La reconquista de la plaza Tahrir
Ángel Guerra Cabrera
Una nueva ola revolucionaria recorre Egipto, rubricada por la
reconquista de la plaza Tahrir por el pueblo después de una batalla campal de
más de 36 horas con la fuerzas de seguridad. Los egipcios, otra vez con sus
jóvenes a la cabeza, se han lanzado a una nueva insurrección que exige la
renuncia del Consejo Supremo de la Fuerzas Armadas(CSFA), encabezado por el
mariscal Mohamed Hussein Tantawi, que sucedió a Mubarak en el mando de la
nación, la creación de un gobierno de salvación nacional al que se subordinen
los militares y un cronograma para la instauración de un gobierno
constitucional. El consenso en la plaza Tahrir, donde el lunes se reunieron más
de un millón de manifestantes, es que el CSFA traicionó la encomienda del pueblo
para crear un orden democrático y constitucional. Esa encomienda no fue
gratuita, se debió a que el ejército se negó a reprimir la insurrección popular
del 25 de enero de este año –como pretendían Mubarak y sus aliados en Washington
y Tel Aviv–, retiró su apoyo a las sangrientas fuerzas de seguridad y forzó la
salida del sátrapa, impidiendo así un baño de sangre.
Pero al cabo de 10 meses el CSFA ha evidenciado que aquella loable actitud no
estaba inspirada en un compromiso con las demandas populares sino en el cálculo
de que al desmovilizarse las masas decaería su combatividad y vigilancia. Así,
el CSFA no cumplió la promesa de derogar la Ley de Emergencia ni rindió cuenta
de sus actos a las organizaciones juveniles y partidos políticos legalizados
después del derrocamiento de Mubarak, y obstaculizó la labor al gobierno
interino, todo con el objetivo de preservar los enormes privilegios que detentan
los altos jefes militares. El movimiento popular ha tenido que soportar un
hostigamiento constante, una cantidad de juicios militares sin precedente contra
activistas, el recrudecimiento de la represión contra los reclamos obreros y
populares y la impunidad de los represores. El CSFA sometió a referendo un texto
constitucional redactado a la carrera y no consultado con las organizaciones
populares, que luego echó a un lado, eludió fijar fecha para convocar a
elecciones presidenciales y permitió la actividad política de los mubarakistas.
Pero cuando colmó la paciencia del pueblo fue al intentar introducir en un nuevo
proyecto constitucional la facultad de las fuerzas armadas para decidir su
presupuesto sin contar con el futuro Parlamento y el mantenimiento de su tutela
política sobre el país.
El viernes 18 de noviembre se realizó una gran marcha convocada por la
mayoría de las fuerzas políticas para exigir al CSFA la definición de un
calendario preciso para la instauración democrática y la trasferencia del poder
a un gobierno civil. Al final de la marcha, un grupo mayoritariamente de jóvenes
decidió quedarse en plantón en Tahrir en contra de la opinión de los partidos.
La brutal represión de las fuerzas de seguridad no se hizo esperar. Gases
tóxico-paralizantes made in USA, cachiporras, piedras, perdigones de
caza y balas de goma fueron lanzadas por los gendarmes contra la muchedumbre.
Ésta respondió con la lucha cuerpo a cuerpo, lanzando adoquines y utilizando las
cachiporras arrebatadas a la policía. Con el paso del reloj crecían las filas de
combatientes populares, escenario que era replicado en el emblemático Suez –cuna
de grandes luchas obreras–, Alejandría, Port Said, la combativa zona industrial
del delta del Nilo y todas las ciudades del país. Se repetía el fenómeno de
enero en cuanto a la masividad y la difusión de la insurrección pero ahora con
mayor madurez, conciencia política y experiencia. La represión ha ocasionado ya
varias decenas de muertos y cientos de heridos y amenaza con agravarse, lo que
llevó al imán de la mezquita de Azhar, máxima autoridad sunita de Egipto, a
exigir a la policía el cese de la represión y al ejército su intervención para
detener el baño de sangre.
El CSFA ofreció el martes 22 un plan rechazado de inmediato por los
manifestantes, que incluía la creación de un gobierno de salvación nacional y
elecciones presidenciales en junio de 2012. Además, un referendo donde el pueblo
decidiría
si se traspasa el poder a los civiles, algo que en Tahrir se consideró un chiste de mal gusto. La revolución en Egipto ya ha forzado un cambio importante en la política exterior. Mientras se mantenga viva la pelea entre el imperialismo y los pueblos árabes tendrá una colosal fuerza a su favor.
