Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

martes, 27 de diciembre de 2011

Seguridad para la paz- Acteal y otros 500 años- Tierra y educación, fundamento de las escuelas rurales


Seguridad para la paz
Abraham Nuncio
Salgo del aeropuerto internacional Mariano Escobedo y mi destino es Monterrey. Me topo con dos carros militares. No debiera sorprenderme, menos aún cuando los he visto a la entrada y aun en el interior de la universidad, estacionados fuera de tiendas de autoservicio, patrullando las calles. Pero es la primera vez que veo estas señales de emergencia en el aeropuerto.
Nunca he estado en una y las imágenes de una ciudad bajo estado de sitio se las debo al cine. Pero éstas que encuentro en Monterrey son muy semejantes a las de una ciudad tomada después de un golpe de Estado militar. Acaso la impresión se ahonda por haber estado tres días en un país sin ejército: Costa Rica. En San José asistí al Encuentro sobre el fortalecimiento de capacidades parlamentarias en el proceso del Tratado de Comercio de Armas. Invitado por la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano, doy mi opinión sobre el papel del parlamento en la elaboración de las políticas públicas vinculadas a la seguridad.
La violencia y el homicidio por armas de fuego se dan en sociedades asimétricas y educadas en la agresión, en la guerra. “El enemigo nuestro es la pobreza, la desigualdad, el hambre en algunas sociedades, la degradación del medio ambiente; y lo último que necesitamos son más armas…”, dice Óscar Arias, ex presidente de Costa Rica y Nobel de la Paz. Con su pensamiento, que no es sino la conclusión de un hombre lúcido y atento a las realidades de nuestra región, coinciden destacadas voces, como la del secretario general de la OEA, José Miguel Insulza: América Latina no es una región pobre, sino una región desigual. Las cifras ofrecidas por el Premio Nobel son la constancia más evidente de que la humanidad no ha superado la barbarie: el total del gasto miliar hoy es alrededor de mil 600 billones de dólares. Si con las armas la humanidad se pudiese alimentar, curar, educar, tener una vivienda digna y un entorno natural sano, el mundo que padecemos sería otro.
La figura de Michael Moore, uno de los héroes culturales de nuestro tiempo, está presente. Las armas para agredir a otros es una tendencia social y cultural fomentada desde ciertos gobiernos. Moore lo probó en su filme Bowling for Columbine. En Canadá, aparte de políticas públicas que propician un rango elevado de calidad de vida y equidad, hay una cultura pacifista y de respeto a los derechos de los otros. El documental de Moore pone de manifiesto la diferencia con Estados Unidos. Jean-Paul Ruszkowski, presidente y director general del Centro Parlamentario, se muestra satisfecho de contribuir al acto donde se subraya la aceptación reciente de Estados Unidos a discutir ese tratado.
En sus orígenes, a iniciativa de Óscar Arias, el tratado asumió la forma de un Código de Ética sobre transferencia de armas. Se tomó casi una década para cobrar rango de tratado. La iniciativa ingresó a la ONU en 2006, presentada por Costa Rica, Argentina, Australia, Japón, Finlandia, Kenia y Reino Unido, coautores, y contó con el respaldo de 153 países que votaron en favor de la resolución 61/89, número en la que se consignó, dice el Nobel de la Paz. El próximo año, la ONU convocará a una conferencia a la que se presupone antesala de su puesta en vigencia.
No es extraño que haya sido un hombre sensible a nuestras realidades (América Latina es la región donde se registra la mayor violencia en el planeta) quien emprendiese una tarea de tal magnitud. A ella se han sumado numerosas voces y ONG. Para México, donde la compra de armas significa casi la mitad del trasiego de la droga calculado entre 35 mil y 40 mil millones de dólares al año y que es, además, destino de maniobras oscuras a las que no son ajenas nuestras autoridades y las de Estados Unidos, como el conocido y hasta el momento impune operativo Rápido y Furioso, el control de armas es un paso no decisivo, pero sí muy importante, para abatir los índices de violencia criminal y social. Con casi tres veces menos la población de Estados Unidos, México tiene cada año la misma cantidad de homicidios por arma de fuego que ese país.
