producir a través de la concienciación de la sociedad civil tal y como sucedió en Corea del Sur, pues las leyes no son suficientes”, añade Eberstadt.
El activista indio Sabu George decide celebrar el Diwali, un festival de las luces, en el Centro de Formación de la Mujer en el distrito de Alwar, el estado septentrional del Rajastán. Ésta es una de las regiones donde se dan las cifras más dolorosas de feticidios femeninos desde hace décadas. Pero durante los últimos diez años esta práctica se ha extendido desde los conservadores estados del noroeste del subcontinente hacia el este y sur, sobre todo entre las familias más pudientes y educadas, según un estudio reciente realizado por la Universidad de Toronto.
Rajbala, una viuda con un hijo de 18 años, disfruta de una segunda legislatura como líder local. Trata de disimular una fea quemadura en el brazo sobre la que no desea hablar. Con otras representantes locales saborean los dulces típicos –ladoos, gulabis- de la festividad más importante de la India, en la que se venera particularmente a Lakshmi, la diosa de la fortuna en el hinduismo.
Entre el caleidoscopio formado por sus saris fucsias, azul turquesa, azafrán, las mujeres comentan que han de cubrirse la cabeza con el velo dentro de casa en presencia de los miembros de sus familias políticas. Hablan de que el precio de la ecografía ilegal más el aborto puede rondar los 150 euros en el distrito de Alwar frente a los 20 mil que tendrían que pagar las castas más altas para la dote de una hija antes del casamiento o alrededor de 5 mil las más bajas.
“Preferiría que mi hija cuidara de mí, pero aquí el sistema es así”, comenta otra de las líderes locales, Swaraj, de 45 años.
Todas tienen un hijo varón y todas están esterilizadas. “¿Lo hubieran hecho después de tener sólo hijas?”
“¡Imposible!”, se ríe Swaraj nerviosa mientras se ajusta el velo azul eléctrico sobre la cabeza. “Si sólo tuviera hijas, entonces me tocaría pagar la dote sin recibir nada a cambio”, añade con indignación.
Del vientre de Lakshmi, uno de los avatares de lo sagrado femenino, según el hinduismo, nació todo lo demás: mares, montañas, ríos, dioses.
Mientras se intercambian dulces y las luces de Diwali comienzan a parpadear al caer la noche, los indios invocan el poder de la diosa, pero se olvidan de quién los trae a este mundo.
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