Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

lunes, 27 de mayo de 2013

Luto en la cultura- José María Pérez Gay- Para llegar a Otto Gross: una fantasía literaria-

Luto en la cultura
Chema Pérez Gay

Octavio Rodríguez Araujo
Cuando lo conocí él y Lilia eran novios. Lilia era mi amiga entrañable de varios años antes, pero pronto me conecté con Chema también. ¡Qué pareja! Ambos vitales como pocos, a veces salían de mi casa a las 6 o 7 de la mañana después de conversar, discutir, oír música y en ocasiones hasta llorar. No puedo olvidar aquellos años, y menos ahora que Lilia carga la piedra del sufrimiento por la ausencia de su pareja de tanto tiempo, insuficiente como quiera que sea. El tiempo con el ser amado siempre es corto.
 
Los dos colaboraron conmigo en la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, ella con su energía inagotable y su amplio conocimiento de idiomas (yo soy monolingüe) necesarios para el desarrollo de nuestro trabajo en el ámbito internacional, él con su famoso seminario Literatura y Sociedad en Austria, que impartió de 1982 a 1983, y del que salió años después su erudito libro El imperio perdido. Verlos a los dos era un regalo de viento fresco y a la vez de densidad intelectual. La memoria de Chema me apantallaba siempre y lograba ponerme verde de envidia, envidia de la buena, pues además hacía de nuestras conversaciones una delicia que yo pensaba que se había acabado con los tiempos de la vieja bohemia parisina o vienesa de principios de ese siglo que, como todo, acabó con el nacimiento de éste.

Íbamos a muchos lados juntos, a casa de sus amigos y de los míos, y los Pérez, como les decía de cariño, caían en blandito en las casas de mis amigos más izquierdosos y de otros más moderados. Tenían, como pareja e individualmente, la cualidad de generar empatía con todos, hasta con los sectarios y los necios (perdón por la redundancia) que nunca faltan en una reunión. En su casa, que no siempre fue en el mismo domicilio, pasábamos veladas muy plenas con amigos comunes o con amigos de ellos que ahí conocí. Chema tenía una cualidad (o defecto, según como se vea): no beber una gota de alcohol y era asombrosa su capacidad para aguantar a quienes se les pasaban las copas: los trataba con el mismo respeto que si estuvieran sobrios y lúcidos. Yo, que bebo ocasionalmente, no tengo la misma paciencia. Pero él era más sabio que yo, sin duda.

El tiempo y nuestras diferentes ocupaciones nos distanciaron un poco; sin embargo, no hubo escrito de él que yo no leyera, frecuentemente con admiración. Curiosamente López Obrador nos volvió a reunir en diversos sitios, incluyendo su casa con Lilia y sus hijos en Coyoacán. Nunca supe cómo es que nació su gran amistad con Andrés Manuel, y nunca les pregunté, ni a él, ni a Lilia ni al mismo López Obrador. Pero era obvio que esa amistad era de lazos fuertes, Andrés lo dijo muchas veces y hasta votó por él en las elecciones pasadas. Así lo dijo.
 
Su trayecto del mundito de la revista Nexos (que nunca dejó, aunque ésta cambió por comparación con sus orígenes) a la izquierda lopezobradorista escapa a mi conocimiento, aunque sé que los caminos se entreveran a veces de maneras muy curiosas. Dicho acercamiento se dio cuando yo ya no vivía en la ciudad de México y cuando nuestros encuentros del pasado eran más espaciados después. Tal vez la ubicuidad de Chema se haya debido a su portentosa facilidad para hacer amigos (nunca le conocí un enemigo o alguien que hablara mal de él), cualidad derivada, pienso, de su enorme cultura que lo hacía no sólo un gran conversador, sino un hombre del que algo aprendíamos siempre. Pero, además, porque era un culto simpático, galardón del que no pueden presumir todos los cultos que conozco. Y, además, porque con Lilia, desbordante de simpatía y cariño, su transcurso por la vida era más fácil. Me quito el sombrero ante ella, que ahora tendrá que ser más fuerte de lo que ha sido.
 
