Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

lunes, 18 de marzo de 2013

American Curios- Bergoglio y la herencia wojtyliana- Escapar del conservadurismo

American Curios
Libertad condicional
David Brooks
A cada rato llegan a este país disidentes de diversas naciones para denunciar ante foros académicos, de derechos humanos e instancias oficiales, como el Congreso, que sus gobiernos violan los derechos a la libertad de expresión y de prensa. Piden solidaridad para presionar a sus gobiernos a que respeten los convenios internacionales sobre este rubro y son aplaudidos por su valentía, mientras el gobierno estadunidense se pronuncia guardián mundial de estos derechos básicos, promueve la libertad de expresión como parte de su retórica diplomática, sobre todo contra países que no están alineados con Washington, y organiza foros en los que incluye el uso de los nuevos medios cibernéticos como nuevas herramientas de la libertad.
 
Pero es probable que lo que más se necesite es que periodistas y promotores estadunidenses de la libre expresión viajen a otros países para solicitar la solidaridad de otros pueblos y enfrentar la creciente represión y limitación de la libertad de expresión que se ha ejercido aquí durante la última década. De hecho, lo más difícil en el caso estadunidense es justo que aquí, a diferencia de otros países donde es clara la violación de estos derechos, prevalece el mito oficial de la libertad de expresión. Los límites a esta libertad se revelan cuando se trata de cuestiones muy delicadas, donde el derecho de la sociedad a saber qué hace su gobierno se subordina a lo que el gobierno dicta como necesario para proteger a esa sociedad, lo que llaman seguridad nacional.

Tal vez el suceso más claro para mostrar estos límites es el caso de Bradley Manning, quien ha aceptado responsabilidad por la mayor filtración de documentos oficiales secretos en la historia de este país, y a quien el gobierno ha enjuiciado por dar a conocer a los ciudadanos la historia de las guerras que se libran en su nombre. Este juicio no se trata simplemente de la fiscalización de un soldado de 25 años que tuvo la osadía de reportar al mundo externo las matanzas indiscriminadas, los crímenes de guerra, la tortura y el abuso por nuestro gobierno y nuestras fuerzas de ocupación en Irak y Afganistán. Es un esfuerzo concertado por el estado de seguridad y vigilancia para extinguir lo que queda de una prensa libre, que tiene el derecho constitucional de revelar crímenes cometidos por quienes están en el poder, escribe el veterano periodista y premio Pulitzer Chris Hedges.

Hedges, quien fue reportero de guerra del New York Times y cubrió conflictos desde el mundo árabe a América Latina, escribió en Truthdig.com que de ahora en adelante los individuos que se atrevan a intentar que el público se entere de la verdad serán, como en el caso de Manning, acusados de ayudar al enemigo. Agregó que “todos aquellos dentro del sistema que revelen hechos que desafían la narrativa oficial serán encarcelados, como John Kiriakou, el ex analista de la CIA que por revelar el uso de la tortura por el gobierno estadunidense empezó a cumplir una condena de 30 meses… Hay un término para designar a estados que crean estos vacíos de información: totalitarios”.
Cabe recordar casos como el reciente suicidio del activista cibernético Aaron Swartz, quien se dedicaba a usar sus talentos digitales para revelar y exponer intentos de control de Internet por el gobierno y las empresas, al enfrentar un juicio que podría acabar con su encarcelación por décadas, o Jeremy Hammond, que enfrenta 30 meses de cárcel por hackear presuntamente el sitio Stratfor, o el ex funcionario de la Agencia de Seguridad Nacional Thomas Drake, quien fue investigado por revelar la recaudación secreta de datos sobre ciudadanos estadunidenses. También está lo que alega Julian Assange, de que Estados Unidos busca extraditarlo y enjuiciarlo por las revelaciones en Wikileaks, temor que no carece de bases, especialmente cuando muchos altos funcionarios y legisladores lo han acusado de atentar contra la seguridad nacional de Estados Unidos, y el propio vicepresidente Joe Biden una vez lo llamó terrorista de alta tecnología.
 
Estos casos, sobre todo el de Manning, según algunos expertos en leyes, tienen una intención: intimidar y hasta aterrorizar a informantes y periodistas que consideren revelar información sobre asuntos de seguridad nacional.
 