En el encuentro destaqué que no debe confundirse inseguridad con políticas públicas de seguridad. La inseguridad es una crisis, el momento en que se han roto las condiciones que hacen posible la seguridad. Y para ello es preciso echar mano de los cuerpos armados del gobierno. La seguridad es tarea constante y de largo plazo. Se edifica a partir de crear tales condiciones mediante políticas públicas adecuadas: equitativa distribución de la riqueza por medio del salario y medidas fiscales de índole proporcional, seguridad alimentaria, atención médica y demás servicios que implica la seguridad social, educación y vivienda digna, todas con carácter exigible y universal; además, porque ya se ha elevado a nivel de contingencia, la rehabilitación y mejoría del hábitat.
Después de más de medio siglo de ser considerados países en vías de desarrollo, los Objetivos del Milenio tienen como principal prioridad el combate a la pobreza. No el combate a la desigualdad, que esa habría sido la estrategia para que los países no desarrollados accedieran al desarrollo. El desarrollo es, en este caso, una de las principales armas de vida colectiva para combatir a las armas que matan, que no son sólo las de fuego. Pensado así el entramado de la seguridad no basta. Las políticas públicas dirigidas a generarlo y mantenerlo tienen que ver con la organización política. Y no cualquiera, sino con una de cimientos y ejercicio democráticos. Cuestión que pasa, en primer término, por los partidos políticos y, de manera determinante, por sus extensiones parlamentarias en los órganos legislativos y de vigilancia (congresos, parlamentos, asambleas). Si la seguridad es la condición de la paz, no veo otro camino para alcanzarla.
Por lo común, los partidos políticos no disponen de autonomía suficiente; tampoco la tienen sus expresiones parlamentarias en relación con los otros poderes, sobre todo el Ejecutivo y su o sus jefes, y con los poderes fácticos. Conquistarla requiere de una profunda reforma del Estado. Esta reforma, por lo menos en México, no se vislumbra en el horizonte inmediato. Habrá que redoblar el esfuerzo por conseguirla.
 En el diván y desprotegido-Magú


Acteal y otros 500 años
Rafael Landereche
En medio de la agitación política prelectoral, del imparable deterioro económico, de disputas ideológicas y de las decenas de miles de muertos del sexenio en el combate al crimen organizado, los 45 muertos de Acteal volvieron a ser noticia por un par de días debido al 14 aniversario de ese crimen aún impune, de esa herida todavía abierta.
Pero en esta ocasión hubo elementos en la conmemoración del 22 de diciembre en Acteal que prácticamente pasaron desapercibidos y que conviene rescatar y resaltar, porque tienen mucho que decir a un país convulsionado, más allá de Chiapas y de Acteal.
Apenas mereció una mención de pasada en los medios el hecho de que en su celebración, Las Abejas otorgaron a don Raúl Vera, obispo de Saltillo, el reconocimiento de Totik. Pero este hecho tiene no sólo un significado inmediato, sino un simbolismo de mucho más largo alcance, y si el primero pasó desapercibido huelga decir que el segundo ni por asomo fue notado.
En lo inmediato, hay que caer en la cuenta de que fue la primera vez, desde que ocurrió la masacre de Acteal hace 14 años, que no estuvo presente en el aniversario del 22 el Tatik Samuel, fallecido a inicios de este año. Ante esa ausencia, una especie de orfandad, se entienden perfectamente las palabras que Las Abejas dirigieron a Raúl Vera: “Totik Raúl, hoy estamos muy alegres, aunque Totik Samuel ya no está aquí físicamente con nosotros, su corazón y pensamiento aquí siguen y viven en nuestra lucha y caminar, en ti, Totik Raúl, vemos el rostro y corazón de Totik Samuel. En ti, vemos y palpamos las luchas de mujeres y hombres de otros pueblos de México y del mundo”.
Pero no para ahí el asunto, Las Abejas invistieron este acto de un simbolismo que toca las raíces de nuestra historia y de la historia de todo el continente americano y que, para quien sepa ver, puede aportar una luz que ilumine pasado, presente y futuro de nuestra nación. La mejor manera de comprender esto es relacionando el acto de Acteal con dos coincidencias históricas; una, la más remota en el tiempo, notada expresamente por Las Abejas; la otra, dada por el contexto nacional de estos días, ignorada por ellos, pero altamente significativa hasta en esa ignorancia padecida. Esta última es el reconocimiento a Totik Raúl que da una organización indígena, víctima de un crimen de Estado, en medio de la polémica sobre la modificación del artículo 24 constitucional y las relaciones entre la Iglesia y el Estado.