No quiero imaginarme lo que sufrieron Chema y su familia al ver que sus cualidades más apreciadas iban deteriorándose por ataques de su naturaleza intrínseca. Sé que todos con la edad perdemos salud y fortaleza (y a menudo inteligencia), pero nadie quiere sufrir el término de la vida, y menos si éste se da poco a poco y no de un saludable infarto mientras dormimos plácidamente. Chema luchó por vivir, me consta porque lo vi intentándolo rodeado de amor y amistad, pero lo que llevamos dentro de nuestro maravilloso mecanismo corporal no siempre funciona como quisiéramos. Somos frágiles, por lo que concluyo pensando que vivir es una proeza. Y vivir excepcionalmente, como lo hizo Chema prodigando su amistad y su inteligencia, debe ser más difícil. Por lo que era y lo que nos dio, mi agradecimiento y mi recuerdo más sentido. A Lilia le deseo fortaleza por su gran pérdida.
 Otro grande que se va-Helguera
Para llegar a Otto Gross: una fantasía literaria

José María Pérez Gay
Foto
José María Pérez Gay con Carlos Monsiváis en las instalaciones de la librería Rosario Castellanos, el 15 de febrero de 2007
Foto Carlos Ramos Mamahua
 
En 1986 yo vivía en Viena. Alquilaba un departamento en la Sterngasse, el corazón del barrio judío, una calle en el centro de la ciudad. Había llegado cuatro meses antes, en diciembre de 1985; disfrutaba por primera vez de mi año sabático. El departamento era minúsculo y estaba lleno de libros. El dueño, Johann Baldanza, profesor de literatura austriaca, vivía en Yale y yo le arrendaba el departamento. Los azares de la vida académica me llevaron a estudiar la cultura vienesa del novecientos. Tenía una ventaja: había estudiado en Berlín Occidental, hablaba y escribía alemán, conocía las fuentes directas y las investigaba sin dificultad. Había vivido dos años en Viena, trabajando como agregado cultural en la embajada de México.
 
Los meses que pasé en Austria fueron ricos teórica y vitalmente. Por el contrario, el intercambio con amigos y conocidos fue casi nulo. Al comenzar el año de 1985 me había apartado de México. Vivía inmerso en la historia del Imperio Austrohúngaro. Viena era, para mí, una ciudad más que inventada, reconstruida por la mejoría y la imaginación de la literatura. Julio Cortázar decía en uno de sus libros que después de conocer Viena no seguía recordándola como la había visto en la realidad, sino como la imaginaba antes de conocerla. Me sucedía lo mismo. Yo la recordaba más bien como la Viena que describió Robert Musil en su novela El hombre sin atributos.
 
Mi idea fija y secreta era escribir un libro de ensayos sobre cuatro escritores austriacos. Mi propósito: unir la tensión finísima y poderosa de la novela, el amor a la biografía y el rigor de la historia social y literaria. Si lograba salir adelante de esta encrucijada rara y dichosa escribiría una suerte de mosaico biográfico durante el crepúsculo del imperio. Me unían a estos autores afinidades artísticas e intelectuales, debates filosóficos y políticos. Me dispuse a pasar esos meses leyendo relatos desaforados e inolvidables: tristes historias de amor, terribles lecciones políticas, críticas de libros magníficos, aforismos, cartas, diarios de escritores desesperados que vivían el derrumbe de un imperio, la certeza de la desesperanza y, al final, la literatura como un antídoto contra el veneno lento de la realidad.
 