Hedges, junto con el documentalista Michael Moore, el intelectual Noam Chomsky y Daniel Ellsberg, el famoso funcionario que filtró los papeles del Pentágono –hasta ahora la filtración más grande de documentos secretos– durante la guerra de Vietnam, se han sumado a demandas legales contra el gobierno por una ley que, acusan, puede ser utilizada contra periodistas al criminalizar toda interacción con lo que se considera enemigos de Estados Unidos, bajo amenaza de la detención militar indefinida, y otra que permite la intervención de comunicaciones personales de estadunidenses por agencias del gobierno sin autorización judicial.
 
Y esos esfuerzos no se limitan a territorio nacional. Por ejemplo, está el caso de Abdulelah Haider Shaye, el periodista de Yemen que en 2009 reveló un ataque aéreo estadunidense que mató a 14 mujeres y 21 niños y está encarcelado debido a la intervención de Obama para evitar que el presidente de ese país lo exculpara, como reveló The Nation el año pasado. El semanario afirmó que mientras el gobierno de Obama ofrece retórica sobre la libertad de prensa, ha minado los derechos de periodistas y los informantes que los ayudan, cuyo trabajo a veces ha puesto al gobierno en una luz negativa.
 
Ante la promesa de Obama de hacer que su gobierno sea el más transparente en la historia, no pocos preguntan si eso lo determina el gobierno o el pueblo. Nuestra libertad depende de la libertad de la prensa, y esa no se puede limitar sin que se pierda, afirmó Thomas Jefferson.
 
O sea, libertad condicionada por las autoridades no es libertad.
(Para mayor información sobre el caso de Manning y Wikileaks, ver Wikileaks en La Jornada )
 
Bergoglio y la herencia wojtyliana
Carlos Fazio
Tras una apresurada campaña mediática de control de daños dirigida a fabricar la imagen inmaculada del nuevo papa Francisco –y a lavar la del sacerdote Jorge Bergoglio, acusado de colaboracionismo con la dictadura militar argentina de los años setenta−, la curia vaticana se apresta a diseñar las líneas maestras para la nueva etapa. Integrado por hombres de poder político y eclesial, en su mayoría conservadores y ultraconservadores, el Colegio Cardenalicio eligió a uno de los suyos. Por lo que, amén de estilos, modos, formas de actuación y discursos populistas retóricos, no habrá mayores cambios… ¡salvo un milagro!
 
Conviene recordar que antes del cónclave −y más allá de los escándalos de pederastia, amiguismo, nepotismo, corrupción y lavado de dinero que envuelven a la trasnacional religiosa con casa matriz en Roma−, Joseph Ratzinger había dejado a la Iglesia católica sumida en una profunda crisis estructural. Lo que hizo crisis fue un modelo de Iglesia de neocristiandad, con mucha estructura y poder, pero poco espíritu y teología liberadores. Lo que está en crisis es una forma de ejercicio de poder absoluto, clericalista, soberbio, patriarcal y autoritario, reforzado por la ofensiva neoconservadora nacida después y en contra del Concilio Vaticano II (1962-1965) y consolidado durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, quienes en clave de cruzada arremetieron contra la misión renovadora de Medellín, la Iglesia de los pobres, la teología de la liberación y la teología india.
La estructura corporativa y piramidal de la Iglesia −con su cadena de mando análoga a la de un ejército− tiene en la cúspide al Papa (después de Dios, el gobernante en la tierra es el soberano pontífice), seguido por el sacro colegio de cardenales, los obispos y el clero, y reproduce en su interior una sociedad de machos. Igual que el Islam, el judaísmo y otras denominaciones cristianas, la Iglesia católica está separada por sexos, por genitales. Todas esas religiones hablan de Dios padre y tienen origen o se inspiran en el jefe tribal. El papel dominante lo ejercen los que tienen pene. La mujer está sometida, ocupa un plano de inferioridad, casi servil. Como la institución castrense –el ejército es otra sociedad machista− y en la sociedad en general, en la Iglesia la mujer es despreciada por un orden jerárquico de dominación.