La incierta “primavera árabe”
Simpatizantes del presidente sirio, Bashar Assad, durante una manifestación de apoyo en Damasco, Siria, el domingo 20 de noviembre.
Foto: AP
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MÉXICO, D.F. (apro).- Después de meses de masivas protestas contra el régimen de Bashar el Assad, castigadas con una represión inmisericorde que ha cobrado por lo menos 3 mil 500 vidas y otros miles de heridos, detenidos y desaparecidos, el pasado sábado 12 la Liga Árabe (LÁ) decidió suspender a Siria, uno de sus miembros fundadores.
La medida, tomada en El Cairo, prevé también sanciones económicas y políticas, pide la retirada de los embajadores árabes de Damasco, convoca a una reunión con la oposición siria y dispone la protección a los civiles en coordinación con Naciones Unidas y organismos de derechos humanos, aunque hace énfasis en que no busca ninguna intervención extranjera, sino una solución meramente árabe.
El titular de Exteriores de Qatar, que detenta la presidencia en turno de la LÁ, aclaró que no se había hablado “de armar a la oposición ni de una zona de exclusión aérea” en abierta alusión al precedente de Libia, sino que la decisión se tomó porque “no ha habido una respuesta total e inmediata de Siria al plan árabe”, acordado el 2 de noviembre.
Dicho acuerdo establecía que el gobierno de Bashar debía cesar la violencia contra los manifestantes, retirar los tanques de las calles, liberar a los presos políticos y abrir un diálogo con la oposición. De lo contrario, las suspensión y las sanciones entrarían en vigor el 16 de noviembre, y se mantendrían hasta que Damasco cambiara de actitud.
Damasco no cambió. Su único gesto fue liberar el 16 a mil 180 detenidos que, dijo, “no tienen las manos manchadas de sangre”, pero ese mismo día se saldó con otros 69 opositores muertos. Por lo demás, el régimen sirio reaccionó en forma airada. Su representante permanente ante la LÁ, Yusef Ahmed, declaró “nula” la suspensión, porque no contó con el voto unánime de todos los miembros (18 de 22) y denunció que “hay sectores árabes que se han puesto al servicio de los planes de Estados Unidos”.
El canciller Wallid Muallem calificó la medida como “un paso peligroso” y advirtió que “Siria no se doblegará”.
Grupos oficialistas realizaron ataques contra las legaciones diplomáticas de Arabia Saudita, Turquía, Marruecos, Emiratos Árabes Unidos y Francia en Damasco. El ministro de Exteriores turco, Ahmed Davutoglu, advirtió que “el régimen sirio pagará muy caro lo que ha hecho” y amenazó con parar las exploraciones petroleras conjuntas con Siria y cortarle el suministro eléctrico.
Washington, que no sólo pide el cese de la represión sino la salida de Assad, aplaudió la “firme posición turca”, mientras que la Unión Europea incrementó sus sanciones. El rey Abdalá II de Jordania sugirió que Bashar debía renunciar, y los únicos que se han negado a aislar a su régimen son Rusia y China, aunque esta última también ha pedido el fin de la violencia.
Vista como una organización deliberativa, pero carente de poder y unidad, la LÁ ha sido criticada por no tomar antes medidas contra Siria. De hecho sorprendió cuando en marzo suspendió al régimen de Muamar Gadafi y aprobó una zona de exclusión aérea sobre Libia, lo que abrió paso a la resolución de la ONU y a la intervención de la OTAN.
Pero precisamente esta decisión ahondó más la división entre los países que buscan preservar el antiguo orden y los que avanzan hacia una democratización, y sobre todo entre los que apoyan y los que rechazan una intervención extranjera, máxime a la luz de lo ocurrido en Libia.
Por otra parte, la ubicación y el papel geopólítico de Siria en el Medio Oriente hacen prácticamente impensable una intervención similar, que podría incendiar toda la región, tomando en cuenta la cercanía de países como Israel, Irán o Líbano. Así, pese al aislamiento, el escenario en Siria se ve incierto como también el de los otros movimientos de la llamada “primavera árabe”, tanto los que ya hicieron la transición gubernamental como los que todavía luchan por lograrla.
El caso más directo es el de Libia, donde la oprobiosa muerte de Gadafi y los asesinatos de leales al régimen y migrantes subsaharianos, confundidos con los mercenarios africanos usados al principio de las revueltas, abrieron serias interrogantes sobre las prendas democráticas y de derechos humanos de los rebeldes.
