Se cayó el telón
Repudian universitarios manipulación informativa de
televisoras.
Foto: Germán Canseco
Foto: Germán Canseco
MÉXICO, D.F. (apro).- Cuando todo parecía que la obra entraba a su final ya
previsto, de pronto el telón se cayó, el escenario quedó al desnudo y los
actores mostraron sus rostros sin la máscara del carnaval con la que festinaban
la historia de un pueblo adormilado.
El público, la mayoría jóvenes, protestó ante la mascarada que ya se tenía
prevista, lanzaron gritos y acusaron de engañarlos y disimular su papel más allá
del guión escrito.
Cuando el telón se vino abajo, el personaje principal de la obra pasó de la
sorpresa a la incredulidad. Desencajada, en su cara reflejaba el no saber qué
hacer cuando se sale del libreto. Los gritos del público al verlo fuera de su
papel como el seguro heredero de la silla presidencial, lo desubicaron y no
sabía qué hacer, si reír, saludar, contestarles o decir algo. ¿Pero qué?, se
preguntaba.
Había creído en las loas de los críticos de teatro que todos los días, sin
mayor pretexto, lo habían ensalzado por encima de los mortales destacando sus
cualidades extraordinarias en sus artículos, columnas, en sus programas de
radio, televisión y en los periódicos. Creía que el escenario, hecho a su medida
por el mejor sastre mediático, era tan bueno que podía resistir cualquier
vendaval imprevisto y engañar al público haciéndolo pasar como la realidad.
No era cualquier cosa haber pagado a la compañía multimedia más de miles de
millones de pesos, bajo la promesa de que todos saldrían ganando y que su imagen
jamás seria dañada porque tendría una capa de protección a prueba de
desastres.
Para eso les había pagado muchísimo dinero los últimos seis años, para que
los profesionales de los escenarios, de las imágenes, de las historias de
finales rosas, hicieran su trabajo y lo convirtieran en el personaje de una
historia con final feliz, con una esposa de telenovela.
Todo iba bien para el principal protagonista. Apoyado por la mejor empresa de
imágenes y la mejor tecnología, ofrecía al público una historia prometedora, con
grandes expectativas para el futuro y sus diálogos eran fluidos. Cuando se
atoraba en algo, si se le olvidaba una parte del guión, le ayudaban con un
audífono minúsculo o una moderna pantalla invisible para el auditorio en el cual
le decían que hacer.
Un día, sin embargo, ocurrió algo imprevisto. En una de las funciones
dedicadas a jóvenes universitarios quiso improvisar y se salió del script,
sintiéndose muy seguro de sí mismo. Las protestas vinieron de inmediato y,
aunque llevaba a sus invitados, el auditorio se desbordó hasta que provocó la
caída del telón.
Nadie pudo ayudarle. Trató de calmar los ánimos y le fue peor. Salió por detrás del escenario y lo siguieron los jóvenes que lo habían descubierto. La mascarada se había terminado. No era un actor, sino el responsable de represiones, corrupción y mentiras.
Nadie pudo ayudarle. Trató de calmar los ánimos y le fue peor. Salió por detrás del escenario y lo siguieron los jóvenes que lo habían descubierto. La mascarada se había terminado. No era un actor, sino el responsable de represiones, corrupción y mentiras.
Corrió por pasillos, oficinas y hasta se escondió en los baños. Sus guardias
lo protegieron de los jóvenes que le gritaban de todo. Desencajado, su rostro
era grabado por muchos de los estudiantes que fueron acusados de agitadores
profesionales por aquellos corifeos que salieron a defenderlo en radio,
televisión y periódicos.
Pero ya era tarde. Caído el telón, el personaje principal de la representación ya no era creíble, su papel había terminado.
Pero ya era tarde. Caído el telón, el personaje principal de la representación ya no era creíble, su papel había terminado.
Dolido, días después trato de retomar su papel, subió de nuevo al escenario,
pero ya se le veía diferente, balbuceaba cuando hablaba y su cara ya no mostraba
la misma sonrisa que tanto tiempo le había constado construir.
Para las siguientes representaciones llevó a sus guardias cebados por el
rencor. Cada vez que un joven se atrevía a protestar por la mala actuación en
algunas de sus presentaciones, lo callaban a golpes y amenazas.
La puesta en escena había cambiado a la mitad de la temporada. El público ya
no le creyó su historia y la sonrisa del actor principal cambió por una mueca.
La responsabilidad estadunidense
No más armas, el mensaje de México a EU.
Foto: Octavio Gómez
Foto: Octavio Gómez
Para Alejandro Solalinde, por todo su amor.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La guerra contra las drogas, que ha puesto al
desnudo no sólo la corrupción del Estado y de los partidos en México, sino el
desamparo de la nación, tiene su origen en Estados Unidos. Hace un poco más de
40 años, el 17 de junio de 1971, el presidente Nixon la declaró.
