Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

domingo, 24 de febrero de 2013

Ambigüedad en torno a la ciudad- Las memorias y las esperanzas- El test ecuatoriano

Ambigüedad en torno a la ciudad
Arnaldo Córdova
Foto
A muchos no nos importaría que el DF pasara a llamarse Ciudad de México si ello quiere decir convertirla en una entidad con plenos poderes dentro del Pacto Federal
Foto José Carlo González
 
En los círculos más próximos al jefe de Gobierno del Distrito Federal (GDF), Miguel Ángel Mancera, cada vez que se discute el tema de la reforma constitucional del DF, es patente el repudio a la idea generalizada de hacer del mismo una entidad igual a las otras treinta y una que componen la Federación. A veces se dice que es porque no se quiere que la entidad capital sea más poderosa que las otras y, a veces también, que sólo como simple ciudad (y no como entidad) puede ser igual a las demás. Esos argumentos se los hemos leído, alternativamente, a Bernardo Bátiz en algunas de sus colaboraciones.
 
Se ha podido apreciar que el acercamiento que el GDF hace con Peña Nieto se da precisamente usando como moneda de cambio la idea de que el Distrito Federal no debe ser una nueva entidad sino, sencillamente, una ciudad capital, lo cual está muy cerca de una propuesta de reforma constitucional que presentó la entonces senadora del PRI María de los Ángeles Moreno, que yo comenté en estas páginas ( La Jornada, 28.III.2010) y que, en esencia, proponía que el DF se llamara Ciudad de México y que se le organizara como si fuera un municipio grandote.
 
Moreno proponía dotarla de un alcalde, asesorado por una gran alcaldía, constituida por un grupo de funcionarios que serían sus colaboradores en las labores propias de su encargo; dejaba subsistir la Asamblea del Distrito Federal, pero con funciones acotadas, para hacerla parecer, sin que llegara a serlo, como un ayuntamiento. Se eliminaba, así, la discusión en torno a la muy demandada remunicipalización del DF, las delegaciones seguirían siendo las mismas y se las redefiniría como meras circunscripciones territoriales del gobierno defeño.
 
Como ya lo he señalado en otras ocasiones, en los círculos gobernantes perredistas del DF se fue diluyendo la vieja demanda de izquierda de hacer del mismo la entidad federal que está contemplada en el artículo 43 de la Carta Magna. Sus experiencias de gobierno desde 1997 les dicen que aquí no es posible hacer un nuevo estado sin perder la gobernabilidad de la entidad. Por eso, en lugar de Distrito Federal proponen, como la ex senadora Moreno, que se le llame Ciudad de México. Todo ello rechazando, de plano, la idea de un nuevo estado. Cómo sería entonces el gobierno de la Ciudad; es algo que no les queda claro. Lo que les queda claro es que el DF no puede ser un estado.
 
Parecería que es sólo una disputa por las palabras, pero no lo es. Se trata, más bien, de concepciones diferentes sobre lo que sería la soberanía popular en el DF. Porfirio Muñoz Ledo, comisionado por Mancera para que avíe la reforma constitucional, ha dicho terminantemente que se trata de la Ciudad de México y no de ningún estado o cosa que se le parezca. Aunque admite que puede haber ciudades que sean estados, como Berlín, no se pronuncia por hacer del Distrito Federal un estado. Personalmente, Mancera nunca se ha expresado con claridad.
 
Lo que a muchos nos preocupa es que se esté traficando con las palabras para lograr un acuerdo con el PRI, partido en el que prevalece el punto de vista de la ex senadora Moreno. De ahí la elección de la expresión Ciudad de México, olvidando lo que es esencial: la definición del DF como entidad fundadora del Pacto Federal que da el artículo 43 citado. A muchos no nos importaría que el DF pasara a llamarse Ciudad de México si ello quiere decir convertirla en una entidad con plenos poderes dentro del Pacto Federal, con sus tres poderes constitucionales soberanos y su reorganización municipal.
 
Sería ya una ganancia que, por lo menos, se restituyera al pueblo del DF el derecho soberano de nombrar a todas sus autoridades y del que se le privó, contradictoriamente, en el malhadado artículo 44 de la Carta Magna, que lo convierte en Distrito Federal y lo designa, precisamente, como Ciudad de México. Dicho de otra forma, se nos igualaría a todas las entidades federales con sólo que tuviéramos el derecho a elegir a nuestros gobernantes y legisladores. Pero la disputa por la Ciudad de México encierra una concepción autoritaria y autocrática de nuestra capital por mero terror a la democracia.
 