Carentes además de experiencia política, los líderes militares emanados del alzamiento no son idóneos para formar un gobierno, sobre todo en un país tribal que adolece de una estructura social cohesionada. Por lo pronto, la presidencia del Consejo Nacional de Transición (CNT) sigue en manos del exministro de Justicia gadafista, Mustafá Abdul Jalil, y como jefe del gobierno de transición quedó Abdelrahim El Kib, un académico formado en universidades estadunidenses.
La “hoja de ruta” del CNT prevé en ocho meses elecciones para formar una Asamblea Constituyente y un año después elecciones generales. Para horror de Occidente, empero, el mismo día en que se proclamó la liberación de Libia se anunció que estaría regida por “una versión moderada de la sharia”, lo que ya anticipa choques entre laicistas y tradicionalistas islámicos.
Washington calcula además que entre 5 mil y 10 mil misiles del arsenal de Gadafi se colaron durante el conflicto al mercado negro, y pueden haber llegado a manos de Al Qaeda o sus filiales. Pendiente está la investigación sobre las circunstancias de la muerte de exlíder libio y la detención de su hijo Saif al Islam, para ser juzgado ante la Corte Penal Internacional.
En Túnez, donde se dio la primera revuelta popular que inspiró a los demás movimientos, ya se celebraron las primeras elecciones democráticas para formar una nueva Asamblea Constituyente, que sustituya el marco legal heredado por el depuesto presidente Ben Alí.
Con una participación de 90%, los comicios fueron ganados por el partido islamista moderado An Nahda, uno de los cien que participaron y que evidencian una alta fragmentación política, pese a ser Túnez el país árabe más homogéneo. La principal divergencia se da entre los laicistas, que buscan la separación entre religión y política, y los tradicionalistas, que reivindican “la identidad tunecina”, incluido el Islam. Por lo pronto, ya se han dado los primeros choques por los derechos de las mujeres, la relación con Israel y el apoyo a los palestinos.
En Egipto, el 28 de noviembre se realizará una primera elección para traspasar el poder del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas a un civil. Los comicios presidenciales todavía no se fijan y algunos quieren esperar hasta que se apruebe una nueva Constitución, lo que puede ocurrir a fines de 2012 o principios de 2013, ya que debe ser estudiada por la nueva Asamblea y sometida a referéndum.
Este lapso dilatado mantiene en los hechos al sistema previo, y organizaciones de derechos humanos han solicitado la liberación de los 12 mil detenidos durante las protestas, así como denunciado nuevas detenciones y torturas. Por el contrario, el juicio contra el depuesto presidente Hosni Mubarak sigue estancado.
La apertura política ha renovado también aquí las tensiones entre laicos y religiosos. Como máxima fuerza electoral se perfilan los Hermanos Musulmanes, pero también hay salafistas, fundamentalistas, nasseristas y movimientos políticos nacidos de las protestas. La peor parte la han llevado hasta ahora los cristianos coptos, que reprimidos por las fuerzas armadas sufrieron 23 muertos y 30 detenidos.
En Yemen, después de ocho meses de protestas y un atentado que lo llevó a recuperarse a Arabia Saudita, el presidente Alí Abdalá Saleh regresó con renovadas fuerzas y se mantiene en el poder mediante una hábil combinación de represión y diálogo. Hacia el interior, ha aprovechado que el ejército y los poderes tribales están de su parte, y hacia el exterior se ha presentado como el único que puede mantener la estabilidad en un país al borde de la guerra civil y combatir al extremismo islámico. Esta postura le ha dado dividendos, ya que en octubre, cuando un avión estadunidense no tripulado mató al jefe de Al Qaeda en Yemen, Anuar Al Awlaki, Barack Obama reconoció su colaboración.
Aunque ha prometido que ni él ni su hijo se presentarán a las próximas elecciones, tres veces ha aceptado y luego se ha negado a firmar un plan de transición pacífica presentado por la mediación de Estados Unidos, la Unión Europea y el Consejo de Cooperación del Golfo. Mientras, día a día llegan noticias de muertos, heridos y detenidos por motivos políticos en Yemen.
Como eco a lo que ocurría en Túnez y Egipto, en febrero también se dieron protestas populares y estudiantiles en Argelia, encabezadas por la Coordinadora Nacional para el Cambio y la Democracia. Aunque particularmente violentas, éstas no se extendieron más allá de los partidos laicos, los sindicatos y los grupos no gubernamentales. Mermadas por represiones previas, las organizaciones islámicas tampoco se manifestaron.