Aunque la guerra tenía un objetivo de cinco años, nunca se detuvo. Las
siguientes administraciones la han continuado. A los 2 mil 500 millones de
dólares invertidos durante esas cuatro décadas en ayuda militar e intervenciones
armadas en Colombia, Panamá y ahora en México, se han sumado otros 15 mil 500
millones de dólares, por parte de Obama, con resultados cada vez más espantosos:
Colombia está deshecha; México y Centroamérica, destrozados; debajo de su
aparente bienestar, Estados Unidos no ha disminuido el número de sus
consumidores, calculados en 20 millones; sus cárceles están repletas de gente
detenida por posesión de drogas, y la criminalización de las minorías
afroamericanas, latinas y de migrantes se ha incrementado.
La guerra contra las drogas –un asunto que debería tratarse como una cuestión
de salud pública– ha instalado una verdadera guerra, donde las armas
estadunidenses –un asunto de seguridad nacional que se trata como un asunto de
comercio legal– están armando tanto a los ejércitos de los Estados como a los
sicarios de la delincuencia, y generando un estado de dolor, terror y muerte que
sólo beneficia a los criminales, a los funcionarios y a los empresarios
corruptos, y que amenaza con destruir la vida civil y democrática de México y de
muchas naciones, incluyendo la de Estados Unidos.
Lo más terrible de todo esto es que, a pesar de que muchas organizaciones
civiles de EU y de México estamos empujando para terminar con esta guerra, ni el
gobierno de Obama ni el de Calderón ni el que proponen los candidatos a las
presidencias de México y de EU están interesados en hacerlo. Las razones son
múltiples: desde las complicidades criminales –lo que importa es el dinero y el
poder, surjan de donde sea– hasta el puritanismo degradado –es mejor el terror y
la muerte que aceptar la droga–. Ambos, sin embargo, tienen su origen en un
protestantismo llevado a su más alta peligrosidad: su desacralización.
El capitalismo o, mejor, la economía moderna, nació, según Max Weber, allí;
pero también, consecuencia de esa economía egoísta, el desprecio por los otros.
A diferencia del mundo católico –para el cual el mundo está redimido y hay que
llevar esa redención a todos–, para el protestante el mundo está caído y sólo la
gracia puede salvar al hombre. Para los colonizadores protestantes del norte,
una tierra deshabitada o poblada por paganos era, como lo señaló Lutero, una
tierra salvaje, y el deber de los cristianos en ella no era convertir, sino
preservarse a sí mismos. “Los indios americanos fueron (así) tratados como
naturaleza salvaje a la que hay que someter o exterminar” (Paz). De allí las
reservaciones, la esclavitud de los negros y la necesidad de las armas.
Esa mentalidad, desalojada de su argumentación teológica, no sólo se ha
preservado en la cultura estadunidense, sino que, al igual que el egoísmo
capitalista, se ha extendido por el mundo. Calderón, Vázquez Mota y Peña Nieto,
quienes se dicen católicos, piensan así. También lo piensan el cristiano Obama,
el mormón Romney y la gran cantidad de conservadores estadunidenses para quienes
el sufrimiento de México es asunto de “esos vecinos extraños que están
corrompidos”. Para ellos, los muertos, los desaparecidos, los descuartizados,
los adictos, no importan. Son lo extraño, lo salvaje –a veces las “bajas
colaterales”–, lo que hay que someter o exterminar mediante la violencia ya sea
legal –el Plan Mérida– o ilegal –el operativo Rápido y Furioso– o, es la lógica
del cristiano AMLO, simplemente ignorar, mientras el dinero manchado de sangre
“salvaje” corre por los bancos estadunidenses y mexicanos, y la corrupción de
los Estados y de los partidos continúa su horrenda marcha.
Lo que en la época de la colonización, arropada por el argumento teológico,
era ahorro y defensa para preservarse del mundo caído, hoy se ha vuelto economía
y muerte. En el puritanismo degradado de la mentalidad estadunidense, que ha
contaminado a nuestros países corrompidos por un catolicismo patrimonialista y
degradado, es escandaloso fumar o consumir drogas. No lo es, para evitar ese
flagelo, vender armas, criminalizar, destruir las instituciones políticas,
resguardar la corrupción, militarizar y generar una violencia donde todos
perdemos en dignidad y en vida.
Contra ese deterioro moral, que se pretende moral, hay que poner en el centro
de todo al ser humano. Junto a la degradación de la tradición puritana y
católica, la fuente del Evangelio nos enseña que la causa de Dios es la causa
del hombre o, traducido en términos de laicidad, la causa de la vida política es
la dignidad del hombre, de todos los hombres: los otros no son lo extraño ni lo
salvaje, son nuestros prójimos. Detener la guerra contra las drogas con
políticas humanas debe ser la prioridad de la agenda política y civil de México
y EU. Sin ella, el horror de la barbarie disfrazada de pureza se instalará para
siempre entre nosotros.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos
los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer
los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro
de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a
Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la
guerra de Calderón.
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