La muestra la da la reticencia con que, tanto perredistas como priístas, enfrentan el tema de la remunicipalización del DF (ni para qué hablar de los panistas). La misma propuesta de María de los Ángeles Moreno de convertir a la ciudad en un municipio grandote que, por lo visto, comparten los perredistas en el gobierno de la misma, enseña el cobre: no haber entendido lo que significa el municipio como autogobierno básico de la ciudadanía y sin que les entre en la cabeza que el problema del Distrito Federal es un problema político y no meramente administrativo; no se piensa, en efecto, cuando se habla del gobierno citadino, que se trata de su plena democratización y no de la administración de recursos.
 
Sí, es un problema político: remunicipalizar al DF quiere decir redemocratizarlo. Las delegaciones fueron, en su origen, divisiones geográfico administrativas que se trazaron sobre el mapa con la más obtusa arbitrariedad. Barrios enteros de la antigua metrópoli desaparecieron o fueron divididos sin que se les tomara en cuenta. Las delegaciones no sirven como parámetro de gobierno. Hoy son meros mastodontes administrativos. Lo que necesitamos es llevar el autogobierno original a los ciudadanos allí donde viven, en sus barrios y vecindades. No se trata de trazar nuevas demarcaciones geográficas, sino de hacer de nuevo que los defeños se autogobiernen y se autoorganicen.
 
Los perredistas en este punto son mucho menos claros que los priístas. Éstos quieren un gran municipio en el DF. Los perredistas no se sabe, en realidad, qué es lo que quieren con su propuesta de Ciudad de México. Lo único que está claro es que no quieren aquí un estado. Desde luego, hablan también en nombre de la recuperación de la plena soberanía de la entidad capital. El problema es que no nos dicen nada de lo que realmente interesa: ¿Será o no será el DF una entidad como todas las demás, desde el punto de vista político, vale decir, con sus poderes constitucionales soberanos? ¿Se llevará o no se llevará a cabo la remunicipalización del distrito?
 
Mucho me temo que haya ya un acuerdo entre priístas y perredistas en torno al tema de la reforma constitucional del DF y que la base del acuerdo sea un versión modificada de la propuesta de la ex senadora Moreno. Ambos quieren la Ciudad de México; los primeros, como una gran alcaldía; los segundos, ¿quién sabe? La elección es sin duda sugerida por el miedo a las masas, a una población que es muy dada a manifestarse y a actuar. Es también miedo a la democracia. No entienden, ambos, que, por ejemplo, una remunicipalización del DF puede llevar a una participación, a través del autogobierno, de toda la población en la solución de los problemas de la entidad. Más bien, le temen.
 
Sería necesario que el debate sobre la reforma no fuera sólo asunto de unos cuantos comisionados o invitados, sino que hubiera una auténtica discusión pública en la que participaran todos los sectores de la sociedad defeña e hicieran sus aportaciones. Para ello haría falta presentarles ideas y propuestas claras.
 
Las memorias y las esperanzas
Rolando Cordera Campos
En los años ochenta México y América Latina pasaron por una larga fase de inestabilidad y de lento crecimiento que fue bautizada como la década perdida. En realidad, se trató de algo más, y entonces llegó a hablarse de década y media de estancamiento que trajo consigo altas cuotas de empobrecimiento y agudización de la desigualdad.
 
Luego vinieron recuperaciones varias y el arranque de las reformas de mercado que cambiaron faz y piel de las economías políticas de la región. También llegó a estas playas la democracia, que en varias naciones la bota militar había aplastado de modo sangriento y criminal, como ocurrió en Argentina, Chile y el civilizado Uruguay. El entorno internacional, desde donde había caído la tormenta financiera de aquella década, también mudó ampliando sus alcances y diversificando actores y mandatarios, hasta caer en 2007 en una profunda recesión cuyas implicaciones se volvieron globales y amenazantes para regiones enteras, en especial en Europa, donde se teme por el futuro de su gran proyecto civilizatorio.