Aunque al principio recurrió a la fuerza, el presidente Abdelaziz Bouteflika rápidamente levantó el estado de emergencia y ofreció consultas para llevar adelante una reforma constitucional controlada. También dio respuesta a algunas de las demandas socioeconómicas, entre ellas el abaratamiento de los productos básicos. Aislada en las calles, la agitación popular ha continuado en las redes sociales.
Jerárquicos, vitalicios y hereditarios por definición, varios reinos árabes también han enfrentado demandas de apertura de sus súbditos, aunque las han enfrentado de manera diferente.
El rey de Bahrein, Hamid bin Isa Al Jalifa, optó por la fuerza y denunció una trama exterior –léase iraní– detrás de la sublevación mayoritariamente chiita, lo que permitió convocar a las fuerzas del Consejo de Cooperación del Golfo. En marzo, tropas de Arabia Saudita y policías de los Emiratos Árabes Unidos, junto con fuerzas locales, desalojaron a los manifestantes de la Plaza de la Perla, dejando tras de sí una estela de muertos y heridos que luego fue seguida hasta los hospitales.
En protesta, los 18 diputados del partido chiita Al Wefaq renunciaron a sus cargos en el Congreso. En septiembre se realizaron elecciones parciales para sustituirlos, pero como la oposición llamó a boicotearlas, los asientos fueron ocupados por candidatos oficialistas, entre ellos dos mujeres. El líder chiita Alí Salman ha pedido su cancelación y la instauración de una “monarquía constitucional”. Ante la represión, las protestas han continuado también por las redes sociales.
Los reyes de Jordania y Marruecos fueron más hábiles. Aprovechando que el descontento popular se dirigía más contra sus gobiernos que contra sus personas, ambos procedieron rápidamente a promover reformas constitucionales. Abdalá II cambió de inmediato a su impugnado primer ministro y Mohamed VI convocó a un referendum para avalar los cambios.
Aunque en los dos casos la oposición consideró las modificaciones como “insuficientes”, lo cierto es que fueron suficientes para aplacar los ánimos mayoritarios, y los bolsones de resistencia han sido convenientemente controlados por la fuerza pública. Como en todos los demás países, la inconformidad sigue manifestándose por Internet.
El último brote opositor se ha dado en Kuwait, donde el primer ministro y miembro de la familia real, jeque Naser Mohamed, es acusado de corrupción. Las protestas de momento se han limitado al Parlamento, considerado por lo demás como uno de los más democráticos de la región.
La medida, tomada en El Cairo, prevé también sanciones económicas y políticas, pide la retirada de los embajadores árabes de Damasco, convoca a una reunión con la oposición siria y dispone la protección a los civiles en coordinación con Naciones Unidas y organismos de derechos humanos, aunque hace énfasis en que no busca ninguna intervención extranjera, sino una solución meramente árabe.
El titular de Exteriores de Qatar, que detenta la presidencia en turno de la LÁ, aclaró que no se había hablado “de armar a la oposición ni de una zona de exclusión aérea” en abierta alusión al precedente de Libia, sino que la decisión se tomó porque “no ha habido una respuesta total e inmediata de Siria al plan árabe”, acordado el 2 de noviembre.
Dicho acuerdo establecía que el gobierno de Bashar debía cesar la violencia contra los manifestantes, retirar los tanques de las calles, liberar a los presos políticos y abrir un diálogo con la oposición. De lo contrario, las suspensión y las sanciones entrarían en vigor el 16 de noviembre, y se mantendrían hasta que Damasco cambiara de actitud.
Damasco no cambió. Su único gesto fue liberar el 16 a mil 180 detenidos que, dijo, “no tienen las manos manchadas de sangre”, pero ese mismo día se saldó con otros 69 opositores muertos. Por lo demás, el régimen sirio reaccionó en forma airada. Su representante permanente ante la LÁ, Yusef Ahmed, declaró “nula” la suspensión, porque no contó con el voto unánime de todos los miembros (18 de 22) y denunció que “hay sectores árabes que se han puesto al servicio de los planes de Estados Unidos”.
El canciller Wallid Muallem calificó la medida como “un paso peligroso” y advirtió que “Siria no se doblegará”.
