Seis años que no se deben olvidar
Quienes festejan porque el sexenio de Felipe de Jesús Calderón Hinojosa –un sexenio para el olvido, dicen– termina a las 24:00 horas de este viernes no deben ser tan simplistas. No, no se debe olvidar el trasfondo.
No se trata sólo de que el panista se vaya, se aleje incluso de México. Se trata también de revisar su herencia: un saldo rojo en materia social que, por desgracia, costará restaurar varias generaciones.
Lo que pasó en los últimos seis años no debe olvidarse, porque el desastre generado por la violencia y la inseguridad ha dejado un país en estado de shock, alterado y conmocionado por el terror y, en particular, por tanta impunidad.
Es verdad que no toda la culpa puede achacarse a Calderón Hinojosa. Los gobiernos del PRI, que antecedieron al gobierno panista de Vicente Fox Quesada, dejaron crecer redes de complicidades entre la delincuencia organizada que paulatinamente se fueron saliendo de control.
Tampoco el “Presidente de la alternancia”, Fox Quesada hizo mucho para atajar esa bola de nieve; pudo hacerlo pero no quiso, prefirió hacerse ojo de hormiga, voltear para otro lado y olvidar su supuesto odio a los priistas corruptos.
Pero lo que sí es responsabilidad plena de Calderón fue la decisión de declararle la guerra al narco, sacando al Ejército y la Marina de sus actividades naturales; fue sólo Calderón, y unos pocos funcionarios de su equipo más cercano, quien decidió la estrategia que fue eje de su gobierno y que, a la postre, situó al país como un Estado fallido.
Combatir a palos a la delincuencia, como única forma de terminar con el crimen y sin analizar opciones más efectivas como cortar la fuente de recursos de los mafiosos, fue una estrategia que, lo hemos visto en seis años, alentó la violencia irracional y multiplicó a los cárteles y células delincuenciales por todo el país.
El sexenio calderonista deja una marca imborrable en la historia del México contemporáneo: la marca de la inseguridad y la violencia irracional desatada por un solo hombre quien, además, necio como es, no tuvo la suficiente sensibilidad para rectificar el camino.
Las huellas de ese daño están por todas partes.
Se manifiestan incluso más allá de los cientos de miles de muertos, desaparecidos, huérfanos, desplazados de sus ciudades de origen, y heredan una sociedad enferma por el miedo.
De ese tamaño es el perjuicio causado.
El miércoles pasado, Felipe de Jesús Calderón Hinojosa se despidió de los mexicanos con un video producido con días de antelación.
Agradeció a los ciudadanos, a los servidores públicos –especialmente a los soldados, a los marinos y a la policía–, también a su familia.
Pero no, no hubo una sola referencia para las víctimas de su guerra, convencido de hizo un bien a la Nación.
Los “daños colaterales”, como él los llama, no se incluyeron en su mensaje final. En su despedida no hubo, como tampoco lo hizo durante su administración, una disculpa, algunas palabras de respeto para los miles y miles de muertos, menos aún para sus deudos.
Se va Calderón, pero a las celebraciones por su ausencia hay que añadir la reflexión y comenzar cuesta abajo la recuperación de un país que, incluso, la violencia dividió aún más.
Él, que está a unas horas de dejar la Presidencia, irresponsablemente nunca quiso reconocer que los muertos de su guerra son sus muertos. Pero lo son.
Y esos muertos y su recuerdo son también de todos… Por eso toca ahora trabajar duro para enmendar el camino, enderezarlo, y retener en la memoria los agravios de este sexenio.
No se debe olvidar, para que no vuelva a suceder.
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