Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

lunes, 9 de septiembre de 2013

American Curios- Allende: 40 años- Desde el otro lado

American Curios
Al borde, otra vez
David Brooks
Los últimos días aquí en Washington están llenos de ese muy particular surrealismo que brota cuando los políticos debaten si matar o no gente en otro país. El debate no es sobre quién vive, sufre o muere, sino si atacar y destruir es o no opción efectiva para castigar o enviar un mensaje a otro, en este caso Siria, que es proclamado como régimen delincuente y amenaza al mundo, según Washington.
 
El presidente Barack Obama y sus asesores redoblan esfuerzos esta semana para convencer al público y sus llamados representantes de que no se permitirá que otros gobiernos maten a su propio pueblo de maneras inaceptables (al parecer, hay algunas que están okay, como con armas de fuego en manos privadas y ejecuciones estatales), ya que se tienen que defender las normas internacionales y los derechos de todos. Pero resulta curioso que los promotores de esto no parecen entender que lo que arguyen es que para responder al crimen de matar gente lo necesario es… matar más gente.

Algunos han comentado que no hay nada más peligroso que una superpotencia en declive económica y políticamente, pero aún militarmente suprema, ya que todo lo percibe como amenaza, pero sólo puede ejercer su poder a través de las armas.

Pero algunos pensaban que pasada la pesadilla bélica con George W. Bush y después de las guerras más largas de la historia estadunidense, ya no se contemplarían –por lo menos por un tiempo– las acciones bélicas como respuesta. De hecho, Obama ganó su elección con esa promesa ante un pueblo harto y agotado por guerras y engaños. Pero tal vez vale recordar algunas de las últimas palabras publicadas por el gran historiador Howard Zinn poco antes de su muerte en 2010: “creo que la gente está apantallada por la retórica de Obama, y la gente debería empezar a entender que Obama será un presidente mediocre –lo cual implica, en nuestros tiempos, un presidente peligroso– a menos que aparezca un movimiento nacional para empujarlo en una mejor dirección”.

Obama invita al pueblo a que apoye su decisión de bombardear, una vez más, a otro pueblo, en nombre de la seguridad nacional (tal vez los dos palabras más peligrosas en cualquier vocabulario oficial, y algo que ningún periodista debería usar sin entrecomillarlo, ya que casi todo abuso del poder tanto interna como internacionalmente se ha justificado con eso, no sólo guerras, sino persecuciones políticas y, hoy día, el masivo espionaje de la población mundial por Washington y otros países). También afirma que esto es necesario para defender los principios más nobles de la humanidad.

Por ahora, el pueblo estadunidense ha rechazado esta invitación de su presidente y los sondeos demuestran que, por amplio margen, el público no sólo no aprueba un ataque militar, sino está convencido de que eso sólo empeora la situación internacional.
 
Pero la voluntad popular en esta democracia casi nunca ha sido un factor determinante en las políticas de la cúpula política y económica de este país. De hecho, lo que el público expresa es frecuentemente lo opuesto a lo que esa cúpula propone y hace y frecuentemente, cuando su oposición se vuelve demasiado activa, hasta es percibido como amenaza a los intereses de la nación. Noam Chomsky ha repetido que, a fin de cuentas, en lo que llaman una democracia, lo que más teme el gobierno aquí es justo a su propio pueblo. Y las revelaciones recientes de crímenes de guerra estadunidenses, engaños diplomáticos, como también el hecho de que éste es ahora el pueblo más espiado del mundo y de la historia –y que quienes se atrevieron a filtrar todo esto al público son acusados por las autoridades de ayudar al enemigo y de ser espías– sólo comprueban esto.
 