Grupos oficialistas realizaron ataques contra las legaciones diplomáticas de Arabia Saudita, Turquía, Marruecos, Emiratos Árabes Unidos y Francia en Damasco. El ministro de Exteriores turco, Ahmed Davutoglu, advirtió que “el régimen sirio pagará muy caro lo que ha hecho” y amenazó con parar las exploraciones petroleras conjuntas con Siria y cortarle el suministro eléctrico.
Washington, que no sólo pide el cese de la represión sino la salida de Assad, aplaudió la “firme posición turca”, mientras que la Unión Europea incrementó sus sanciones. El rey Abdalá II de Jordania sugirió que Bashar debía renunciar, y los únicos que se han negado a aislar a su régimen son Rusia y China, aunque esta última también ha pedido el fin de la violencia.
Vista como una organización deliberativa, pero carente de poder y unidad, la LÁ ha sido criticada por no tomar antes medidas contra Siria. De hecho sorprendió cuando en marzo suspendió al régimen de Muamar Gadafi y aprobó una zona de exclusión aérea sobre Libia, lo que abrió paso a la resolución de la ONU y a la intervención de la OTAN.
Pero precisamente esta decisión ahondó más la división entre los países que buscan preservar el antiguo orden y los que avanzan hacia una democratización, y sobre todo entre los que apoyan y los que rechazan una intervención extranjera, máxime a la luz de lo ocurrido en Libia.
Por otra parte, la ubicación y el papel geopólítico de Siria en el Medio Oriente hacen prácticamente impensable una intervención similar, que podría incendiar toda la región, tomando en cuenta la cercanía de países como Israel, Irán o Líbano. Así, pese al aislamiento, el escenario en Siria se ve incierto como también el de los otros movimientos de la llamada “primavera árabe”, tanto los que ya hicieron la transición gubernamental como los que todavía luchan por lograrla.
El caso más directo es el de Libia, donde la oprobiosa muerte de Gadafi y los asesinatos de leales al régimen y migrantes subsaharianos, confundidos con los mercenarios africanos usados al principio de las revueltas, abrieron serias interrogantes sobre las prendas democráticas y de derechos humanos de los rebeldes.
Carentes además de experiencia política, los líderes militares emanados del alzamiento no son idóneos para formar un gobierno, sobre todo en un país tribal que adolece de una estructura social cohesionada. Por lo pronto, la presidencia del Consejo Nacional de Transición (CNT) sigue en manos del exministro de Justicia gadafista, Mustafá Abdul Jalil, y como jefe del gobierno de transición quedó Abdelrahim El Kib, un académico formado en universidades estadunidenses.
La “hoja de ruta” del CNT prevé en ocho meses elecciones para formar una Asamblea Constituyente y un año después elecciones generales. Para horror de Occidente, empero, el mismo día en que se proclamó la liberación de Libia se anunció que estaría regida por “una versión moderada de la sharia”, lo que ya anticipa choques entre laicistas y tradicionalistas islámicos.
Washington calcula además que entre 5 mil y 10 mil misiles del arsenal de Gadafi se colaron durante el conflicto al mercado negro, y pueden haber llegado a manos de Al Qaeda o sus filiales. Pendiente está la investigación sobre las circunstancias de la muerte de exlíder libio y la detención de su hijo Saif al Islam, para ser juzgado ante la Corte Penal Internacional.
En Túnez, donde se dio la primera revuelta popular que inspiró a los demás movimientos, ya se celebraron las primeras elecciones democráticas para formar una nueva Asamblea Constituyente, que sustituya el marco legal heredado por el depuesto presidente Ben Alí.
Con una participación de 90%, los comicios fueron ganados por el partido islamista moderado An Nahda, uno de los cien que participaron y que evidencian una alta fragmentación política, pese a ser Túnez el país árabe más homogéneo. La principal divergencia se da entre los laicistas, que buscan la separación entre religión y política, y los tradicionalistas, que reivindican “la identidad tunecina”, incluido el Islam. Por lo pronto, ya se han dado los primeros choques por los derechos de las mujeres, la relación con Israel y el apoyo a los palestinos.
En Egipto, el 28 de noviembre se realizará una primera elección para traspasar el poder del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas a un civil. Los comicios presidenciales todavía no se fijan y algunos quieren esperar hasta que se apruebe una nueva Constitución, lo que puede ocurrir a fines de 2012 o principios de 2013, ya que debe ser estudiada por la nueva Asamblea y sometida a referéndum.
Este lapso dilatado mantiene en los hechos al sistema previo, y organizaciones de derechos humanos han solicitado la liberación de los 12 mil detenidos durante las protestas, así como denunciado nuevas detenciones y torturas. Por el contrario, el juicio contra el depuesto presidente Hosni Mubarak sigue estancado.
