Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

miércoles, 27 de febrero de 2013

Brasil: La Rocinha, una favela edulcorada

Brasil: La Rocinha, una favela edulcorada

Brasil. Ocupación policíaca de favelas en Río antes de Mundial 2014. Foto: AP
Brasil. Ocupación policíaca de favelas en Río antes de Mundial 2014.
Foto: AP
RÍO DE JANEIRO (apro).- Una mole de casitas apretujadas, una contra la otra, como queriendo hacer espacio para que entre otra más. Las hay de colores verde clarito y rosado furioso pero desde lejos se distingue el color ladrillo.
El problema es que desde lejos no se ve. Y desde cerca, guiado casi de la mano de un porteño más lulista que Lula, el tour por La Rocinha puede parecerse mucho a un crucero por el Mediterráneo. Así y todo convenía ver en qué se había transformado la comunidad más grande de América Latina. Y la más violenta.
Favela en portugués es el nombre de una planta que crece muy rápido, ya extinta. En los años posteriores a 1888, cuando se abolió la esclavitud en Brasil, los parias negros, radiados por los aristócratas de Río de Janeiro, decidieron escalar las montañas y cortar las favelas para construir sus propios ranchos, lejos de la civilización blanca. El éxodo se incrementó como consecuencia de la llamada “Guerra de los Canutos” (1893-1897), el conflicto civil más sangriento de la historia brasileña, que se libró en el nordeste. Allá arriba se establecieron y juntos se hicieron fuertes. Construyeron ranchos humildes en laderas peladas, y se sumaron los pobres no negros que huían de la sequía crónica y la indigencia. Sin proponérselo, allá arriba, donde antes crecían los favelas, germinó un sentido de pertenencia a la comunidad.
Hoy tres de los 14 millones de habitantes que tiene Río de Janeiro viven en favelas. Río es la ciudad con más cantidad de muertes intencionales en el mundo.
Ignorada por el Estado, desde pasada la mitad del siglo XX la anárquica Rocinha buscó su propia forma de gobernarse y ahí nacieron las pandillas auto-sustentadas con la venta de drogas. Del narcotráfico a las armas y de éstas a la sangre hay una distancia insignificante. Fue ahí cuando La Rocinha se hizo respetar hacia los ojos del mundo: con la chapa del miedo.
Sin embargo, Luis Sabino –bonaerense de Pompeya pero crecido en Caballito, exiliado económico en Brasil tras la crisis de 2001 y amante de Río– me quiere hacer creer que es todo color de rosa y los habitantes de La Rocinha son víctimas de un sistema que los estigmatizó y los dejó como los malos de la película… Mejor dicho, de las películas, perdón: Cidade de Deus (2002) y Tropa de Élite I y II (2007 y 2010), por citar las de mayor éxito internacional.
“Después de meterte esa imagen en la cabeza a vos”, dice Luis, “como no pudieron seguir inventando, hicieron Rio, la de pájaritos en dibujitos animados”.
Con Luis establecimos un pacto tácito: él hace de cuenta que está convencido que es así y yo hago de cuenta que le creo. Por ejemplo: él dice que luego de 10 años de recorrer La Rocinha y amigarse con todos, nunca vio un arma en manos de nadie, yo asiento con la cabeza y lo miro con una sonrisa.
Pero yo sé algunas cosas. Sé que las favelas están dirigidas por un gángster con una legión de hombres que ofician de secuaces y que el segundo a cargo ostenta el rango de “subdelegado” o “primer lugarteniente”, que ese gángster hace respetar su ley y los demás deben obedecerlo, que muchos jóvenes andan con un bulto entre las ropas a la altura de la cintura. Sé que hay bandas que quieren liderar el negocio de la droga y por eso hay frecuentes ajustes de cuentas. Sé que en 2002 un periodista de O Globo osó filmar con una cámara oculta un baile funk plagado de drogas y jóvenes milicianos que alardeaban con sus metralletas y terminó muerto; su cadáver fue encontrado incinerado y mutilado. Seis años después, en mayo de 2008, dos periodistas del diario O Dia y su chofer fueron secuestrados en una favela y torturados durante horas, hasta que los dejaron libres.