Recuerdo esa mañana de abril en la Biblioteca Central de Viena. Una mujer rubia y regordeta me entregó mi trabajo de esa semana: siete legajos de papeles, notas y manuscritos, una carpeta azul cuya tapa tenía un letrero amarillo y un escudo de la Universidad de Viena: Joseph Roth: Crónicas periodísticas y correspondencia. Pasé dos meses leyendo la correspondencia de Roth; cada una de sus cartas fue un descubrimiento y, con frecuencia un encantamiento. La prosa de Roth me sedujo, pero también su vida secreta, mitad galiciana, mitad vienesa y mitad exiliada. Su mitomanía me dejaba perplejo. Nada más alejado de la novela catedralicia que la sencillez de sus relatos; nadie como él examinó el trasfondo irracional y angustiado del Imperio Austrohúngaro en su crepúsculo y la transformación de esos impulsos en una nueva e incontenible nostalgia. Náufrago de todos los mares, peregrino en todas las tierras, Joseph Roth consideró en 1939 la posibilidad de emigrar a México. Me sorprendió leer que Miguel Grübel, su primo, vivía en la colonia Hipódromo Condesa de la ciudad de México; en sus cartas, Roth le preguntaba una y otra vez sobre las condiciones para obtener la visa mexicana de residencia. Grübel le escribía que habitaba un departamento frente al llamado Parque México, donde los encinos empezaban a crecer.
 
Esa mañana apenas le di un vistazo a las crónicas y reportajes porque, revisando la correspondencia de Roth, encontré dos cartas que, por error o negligencia, algún empleado del archivo había puesto en el mismo atado. Las cartas me sorprendieron. No conocía al autor, ni a la destinataria de una de ellas; un mensaje largo y escrito con pluma fuente gruesa, tinta color negro, siete hojas en la caligrafía alemana de principios de siglo, apretada y casi indescifrable, que habían sobrevivido al poder corrosivo del tiempo. El papel tenía grabado en el extremo superior derecho un nombre en letras de molde: Dr. Med. Otto Gross, neurólogo y psiquiatra. Fotocopié las cartas y las guardé en el portafolios.

Cartas desde la clínica
 
Al anochecer, regresé a mi departamento, rendido. Cené en la cama y releí las dos cartas. La primera fechada en junio de 1908; la otra, en julio de 1914. Para mi sorpresa, la primera estaba escrita en un manicomio: la clínica psiquiátrica de Burghólzli, en Zürich Suiza, Mi repentina fascinación no era inexplicable: un médico psiquiatra, al parecer muy conocido, se encontraba cautivo –bajo protesta– en la clínica. En la primera carta le pedía auxilio a una mujer, cuyo nombre, Frieda von Richthofen, me remitía al Barón Rojo, Manfred von Richthofen, un héroe de la fuerza aérea alemana durante la Primera Guerra Mundial. El doctor Otto Gross mencionaba además su propia adicción a la morfina, explicaba que Sigmund Freud había ordenado su internamiento, y que su médico, el doctor Carl Gustav Jung, había equivocado el diagnóstico con la intención de mantenerlo en cautiverio. Hablaba con furia del psiquiatra suizo, como de un loco iluminado y convencido de que sin la ayuda de los gurús gnóstico-mítricos que habitaban en un espacio atemporal, la Tierra de los Muertos, nunca hubiéra podido llegar al descubrimiento de la psicología analística del inconsciente colectivo, ni, mucho menos, a los Arquetipos, sus pequeños dioses. Según Otto Gross, Carl Gustav Jung, el psicoanalista suizo, creía ser un Dios; Parsifal, el héroe wagneriano, era para él un Cristo pagano y redentor, y en su adolescencia se dedicó con devoción a los misterios wagnerianos de Parsifal. En esa época, Jung imaginaba ser miembro de una orden secreta cuya misión era salvar el Santo Grial. En el fondo –decía Gross–, era un gran simulador. Además, Gross temía que su padre –un jurista muy poderoso– se hubiera confabulado con Jung para encerrarlo en la clínica; en esas líneas protestaba ante la injusticia. Todo me parecía increíble.
 
Fragmento del texto incluido en el libro La profecía de la memoria: ensayos alemanes (Ediciones Cal y Arena), una de las obras más entrañables del autor, señala su esposa Lilia Rossbach, donde se plasma una vida mexicana en Alemania; o bien, una vida alemana en México
 FUENTE : LA JORNADA
 

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