La apertura política ha renovado también aquí las tensiones entre laicos y religiosos. Como máxima fuerza electoral se perfilan los Hermanos Musulmanes, pero también hay salafistas, fundamentalistas, nasseristas y movimientos políticos nacidos de las protestas. La peor parte la han llevado hasta ahora los cristianos coptos, que reprimidos por las fuerzas armadas sufrieron 23 muertos y 30 detenidos.
En Yemen, después de ocho meses de protestas y un atentado que lo llevó a recuperarse a Arabia Saudita, el presidente Alí Abdalá Saleh regresó con renovadas fuerzas y se mantiene en el poder mediante una hábil combinación de represión y diálogo. Hacia el interior, ha aprovechado que el ejército y los poderes tribales están de su parte, y hacia el exterior se ha presentado como el único que puede mantener la estabilidad en un país al borde de la guerra civil y combatir al extremismo islámico. Esta postura le ha dado dividendos, ya que en octubre, cuando un avión estadunidense no tripulado mató al jefe de Al Qaeda en Yemen, Anuar Al Awlaki, Barack Obama reconoció su colaboración.
Aunque ha prometido que ni él ni su hijo se presentarán a las próximas elecciones, tres veces ha aceptado y luego se ha negado a firmar un plan de transición pacífica presentado por la mediación de Estados Unidos, la Unión Europea y el Consejo de Cooperación del Golfo. Mientras, día a día llegan noticias de muertos, heridos y detenidos por motivos políticos en Yemen.
Como eco a lo que ocurría en Túnez y Egipto, en febrero también se dieron protestas populares y estudiantiles en Argelia, encabezadas por la Coordinadora Nacional para el Cambio y la Democracia. Aunque particularmente violentas, éstas no se extendieron más allá de los partidos laicos, los sindicatos y los grupos no gubernamentales. Mermadas por represiones previas, las organizaciones islámicas tampoco se manifestaron.
Aunque al principio recurrió a la fuerza, el presidente Abdelaziz Bouteflika rápidamente levantó el estado de emergencia y ofreció consultas para llevar adelante una reforma constitucional controlada. También dio respuesta a algunas de las demandas socioeconómicas, entre ellas el abaratamiento de los productos básicos. Aislada en las calles, la agitación popular ha continuado en las redes sociales.
Jerárquicos, vitalicios y hereditarios por definición, varios reinos árabes también han enfrentado demandas de apertura de sus súbditos, aunque las han enfrentado de manera diferente.
El rey de Bahrein, Hamid bin Isa Al Jalifa, optó por la fuerza y denunció una trama exterior –léase iraní– detrás de la sublevación mayoritariamente chiita, lo que permitió convocar a las fuerzas del Consejo de Cooperación del Golfo. En marzo, tropas de Arabia Saudita y policías de los Emiratos Árabes Unidos, junto con fuerzas locales, desalojaron a los manifestantes de la Plaza de la Perla, dejando tras de sí una estela de muertos y heridos que luego fue seguida hasta los hospitales.
En protesta, los 18 diputados del partido chiita Al Wefaq renunciaron a sus cargos en el Congreso. En septiembre se realizaron elecciones parciales para sustituirlos, pero como la oposición llamó a boicotearlas, los asientos fueron ocupados por candidatos oficialistas, entre ellos dos mujeres. El líder chiita Alí Salman ha pedido su cancelación y la instauración de una “monarquía constitucional”. Ante la represión, las protestas han continuado también por las redes sociales.
Los reyes de Jordania y Marruecos fueron más hábiles. Aprovechando que el descontento popular se dirigía más contra sus gobiernos que contra sus personas, ambos procedieron rápidamente a promover reformas constitucionales. Abdalá II cambió de inmediato a su impugnado primer ministro y Mohamed VI convocó a un referendum para avalar los cambios.
Aunque en los dos casos la oposición consideró las modificaciones como “insuficientes”, lo cierto es que fueron suficientes para aplacar los ánimos mayoritarios, y los bolsones de resistencia han sido convenientemente controlados por la fuerza pública. Como en todos los demás países, la inconformidad sigue manifestándose por Internet.
El último brote opositor se ha dado en Kuwait, donde el primer ministro y miembro de la familia real, jeque Naser Mohamed, es acusado de corrupción. Las protestas de momento se han limitado al Parlamento, considerado por lo demás como uno de los más democráticos de la región.
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