Sé, gracias a la incursión del cronista estadunidense Jon Lee Anderson y su posterior relato, que los torturadores de los reporteros de O Dia eran policías, que organizaron milicias extraoficiales para competir contra las bandas de narcos. Sé que hoy hay unas cien favelas comandadas por estas milicias mafiosas que se arrogaron el derecho a matar.
Hay unas mil favelas en todo el estado de Río de Janeiro y las más célebres son el complejo del Alemán, Morro do Dende y La Rocinha. La “pacificación” de las favelas comenzó en 2004, cuando el gobierno decidió atacar el problema y enfrentar el poderío armamentista de sus pobladores, desarticular las bandas de narcos y, tras la limpieza, ofrecer servicios públicos de agua, luz y teléfono.
Luis Sabino reconoce que al principio hubo derramamiento de sangre, pero fue poca sangre, dice. Los granaderos mataron siete u ocho jovencitos y los demás, asustados, se rindieron. Su compañero de agencia de turismo, el uruguayo Alejandro Gallo –del barrio montevideano La Unión, exiliado económico en 2002, quien come todos los días feijao y toma mate para extrañar menos– lo contradice de forma visible: “Mataron miles… 7 mil, 8 mil. Se perdió la cuenta. No se hacían mucho drama. Había que limpiar la favela y sacarle poder a los narcos. Cada negro con un arma era un problema, lo mataban, y a otra cosa. Por la tele mostraron cómo con un cazamisiles tiraron para arriba y derribaron un helicóptero de la Policía que sobrevolaba el lugar. ¿Te parece que no estaban armados?”
Luis, en cambio, narra la primera incursión militar así: “Estaba programado que a las 15 horas de un lunes llegarían a pacificar la zona. Llegaron los escuadrones y apuntaron con sus metralletas. Del otro lado, una pandilla de adolescentes blandía sus escopetas intentando hacerles frente. La Globo lo transmitió en directo. De pronto, el jefe del escuadrón dice: ‘a tirador… aponte, dispare’… pum, y allá se vio cómo cayó un negrito al piso. Los demás se quedaron mirándolo en el suelo, pero un par de minutos después seguían parados ahí, moviendo sus armas y puteando a los militares. Entonces el que mandaba vuelve a decir: ‘a tirador, aponte, dispare’, pum… y cayó otro negrito. No aguantaron más, dejaron sus armas y salieron corriendo. Los demás se rindieron y fin del asunto.”
La Rocinha dejó de ser inexpugnable pero es casi imposible ingresar sin un santo y seña. Los jóvenes que caminan sin playera miran mal a los forasteros, también los peluqueros que trabajan al aire libre, así como los almaceneros que venden porotos negros a 3.50 reales la bolsa de kilo. Hasta los niños miran con recelo. No debe ser muy dignificante vivir en un sitio que fue célebre por su espíritu contestatario y que devino en destino turístico. La pobreza también puede ser atractiva para el voyeur que no la padece.
“En las puertas del cielo”
Tras la foto de rigor en una calle empinada, al lado de pinturas y cuadros con las casas coloridas encima de un morro, entramos por la Rua 1 de Sao Corrado. “Bienvenido a La Rocinha”, dice Luis Sabino.
El pasaje tiene un espacio angosto de un metro y alterna subidas con bajadas. Domina el hedor de los porotos y la transpiración, se ve la abundancia de tanta carencia y se escucha funky, el género que popularizó el Rap das Armas, aquella canción que mundialmente fue referencia de la favela y decía “Pa-ra- pa-pa-pa-pa-pa-pá”, emulando el traqueteo de una metralleta.