De esto y más se habló el lunes y el martes pasados en la sede de la Cepal en México. Con la participación de algunos distinguidos actores de aquel drama, como Enrique Iglesias y Jesús Silva Herzog, junto con las aportaciones de reconocidos estudiosos del desarrollo internacional y latinoamericano como José Antonio Ocampo, Stephany Griffith Jones, Barbara Stallings y Roberto Frenkel, entre otros. La reunión fue más allá de las efemérides para acercarse a delinear los nuevos mundos del financiamiento y la expansión económica que, de aprovecharse con eficacia y oportunidad, podrían llevarnos a panoramas promisorios en favor de la igualdad y la sustentatibilidad, como proponen la Cepal y su secretaria Alicia Bárcena cuando hablan de que la hora de la igualdad ha llegado para América Latina. Se trató de un encuentro memorable en más de un sentido, del que emanó nuevo conocimiento histórico y se abrieron panoramas estimulantes para imaginar y diseñar políticas y estrategias para el desarrollo que puede recuperarse al calor y después de la crisis.

En Guadalajara, en el espléndido campus Cucea de la Universidad de Guadalajara, el doctor Luis Aguilar convocó a una reflexión sobre el futuro del Estado social, pasando revista a las determinaciones económicas, sociales y políticas que lo harían viable y duradero. Nadie puede asegurar que esto ocurrirá pronto y en firme, pero pocos dudan de la necesidad de plantearse la protección social universal como eje de un proyecto nacional que sostenga una inserción provechosa en la globalización que habrá de resultar de esta su primera crisis general. Junto con las variables institucionales y de comportamiento colectivo, las restricciones financieras y organizacionales reclamaron buena parte de la atención de los participantes y ponentes invitados por el Instituto de Políticas Públicas y de Gobierno, así como las veredas o avenidas que podrían ayudar a relajar unas limitaciones que a priori suelen presentarse como inconmovibles.
 
De la deuda y sus agresivas crisis, un pasado que sigue presente y delinea conjeturas a veces nefastas para la gestación de alternativas de política en escenarios muy distintos a los de esa década odiosa, podemos pasar a la construcción de viabilidades y escenarios que auspicien la emergencia de potencialidades escondidas y la creación de nuevas palancas de progreso social. Tal sería una de las lecciones de estas jornadas de pensamiento y crítica de nuestras disposiciones económicas y políticas.
 
Convertirlas en realidades y líneas de marcha no será sencillo, porque la trama de intereses creados que usufructúan nuestro cuasi estancamiento es espesa y sus coaliciones sumamente opacas, hasta el grado de oscurecer los corredores del poder y de la democracia misma. Pero el pensamiento, cuando se le entiende como palanca de la crítica y la gestación de alternativas, nos ofrece señales de aliento que hay que celebrar y acumular. El gran desafío es convertirlas en señas de identidad de un esfuerzo renovado. Hacerlo debería ser tarea fundamental de partidos y organizaciones de la sociedad. La necesidad está planteada, pero hasta ahora ha sido pésimamente recogida y peormente entendida por los principales actores de un orden político que no acaba de volverse nuevo régimen.
 
El test ecuatoriano
Guillermo Almeyra
Desde Aristóteles, parecería que clasificar las cosas y fenómenos equivale a dominar la realidad, que es siempre compleja. De ahí la tendencia a apresurar el proceso de comprensión de lo nuevo, encajándolo a fuerza en los conceptos viejos y conocidos. Esa operación obliga a quien la practica a tomar en cuenta sólo algunas características de lo que se pretende clasificar, dejando de lado todo lo que es contradictorio con lo que parece ser dominante. Lázaro Cárdenas, por ejemplo, ¿fue un nacionalista revolucionario socializante o el fundador del corporativismo y del Estado mexicanos? Fue ambas cosas a la vez, y el que vio sólo una cara del cardenismo no entendió nada de por qué los campesinos y trabajadores lo apoyaban, aunque no acatasen cada una de sus medidas, y por qué las clases dominantes lo odiaban, aunque a veces se beneficiasen con sus políticas. Por eso, tal como hace hoy la izquierda ecuatoriana con Rafael Correa, los anarquistas y comunistas mexicanos calificaron en su momento a Cárdenas de fascista, condenándose al aislamiento político.
 
Correa, por supuesto, no es Cárdenas. Es un economista cristiano, formado por los lassallianos, con doctorado en la Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica, con práctica social entre los indígenas con los salesianos, que fue ministro de Economía y Finanzas del presidente Alfredo Palacio. Es un hombre que, según la tradición socialcristiana, cree en el papel de los misioneros y apóstoles del Progreso, con P mayúscula, entre los que se incluye, y que el cambio depende de la voluntad y capacidad del gobernante, quien debe ser honesto.