Éste siempre ha sido un país belicoso. La lista de acciones, invasiones e intervenciones militares es de varios cientos y supera a cualquier otro país, tal vez en toda la historia (algún historiador tendrá que hacer el cálculo exacto). De hecho, acaba de publicarse la lista actualizada de ejemplos del uso de las fuerzas armadas estadunidenses en el extranjero entre 1798 y 2013, elaborada por el Servicio de Investigaciones del Congreso, agencia oficial no partidista de la legislatura. Sólo en 11 de cientos de acciones por sus fuerzas militares Estados Unidos ha declarado formalmente la guerra a otro país (una de ellas es la guerra con México, declarada en 1846) y la última fue en la Segunda Guerra Mundial. Todas las demás, incluidas Corea, Vietnam e Irak, fueron guerras no declaradas. El informe señala que en la mayoría de casos, el estatus de la acción conforme a leyes domésticas o internacionales no ha sido abordado. Sólo en lo que va de 2013, la lista incluye acciones militares en por lo menos 13 países. (La lista).
 
La lista no incluye acciones o intervenciones encubiertas, por ejemplo, no se menciona el apoyo al golpe de Estado contra el gobierno de Arbenz en Guatemala, ni contra el gobierno democrático en Irán, ni el apoyo en la invasión fracasada de Cuba (Playa Girón), ni el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile en 1973, ejemplo que justo cumple 40 años esta semana.
 
Observar todo esto, este anuncio de muerte premeditada, obliga a cualquier periodista que ha reportado sobre este país a sentir una sensación macabra de deja vu, otra vez más. Es reportar, una vez más el estar al borde de que estalle un horror diseñado y fabricado en Washington sobre otros, muy lejos de aquí. Es estar obligado a reportar que se requiere actualizar esa lista de ejemplos de uso de fuerza militar.
 
Y es esperar que este pueblo logre insistir, esta vez, no en nuestro nombre.
FUENTE: LA JORNADA OPINION
 
Allende: 40 años
Con dos días de anticipación, decenas de miles de chilenos conmemoraron ayer los 40 años del golpe militar que acabó con la vida del presidente Salvador Allende y de miles de sus compatriotas, trastocó la vida institucional de su país, lo hundió en una prolongada noche de terror y represión y abrió paso a la imposición pionera del modelo económico neoliberal que años después, con la revolución conservadora encabezada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, habría de extenderse por la mayor parte del mundo.
 
El cuartelazo que encabezó Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973, y que comenzó con el bombardeo del palacio presidencial de La Moneda, en Santiago, marcó también el inicio de un ciclo de dictaduras militares que durante el resto de esa década y parte de la siguiente se abatió, con la activa colaboración del gobierno de Estados Unidos, sobre la mayor parte de Sudamérica, y que derivó en un proyecto represivo de alcance continental, como lo evidencia la existencia del llamado Plan Cóndor, aparato de fichaje, persecución y exterminio de disidentes que actuaba a través de las fronteras de los países de la región, todo ello justificado por Washington y sus operadores locales como parte de la guerra fría que enfrentaba, por entonces, a Estados Unidos y a la Unión Soviética.

Sin embargo, la barbarie instaurada en Chile no fue primordialmente causada por un afán de combatir al comunismo, como alegaron Pinochet y su promotor en Washington, el entonces secretario de Estado Henry Kissinger, sino por el designio de restaurar y ampliar los privilegios de trasnacionales estadunidenses –la ITT, en primer lugar, afectada por la nacionalización del cobre que llevó a cabo el gobierno de Allende– y de establecer escenarios de negocio propicios para otros corporativos trasnacionales. Ese mismo modelo fue repetido años más tarde en otras naciones –México incluido– sin necesidad de recurrir a golpes militares y por medio de políticos civiles como Carlos Salinas, Carlos Menem y Alberto Fujimori.
 