Luis saluda a algunos adultos y a muchos baijinhos les dice que ahora no les puede dar ninguna moneda. Un moreno fornido le dice que le debe “aquello”, él le dice que después arreglan, ahora está trabajando. Seguimos: explica que el gobierno pone 100 millones de reales al año (50 millones de dólares) para solventar el trabajo policial, ahora con policías honestos.
–El sistema estaba corrupto por el Estado –dice Luis.
–¿Con la vista gorda de la policía?
–No, bajo el control de la policía, que es peor. El Partido de los Trabajadores llegó al gobierno y metió presos a todos: a policías corruptos, jueces corruptos y a los narcos.
De pronto llegamos a una puerta de lámina que tiene un mensaje escrito por alguien de pésimo pulso: “Porta do céu. Gate of heaven. CR $ 2”. Aparece un negrito de menos de 10 años, trae una llave y pide plata (de nuevo). Luis, que antes le negó, ahora le dice que espere. Y abre la puerta que nos habría costado un dólar.
Llegamos al techo de una casa humilde con la vista más maravillosa de toda la estadía en Río. Debajo, todo el pobrerío multicolor, las casitas encastradas tipo Tetris, las antenas parabólicas omnipresentes, dos montañas enormes, un par de rascacielos y el mar a lo lejos: una preciosa foto apaisada. Detrás de la puerta del cielo se veían en miniatura casas del vecindario Ropa Sucia, Plano Inclinado, las ruas 2, 3 y 4, la Vila Verde y la Cidade Nova.
Tras las fotos de rigor, atravesaron la puerta seis varones y una nena. Tres adolescentes, cuatro menores de 12 años, todos negros. “Escondé la billetera”, le dijo un turista a su novia. La tensión duró poco: Luis los presentó como músicos callejeros, ellos agarraron unos palos y unos tarros de pintura y empezaron a tocar una samba, mientras los más chiquitos bailaban como si fuera Beija Flor (…)

Después me diría Luis que todos estudian. Ariel de 16 años y Kinho, de 17, van al liceo Ayrton Senna. Paulo, de 19, también, aunque debería estar trabajando, pero ha repetido un par de años. Luis no me dejó hablar con ellos.
Estábamos en lo más alto de La Rocinha. Entonces, empezamos a descender. Otra peluquería sin puertas, otro almacén, casi todos los pobladores sin camiseta (alguno con la de Flamengo). También algunos policías armados, vigilando impertérritos a todos los que pasaban con una metralleta cruzándoles el pecho. Ni siquiera contestaron el “boa tarde, ¿tudo bem?”
El “rincón” de Maradona
Luis Sabino pretende llevarnos hasta “el rincón de Maradona” y mientras bajamos y subimos escaleritas chicas de cemento, cuenta que ahí está el secreto del buen trasero de las brasileñas. Pasamos por callejones, vemos paredes repletas de grafitis y bares de mala muerte al lado de iglesias evangélicas.
Hay poca gente en La Rocinha porque la mayoría de sus pobladores está trabajando. Unos 630 reales (poco más de 300 dólares) gana un “pedreiro” o albañil, quien cobra el salario mínimo más bajo de Brasil. Unos mil 600 reales (800 dólares) gana un monotributista o microempleado. Los habitantes de La Rocinha son los que les sirven los platos a los turistas que se sientan a comer, los que le lavan los platos, les tienden sus camas y cambian sus sábanas y les asean la pieza.
El Rincón de Maradona es una pared con el rostro engordado del astro argentino y un abdomen pronunciado y ataviado con la camiseta de Brasil. Alude a un polémico spot publicitario de guaraná que recreaba una pesadilla en la que el exfutbolista argentino tenía el mal sueño de vestir la verdeamarela y cantar el himno de los norteños. El dibujo dice “Maradona barrigudo e traidor”. Hay varios muros con pintadas futboleras. Quedaron como recuerdos de viejas competencias, juzgadas por el Estado carioca, que premia la más ocurrente y divertida con dinero y pintura.