Por eso se presentó como candidato a presidente, sin partido y sin candidatos para los otros puestos electivos. Por eso también adopta solo las decisiones y cree sinceramente que los amigos que discuten sus posiciones son traidores. De ahí su verticalismo, su autoritarismo, su espíritu de cruzado, que van unidos con un sincero y ardiente nacionalismo antimperialista, y con un deseo –paternalista– de modernizar Ecuador, de promover la cultura, de crear ciudadanía.

Aunque reprima, está lejos de ser fascista o tirano: se ve como padre severo y autoritario de un Ecuador en pañales. Además, su política económica no es sólo el mantenimiento de la moneda en paridad con el dólar y del país como exportador de bananas y petróleo, y del Estado como injusto recaudador de impuestos, sobre todo a los más pobres: es también un intento sincero y tenaz de acabar con la corrupción, de lograr un crecimiento económico que, sin cambiar el sistema, agrande un poco la torta de la economía y, por consiguiente, la porción que les tocará a los más pobres.

Opuesto al derechista partido socialcristiano, cree, sin embargo, en la doctrina socialcristiana, que se ilusiona con reformar el capitalismo. Los maoístas del MPD –que también creen en líderes, aparatos y alianzas de clases– lo odian y lo califican de fascista, porque lo ven como un competidor, ya que tiene el apoyo de la mayoría de los trabajadores y, absurdamente, le dicen proimperialista; los indígenas profesionales –o sea, los dirigentes étnicos que piensan en su propia carrera– hacen lo mismo porque las bases indígenas votan mayoritariamente por Correa y no siguen políticamente ni a la Conaie ni al partido Pachakutik, porque creen en el desarrollismo y el mercado, esperan conseguir mejores precios agrícolas y salarios, mejores condiciones sanitarias, caminos, escuelas, hospitales. La izquierda más seria, por su parte, rechaza la política extractivista, antiecologista, desarrollista, peligrosamente verticalista y autoritaria, y esboza elementos correctos de una política alternativa, pero se priva de los medios y del sujeto para concretarlos, pues no entiende las diferencias que existen entre Correa, su aparato gubernamental y el correísmo de los que votan por Correa pero, si les tocan el territorio o sus derechos, se le opondrán.
Por eso ven al correísmo tal como parte de la izquierda argentina veía al peronismo, al que calificaba de fascista, porque Perón prohibía las huelgas, era admirador del fascismo y reaccionario, y fomentaba un aparato sindical burocrático-corporativo, pero sin ver que los obreros peronistas le hacían huelga y lo votaban, eran anticlericales y lo votaban y eran antifascistas y antiburocráticos, y libertarios en sus sindicatos corporativizados. Esa ubicación en oposición frontal a los votantes de Correa impide a la izquierda más seria desarrollar las contradicciones del correísmo y actuar en común con los campesinos en defensa de los bienes comunes y de las comunidades y escuchar a éstas, que no se identifican con los indios profesionales que dicen representarlas.
 
Correa quiere que el país dependa menos de la exportación de petróleo y de bananas. Debería, para ello, desarrollar el mercado interno, modernizar Ecuador. O sea, encarar el problema agrícola, porque la banana es sinónimo de latifundio; la cría de camarón en acuicultura es sinónimo de degradación de los manglares y de las aguas, pero también de la desaparición de la pesca artesanal, y el minifundio campesino impide el desarrollo y el crecimiento. Debería crear caminos y mejorar la distribución: o sea, lograr los fondos en Ecuador, para lo cual –como el ahorro nacional es bajo– o hace que los ricos paguen o endeuda el país y hace pagar a los pobres. Debería cambiar todo el sistema financiero, que es una bomba de succión de la sangre y el sudor de los ecuatorianos.
 
Todo eso todavía con la economía dolarizada y en medio de una crisis mundial. Por consiguiente, los problemas sociales, políticos y económicos, no podrán evitarse y tampoco una dosis de pragmatismo en el mantenimiento durante un tiempo de la dependencia del extractivismo. La izquierda deberá aprender entonces y urgentemente a apoyar críticamente lo que es posible apoyar y rechazar lo que es reaccionario.

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