Durante el largo reinado del polaco Wojtyla, con Ratzinger como guardián de la ortodoxia vaticana, ambos jerarcas católicos normalizaron a la Iglesia con un estilo estalinista, o sea, sacando del paso a los incómodos. Uno de esos incómodos, al que neutralizaron tras sentarlo en el banquillo de la ex inquisición, fue el teólogo Leonardo Boff, quien no dudó en ver al Papa como un flagelo. En 1996, de visita en México, el ciudadano Boff dijo al autor de es­­tas líneas que el pontificado de Juan Pablo II era, posiblemente, la última expresión de una Iglesia que nació en 1077 con Gregorio VII, el papa célebre porque humilló en Canosa al emperador alemán Enrique IV.
 
Gregorio VII escribió un texto de título fantástico: Dictatus papa, que significa la dictadura del Papa. Son 33 tesis. La primera dice que el Papa tiene todo el poder, está por encima de todos y no obedece a nadie. Y la última, que el Papa es santo por participar de la santidad de San Pedro. Por más pecador que sea… es santo. ¿Cuál es la teología que está detrás?, preguntó Boff. Y respondió: El Papa no se siente sucesor de Pablo y Pedro, ni siquiera de Jesús, considerado el primer papa. Se siente representante de Dios. Por eso, Gregorio VII intervino en la política y puso reyes. Los teólogos de su corte lo llamaban el dios pequeño. En su arrogancia, representaba al Dios creador. No al Dios padre de la teología trinitaria, sino al Dios pagano, monoteísta, pretrinitario. Un solo Dios en el cielo, un solo tirano en la tierra, un solo jefe en la familia, un solo presidente… la dictadura del jerarca. La dictadura del papa.
 
Un tipo de Iglesia que entró en crisis en el Concilio Vaticano II. Wojtyla y Ratzinger reprodujeron la crisis, y, frente a ella, buscaron una salida que reforzó el poder, que puso orden, disciplina y encuadró a todos dentro de un proyecto. La estrategia privilegió el poder sagrado. Ambos papas clericalizaron la Iglesia; la romanizaron a partir de una visión imperial. Remedo de los papas feudales, erigieron el modelo de la dictadura clerical del cristianismo romano católico.
 
Sin embargo, como advirtió Hans Küng durante una visita de Ratzinger a Alemania en septiembre de 2011, el sistema romano ya no funciona, está enfermo. La Iglesia vive una situación de emergencia. Estamos en un sistema absolutista comparable a la época de Luis XIV, dijo Küng, y añadió que la Iglesia se encontraba en una fase de putinización, en referencia a las similitudes estructurales y políticas entre el primer ministro ruso, Vladimir Putin, y la política restauracionista de Ratzinger. En la práctica, tanto Ratzinger como Putin colocaron a sus antiguos colaboradores en puestos dirigentes y liquidaron a aquellos que les eran adversos. El resultado es que los resortes del poder son manejados por una camarilla predominantemente sumisa.
 
Roma lo tenía todo organizado para retener el poder. Además de ser una sociedad eclesiástica piramidal y autoritaria, la curia tiene el monopolio sobre la verdad de la Iglesia. Dijo Küng: Benedicto XVI “quiere ser señor de señores; como un faraón moderno (…) Ratzinger divide a la Iglesia. No es una Iglesia de nuestro tiempo. Su estructura es medieval (…) Cuando se debería dar el paso hacia la posmodernidad, la Iglesia católica regresa a la Edad Media, a la contrarreforma, al antimodernismo”.
 
Víctima de las contradicciones que Wojtyla y él desataron, Ratzinger se quedó sin fuerzas, dejó la cruz y abdicó; hereda una Iglesia corroída, una curia dividida y dos papas en el Vaticano. ¿Qué sigue ahora con el papa Francisco? A como están las cosas, da la impresión de que eso ni Dios lo sabe.
 
 
Escapar del conservadurismo
Gustavo Esteva
En todo el mundo, particularmente en Europa y América Latina, los asalariados protestan en la calle. Por millones. Exigen que les devuelvan lo que les acaban de quitar y que no les quiten más. Exigen empleo. Logran, aquí y allá, cambiar a algún funcionario o quitar las aristas más agudas a las políticas neoliberales, como alguna vez propuso López Obrador. Pero no pueden llegar más lejos.
 