Más adelante hay, al pie de algunas casas, cajas abiertas con decenas de sobres de cartas. Nuestro faro humano nos explica que es tan difícil distinguir algunas numeraciones entre tantas casitas encastradas que el cartero deja las misivas en las cajas, frente a algunos hogares y cada uno revisa si le llegó su encomienda. Dos cuadras después encontraré otra caja de cartón similar en la entrada de otra peluquería sin puertas.
“A rocinha” en portugués significa “la granjita”. Después de decir por cuarta vez que “la granjita” está “pacificada”, le hago ver a Luis que él mismo me dijo que aquello de la violencia sin control eran puras habladurías. “Bueno, ‘pacificada’ es el término que usó el propio Estado, luego que llegaron las fuerzas de choque del orden público” en 2004.
Después de eso, agregó, el gobierno de Lula invirtió mucho dinero para cambiar la realidad de la comunidad. Lo primero fue un plan habitacional llamado “Plan Morar Carioca” que colmó las necesidades insatisfechas de 400 familias de bajos recursos que viven en La Rocinha. Son casitas muy coloridas –como las reconocibles fachadas del barrio Reus– prolijas y con dos dormitorios, baño y living que Brasil le regaló a los más necesitados. “Los que vivían en peores condiciones, en lo más bajo de La Rocinha, fueron los favorecidos. El gobierno les donó casas en perfectas condiciones –80 mil reales (40 mil dólares) vale cada una– a cambio de que vayan a trabajar y los padres envíen a sus hijos a la escuela”, sostiene Luis.
No sólo eso: al vendedor de pop le regalaron una máquina de hacer palomitas de maíz, al mecánico una caja con herramientas y a la modista una máquina de coser. “En lugar de darles dinero, se les dio lo que necesitaban para trabajar. Y se les facilitó préstamos muy convenientes para que puedan comprarse vehículos para ir a trabajar”, afirmó.
Así me expliqué cómo en el frente de una casa de un beneficiado del plan “Morar Carioca” haya estacionado un Chevrolet Corsa gris. Hace un lustro, esa misma familia casi no tenía para comer.
Muchas casas están a la venta por 50 mil o 70 mil reales (25 mil y 35 mil dólares, respectivamente). Los afiches, escritos a mano, están pegados sobre un muro sobre la calle Largo do Boiadeiro (El Corredor del Arriero).
Cerca del camino del Arriero está una de las esquinas emblemáticas de La Rocinha: la Via Apia, donde hay un restaurante especializado en comida nordestina. Precisamente ahí, donde hoy está esa casa de comidas, hasta hace algunos años se vendía droga a la vista de todos y con la complicidad de la Policía. Es la única concesión sobre la información que todos conocemos que hace el guía argentino en todo el trayecto. “Es cierto, se vendía droga como quien vende pan, pero ya no”.
Avisa que tengamos cuidado con las motos que pasan raudas y se anuncian con un bocinazo. Son mototaxis y por un puñado de reales te suben o te bajan del punto más alto de la comunidad.
Para terminar, Luis Sabino nos muestra la obra del longevo Oscar Niemeyer, recientemente fallecido, el Arco da Apoteosis. El monumento oficia de puente pero tiene forma de arcoíris con una división en el medio y rinde tributo al trasero de una brasileña con tanga. Niemeyer siempre dijo que él no podía vivir sin una mujer y lo confirmó con hechos: se casó cuatro veces.
Luis nos aplaude y felicita por haber terminado de recorrer la favela histórica de Río de Janeiro. Nos señala una casita amarilla a lo lejos y dice que sobre ese techo estuvimos parados unos minutos antes, luego de atravesar “las puertas del cielo”. Pero, claro, desde lejos no se ve.

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