La gesta del gobierno de la Unidad Popular (1970-1973) y su cruenta interrupción conservan plena actualidad. El pinochetismo resulta hoy ética y políticamente repugnante y es sínónimo de barbarie en prácticamente todo el mundo, pero el proyecto económico de la dictadura –formulado, entre otros, por el grupo académico conocido como Escuela de Chicago, con Milton Friedman a la cabeza– se mantiene vigente en buena parte del planeta y es presentado todavía como la única estrategia económica posible por los organismos financieros internacionales, la Unión Europea y el gobierno de Estados Unidos.
 
Sin embargo, desde la década pasada diversos gobiernos de América Latina han emprendido, en muy diversos grados y tonos, el deslinde de ese modelo y han buscado restaurar en la conducción financiera principios de mínima sensatez y humanidad, como que la economía debe estar al servicio de la población, y no al revés. En tanto, en Chile, México, Colombia y otros países cuyos gobiernos siguen adheridos al dogma neoliberal, se multiplican los movimientos sociales y políticos de resistencia a esa política económica que conlleva procesos de concentración de la riqueza en unas cuantas manos, empobrecimiento sostenido de las mayorías, destrucción del tejido social y pérdida de la soberanía nacional.
 
Finalmente, a cuatro décadas de distancia se ha acrecentado el valor simbólico de las dos figuras principales en la jornada de aquel 11 de septiembre: Salvador Allende constituye un ejemplo luminoso de voluntad de transformación social y económica por medio de las vías pacíficas y democráticas, en tanto Augusto Pinochet es sinónimo universal de traición, corrupción, exterminio y supresión de la pluralidad política. La historia, en suma, ha puesto a cada cual en su lugar.
FUENTE: LA JORNADA OPINION
 
Desde el otro lado
Ante la duda, la prudencia
Arturo Balderas
Hoy 9 de septiembre, el Congreso de Estados Unidos discute la posibilidad de autorizar al presidente Obama un ataque a Siria. Debido a la división que produce el tema, se le podría negar la autorización. De ser así, su autoridad se verá menoscabada, pero ello lo salvaría de un erradero como el de su antecesor en Irak. De los males, el menos.
 
Tal vez quien está disfrutando más este drama es el ex presidente George W. Bush, quien se verá revindicado por la invasión a Irak. El caso no es el mismo, pero tiene alarmantes coincidencias, como la negativa de Naciones Unidas a apoyar el ataque.

Distinguidos por oponerse al uso de armas para resolver conflictos, el presidente Obama y su secretario de Estado, John Kerry, estarán ahora en el mismo tenor que los más conspicuos promotores de las acciones bélicas. Entre ellos, el senador McCain y el líder republicano en la Casa de Representantes, John Bohener, quienes respaldan las intenciones del presidente, en lo que más bien pareciera un beso endiablado. Incluso un puñado de distinguidos liberales, que en su momento criticaron la intervención en Irak, respaldan la intención de bombardear los reductos militares de Assad.
 
Hay muchas preguntas que no parecen tener respuesta inmediata. Si los ataques serán aéreos, ¿cuál será su intensidad?, ¿cómo se medirá su efectividad?, ¿cómo se evitarán muertes de civiles?, ¿si miles mueren por armas convencionales es válido el ataque ahora por el uso de armas químicas?, ¿cuál será la respuesta de Irán, Rusia y China, que niegan su apoyo al ataque? Por lo pronto, la mayoría de estadunidenses se opone y considera que ello fortalecería a Assad, en lugar de debilitarlo.
 
El presidente ha dicho que la credibilidad de EU está en duda, pero como lo escribiera Thomas L. Friedman en el New York Times: En los países árabes, suníes y shiítas han peleado desde hace siglos por cuestiones religiosas. Como no lo fue en Irak, y antes en otros países de esa región, no pareciera que la intervención armada de una potencia extranjera, por muy poderosa que sea, solucionará esos diferendos. Ante las dudas sobre la efectividad de una intervención armada para derrocar a Assad, pareciera que es necesario regresar a la búsqueda de un consenso en la ONU para encontrar la fórmula menos costosa de lograrlo.

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