La otra coincidencia –remota en el tiempo pero no en las implicaciones– se refiere a lo que hemos llamado los otros 500 años, efeméride prácticamente ignorada en (casi) todos los ámbitos donde debería haber sido recordada. Del Bicentenario de la Independencia y la Revolución todavía estamos viviendo la cruda con la terminación de la tristemente célebre y dispendiosa Estela de luz. El quinto centenario de lo que don Miguel León Portilla denominó diplomáticamente El encuentro de dos mundos, que fue retomado desde abajo como Los 500 años de resistencia indígena, negra y popular, no hay quién no lo recuerde. Pero este otro quinto centenario apenas en algunas publicaciones marginales y espacios particulares fue recordado. Sin embargo, Las Abejas lo recordaron porque la fecha fue precisamente la víspera de su conmemoración y porque las circunstancias eran particularmente adecuadas:
“El 21 de diciembre de 1511 un sacerdote, dominico como tú, Totik Raúl, por primera vez hizo que se escuchara la voz profética de la Iglesia contra la opresión, el despojo, la esclavitud y la muerte que trajeron los caxlanes* a los pueblos originarios de estas tierras. En la isla donde primero hicieron su colonia los caxlanes, que se llamaba precisamente Santo Domingo, Fray Antonio de Montesinos pronunció estas fuertes e inolvidables palabras: ‘Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido?’”
Si 1992 fue el quinto centenario de un acontecimiento nefasto, entre otras razones por la infame confusión de la religión cristiana con la nada santa empresa de la conquista de América, este 2011 deberían haberlo celebrado los cristianos y todos los que luchan por la justicia como el momento feliz, aunque un poco tardío, del deslinde de esa confusión por parte de un notable grupo de cristianos y del reconocimiento de que su papel estaba del otro lado: en la defensa de los pueblos originarios de esas tierras contra los inauditos abusos de quienes se decían cristianos, pero actuaban de tal modo que negaban la esencia misma de esa fe: ¿Éstos no son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos?, les espetaba aquel fraile dominico a unos encomenderos atónitos que daban por descontado que la Iglesia estaba del lado de los cristianos y no de los paganos. Por cierto, entre esos encomenderos estaba Bartolomé de las Casas que, a partir de esas palabras, también cambió vida y destino.
Hay en México dos posibles debates sobre el papel de la Iglesia (en particular la Iglesia católica) en la historia y en el presente del país. Uno es el lamentable debate que hemos presenciado en estos días. Pocas cosas en nuestro país suscitan polémicas más agrias, despiertan más fanatismo, más intolerancia y más estupideces (de uno y otro lado) como la discusión de los derechos, privilegios o discriminación (según de donde se vea) de la Iglesia dentro del Estado. Es un debate que prolonga sin mucho sentido las rancias pugnas entre liberales y conservadores del siglo XIX, pugnas que no sólo dejaron de lado a la mayoría del pueblo de México, sino que se llevaron entre las patas a los pueblos indígenas. El otro debate es el que pone en el centro la justicia, los derechos del pueblo, indígena y no indígena. Es el debate de Montesinos, de Las Casas y de don Samuel, de don Raúl y de los pueblos indígenas como Las Abejas. Es el debate que, salvo estas honrosas excepciones, la Iglesia en México no acaba de asumir como su verdadera tarea histórica pendiente: no si se le reconoce o no su estatus en la Constitución, sino si está o no inequívocamente del lado de todos los pobres y oprimidos. Y la prueba de que no lo asume está a la vista: mientras se enfrascaban en la discusión del artículo 24, ni siquiera se acordaron de este quinto centenario. En cuanto al otro lado, el lado jacobino, no está por demás recordar lo que en algún momento le dijo el Sup Marcos a Carlos Monsiváis: no es con citas obsoletas del siglo XIX como vamos a enfrentar los problemas del siglo XXI. Quizá, añadimos nosotros, es mejor con citas actuales del siglo XVI.