Su mensaje es claro. Hay algo peor que ser explotado: no ser explotado. Exigir empleo significa pedir que les devuelvan sus cadenas. Debemos tratar de entender este ánimo conservador de tantos trabajadores. No es que se hayan vuelto de pronto reaccionarios. Es que no tienen de otra: sin empleo no pueden sobrevivir y muchos padecen la peor de nuestras crisis, la de imaginación. No logran imaginar otro sentido de la lucha actual.

No están teniendo éxito ni siquiera en esa meta de supervivencia. Los gobiernos aprendieron ya a no hacerle caso a la gente… y no tienen para dónde moverse, dentro de su marco mental, político y práctico. Por eso lo que hace falta es salirse de ese marco; como no va a ocurrir arriba, hay que hacerlo abajo. Y eso es, precisamente, lo que están haciendo millones de personas, en todas partes. No pueden seguir esperando.

Entre sus filas están, ante todo, quienes nunca han tenido un empleo y no abrigan esperanzas de conseguir uno. No tienen más opción práctica que vivir sin empleo, produciendo su propia vida.

El grupo más grande de este sector es el de quienes trabajan por cuenta propia, sin rendir cuentas a un patrón. Tienen algunos medios o habilidades que les permiten actuar con independencia. Ocasionalmente se contratan aquí y allá, cuando les cae una chambita temporal.

Aquí se encuentran también los migrantes, que salen una temporada de su lugar de residencia, sostienen a su familia y su posición en la comunidad con sus remesas y regresan a ellas.

Es un sector inmensamente heterogéneo y el más grande de la población en América Latina. Están en su seno los campesinos y quienes algunos siguen llamando marginales urbanos, aunque, lejos de estar en el margen, se constituyen cada vez más como el centro de la vida social.

Muchas personas de este inmenso sector no la pasan tan mal como algunos asalariados que se quedaron sin empleo. Saben sobrevivir por sí mismos y la crisis ha sido siempre su contexto vital, del que también forma parte la lucha. Para unos es acto cotidiano inevitable: luchar con el policía, con el inspector, con todas las estructuras de poder que los ven como amenaza o patología. Para otros es como el aire, como respirar; no pueden imaginar la vida de otra manera.
 
Es cierto que algunos no andan tan mal como los desempleados, pero sería irresponsable decir que están bien. Las crisis que padecemos causan deterioro para todos. Para ellos lo que más se resiente es el salto hacia atrás del capital. Ante la imposibilidad de seguir acumulando relaciones de producción en la economía real, que nadie logra resucitar, intensifica las formas de acumulación por despojo que nunca abandonó. Lo que este sector padece, más que otros, es el asalto brutal a sus medios de subsistencia, como en los tiempos del cercamiento de los ámbitos de comunidad que fundó el capitalismo.
 
Los gobiernos progresistas de la América Latina y hasta aquellos que intentan un socialismo del siglo XXI respaldan este asalto al sector informal. Como explicó García Linera, el vicepresidente de Bolivia, cuando anduvo por aquí, se mantienen en el marco de la estructura formal de explotación, pública o privada, lo cual justifican porque redistribuyen el excedente, que no se animan a llamar plusvalor, a través de programas sociales. O como dijo Correa, al tratar de justificar el extractivismo: Marx nada dijo contra la minería. Es cierto. Pero habló clara y fuertemente de la explotación, de la acumulación originaria, del despojo. De eso se trata hoy.
Quienes actualmente defienden su territorio de la minería, los eólicos, los megaproyectos y demás no son neoluditas ni quieren dar marcha atrás en la historia. Enfrentan con decisión y lucidez la guerra contra la subsistencia, contra la autonomía, contra la vida misma, que se libra en un estilo de corte cada vez más colonial.
 
Al hacerlo, no sólo quieren conservar lo que tienen. Saben que la única forma eficaz de resistir es crear algo nuevo, abrirse a una nueva sociedad, ocuparse seriamente de un cambio radical. A diferencia de los trabajadores asalariados, no hay en ellos ánimo conservador. Saben que sólo un cambio radical podrá detener el horror en curso. En eso están.
 

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