* Caxlanes: los hombres blancos, aunque también los mestizos y, más generalmente, los no-indígenas, en tsotsil
Tierra y educación, fundamento de las escuelas rurales
César Navarro
Mi hijo no era asesino, nomás fue a una escuela de pobres (La Jornada, diciembre 18), expresó la madre de uno de los dos jóvenes asesinados durante la represión gubernamental en contra de los estudiantes normalistas rurales de Ayotzinapa. Así comprendió, como muchos otros padres de familia, el tipo de escuela en la que estudiaba su hijo. Y tiene toda la razón. Las escuelas normales rurales surgieron para dar educación a los más pobres, en primer término a los jóvenes provenientes de ejidos, comunidades indígenas e hijos de maestros. El derecho y el acceso a la educación sólo pudieron hacerse efectivos para amplios sectores de la población a partir de su creación y fueron concebidas para preparar y dotar de profesores a la escuela primaria rural en expansión. Por ello, han sido parte esencial en la historia de la educación pública mexicana. La multiplicación y fortalecimiento del normalismo rural se produjo al unísono con la renovación de las luchas agrarias que conquistaron la tierra para decenas de miles campesinos e hicieron posible la fundación de escuelas públicas por todo el territorio nacional. Tierra y educación constituyen los fundamentos originarios que dieron sentido a la existencia de las normales rurales desde los años del cardenismo.
Justamente, por sus orígenes, orientación y composición social, con el paso del tiempo y las regresiones impuestas en la educación pública, las normales rurales se convirtieron en las instituciones más asediadas del sistema educativo por los sucesivos gobiernos del país. Ninguna otra institución educativa ha debido enfrentar y resistir las políticas de exterminio diseñadas desde el propio poder estatal. El número de escuelas y su matrícula han ido decreciendo y la tentación para extinguirlas siempre ha estado presente. Uno de los golpes más lesivos al normalismo rural se registró durante el gobierno de Díaz Ordaz. Como secuela del movimiento estudiantil de 68 y la huelga de los normalistas del año siguiente, fueron clausuradas de un solo tajo más de la mitad de las normales rurales y se eliminó la enseñanza secundaria dentro de estas instituciones. De más de una treintena de escuelas existentes, solamente subsistieron 17; en tanto otras dos más serían cerradas en años recientes: Mactumactzá, en Chiapas, y El Mexe, en Hidalgo.
Las recurrentes movilizaciones desplegadas por los normalistas rurales a lo largo del país son expresión de una larga y tenaz resistencia para preservar sus centros escolares y el derecho a la educación para otros como ellos. Sin embargo, sus demandas y reclamos educativos, regularmente tienen como respuesta gubernamental la amenaza del cierre de sus escuelas, medidas autoritarias y, en no pocos casos, su persecución y represión: Ayotzinapa constituye el ejemplo más reciente del trato del poder público hacia estas comunidades estudiantiles.
Por tanto, no es de extrañar que las rurales caminen al filo de la sobrevivencia. La apuesta de las autoridades educativas ha sido su abandono y el consiguiente deterioro de su vida académica e institucional. No es casual que las movilizaciones estudiantiles de las normales rurales del país, como en el caso de Ayotzinapa, enarbolen demandas similares: rechazo a la disminución de la matrícula, preservación del sistema de internado, fortalecimiento de la vida académica y de las condiciones de estudio, mantener su sistema de trabajo-estudio, mejoramiento de la infraestructura y equipamiento escolar, dormitorios, servicios sanitarios y comedores dignos, aumento a la beca alimentaria para no seguir padeciendo el hambre de siempre y dotación de plazas de trabajo docente para los maestros egresados de sus escuelas, entre otras.
A su vez, las recientes reformas pactadas entre el gobierno de la derecha y la dirigente vitalicia del SNTE tienen entre sus propósitos cardinales la extinción de los centros públicos de formación de maestros, especialmente del normalismo rural. La imposición del concurso para ingresar al servicio docente a los egresados de estas instituciones significa desmantelar la histórica articulación de las normales públicas con el sistema educativo nacional y la cancelación de la política educativa adoptada por el Estado mexicano para integrar al magisterio a los profesores formados en ellas. Mientras por otra parte se alienta la proliferación de las escuelas normales privadas y se promueve la inserción de sus egresados dentro de la escuela pública y, además, el gobierno habilita como profesores comunitarios-Conafe a muchachos de secundaria para no abrir plazas a los normalistas rurales.
Para miles de jóvenes normalistas y las comunidades campesinas e indígenas de las que son parte, las normales rurales constituyen una de las pocas herencias sociales que aún preservan y de la que no quieren ser expropiados. Por eso resisten y las defienden.

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